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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 6 page

 

—Sangre —farfulló—, en la sangre está el alumbramiento, la vida; en la sangre... —Su voz se desvaneció y su rostro se contra­jo horriblemente antes de sumirse otra vez en el letargo. En una mano tenía fuertemente agarrada una pipa de bambú oscuro, que se llevaba a los labios; cuando exhaló el humo, vi que en la tabaquera había un resplandor rojo. Por todas partes distinguí idénticos resplandores de luz roja, que luego se apagaban; las víctimas del veneno se alimentaban de aquella droga, ajenas a todo y a todos. Estaban tumbadas con las caras desfiguradas y ausentes en posiciones fantásticas; al mirarlas fijamente entre el humo, me parecieron las víctimas de una explosión de ceniza volcánica; estaban embalsamadas en su agonía para que la pos­teridad asistiera a aquel horror y se estremeciera ante él. Así se presentaron ante mis ojos en aquel momento los súbditos del poderoso monarca: el opio.

 

—He preparado para usted, señor, lo más exquisito de cuan­to dispongo en mi casa.

 

Me volví. Polidori, con una mueca maliciosa en los labios, me ofrecía una pipa. Pude observar que, ahora que tenía la boca abierta, sus dientes eran muy afilados. Al fruncir su labio supe­rior, tenía el aspecto de un astuto animal de rapiña.

 

— ¿No? —dijo al fin en tono de burla. Se dirigió a mi compa­ñero—. ¿Y usted, señor? —Volvió a fruncir los labios—. Estoy seguro de que va usted a inhalar nuestro humo, doctor Eliot, ¿verdad?

 

Eliot, lejos de sorprenderse al oír su nombre, permaneció impasible.

 

—Me figuro, pues, señor Polidori —comentó— que le han puesto sobre aviso respecto a nuestro interés por usted, ¿no es así?

 

Polidori torció el gesto y el cuerpo al oír aquellas palabras ingeniosas.

 

—Esta tarde vi a Headley —asintió Polidori—. Me dijo que usted y el señor Stoker vendrían a verme.

 

—Bien —repuso Eliot con frialdad—. Entonces ya sabe cuál es el objeto de nuestra visita.

 

Polidori hizo una mueca.

 

—Quieren a Mowberley.

 

—Veo que lo ha entendido perfectamente.

 

—Me temo que no, doctor Eliot.

 

Mi compañero enarcó una ceja.

 

— ¿Ah, no?

 

—Él no se encuentra aquí.

 

—Sé que está aquí.

 

— ¿Por qué está tan seguro?

 

Eliot sacudió la cabeza.

 

—Si usted no nos lleva, ya encontraremos el medio de llegar hasta él.

 

Dio unos pasos hacia adelante, pero Polidori lo cogió por las muñecas y lo arrastró hasta que los dos hombres estuvieron cara a cara. Vi que Eliot hacía una mueca de asco al oler el féti­do aliento de Polidori.



 

—Suéltelo— le ordené—. ¡Suéltelo!

 

Polidori me lanzó una mirada, mas no soltó a Eliot hasta al cabo de un buen rato. No obstante, seguía sonriendo, más abier­tamente que antes, además. Mi compañero, en cambio, perma­necía impertérrito.

 

—Ya verá —dijo cortésmente— cómo nada va a detenernos. ¡Nada! —Polidori hizo una mueca, dejando sus dientes al descu­bierto.

 

— ¿Dónde está la mujer para la cual trabaja usted? ¿Dónde está su señora?

 

— ¿Mi señora? —Bruscamente Polidori estalló a reír. Sacu­día los hombros y se retorcía las manos con una ansiedad ser­vil—. ¡Mi señora —dijo con voz lastimera—, oh, mi hermosa se­ñora, a quien todo el mundo desea! —De repente se dominó—. No sé a quién se refiere.

 

—Quienquiera que sea, se dedique a lo que se dedique... —Eliot hizo una pausa—. Sabe perfectamente a quién me refiero.

 

—Entonces dígamelo.

 

—Usted ha inducido, valiéndose de engaños, a dos amigos míos, cuyos nombres conoce, a venir a este antro de vicio y per­dición. Su objetivo era anularlos con el propósito de sonsacarles la información confidencial a la que tenían acceso por sus car­gos políticos. ¿Qué interés tenía usted en ello? Ninguno. Por lo tanto, siguiendo un procedimiento deductivo lógico muy sim­ple, usted debe trabajar para alguien, alguien que sí tiene un vivo interés en el proyecto de ley parlamentario.

