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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 5 page

 

— ¡Santo cielo! —Miré la moneda que tenía en la mano—. ¿Era como ésta?

 

—Exactamente igual. El comerciante se excitó mucho cuan­do le enseñé esta moneda que tiene usted en la mano. Me mos­tró las dos monedas originales, que no habían vendido desde el día en que Arthur estuvo allí. Como ya le he dicho, su precio era astronómico. Cuando las vi, me di cuenta enseguida de que el comerciante tenía razón; procedían del mismo lugar.

 

— ¿Y de dónde cree usted que procedían?

 

— ¿Se refiere a la fuente más inmediata? —Eliot esbozó una tenue sonrisa—. ¿No lo adivina usted? —Volvió a meterse una ma­no en el bolsillo y esta vez extrajo una libreta—. Habían adjuntado una tarjeta en la caja de las monedas. Si se deseaba información sobre ellas, había que dirigirse a la persona cuyo nombre figura­ba en la tarjeta y que el comerciante tuvo la amabilidad de comu­nicarme. —Eliot abrió la libreta—. Aquí está.

 

—John Polidori —leí—. Coldlair Lane, número tres. ¡Santo cielo, Eliot, esto es extraordinario!

 

—Todo lo contrario —repuso Eliot—; no tiene nada de ex­traordinario. Viene a confirmar, simplemente, mi primera teo­ría: que sedujeron tanto a Arthur como a George para que fue­ran a Rotherhithe.

 

— ¡Entonces tenemos que ir allí ahora mismo! —exclamé—. ¿A qué esperamos, Eliot?

 

Me dio unas palmadas en el brazo.

 

—Me alegra que vea las cosas como yo, Stoker —repuso—, pero primero debemos tener un poco de paciencia. Este tal Polidori, quienquiera que sea, no es el único pez que tenemos que coger. ¿Ha dicho usted que el raja ha venido al teatro? Muy bien, vamos a esperarlo. —En aquel instante oí los calurosos y estruendosos aplausos del público—. ¿Ha terminado la obra?

 

Eché una ojeada al reloj.

 

—Eso parece —contesté.

 

—Entonces, rápido —dijo con impaciencia—, no tenemos ni un minuto que perder. —Salimos a la calle apresuradamente y nos dirigimos al callejón oscuro donde nos estaba esperando nuestro coche de alquiler—. Avance un poco —le susurró Eliot al conductor—, para que podamos ver a la gente que sale por la entrada privada. Pero manténgase siempre en la oscuridad.

 

El conductor hizo lo que le habían ordenado y vimos cómo salían los primeros espectadores.

 

— ¿Van a reparar en su ausencia esta noche? —me preguntó Eliot.

 

—No le quepa ninguna duda —repuse.

 

—Pero el señor Irving estará encantado de librarle a usted de sus obligaciones, ¿no?

 

—No, no lo estará —contesté con una sonrisa—, pero a veces hay que oponerle resistencia. De lo contrario, acabaría con mi vida.



 

Eliot se sonrió al oír estas palabras y se volvió para respon­derme, mas en aquel momento se quedó inmóvil y me cogió el brazo.

 

—Allí está —susurró; yo me quedé mirando fijamente al per­sonaje que él me había indicado con un gesto y vi al raja, que es­taba bajando las escaleras. Volvió a sorprenderme cómo la gen­te se apartaba para cederle el paso; parecía Moisés abriendo las aguas. Eliot se inclinó hacia adelante—. Su estatura y comple­xión son las de George —murmuró—, pero su semblante... —Su voz se desvaneció; a mí me pareció detectar en ella la misma re­pugnancia que había sentido yo.

 

— ¿Ha sentido usted —le pregunté— un asco inexplicable?

 

Eliot me lanzó una mirada. Nunca lo había visto tan ceñudo, mas no me contestó nada. Sólo se aproximó al cochero y le su­surró al oído unas palabras.

 

—Sígalo —le oí decir.

 

El coche de caballos se puso en marcha dando un chirrido. Vi que el raja también había subido a un coche de alquiler. Esto me desconcertó porque había imaginado que un hombre de su posición, dada la suntuosidad de su porte, tendría su propio ca­rruaje. Eliot, no obstante, no parecía sorprendido. Se limitó a pedirle al cochero que no perdiera de vista el otro coche.

 

—Si se mantiene siempre oculto, le daré una guinea, aparte de lo que suba el importe.

