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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 4 page

— ¿Un alivio, señor?

 

—Sí, señor Headley, un alivio. —Se dirigió a mí; su rostro parecía reflejar precisamente aquella emoción—. Vamos, Stoker, ya hemos concluido nuestro trabajo aquí. —Echó un vista­zo a la tarjeta que tenía todavía en la mano—. Iré a visitar al se­ñor Polidori en su debido momento. Pero por ahora —dijo, descubriéndose—, le deseo a usted que pase un buen día, señor Headley. Su ayuda ha sido inconmensurable. Le agradezco que nos haya dedicado tanto tiempo.

 

Y dicho esto, dio media vuelta y salimos de la tienda.

 

—Y bien, Eliot —le pregunté impaciente—, ¿qué piensa de este hombre?

 

—Que es honrado y leal.

 

—Sí, leal a sir George por supuesto que lo es. ¿Pero esperaba usted acaso que no lo fuera?

 

—No estaba seguro.

 

— ¿Qué le indujo a pensar así?

 

Eliot se detuvo y se volvió para indicarme el edificio del cual acabábamos de salir.

 

—Recuerde —comentó— que los Headley no sólo tienen la tienda sino que además viven en el segundo piso de este edificio. Si ocurre en él cualquier cosa extraordinaria, a la fuerza, tarde o temprano se enteran. Esto se deducía incluso de lo que nos con­tó Lucy. —Dio media vuelta y siguió andando; hablaba en voz baja pero muy rápido—. Supongamos que sobornaran a los Head­ley. Supongamos que estuviera implicado en una conspiración contra sir George. ¡Qué negra se vuelve en tal caso nuestra in­vestigación! Pues es evidente, creo yo, que fuera lo que fuera lo que vio Lucy en aquel piso, no se trataba de una catástrofe re­pentina sino de un episodio dentro de una secuencia de aconte­cimientos, que probablemente se remontan a varios meses atrás. Headley debía saber que pasaba algo fuera de lo ordina­rio; se hace difícil creer lo contrario.

 

—Pero, en este caso, ¿por qué no nos lo contó?

 

—Porque, como hemos convenido hace un momento, cree que es leal a sir George, lo cual implica, por otro lado, que durante todo este tiempo no ha creído que sir George estuviera en peligro.

 

—Sí, claro. —Recordé que el anciano lo había dado a enten­der—. Parecía como si nos estuviera diciendo que sir George te­nía una amante.

 

Eliot asintió.

 

—No puedo decir que me sorprenda su insinuación. Cuando lady Mowberley vino a verme, a mí mismo se me pasó inmedia­tamente por la cabeza esta posibilidad. George fue siempre muy débil con el bello sexo. Naturalmente, a lady Mowberley no le he comunicado mi teoría.

 

— ¿Cree entonces que es posible que tenga una amante, Eliot?

 

—Es más que posible; yo diría que es seguro que ha tenido un lío amoroso.



 

— ¿Por qué lo asesinaron, entonces?

 

—Yo no creo que lo asesinaran.

 

—Pero... —Me lo quedé mirando fijamente, perplejo—. Lucy dijo que... vio cómo lo...

 

—No, no —me atajó Eliot, meneando la cabeza—, es imposi­ble. Usted vio la alfombra con sus propios ojos. En aquella habi­tación no hubo ningún derramamiento de sangre, no degolla­ron a nadie allí. Y, sin embargo, el misterio existe. Lucy vio a George desde la calle, pero cuando ella entró en la habitación, él había desaparecido. ¿Adonde fue? ¿Qué le había ocurrido?

 

—Confieso que estoy totalmente desconcertado.

 

— ¿Cómo va a estar desconcertado un hombre de su talento?

 

Me devané los sesos.

 

— ¡Ya lo tengo! —exclamé—. ¡Estrangularon a sir George y escondieron su cadáver en el piso de los Headley!

 

—Muy bien —repuso Eliot, sonriendo ligeramente con sus delgados labios—, pero no es nada probable. Hace un momento hemos convenido en que Headley es leal a su antiguo señor. Me figuro que no mostraría entusiasmo alguno ante la idea de es­conder a alguien acompañado por el cadáver de sir George.

 

—Tiene razón. —Me encogí de hombros y meneé la cabeza.