 

— ¡Ah, doctor Eliot, doctor Eliot —dijo Polidori con voz las­timera—, qué listo es usted!

 

Escupió esta última palabra y dio un paso hacia adelante, pero Eliot me lanzó un grito de advertencia y, antes de que Polidori pudiera ponerme las manos encima, lo cogí por los brazos. Polidori se quedó pasmado, con una mueca de desprecio en sus labios.

 

—Bien —dijo Eliot tranquilamente—, no deseo que esto se convierta en un asunto desagradable. No tengo ningún interés en encontrar a su... —Se interrumpió—. ¿Qué otra palabra po­dríamos emplear en lugar de señora? Su cómplice. Limítese a decirme dónde tiene escondido a Mowberley; después yo lo de­jaré en paz a usted y usted a mí.

 

— ¡Oh, qué extremadamente considerado es usted!

 

—Le advierto que si no me queda otro remedio avisaré a Scotland Yard.

 

— ¡Cómo! —Exclamó Polidori con fingido desdén—. ¿Va a arruinar la reputación del noble ministro?

 

—Preferiría no tener que hacerlo —repuso Eliot—, pero si él pierde la dignidad o la reputación, o lo que sea, yo debo al me­nos salvarle la vida.

 

—No se halla en peligro.

 

— ¿Así pues, admite usted que se encuentra aquí?

 

—No. —Polidori se quedó un momento callado y volvió a sonreír, enseñando los dientes—. Pero sí ha estado aquí, doctor Eliot. —Dio unos pasos hacia atrás, despacio, sin dejar de clavar sus ojos en los nuestros y con las manos levantadas. Sin mirar a su alrededor, le cogió la pipa a la vieja malaya; se la llevó a la boca y dio tres o cuatro caladas. Cerró los ojos—. Qué maravilloso es —murmuró—, qué maravilloso es, en efecto. Hay gente que vie­ne de muy lejos para obtenerlo. —De pronto abrió los ojos—. La gente viene, doctor Eliot, créame; la gente viene aquí. —Lenta­mente esbozó una sonrisa y vi que sus labios, al abrirse, estaban recubiertos de una película amarilla de saliva, por la que pasó la lengua. Y de pronto sus ojos, que parecían antes empañados, volvían a ser fríos y penetrantes—. Se pasa de listo, doctor Eliot. No hay ninguna conspiración. La gente quiere opio, hasta los ministros del gobierno lo quieren.

 

—No. —Eliot sacudió la cabeza—. Usted lo atrajo hasta aquí valiéndose de engaños.

 

— ¿Que yo lo atraje hasta aquí valiéndome de engaños? —Polidori se desplomó en un asiento y se recostó en él—. ¿Que yo lo atraje valiéndome de engaños? —Repitió—, ¿que yo lo atraje valiéndome de engaños?, ¿que yo lo atraje valiéndome de enga­ños? —Alzó la vista y nos miró, parpadeando, con una expresión de perentoriedad en sus ojos—. Necesito hombres adinerados —dijo riéndose—. Hombres con poder adquisitivo alto. Caballe­ros que residan en West End. —Su risa era ahora una retahíla de risitas agudas—. Así que es cierto, los atraje hasta aquí va­liéndome de engaños, doctor Eliot. —Empezó otra vez a mascu­llar, repitiendo la misma frase una y otra vez. Lentamente se in­clinó hacia adelante y con un dedo tembloroso señaló a mi compañero—. Pero si se drogaron, si aceptaron la droga que les ofrecía, ellos fueron los responsables.

 

Sus ojos, muy abiertos, en los que había una expresión de solemnidad moral, se cerraron repentinamente y Polidori em­pezó otra vez a soltar risitas chisporroteantes. Se tendió en el asiento, mascullando de vez en cuando palabras sin sentido. Eliot lo observaba con un frío interés.

 

—Mire —señaló— qué ateridos se le van quedando los múscu­los de las mejillas. Se está abismando en un profundo estupor. —Echó una ojeada por la habitación—. Esto será más fácil de lo que esperaba.

