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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 3 page

 

Lord Ruthven se asomó a la ventana del carruaje. Vi que es­taba sonriendo.

 

—Doctor John Eliot —gritó—. Sé que su hospital está en una situación financiera ruinosa y que necesita fondos. Eliot se volvió y lo miró sorprendido.

 

—Y si lo está —comentó—, ¿acaso le incumbe a usted esto? Lord Ruthven extendió la mano en la que sostenía un sobre que dejó caer.

 

—Léalo —dijo—. Puede que sea beneficioso para usted. —Después dio unos golpes con el bastón en el tejadillo del carrua­je. El cochero sacudió las riendas y el coche se alejó de nosotros. Eliot lo observó hasta que dio la vuelta por la primera bo­cacalle y desapareció. Después se agachó y recogió el sobre del suelo. Lo abrió y leyó lo que había escrito. Cuando terminó, me lo entregó. En las señas grabadas en relieve que constaban en el margen superior reconocí el nombre de una calle de Mayfair. «Visíteme —había escrito lord Ruthven—. Tenemos mucho de qué hablar.» Alcé la vista y miré a Eliot. — ¿Va usted a ir? —le pregunté.

 

En un primer momento no me contestó nada; tiritó y se ajustó el gabán.

 

—A decir verdad, tengo ya demasiados misterios que resol­ver —murmuró al fin. Me cogió la carta de las manos y siguió andando.

 

—Si puedo ayudarlo en algo... —le grité.

 

Él no se volvió.

 

— ¿Sabe? —Volví a gritarle—, haría cualquier cosa por ayu­dar a la señorita Ruthven, si se halla en peligro.

 

—Mañana en Bond Street —dijo sin volverse—. A las nueve en punto.

 

—Allí estaré —le prometí.

 

—Buenas noches, señor Stoker.

 

Reemprendió la marcha y desapareció rápidamente en la os­curidad.

 

A la mañana siguiente, cuando llegué a Bond Street, yo espe­raba encontrarlo frente a la joyería, mas estaba delante de la puerta que hay a la derecha de Headley's y que, según advertí, era la puerta de entrada a los pisos que hay encima de la tienda. Al verme, Eliot me sonrió y se me acercó para cogerme del brazo.

 

—Stoker —dijo con jovialidad, aunque me agarró muy fuer­te y tiró de mí casi con violencia a fin de impedirme que siguiera andando calle abajo—. No pase por delante de la joyería —si­guió diciéndome con la misma voz jovial de antes, como si me invitara a desayunar con él. En realidad, sus maneras eran las de alguien que invita a un amigo a subir a su casa. Abrió la puer­ta y me hizo pasar adentro; después, con pasmosa tranquilidad, entró él y cerró la puerta con llave.



 

— ¿Cómo ha conseguido usted la llave? —le pregunté sor­prendido.

 

—En Lahore —repuso; su sonrisa se había desvanecido por completo de su rostro; levantó la vista y miró las escaleras con una expresión perfectamente inescrutable.

 

— ¿No ve usted nada que le llame la atención? —preguntó.

 

Lancé varias miradas escrutadoras a mí alrededor.

 

—No —contesté.

 

— ¿No ha reparado usted en la alfombra?

 

Bajé la vista y la escudriñé atentamente.

 

—No parece que haya nada fuera de lo común —comenté por fin.

 

Eliot clavó sus penetrantes ojos en mí.

 

—Yo no le he hablado de algo fuera de lo común, le he dicho sólo si había visto algo que le llamara la atención —repuso—. Bueno, es algo que puede esperar. —Se volvió y enfiló las escale­ras. Yo lo seguí.

 

— ¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

 

Eliot se había detenido frente a una puerta que había en el primer piso. La llave seguía en su mano. La introdujo en la ce­rradura y sólo entonces volvió la cabeza y me lanzó una mirada.

 

—No se preocupe —me comentó—. He estado toda la noche observando el piso. No hay nadie dentro.