 

— ¡Vamos, Stoker, piense un poco! Se presentan, de forma inmediata, dos soluciones.

 

— ¿De veras?

 

—Sí, diáfanas como la luz del sol. —Eliot me lanzó una mi­rada; sus ojos brillantes eran los de alguien cuyo talento estaba habituado a este tipo de retos—. La primera, siento decirlo, es, en cierto modo, la menos probable de las dos, pero yo diría que es posible que el raja sea en realidad el propio sir George. La idea se me ocurrió mientras oía hablar a Lucy. Sí, sí —dijo apre­suradamente, al verme boquiabierto—, ya he dicho que me pa­recía improbable. Lucy vio al raja y le habló. Ella es una persona muy observadora y conoce muy bien a sir George; no se la pue­de engañar fácilmente. Además, esto no explica qué vio en la ventana del piso. No obstante, en el supuesto de que sir George tenga una aventura, tendría un buen motivo para disfrazarse. Nuestra teoría también explicaría la presencia del raja anoche en el teatro: había acudido a ver a su pupila la noche del estreno. Así que no estoy dispuesto a desechar totalmente esta teoría. Aunque primero tendría que ver al raja con mis propios ojos.

 

Sacudí la cabeza.

 

—No me convence, Eliot. Las dificultades que presenta esta teoría son mucho más numerosas que sus ventajas.

 

—Sí —repuso él—, estoy de acuerdo con usted. Pero debe­mos esperar. ¿Quién sabe qué puede desvelarnos el tiempo y una observación atenta?

 

—Habló usted de una segunda posibilidad.

 

—Sí.

 

— ¿Cuál es?

 

—Ah —dijo Eliot, cuyo enjuto rostro se ensombreció ante mis ojos—, ahora nos adentramos en un territorio más oscuro.

 

— ¿Me lo puede contar? —le pregunté, pues en su voz me pa­reció detectar cierta reserva.

 

—En detalle, no —repuso—, pues hay ciertos aspectos de esta segunda posibilidad que guardan relación con importantes asuntos de Estado y, en el supuesto de que sean éstos los que efectivamente expliquen la desaparición de sir George, como me temo que pueda ser el caso, tenemos ante nosotros una peli­grosa y terrible conspiración. Ésta es la razón por la cual me aferró a la esperanza de que el raja no sea otro que sir George; la otra alternativa, es decir, que quien se hace llamar a sí mis­mo raja de Kalikshutra sea el verdadero raja, es demasiado si­niestra.

 

—Pero ¿por qué? —pregunté a un tiempo horrorizado e in­trigado—. ¿Qué es esa conspiración que usted sospecha que puedan estar tramando?

 

—Recordará —contestó— que quien primero me habló de este caso no fue Lucy sino lady Mowberley. Ella me insinuó que la desaparición de sir George puede estar relacionada con la muerte de Arthur Ruthven. Esto me tiene profundamente in­quieto y preocupado.

 

—Dios mío —exclamé—. ¿Dice usted que están relaciona­das, Eliot? ¿De qué manera?

 

—Se da una extraña circunstancia. Ambos recibieron cartas anónimas insultantes. La primera era casi cómica. A Arthur, quien, a mi juicio, poseía una colección de monedas realmente excepcional, que nadie en Londres ha igualado, le decían que su colección, que había sido superada, no tenía ningún valor. La segunda carta, que enviaron poco después de la primera, era groseramente ofensiva. Informaban a Lady Mowberley, que ama a su esposo desde su más tierna edad, de que George era adúltero.

 

—Esto, al menos, es cierto.

 

—Que sea cierto o no es irrelevante. Lo que importa es la co­rrespondencia entre las dos cartas.

 

—A mí me parecen bien distintas.

 

—Todo lo contrario —repuso Eliot—, son muy similares. ¿No se da cuenta, Stoker? Las dos desafían a sus destinatarios a demostrar su honradez.

 

—No lo comprendo.

 

—Supongo que el caso de Arthur Ruthven está bastante cla­ro. Analicemos el de George. Stoker, usted es un hombre casado. Imagínese que le dicen a su esposa que usted la engaña. ¿Qué haría usted?

 

—Intentaría convencerla de que siempre le he sido fiel.

 

—Por supuesto. Intentaría demostrarle su honradez. Pero sigamos. Si este episodio se produjera pocos días antes del cum­pleaños de su esposa, ¿qué otra cosa haría usted?