 

Examinó cada uno de los cuerpos que estaban tendidos por doquier, pero al fin vi que se levantaba y fruncía las cejas. Se di­rigió a mí, sacudiendo la cabeza.

 

—Quizá esté con el raja —sugerí.

 

— ¿Quién?

 

Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido.

 

—Pues sir George, quién si no. ¿No es a él a quien busca­mos?

 

Eliot soltó una breve risa, que a mí me pareció casi grosera.

 

—Claro que sí —repuso, dándome la espalda.

 

Su súbita brusquedad me irritó mucho.

 

—Debo ser muy estúpido —le dije—, pero no acierto a com­prender por qué mi comentario le ha merecido tanto desdén.

 

Eliot se volvió al instante.

 

—Siento haberlo ofendido, Stoker. Su comentario, sin em­bargo, era irrisorio, aunque ahora no podemos perder el tiempo debatiéndolo. Y a pesar de todo... —Entornó los ojos y su voz se desvaneció—. Y a pesar de todo, su razonamiento no era tan absurdo como al principio parecía. No... —Con súbita energía se aproximó a la pared y apoyó las manos en ella.

 

— ¿Qué hace? —pregunté.

 

Me lanzó una mirada.

 

—Dijo usted que estaba con el raja. Yo me reí porque es evi­dente que no hay ningún raja... — ¿Qué? —exclamé yo.

 

—No hay ningún raja —repitió—, pero hay una reina. ¿Pero vive ella en este mísero lugar?

 

Hizo un ademán con los brazos y algo atrajo su mirada en una esquina de la habitación. Era el brasero. Inmediatamente se acercó a él y lo arrastró; después dio golpecitos con los nudi­llos en la pared que había detrás. La bruja que estaba sentada mirando hipnotizada las brasas lo miró y empezó a chillar. Eliot no le hizo ningún caso, a pesar de que se había agarrado a su ga­bán, farfullando palabras incomprensibles, aterrada; yo fui ha­cia allí e intenté calmarla, mas era imposible soltar sus dedos, que tiraban del dobladillo del gabán de Eliot con fuerza. Tenía la vista clavada en la pared, como si presentara una amenaza para ella; Eliot apartó las cortinas sucias y manchadas de humo; detrás de ellas había una puerta de madera tosca.

 

— ¡Ya llega! —Parloteaba la mujer malaya—. ¡Ya llega a por su sangre! ¡Oh, reina, reina del dolor y del placer excelso! —De pronto se ahogó y su cara quedó contraída en un rictus horrible, como el de una calavera—. Oh, mi diosa —farfulló—, mi diosa que da vida, mi diosa que da muerte.

 

Eliot me lanzó una mirada. Advertí que desviaba la vista y arrugaba la frente. Yo eché una ojeada a nuestro alrededor y vi que Polidori nos estaba observando. Estaba todavía recostado en su asiento, pero tenía los ojos abiertos y despiertos. Eliot des­atrancó la puerta y la abrió; sentí de inmediato una bocanada de aire fresco de la noche en mi piel; fue un verdadero alivio después del humo que envenenaba mis pulmones. Eliot dio un paso hacia adelante y después le echó una mirada a Polidori, que seguía observándonos con sus ojos brillantes y estáticos como los de un felino. Eliot me cogió del brazo.

 

—Por el amor de Dios, vamos, Stoker —susurró. Él se volvió y yo no miré hacia atrás; lo seguí y salimos a un puente. Abajo vi agua; arriba, un muro de ladrillos rojizos y sucios. Miré hacia atrás y vi que Polidori seguía observándome. Di un violento por­tazo para no verlo más.

 

Caía una lluvia fina y fría, que me empapó la frente. Lejos de los humos del opio, recobré mi energía y mi coraje. Eché una ojeada a mí alrededor. El puente era de madera y viejo; se extendía sobre un río estrecho que debió ser antaño una vía utilizada por los buques mercantes, pues en la orilla opuesta había un al­macén. En aquel momento, sin embargo, sólo había una peque­ña embarcación amarrada allí. Al mirar a la desembocadura del río en el Támesis divisé una serie de puntas de hierro incrustadas en los muros, claro indicio de que estaba vedado el acceso a las grandes embarcaciones. El almacén parecía completamente abandonado; el muro estaba pintado con rayas negras y las ven­tanas, al igual que las de Coldlair Lane, estaban atrancadas. Fijé mis ojos en él y me venció la desesperación; era evidente que es­taba deshabitado y que no encontraríamos a nadie allí dentro.