 

— ¡Por todos los santos, Eliot! —le susurré alarmado—. Esto es un allanamiento de morada. ¡Piense bien en lo que estamos haciendo!

 

—Ya lo he hecho —me respondió mientras hacía girar la lla­ve—. No tenemos más alternativa. —Abrió la puerta y me hizo entrar deprisa. Con mucho cuidado, sin hacer ningún ruido, ce­rró la puerta y me miró a la cara—. ¿Cree usted que Lucy nos contó la verdad? —me preguntó.

 

—Pues claro que sí —respondí.

 

—En este caso está justificado que actuemos así, Stoker, porque me temo que aquí ocurren cosas muy peligrosas. Dios sabe dónde nos hemos metido. Créame, no nos quedaba más re­medio que entrar aquí furtivamente. —Echó una mirada a su alrededor. La habitación era exactamente como nos la había descrito Lucy. Era lujosa y estaba decorada con un gusto su­mamente refinado y exquisito, y, sin embargo, había también una suntuosidad y una sensualidad casi decadentes; aquello era de una belleza sobrecargada, como una orquídea marchita. Me puse, sin saber por qué, muy nervioso y Eliot también; no deja­ba de lanzar miradas en todas direcciones, pero la verdad es que parecía asqueado. Yo miraba todos los sitios en los que él posa­ba sus ojos. Con un ademán me señaló la pared en la que había dos ventanas rasgadas que daban a la calle—. Aquí debía de estar George cuando Lucy lo vio —murmuró Eliot. Extrajo de un bolsillo un pequeño monóculo y se arrodilló. Estuvo examinan­do la alfombra con minuciosidad; de pronto frunció las cejas y meneó la cabeza; después se acercó a la segunda ventana y repi­tió la operación. Yo fui a su lado. La alfombra era gruesa y de un color vivo, pero vi en seguida que no estaba manchada. De re­pente oí que Eliot contenía el aliento—. ¡Mire aquí! —Susurró, señalando un friso—. ¿Cómo interpreta usted esto, Stoker?

 

Miré y vi tres manchitas tan diminutas que apenas eran visi­bles. Eliot las escudriñó; rascó una de ellas y levantó el dedo a la luz; tenía la punta de la uña teñida de un color rojizo. Frunció las cejas y se llevó el dedo a la lengua.

 

— ¿Qué es? —pregunté con impaciencia. Eliot lanzó una mi­rada a su alrededor.

 

—Es evidente que es sangre —repuso.

 

Yo palidecí.

 

—Así pues, Lucy tenía razón —susurré—. El pobre hombre murió asesinado.

 

Eliot meneó la cabeza.

 

—Ella vio que tenía el rostro manchado de sangre.

 

—Sí —convine frunciendo las cejas—. ¿Qué piensa usted, entonces?

 

—Que los restos de sangre que hay aquí no pueden provenir de una herida grave. —Señaló el recubrimiento de madera—. Estas manchitas diminutas son una prueba evidente de que no hirieron a George con violencia, porque de lo contrario la al­fombra estaría empapada.

 

— ¿Pero por qué? —pregunté.

 

—Porque —contestó Eliot con impaciencia—, no quitaron las manchas. No repararon en ellas; no sólo Lucy no las vio sino que tampoco las vio ninguno de los que viven aquí. Observe la alfombra. Lucy tenía razón. No hay restos de sangre; al menos no se ven. No —prosiguió, meneando la cabeza y poniéndose en pie—, estas manchas convierten este caso en un asunto verdade­ramente espinoso. Por un lado, nos demuestran que Lucy no pa­deció alucinaciones cuando vio que lo amordazaban con una tela empapada en sangre. Es del todo desconcertante.

 

Echó varias miradas por toda la habitación, y se fue hacia la puerta que había al otro lado. La abrió y yo lo seguí por el pasi­llo. Al igual que en el salón, en el corredor había abundantes muebles de un gusto exquisito y, al pasar, vimos que las habitaciones que daban a él eran tan lujosas como el resto del piso. A mí me sorprendió, sin embargo, el hecho de que no hubiera nin­gún dormitorio y así se lo dije a Eliot.