 

—Comprarle algo, hacerle un regalo espléndido.

 

— ¡Una respuesta brillante! ¡Muy bien!

 

—Joyas, claro. Él le regaló joyas.

 

—A todas sus amantes les regala joyas. Recordará usted que Headley nos lo dijo. Es evidente que ellos conocían este dato y lo aprovecharon.

 

— ¿Ellos?

 

—Sí —contestó—, ellos. —Se quedó callado un momento; su rostro enjuto fue ensombreciéndose y parecía muy concentra­do—. Sean cuales sean las fuerzas que estén detrás de esta cons­piración —murmuró—, ¡cuánta astucia despliegan! ¡Qué bien planeado lo tienen todo!

 

—Cree usted, pues, que este tal Polidori...

 

—Desde luego, es un canalla.

 

— ¿Por qué?

 

— ¡Todo ese galimatías sobre las tiendas de Rotherhithe y jo­yas fabulosas! Si de verdad posee tantas obras de incalculable valor y si es honrado, ¿por qué no se establece en Bond Street? ¿A qué vienen estos acuerdos absurdos y oscuros? ¡No, no, esto es pura villanía! Es evidente que se proponía engañar a George con el propósito de que fuera a Rotherhithe, al número tres de Coldlair Lane para ser más precisos —dijo, echando una ojeada a la tarjeta—. Pero ¿por qué? —Arrugó la frente—. ¿Por qué, Stoker, por qué?

 

—Dijo usted que tenía una teoría.

 

Me lanzó una mirada; después, como si repentinamente hu­biese llegado a una conclusión, me cogió del brazo. Estábamos muy cerca ya de Covent Carden; yo me dejé llevar por una angosta y silenciosa callejuela, alejada del bullicio de las paradas del mer­cado y en la que las brumas amarillentas que ascendían del Támesis ahogaban nuestras voces y esfumaban nuestras siluetas.

 

—Recordará usted —dijo Eliot en voz más baja aún que an­tes— que las joyas que Polidori le prestó a Headley procedían de una región de la India.

 

—Sí —respondí—, de Kalikshutra.

 

—Sí, señor —asintió Eliot—, he aquí unos hechos intere­santes. Sir George Mowberley es el ministro responsable de dic­tar órdenes sobre nuestra frontera india. Arthur Ruthven, antes de su desaparición y de su muerte, era el principal diplomático encargado de elaborar el proyecto de ley sobre este tema. Por experiencia personal, puesto que residí allí hasta hace poco, sé que es el reino que más quebraderos de cabeza nos da de toda la frontera. Usted recordará, Stoker, cómo fue justamente allí donde asesinaron a la pobre madre de Edward Westcote. Estoy seguro de que convendrá conmigo en que parecen acumularse las coincidencias.

 

— ¿Cree usted que alguien está conspirando con el fin de abortar el proyecto de ley?

 

—Digamos que parece muy posible.

 

—Pero a Arthur Ruthven... lo hallaron asesinado...

 

—Sí, y su cuerpo sin vida estaba exangüe y blanco.

 

—Pero entonces, siento decirlo, ¿no deberíamos pensar que han asesinado también a sir George?

 

—No necesariamente. Si se ha mostrado dócil y manejable, se lo habrán podido ahorrar.

 

— ¿Dócil y manejable?

 

Eliot lanzó un suspiro. Estuvo un buen rato sin decir nada, mirando fijamente las volutas que formaba la niebla.

 

—Ya le he dicho —comentó al fin— que yo estuve en Kalik­shutra. —Cerró los ojos y en su rostro flaco vi de pronto trazos de agotamiento—. Quién sabe si a sir George le han contagiado la enfermedad. Al fin y al cabo, esto explicaría lo que Lucy vio des­de la calle. Nadie mataba a George, más bien le amordazaron a fin de dominarlo, a él, que ya debía tener la voluntad muy debi­litada. Debió serle fácil al raja hacer subir a su víctima hasta el piso, donde los dos podían haber esperado inmóviles.

 

— ¿Porque habían dejado a sir George bajo el poder del raja?

 

—Exacto. Lo habían reducido, por así decirlo, a un estado de zombi.

 

Reflexioné sobre lo que acababa de oír.