 

Eliot, no obstante, ya había cruzado el puente e intentaba abrir la cerradura de una puerta maciza de madera. Al fin dio un paso hacia atrás y la puerta se abrió, chirriante. Para sorpre­sa mía vi una rendija de luz roja. Eliot me lanzó una mirada y entró. Yo lo seguí.

 

Y, de repente, los dos nos quedamos paralizados. Aquella noche había visto cosas muy extrañas, pero nada que se pudiera comparar con lo que se desplegaba ahora ante mis ojos. De he­cho, me pregunté si no seguiríamos en el fumadero de opio, atrapados en un sueño provocado por aquellos humos veneno­sos. Lo que veíamos era irreal. No podía ser que estuviéramos en un almacén. Aquello parecía el vestíbulo de un palacio fan­tástico, y, sin embargo, no... Vestíbulo no es la palabra adecua­da, pues era de dimensiones impresionantes y muy extraño; pensé que era como un piso suspendido en el espacio, ya que el techo estaba a oscuras y las únicas paredes que distinguí esta­ban detrás y frente a nosotros. En el centro de estas dos paredes había puertas de ébano. En cada una de ellas había una escultu­ra; eran figuras de diversos estilos; uno pensaba, al verlas, en culturas y tiempos históricos muy distintos; vi una egipcia y otra china. Y a pesar de todo aquellas esculturas tenían algo en común, algo que al principio era imposible de especificar y que producía desasosiego; las examiné una a una y de pronto me di cuenta de que, por variados que fueran los estilos, en todas las caras había la misma expresión: sensual, hermosa y muy fría. Era como si las estatuas fueran de la misma mujer; esto, evi­dentemente, era imposible, y, sin embargo, a pesar de todo, era muy extraño.

 

Fijé mis ojos en las caras alineadas frente a mí y a mi espalda y me estremecí; ¡tuve que mirar a otra parte, pues, por absurdo que parezca, sentí que aquellos ojos me miraban! Clavé la vista en las paredes que tenía a mi izquierda y a mi derecha y que es­taban a oscuras, detrás de los nichos en los que fulguraban unas llamas de gas; no podía ver qué había porque estaba todo en ti­nieblas. En los márgenes, sin embargo, había una escalinata de líneas delicadas y curvas imposibles; imposibles, digo, porque no se apoyaban en ninguna estructura, sino que daban vueltas como los hilos de una tela de araña y dibujaban filamentos en el aire. No veía dónde acababan ni dónde empezaban; el efecto que producían era espectacular y delirante.

 

Miré a Eliot.

 

—Imagínese el dinero que debe de haber costado construir un lugar así —le dije.

 

Al principio, no me contestó. Advertí que estaba mirando fi­jamente una de las estatuas, que a todas luces había esculpido un artista oriental, pues tenía la forma y el ropaje de esas obras de arte hindúes que he admirado con frecuencia en los museos de Londres. Pero aquella diosa no se parecía en verdad a ninguna obra de arte de las que yo había visto con anterioridad. En su rostro había una voluptuosidad burlona presente también en los rostros de las demás estatuas; suscitaba a un tiempo repulsión y fascinación; sólo con mirarla sentí un hormigueo en la piel. Con un gran esfuerzo, Eliot dominó su voluntad y pudo deshacerse del hechizo de su mirada.

 

—Tenemos que apresurarnos —dijo, mirándome a mí—. No debemos permanecer más tiempo aquí.

 

Se aproximó a la puerta que había enfrente de nosotros y la abrió; yo lo seguí. Daba a un pasillo muy largo lleno de alfom­bras de vivos dibujos y colores; las paredes eran rojas, con in­crustaciones de oro, y las puertas que había a intervalos regu­lares eran de ébano, como las que habíamos visto. Al final del largísimo pasillo había otra puerta. De pronto, oí el sonido de unas cuerdas que se me metió en las venas. Nunca en mi vida había oído una música tan sublime como aquella. Era... irresis­tible. Había en ella algo sobrenatural, aterrador casi. Apreté el paso. Eliot trató de retenerme; me cogió del brazo y con la otra mano intentaba abrir las puertas de ébano, pero estaban todas cerradas y a mí me satisfizo mucho que así fuera. Únicamente había una puerta que yo deseaba abrir, y era la que me llevaría a aquella música cautivadora.