 

El conductor se tocó la gorra, y vimos cómo el vehículo en el que iba el raja nos adelantaba. Nosotros permanecimos donde estábamos casi un minuto, transcurrido el cual el cochero fusti­gó a los caballos con el látigo y nos pusimos en marcha, traque­teantes, calle abajo.

 

Una vez hubimos dejado atrás la multitud de carruajes y el gentío, avanzamos con mucha rapidez. Cuando nos aproxima­mos a la esquina de London Bridge, Eliot se inclinó hacia ade­lante con el semblante alerta y tenso el cuerpo. Mas el coche en el que iba el raja no giró sino que siguió por la calle que bordea la orilla norte del río. Eliot se dejó caer abatido en el asiento.

 

—Según parece, mis cálculos son erróneos —dijo—. Esta­mos perdidos, amigo mío. Estaba convencido de que el raja se dirigiría a Rotherhithe a visitar al misterioso Polidori. Pero aho­ra ¡mire!, hemos pasado el último puente que cruza el Támesis y todavía no hemos dado la vuelta hacia el sur. Soy un chapucero, nada más que un chapucero.

 

— ¿Desea poner fin a la persecución? —pregunté.

 

Eliot se encogió de hombros, irritado, y agitó la mano; des­pués, miró entre la bruma el objeto de nuestra persecución. El coche era sólo una silueta borrosa, aunque en aquel momento aminoró la marcha, pues habíamos dejado atrás la City y nos adentramos en el East End; las calles estaban llenas de baches y eran cada vez más estrechas; sobre el pavimento húmedo había blancos cendales de niebla, de modo que las luces de las farolas o de las tabernas quedaban amortiguadas y no iluminaban en absoluto. Pronto estuvimos completamente a oscuras; todas las ventanas de las casas estaban atrancadas a cal y canto y las en­tradas, atiborradas de inmundicias. Las caras que vimos pare­cían las de los seres damnificados que viven en los infiernos, pues eran pálidas y hueras; cuando se nos quedaban mirando fija­mente, no había expresión alguna en sus ojos. A veces chillaban como de puro odio, otras, se reían de forma espantosa. Yo empecé a ponerme nervioso, pero Eliot, que tenía los ojos clavados en el coche de caballos que iba delante de nosotros, parecía más bien relajado, como si su decepción hubiera dado paso a su ha­bitual curiosidad.

 

—Deténgase —le susurró en tono apremiante al cochero, pues el vehículo en el que iba el raja había aminorado el paso y había girado por una calle angosta y oscura, desapareciendo de nuestra vista.

 

Muy lentamente nos acercamos a la calle. Eliot asomó la ca­beza. La calle estaba desierta. Al instante le hizo un ademán al cochero para que siguiera. El pavimento estaba tan maltrecho y grasiento que íbamos dando bandazos en el interior de la cabi­na. Algunas ventanas estaban iluminadas. Eran luces rojas y te­nues, y de vez en cuando detrás de las cortinas veíamos pasar unas sombras; en la calle, apoyadas contra los muros, había unas figuras negras; a nuestro paso, algunas se ponían en pie, pero la mayoría permanecían inmóviles; no parecían, en su miseria, se­res humanos. Eliot les devolvía la mirada y noté que su sem­blante traslucía una cólera infinita. Pero cuando él y yo vol­vimos a mirar a nuestro alrededor, forzando la vista, vi que delante de nosotros había algo que me pareció un bosque y nuestro coche se detuvo dando bandazos.

 

—Manténgase en la oscuridad —le ordenó Eliot al cochero con un susurro, pues ahora habíamos dejado atrás la calle y las casas; estábamos parados en un muelle que se extendía a nues­tra izquierda y en el que se veían montones de sacos y mercancías apilados. Delante de nosotros, se erigían negros mástiles que parecían horcas recortadas por la luz amarilla de la luna llena. Más allá de las embarcaciones, silencioso y oscuro, vislumbré el Támesis, que fluía en dirección al mar.

 

—Por allí —susurró Eliot con un ademán.

 

Yo miré en la dirección que él había indicado. El raja se había apeado del coche de caballos y andaba pegado a los edificios que había a lo largo del muelle, alejándose de nosotros. Pronto lo per­dimos de vista; Eliot se apeó del coche de un salto y yo detrás de él. Pagamos al cochero y anduvimos, con cuidado de no ser vis­tos, en pos del raja. En la esquina de un callejón Eliot me dijo que bajara la cabeza; avanzamos a rastras y nos quedamos quietos detrás de un montón de cajas, desde donde dominábamos la ca­lle, que estaba relativamente iluminada. Vimos al raja, aunque era difícil distinguirlo, pues su capa negra formaba una masa os­cura con los adoquines llenos de barro. Estaba hablando con una mujer y de pronto la estrechó en sus brazos. Eliot se quedó rígido — ¡Mire! —me susurró. Miré a la calle y vi que el raja, que te­nía fuertemente abrazada a la mujer, estaba besándola en el cuello.