 

—Sí —dije, asintiendo lentamente con la cabeza—, sí, esto casi explicaría todos los hechos.

 

Eliot frunció las cejas.

 

— ¿Casi?

 

—La tela con la que amordazaron a sir George, ¿insinúa us­ted que estaba empapada de cloroformo o algo por el estilo?

 

Eliot clavó sus ojos en mí.

 

—Sí —dijo secamente—. Algo por el estilo.

 

—Pero usted afirmó tajantemente que las manchas que ha­bía descubierto en la madera eran de sangre.

 

—Sí. —Eliot volvió a fruncir las cejas y ladeó la cabeza. Me fue fácil adivinar que estaba molesto porque, en este ínfimo de­talle al menos, yo me había adelantado a él en mi razonamien­to—. Yo reconocí —me recordó en un tono de voz ligeramente resentido— que el caso permanece abierto. —Se encaminó ha­cia el bullicioso Strand y yo lo seguí; casi tuve que correr para alcanzarlo, porque andaba a grandes zancadas. Echó una ojea­da al Aldwich, desde Wellington Street—. Mire, Stoker —excla­mó— ya estamos de vuelta al Lyceum. Y ya le he retenido dema­siado tiempo. Tendrá usted que trabajar.

 

Era evidente que lo había importunado más de lo que me ha­bía imaginado.

 

— ¿Qué va a hacer ahora? —pregunté.

 

—Como usted mismo acaba de señalar, queda todavía mu­cho por investigar.

 

— ¿Y no puedo ayudarlo en nada más?

 

—De momento no.

 

Pensé que me estaba despachando, de modo que me despedí de él y me encaminé hacia el teatro, pero en seguida oí que me llamaba.

 

— ¡Stoker!

 

Volví la cabeza.

 

— ¿Estará Lucy en el teatro esta tarde? —preguntó.

 

—En teoría sí —contesté—. ¿Por qué? ¿Qué desea de ella?

 

—El colgante de la cadena que lleva puesta alrededor del cuello.

 

Me lo quedé mirando fijamente, sorprendido.

 

— ¿El colgante? ¿Por qué?

 

— ¡Cómo! ¿No lo observó, Stoker? —Soltó una risita y se fro­tó las manos—. Bueno, puede que se trate de una imaginación mía. Veremos. —Se descubrió—. Que pase usted un buen día, señor Stoker.

 

—Me gustaría seguir siéndole útil —le grité cuando él ya se había puesto en camino.

 

—No me cabe ninguna duda —repuso sin volverse. Y pronto desapareció entre el tráfico y la niebla. Yo me abrí paso entre el gentío. Más allá me esperaba el Lyceum.

 

En seguida, los asuntos del teatro me tuvieron totalmente absorbido y me olvidé de todas las sorpresas con las que me ha­bía tropezado y en las que había estado cavilando hacía tan sólo unas horas. El señor Irving, como era habitual en él después del éxito del estreno, estaba desanimado e irritable; padecía de la falta de vitalidad y entusiasmo que debe sobrecoger a los gran­des artistas después de los momentos de efusión y creatividad, y la verdad es que no era una compañía precisamente agradable. Me perseguía como un espectro y, como iba vestido de negro, llegué a temer su figura esbelta y de elevada estatura, casi como si se hubiera convertido en un heraldo del desastre o, al menos, de una retahíla de órdenes y quejas. Muy pronto me sentí agota­do y ya casi me había olvidado por completo de Eliot cuando éste hizo su aparición, hacia las cinco de la tarde, mientras yo estaba inspeccionando las butacas reservadas de platea. Me ale­gró verlo, porque en su rostro había una expresión como de gra­titud.

 

— ¿Ha obtenido algún resultado esperanzador? —inquirí.

 

—Así lo creo —repuso—. Esta tarde he estado trabajando en mi laboratorio.

 

— ¿De veras?

 

Eliot asintió.

 

—Analicé los dos frascos de medicamentos de lady Mowberley. El que está tomando ahora es totalmente inofensivo; sin embargo, el que había terminado y tirado estaba adulterado y contenía opiáceos.

 

— ¿Quiere usted decir que la drogaron?

 

—Sin duda alguna. El hecho de que hubiera acabado el fras­co y hubiera empezado uno nuevo explica, obviamente, por qué se despertó al oír a los intrusos. Debemos suponer, a mi juicio, que también habían estado allí, en su casa, otras noches.