 

No obstante, por rápido que yo andará por el pasillo, no me daba la impresión de que me acercara al final. Era, por supuesto, una ilusión óptica; a la fuerza tenía que serlo: era como si el humo del opio siguiera en mi cerebro, jugándome una mala pa­sada. Me detuve, meneando la cabeza, y pugné por poner orden en mi mente, mas la puerta seguía alejada de un modo que exas­peraba. Miré por encima del hombro y vi que la puerta por donde habíamos entrado parecía igualmente lejos. Le lancé una mirada a Eliot. Estaba muy pálido y el sudor le perlaba la frente. Intenta­ba abrir una puerta lateral, pero el picaporte no se movía; intentó entonces accionar el de al lado; en vano. Dándose por vencido, se apoyó en la pared y se enjugó la frente. Yo lo miré fijamente y ob­servé que en su rostro, normalmente tan contenido e impertérri­to, afloraban ahora la incredulidad y la desesperación.

 

— ¡Mowberley! —Gritó con las palmas de las manos alrede­dor de la boca—. ¡Mowberley!

 

Al instante, la música paró. Yo parpadeé. Era evidente que la voz de Eliot había logrado despertarme de mi sueño, en el que me había sumido inducido por el opio, pues la puerta de ébano me parecía ahora mucho más cercana. Me aproximé a ella y la abrí.

 

La habitación era acogedora y estaba pintada de rosa. Pare­cía el cuarto de una niña; en una esquina había una chimenea en la que ardía un fuego que creaba una atmósfera cálida y plá­cida; junto a la lumbre vi que había una casita de muñecas y una pila de libros infantiles. En el centro de la habitación, sin embargo, había un gran escritorio encima del cual había un montón de manuscritos y en la pared, varios mapas clavados con alfileres, algunos de los cuales parecían muy antiguos; era evidente que eran todos ellos herramientas de trabajo de un es­tudiante. En la pared más alejada de nosotros había cuatro hombres que sostenían unas violas y unos violines. Al entrar nosotros, dieron un respingo, pero ninguno de ellos nos miró; por el contrario, bajaron las cabezas y, aunque tenían los ojos abiertos, tenían la mirada perdida. Algo me llamó la atención de inmediato y es que la expresión de sus rostros era idéntica a la del timonel que habíamos perseguido por el Támesis.

 

— ¿Quiénes son ustedes?

 

Era la voz, clara y fuerte, de una niña de corta edad que ha­bía asomado la cabeza por encima de los manuscritos apilados en el escritorio. Le lancé una mirada a Eliot, que parecía tan sorprendido como yo.

 

Nos aproximamos al escritorio. Ahora vi que, efectivamente, quien estaba sentada frente a él era una niñita deliciosa y her­mosa, de pelo largo y rubio atado con una cinta, y de rasgos de­licados como los de una muñeca de porcelana. Llevaba un pre­cioso vestido de color rosa, un delantal, y calcetines blancos; no paraba de mover sus piernecitas debajo del escritorio. Se llevó a la boca la pluma que sostenía con una mano, y se quedó mirán­donos fijamente con sus grandes ojos con una solemnidad casi cómica. Aquella criatura no tenía más de ocho años.

 

—No deberían estar ustedes aquí, ¿saben? —dijo con la sere­nidad y el aplomo tan característico de los niños de su edad.

 

—Lo siento muchísimo —repuso Eliot cortésmente—. He­mos venido a buscar a un amigo.

 

La niña asimiló la información que acababan de transmitirle.

 

— ¿No han venido a ver a Lilah? —preguntó al fin.

 

—No —contestó Eliot, meneando la cabeza—. Queremos ver a un amigo mío. George Mowberley.

 

—Ah, ya.

 

— ¿Sabes dónde está?

 

—Estará abajo —respondió la niña, que arrugó la nariz un gesto ligeramente desdeñoso.

 

— ¿Podrías llevarnos hasta allí? —le preguntó Eliot.

 

La jovencita sacudió la cabeza con mucho remilgo.

 

— ¿No se dan cuenta de que estoy muy ocupada? —Dejó la pluma con mucho esmero sobre el escritorio y bajó del sillón. Alzó la vista y nos miró.