 

— ¿Merece la pena que presenciemos esta escena? —Le susu­rré a Eliot—. No alcanzo a ver nada que sea indicio de peligro.

 

Pero Eliot, para gran sorpresa mía, parecía totalmente abs­traído y su semblante, iluminado por la luz de la luna, parecía petrificado y sombrío. Yo no podía imaginarme qué temía él. Ciertamente, lo que veía me parecía muy evidente. Los besos del raja eran cada vez más prolongados, y estaba desabrochándole poco a poco la blusa a la mujer, a quien tenía apoyada en un muro. La levantó y frotó sus mejillas contra los pechos desnu­dos de ella. Eliot extendió la mano, como si fuera a alertarme de algún peligro inminente. Pero yo ya había visto bastante y des­vié la mirada. De pronto oí suspiros y jadeos, y la risa ahogada de Eliot en mi oído. Volví a mirar al raja y a la puta, que estaban copulando. A mí no me pareció que hubiera nada divertido en aquella escena sórdida. Eliot, por el contrario, estaba encan­tado.

 

—Gracias a Dios —me dijo— que no ha ocurrido nada de lo que yo más temía. —Volvió a echar una ojeada al callejón y sol­tó otra risita—. Me parece que ahora lo que necesitamos es una embarcación. Vaya a ver si podemos conseguir alguna y luego espéreme.

 

Abrí la boca para exigir una explicación, mas Eliot agitó la mano y se puso a observar otra vez al raja y a la puta. Yo me fui de allí sigilosamente y, como tengo que reconocer, con harto de­sasosiego. Mi fe en Eliot, no obstante, seguía intacta, de modo que hice lo que me había pedido; encontré a un anciano barque­ro que alquilaba su embarcación, aunque a un precio desorbita­do. Yo me escondí bien, agachado junto a las escaleras por las que se bajaba a la embarcación, y esperé una media hora larga a que llegara Eliot. Empezó a chispear. Negros nubarrones des­hilachados tapaban, de vez en cuando, la luna.

 

De repente vi a Eliot, que me buscaba. Me puse en pie de un salto y le hice un ademán con la mano; me vio y, cambiando de dirección, se puso a correr a lo largo del muelle hasta llegar a las escaleras.

 

—Rápido —dijo al bajar a la embarcación—, están remon­tando el río, pero nosotros tenemos remos y podremos darles al­cance.

 

— ¿Quiénes son? —pregunté, mientras hacíamos maniobras entre dos embarcaciones enormes para salir a río abierto.

 

—Un bestia horriblemente feo pilota la embarcación. Me temo que nos va a dar un trabajo endiablado. Parece un hombre muy fuerte.

 

—A mí, en mis tiempos, me consideraban un excelente re­mero —le dije.

 

— ¡Estupendo, Stoker! —exclamó—. Entonces, si no tiene inconveniente, coja los remos, que yo quisiera conservar mis energías para resolver el caso que tenemos entre manos. —Y di­cho esto fue arrastrándose hasta la proa, desde donde observa­ba las aguas con su mirada penetrante, pues estábamos muy apartados de los muelles, deslizándonos por el centro del río—. ¡Allí! —exclamó Eliot de pronto, indicándome un punto con la mano. Vi una embarcación diminuta, no muy alejada de noso­tros, que avanzaba contracorriente y había puesto rumbo a la orilla más apartada del río—. Se dirigen a Rotherhithe —dijo Eliot con el júbilo de los cazadores que nunca yerran—. ¡Estaba seguro que irían allí! —Echó una mirada a nuestro alrededor; su delgado semblante parecía animado por una energía extrema—. ¡Más rápido! —clamó—. ¡Más rápido! Debemos adelantarlos antes de que lleguen a la orilla.