 

— ¿Pero con qué fin?

 

—Me temo que sobre eso no puedo especular.

 

— ¿Cree, entonces, que guarda relación con asuntos de Es­tado?

 

—Stoker, usted es una persona discreta. Le ruego que no me presione sobre este particular.

 

—Discúlpeme —repuse—. Mi curiosidad, me temo, es un in­dicativo de lo intrigado que me tiene este caso.

 

Eliot sonrió.

 

—Y así la interpreto yo. ¿Desea entonces volver a ayudar­me?

 

—Sí puedo servirle en algo.

 

— ¿Está libre esta noche?

 

—Después de la representación.

 

—Estupendo. ¿Podría pedir un coche de alquiler y mandar que nos esperara en un callejón frente a la salida del teatro?

 

— ¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué espera conseguir con ello?

 

Eliot hizo un ademán con la mano como pidiéndome que no insistiera y fue entonces cuando percibí el destello de un objeto de plata.

 

— ¿Ha visto, pues, a Lucy? —pregunté—. Supongo que esto que tiene usted en la mano es su colgante.

 

Eliot abrió la palma de la mano.

 

—Mírelo con detenimiento —dijo.

 

Al examinarlo vi que lo que antes se me había escapado: era, en realidad, una moneda maravillosamente labrada y muy an­tigua.

 

— ¿De dónde procede? —pregunté.

 

Eliot alzó la vista y me miró.

 

—De la mano fría y húmeda del cuerpo sin vida de Arthur Ruthven —repuso.

 

—No irá a decirme...

 

—Sí. Es la que tenía apretada en su mano cuando hallaron su cadáver en el Támesis.

 

—Pero ¿por qué? ¿Cree usted que tiene algún significado es­pecial?

 

—Eso —respondió Eliot, poniéndose en pie— es lo que espe­ro poder averiguar. No, no, Stoker, quédese donde está. Nos ve­remos esta noche. Y, por favor, no se olvide usted de pedir un coche.

 

Sin esperar a que yo le contestara, se escabulló entre las cor­tinas que hay detrás de los asientos, y volvió a desaparecer. Yo me levanté para seguirle, pero al salir de las butacas reservadas de platea por poco choco con Henry Irving, que andaba hecho una furia porque había habido un percance con el decorado, que yo tuve que ir a solventar inmediatamente. Una vez hecho esto, tuve que contentarme con pedir un coche de alquiler y es­perar, pues era lo único que podía hacer.

 

Aunque, a decir verdad, las horas se me pasaron volando. En seguida llegó la hora de la representación y, sin darme cuenta, los actores estaban ya vistiéndose y maquillándose. Yo me vestí de etiqueta y, como solía hacer cada noche, me fui a la entrada privada, y me quedé en lo alto de las escaleras, a fin de saludar a nuestro público. Se concentraron allí las estrellas más lumino­sas del firmamento de la sociedad londinense y, el rato que estu­ve dándoles a cada uno de ellos la bienvenida, sentí una fuerte emoción: yo era el director del Lyceum Theatre y el gran actor que manejaba todos los hilos. Y, sin embargo, estaba distraído; hasta cuando charlaba con mis invitados, y les sonreía, me pre­guntaba qué me depararían las hazañas de aquella noche, qué conspiración de oscuros secretos íbamos a descubrir. A medida que pasaba el tiempo, se hacía más intensa la sensación de que el mundo cálido del teatro se me convertía en extraño y lejano, y así la muchedumbre de mujeres enjoyadas y hombres con pe­cheras me parecieron meras sombras, espectros insustancia­les que se contraponían a la viveza de mi fantasía. Me imagina­ba que veía a la extraña mujer, extraordinariamente bella y de ojos misteriosos, que nos había descrito Lucy; me imaginaba que veía al raja, aniquilador y cruel. Y entonces, repentinamente, arrastrado por el río de gente que subía las escaleras, ¡estoy se­guro de que lo vi! ¡Era el raja, estoy seguro de que lo era! Iba ves­tido de etiqueta y llevaba una larga y holgada capa; en la cabeza, el característico turbante, de una tela de maravillosa calidad con adornos preciosos, justo sobre la frente, con una joya de unas dimensiones que yo no había visto nunca. Al andar, obser­vé que la gente fruncía las cejas o palidecía, y que se hacían a un lado para cederle el paso.