 

—Llamaré a Stumps. Él los acompañará.

 

Se acercó a un cordón con una borla y, poniéndose de punti­llas, tiró de él. Después señaló la puerta que había detrás de su escritorio y que no era de ébano, como las que habíamos visto, sino que estaba pintada de rosa y blanco al igual que el resto de la habitación.

 

—Ya pueden marcharse —dijo—, les estará esperando fuera.

 

Se echó el pelo para atrás con coquetería y volvió a su sillón. Antes de que le diera tiempo de subirse en él, Eliot la cogió, la le­vantó y la sentó.

 

—Muchísimas gracias —dijo ella obedientemente—. Y aho­ra debo seguir estudiando.

 

—Por supuesto —dijo Eliot—. Adiós.

 

—Adiós. —La niña no había levantado la vista; estaba ya abismada en un libro que había sobre la mesa; movía los labios; leía en voz alta. Eliot la miró y sonrió casi imperceptiblemente; después me hizo un ademán y salimos de la habitación. Al cerrar la puerta, volví a oír aquella música que me había trastornado. Yo quería quedarme allí y escuchar, pero Eliot me tiró del brazo.

 

—A menos que ande errado, aquí llega nuestro guía.

 

Miré a la persona que me había indicado. Estábamos en un rellano y ante nosotros se desplegaban, hacia arriba y hacia aba­jo, unas escaleras muy parecidas a las que había visto antes. Pero había entre ellas una diferencia crucial, y ahora estaba más que seguro de que había sido, pasajeramente, víctima del opio, pues mientras que antes las escaleras parecían estructuras oníricas, estas que veía ante mis ojos no tenían nada de extraño, salvo lo incongruente que resultaba su presencia en un alma­cén. Pero esto era en todo caso sorprendente, no imposible. Su­puse que al dueño de aquel lugar le gustaban las cosas extrañas y grotescas; el criado que venía a nuestro encuentro lo confir­maba. Aquel hombre, según mis cálculos, no medía más de tres pies, y su rostro parecía que se hubiera fundido. En lugar de na­riz, tenía dos agujeritos y la mandíbula presentaba una mal­formación: la lengua le colgaba sobre unos dientes negros y mellados. En el cuero cabelludo había abundantes calvas. Sus miembros eran cortos y gordos, como los de una criatura de meses, y, sin embargo, a pesar de su uniforme de paje, era evi­dente que era un hombre de edad avanzada. Al verlo, me estre­mecí; pero luego vi que en sus ojos astutos había una expresión de dolor, que me hizo sentirme casi avergonzado.

 

Se paró frente a nosotros y gruñó unas palabras difíciles de comprender, dado su defecto físico, aunque estaba claro que nos preguntaba qué deseábamos.

 

—Sir George Mowberley —dijo Eliot—. ¿Nos puede llevar hasta él?

 

El enano se lo quedó mirando fijamente y pareció fruncir las cejas, aunque era difícil apreciarlo, porque tenía la cara muy de­formada. Señaló las escaleras y con un ademán nos rogó que lo siguiéramos. Avanzamos despacio, puesto que él no podía an­dar muy aprisa. A mitad de las escaleras, di un respingo al ver que había una pantera observándonos. Me puse rígido, pero la pantera sólo bostezó y muy indolentemente, se lamió las zarpas. En el vestíbulo que había al final de la escalera vi algo que pare­cía un pitón enroscado a una silla; en una de las habitaciones por las que pasamos nos sobresaltó el ver dos ciervos.

 

— ¿Qué es esto? —murmuré—. Parece que estemos en un zoo.

 

Eliot meneó la cabeza parsimoniosamente, pero no contestó nada. Estaba visiblemente tenso; su rostro parecía rígido y muy chupado y no dejaba de mirar por encima del hombro como si temiera que lo pillaran desprevenido. No obstante, no vimos a nadie; yo, quizá contagiado por el recelo de Eliot, empecé a po­nerme muy nervioso.

 

Al fin el enano se paró frente a una puerta.

 

—Aquí está.

 

El esfuerzo que le costaba articular las palabras parecía que le causaba mucho dolor. Nos abrió la puerta y Eliot le dio las gracias. Mi miedo se convirtió en terror. Lo percibía desplazán­dose dentro de mí como una nube.


Date: 2015-12-17; view: 527


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