 

Aquélla iba a ser una dura lucha, pues nuestra presa se halla­ba todavía a gran distancia de nosotros. Cuando de repente sur­gió de las aguas, delante de nosotros, un remolcador, iluminan­do la oscuridad con su farol, pude ver con claridad las siluetas de los hombres que estábamos persiguiendo. El raja iba sentado de espaldas a nosotros, pero en más de una ocasión echó una mi­rada en derredor y entonces vi que la espantosa crueldad que había advertido yo en su rostro había desaparecido, pues su ex­presión era ahora de aprensión y casi de miedo. Su compañero, no obstante, remaba de cara a nosotros y parecía un hombre ab­solutamente insensible. Como había dicho Eliot, era una perso­na de una fealdad y de una fuerza notables. Su rostro era pálido en extremo e incluso en la oscuridad parecía reluciente, como si una luz interior lo iluminara; sus ojos, sin embargo, era tan inexpresivos que daba la impresión de que sus cuencas estuvie­ran vacías. Era, en pocas palabras, algo horrible de ver y en la oscuridad de las aguas parecía el barquero que transporta a los muertos. Ésta era, pues, nuestra presa. Nosotros remontá­bamos con esfuerzo las aguas grasientas del río; delante de nosotros se veía el lívido resplandor de la ciudad de Londres, que a través de la cortina de lluvia que caía más bien parecía rojizo; a ambos lados se cernían sobre nosotros la oscuridad y las tinie­blas silenciosas. Nadie podía vernos desde la ciudad; y nosotros remontábamos con gran dificultad el río que atravesaba su co­razón, sabiendo que estábamos solos y que una persecución tan extraña como aquella pasa siempre inadvertida.

 

Para entonces nos habíamos aproximado mucho a la embar­cación que perseguíamos.

 

—Según parece, se dirigen a aquel muelle —gritó Eliot, ¡pero creo que ya son nuestros! ¡No podrán llegar!

 

Tenía que gritar, pues apareció a popa un buque mercante que remontaba las aguas de Limehouse Reach y el ruido de los motores era ensordecedor. Eché una mirada a nuestro alrede­dor; el buque era inmenso y las olas que producía al pasar za­randearon nuestra pequeña embarcación, que era, ahora, difícil de manejar. Luché por mantener bien asido el remo, pero nos sacudieron de tal modo que caímos; entonces vi de pronto que Eliot movía los labios; dio un salto hacia delante y me obligó a tumbarme a su lado. En el mismo momento oí el silbido de algo que pasó junto a mi hombro; alcé la vista y vi que el remero de la embarcación se había puesto de pie y sostenía una arma en la mano. Volvió a disparar; el raja, al parecer, le estaba gritando algo e intentó arrebatarle el arma, pero aquel tipo lo apartó dán­dole un empujón y volvió a apuntar el revólver a la cabeza de Eliot. En el momento en que disparaba, una ola alcanzó su em­barcación con mucha fuerza y erró el tiro. Nuestro barquero me gritó algo al oído, pero no pude oír qué me decía, pues teníamos el buque mercante pegado a nosotros y el ruido de los motores era terrible. El barquero profirió una maldición y, dándome un empujón, se fue a buscar algo que había debajo de los alquitra­nados y vi que tenía un revólver en la mano. Sujetó firmemente el arma y apuntó al tipo, que se había desembarazado del raja; después, oí que disparaba. En el mismo momento, sin embargo, una ola enorme alcanzó nuestra embarcación con mucha fuer­za; caímos todos y, en la confusión, no distinguí si la bala había alcanzado al monstruo.

 

Cuando alcé la vista, sin embargo, vi que el tipo estaba tendi­do en la proa de la embarcación; tenía un brazo fuera de la bar­ca, con la mano metida en el agua, y de la cabeza le salía la san­gre a borbotones.

 

El barquero hizo una mueca y puso al descubierto su boca desdentada.

 

—Estuve en los mares del Sur —me grito al oído—. Piratas. Allí se aprende a disparar con tanta ola.

 

La estela que había zarandeado nuestra embarcación, les al­canzó a ellos; el remero muerto recibió un golpe y salió despedi­do boca abajo a las aguas lóbregas y negras del Támesis como la carga que se arroja a las olas para aligerar un buque cuando lo azota un temporal. El raja, a gatas, presa del horror, miraba fi­jamente el cadáver que flotaba en el río. El barquero volvió a apuntar su revólver.

 

— ¡No! —le gritó Eliot, bajándole el brazo; pero el otro había ya disparado y vimos cómo el raja chillaba, se agarraba al aire y caía a las aguas del río. Una ola de la estela que formaba el bu­que le alcanzó y casi lo arrastró hasta las escaleras del muelle. Ahora que el buque mercante ya nos había pasado, nuestra em­barcación empezó a ir a la deriva, hacia atrás, llevada por la co­rriente.

 

—Mire —dijo Eliot.