 

Sin pensarlo dos veces, me acerqué a él con la intención de saludarlo en mi calidad de anfitrión, pero, cuando lo miré fi­jamente a los ojos, descubrí que me quedaba sin palabras, que las palabras no me salían. No puedo explicar por qué, pero aquel hombre me inspiraba un asco y una repugnancia nota­bles. Tenía los labios excesivamente carnosos y húmedos, y ade­más se le torcían en las comisuras, formando una mueca que daba la sensación de mofa, desprecio y lascivia. Tenía los ojos muy negros. Sus rasgos eran de una gran dureza, como de pie­dra, aunque, por otro lado, había en ellos, también, una blandu­ra y debilidad que apuntaban a una personalidad que se dejaba vencer por el desenfreno y la lujuria. Su tez era extraordinaria­mente pálida. En resumen, nunca había conocido a ningún hombre que me inspirara tanta repugnancia nada más verlo. Pugné por no levantar la mano y propinarle un buen puñeta­zo. El raja debió percibir mi odio, pues me sonrió, mostrándo­me sus dientes blanquísimos y afilados; con aquella sonrisa la crueldad de su expresión no hizo más que acrecentarse. Como un autómata, di un paso atrás; el raja volvió a sonreírme, esta vez burlándose cruelmente de mí, y después se volvió y desapa­reció. Yo lo seguí con la intención de ver qué palco ocupaba; era el mismo que había reservado la noche anterior. Una vez com­probado, me fui a mi despacho, absolutamente perplejo. Me pregunté cómo iba a interpretar Eliot aquello.

 

Cuando la representación estaba a punto de concluir, salí afuera precipitadamente con el propósito de cerciorarme de que el coche de alquiler estuviera donde yo le había indicado. Y allí estaba, en efecto: en un callejón oscuro donde era casi impo­sible verlo. Le di una propina al conductor, y le ordené que estu­viera listo para partir en cualquier momento; después me dirigí al Lyceum y, justo cuando iba a entrar, noté que alguien me co­gía del brazo y me volví. Era Eliot.

 

—Gracias a Dios —exclamé—. ¡El raja esta aquí!

 

—Estupendo. —Eliot se frotó las manos—. Me imaginé que vendría. Vamos, entremos. Hace un viento muy frío para esta época del año.

 

Nos dirigimos al vestíbulo, en donde nos sería fácil observar a la gente que saliera del teatro.

 

—Tengo datos muy interesantes —me comentó Eliot al en­trar—. El caso está a punto de cerrarse.

 

— ¿De veras? —pregunté yo—. Así, pues, sus pesquisas sobre la moneda ¿han sido satisfactorias?

 

—Sí, señor —repuso—; han sido extremadamente satisfac­torias. —Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una mone­da, que acercó a la luz—. Observará que las letras, Stoker, son griegas.

 

Me dio la moneda y yo deletreé lo que había escrito; me cos­tó trabajo porque estaba muy gastada.

 

—Kirkeion. —Alcé la vista—. ¿Es una ciudad? Nunca había oído esta palabra —le confesé.

 

—No tenía por qué haberla oído, pues su fama no ha llegado a la modernidad. La moneda, sin embargo, es auténtica sin lu­gar a dudas. Su valor es literalmente incalculable.

 

— ¿Quién se lo dijo?

 

—El experto a quien se lo consulté. Está en Spink. Me figuro que habrá oído hablar de ellos, pues es el negocio de tasación de monedas más importante de Londres. Y, por supuesto, allí co­nocen muy bien a Arthur Ruthven. Hablé con la persona que fue la última en tratarlo.

 

— ¿Y qué le contó?

 

—Recordaba muy bien todo lo que estuvieron hablando. Al parecer Arthur estaba extremadamente agitado. Estuvo atosi­gando al comerciante por si había oído ciertos rumores, si le ha­bían llegado noticias de que estuvieran circulando ciertas mo­nedas únicas. El comerciante no le pudo decir nada, porque nada sabía, pero, como Arthur insistió tanto, recordó entonces que hacía poco que había llegado un par de monedas muy raras. Eran de plata, muy antiguas, y procedían de una ciudad absolu­tamente desconocida.


Date: 2015-12-17; view: 618


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