 

Fijé mis ojos en el muelle y a los pies de la escalera vi algo que parecía un montón de harapos. De pronto se movió y adver­tí que era un ser humano. Poco a poco se puso en pie y se volvió para mirarnos. Era el raja. Eliot frunció las cejas y se agarró al borde de la barca. Sus nudillos parecían extremadamente blan­cos. El raja nos dio la espalda y se dispuso a subir las escaleras. Al llegar arriba, no se volvió ni una sola vez a mirarnos. Desapa­reció entre las sombras y se lo tragó la oscuridad.

 

El rostro aquilino de Eliot estaba petrificado y sombrío. Sin embargo, no hizo comentario alguno hasta que llegamos al pie del muelle; él bajó primero y me ayudó a bajar a mí. En el borde de las escaleras se agachó.

 

—Tenemos con usted una deuda. ¿Cómo podemos pagarle nuestra gratitud? —le preguntó al barquero.

 

—Con dos guineas quedará pagada —repuso el anciano.

 

Eliot asintió. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo unas monedas que puso en la palma de la mano del barquero.

 

—De más está decir que es preciso hallar el cadáver —mur­muró.

 

El anciano hizo una mueca.

 

—Lo hallaré —dijo, soltando después una sonora carcaja­da—. Y nadie lo verá nunca, nunca más.

 

—Ocúpese de que así sea. —Eliot se volvió hacia mí—. Va­mos, Stoker, nosotros también tenemos asuntos urgentes que resolver.

 

Empezó a subir la escalera y yo le eché una ojeada al barque­ro, que se estaba ya alejando. Después seguí a Eliot.

 

— ¿Y ahora qué? —le pregunté cuando estuvimos arriba.

 

Eliot, que había estado examinando detenidamente las ca­lles que desembocaban en el muelle, me lanzó una mirada.

 

— ¿Y ahora qué? —Sonrió—. ¡Pues qué vamos a hacer, Sto­ker! Hallar una solución a este enigma.

 

—Pero le hemos perdido el rastro.

 

— ¿A quién?

 

— ¡Por Dios, Eliot! ¿A quién se figura que me estoy refirien­do? ¡Al raja!

 

—Ah, sí, claro. —Volvió a sonreír—. Muy bien, pues, vamos a buscarlo.

 

— ¿Sabe dónde encontrarlo?

 

Eliot señaló una calle miserable que había enfrente de noso­tros. Se acercó a la bocacalle, y con un ademán me indicó un le­trero que había en la pared y que decía: Coldlair Lane.

 

— ¡Dios mío! —Me volví hacia Eliot—. Así pues, sus sospe­chas estaban bien fundadas.

 

Eliot sacudió la cabeza.

 

—Eso parece. Y sin embargo, Stoker, me temo que he come­tido muchos errores. Hay una cosa de este caso que no com­prendo.

 

— ¿Sólo una?

 

Me miró, sorprendido.

 

— ¡Cómo! Pues sí, sólo una. Las líneas generales están claras a estas alturas, ¿no, Stoker?

 

—Para mí no lo están —repuse.

 

—Pues vamos a trabajar para que usted las vea con claridad. —Empezó a andar a grandes zancadas por Coldlair Lane, que estaba lleno de inmundicias—. Tenemos que visitar al señor Polidori. —Yo me uní a él. Dejando a un lado la porquería, no ha­bía signo alguno de vida, pues las ventanas estaban atrancadas y la mayoría de las puertas estaban cerradas con cadenas—. Ah —murmuró Eliot, deteniéndose al fin—, ya hemos llegado. Gol­peó con los nudillos una puerta donde había dibujado con tiza el número tres. Eliot esperó y después dio unos pasos atrás has­ta que se quedó en medio de la calle. Yo me reuní con él. Estábamos frente a la parte delantera de la tienda; encima de la ven­tana había un letrero en el que se leía: J. Polidori. Objetos curio­sos. En el escaparate sólo se veían trastos; estaba muy oscuro y sucio, y no había allí joya alguna. Eliot me señaló la ventana del primer piso—. ¿No ve —me preguntó— una débil luz tembloro­sa detrás de las cortinas? —Yo miré bien, mas no vi nada; todo parecía estar a oscuras—. ¡Allí! —volvió a clamar Eliot, y esta vez sí vislumbré un resplandor naranja como el de una chispa. Eliot se aproximó a la puerta y la aporreó—. ¡Por favor! —gri­tó—. ¡Déjenos entrar!

 

Se volvió hacia mí.

 

—Están maquinando un crimen sutil y horrible. Cuando se abra la puerta, debemos actuar con mucha frialdad. Sólo de este modo podremos, como así lo espero, dar al traste con la conspira­ción de nuestros oponentes. —Miró la ventana otra vez, y luego a mí—. Aquí está —me susurró. Yo oí en el interior de la tienda unos pasos que se acercaban. De pronto se detuvieron. Des­corrieron un cerrojo y entornaron la puerta, que chirrió.

 

— ¿Sí?

 

Inmediatamente, percibí el hedor de su aliento acre, que olía muy fuerte. Entonces recordé lo que nos había dicho Lucy del aliento del criado.

 

—Señor Polidori —dijo Eliot, que habló con una exquisita corrección—, un amigo me dio su dirección. Yo diría que tene­mos intereses... —Se interrumpió—. Intereses comunes.

 

La puerta seguía entornada.

 

— ¿Intereses? —preguntó al fin una voz silbante.

 

Eliot echó una ojeada a la ventana que había encima de la tienda.

 

—Mi amigo y yo venimos de muy lejos.

 

Al decir esto, me hizo un ademán. Yo pugné por no poner cara de perplejidad, pero confieso que su forma de abordarlo me había pillado desprevenido, pues no tenía ni la más remota idea de qué intereses eran aquéllos. Polidori, no obstante, pare­ció comprenderlo, pues al cabo de unos segundos nos abrió la puerta.

 

—Mejor será que entren —murmuró. Nos hizo entrar a la tienda con un gesto de la mano.

 

Polidori cerró la puerta con cerrojo y se volvió a mirarnos. Estaba muy pálido y en su cuello había extrañas arrugas, pero por lo demás era más bien guapo y estimé que no tendría más de cuarenta años. Sin embargo, había algo especialmente per­turbador, que no sé explicar, quizá fuera su expresión o su for­ma de mirar fijamente, que eran extrañas y desasosegantes. Encerrado en una tienda de reducidas dimensiones con él, auto­máticamente me puse tenso y me preparé para lo peor.

 

— ¿Subimos? —preguntó Eliot.

 

Polidori hizo una reverencia.

 

—Después de usted —dijo en un tono meloso.

 

Nos señaló unas escaleras en mal estado y muy pequeñas, por las que subimos. Yo tenía que inclinar la cabeza para no chocar. Mientras íbamos subiendo, me dominó una espantosa sensación de repugnancia y de miedo, cosa rara en mí, pues no soy miedoso por naturaleza. La causa, sin embargo, puede muy bien haber sido fisiológica, pues, junto con el hedor del aliento del comerciante, percibí un segundo olor, dulzón y fuerte, que desprendía un humo marrón que salía de la habitación de arri­ba. Mientras subía los peldaños, acudieron a mi mente extraños pensamientos, que se paseaban por los márgenes de mi cerebro como insectos; intenté quitármelos de la cabeza, pero al mismo tiempo sentí una terrible tentación, pues me prometían delicias desconocidas y una gran sabiduría en las que refugiarme y gra­cias a las cuales ahuyentaría mi temor. Recordé, sin embargo, lo que me había advertido Eliot, y pugné por mantenerme con la cabeza despejada.

 

Arriba había unas cortinas de seda de color púrpura. Eliot las apartó y yo fui tras él hasta la habitación contigua. Estaba llena de un humo marrón, el mismo que había olido desde las escaleras, y me llevó un tiempo acostumbrar la visión en aquella densa neblina. Con esfuerzo, pude ver que las paredes estaban recubiertas de tapices raídos y que en un rincón había un brase­ro de metal; de vez en cuando echaba chispas y temblaba, y en­tonces me di cuenta de que había sido el resplandor del carbón de leña que ardía en él lo que habíamos visto desde la calle. Ha­bía una olla hirviendo al fuego, que vigilaba una mujer malaya; cuando alzó la vista, advertí que estaba horriblemente arrugada y que era muy vieja; sus ojos parecían de cristal opaco; no había brillo en ellos. Repentinamente, sin embargo, empezó a mecer­se en el asiento y a reírse fuerte; un hombre que estaba acurru­cado en un sofá que había cerca de nosotros nos miró de pronto y también se echó a reír. Empezó a hablar por los codos, muy efu­sivamente, aunque su tono de voz era al mismo tiempo muy monótono, como si tuviera que comunicarnos el secreto de la vida, pero sin emplear las palabras que lo expresarían de forma adecuada.


Date: 2015-12-17; view: 562


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