 

—Es evidente —respondió— que nadie vive en este piso. —Entonces, ¿para qué lo tienen? Eliot se encogió de hombros.

 

—A sus propietarios les debe convenir tener un piso en el centro de la ciudad que les sirva de lugar de descanso o de refu­gio. Aunque no podemos saber dónde tienen su residencia prin­cipal.

 

—Debe de estar en un barrio extremadamente refinado. — ¿Ah, sí? —Eliot me lanzó una mirada penetrante—. ¿Y por qué lo piensa?

 

Yo fijé mis ojos en los suyos, sorprendido. —Pues sólo porque bien se echa de ver el dinero que han de­rrochado en este piso —repuse.

 

—Sí —convino él—; resulta desconcertante. Precisamente por ello pienso que los sospechosos viven al descubierto en cual­quier lugar.

 

—No entiendo qué quiere usted decir. • Eliot, perdiendo la calma, hizo un ademán. —Mire a su alrededor. Sí, Stoker, tiene usted razón; han des­pilfarrado mucho dinero en este piso. Pero ¿por qué? ¿Por qué justamente en un piso que hay encima de una tienda? Aunque esto sea Bond Street, seguro que se podían permitir un lugar más lujoso. Parece todo tan poco plausible. A menos... —Se in­terrumpió y volvió a lanzar varias e intensas miradas en derre­dor; de repente se le iluminó el rostro como si hubiera encontra­do una salida—. Bueno —dijo muy calmoso—, es evidente que aquí no vamos a encontrar ningún cadáver. Quizá podamos ras­trear otras calles con más provecho. —Me cogió del brazo—. Venga, Stoker. Necesito que me ayude; vamos a hacer un expe­rimento.

 

Volvimos al vestíbulo y Eliot abrió la puerta. —Habrá advertido —comentó señalando el suelo— lo grue­sa que es la alfombra de las escaleras. Yo me di cuenta en segui­da. Era a esto a lo que me referí antes, cuando estábamos abajo. —Lo siento, no me había fijado —repuse—, pero sigo sin en­tenderlo.

 

Eliot puso cara de sorpresa.

 

— ¡Cómo, Stoker! ¿No se da cuenta? Una alfombra tan gruesa como ésta amortigua el ruido de las pisadas —exclamó lanzando una mirada al piso de arriba—. Ahora, si no le importa, suba has­ta aquel descansillo y baje otra vez y no se detenga frente a la puerta; siga bajando. ¡Pero, por favor, ande con el máximo sigilo! — ¿Con el máximo sigilo? —pregunté—. Me temo que no soy una persona ágil.

 

—Exacto —dijo Eliot dándome con la puerta en las narices. Por fin caí en la cuenta de lo que pretendía con aquello — ¡me temo que me vas a tildar de torpe!— e hice lo que me había pe­dido. Bajé, esperé en la portería, pero al ver que Eliot no apare­cía, volví a subir, esta vez andando normal, y al punto se abrió la puerta del piso.

 

— ¡Excelente! —exclamó Eliot acercándose a mí—. Ahora que ha andado usted como un elefante le he oído perfectamen­te, pero cuando bajó no se oyó ni el más leve ruido. Esto es muy interesante, espero que estará usted de acuerdo.

 

Cerró la puerta con llave y subió hasta el segundo piso. — ¿Piensa entonces que el asesino fue el hindú? —le pregun­té, mientras le seguía.

 

—Estamos solamente barajando posibilidades —contestó Eliot—. Pero le hemos desmontado la coartada al raja, pues, aun­que lo oyeron subir las escaleras, esto no prueba que viniese de la calle. Sí, creo que pudo haberse escondido muy fácilmente cuan­do Lucy fue a buscar al policía y luego bajar sigilosamente a la portería.

 

— ¿Pero qué hizo con el cadáver? —pregunté. —Esto es un misterio —repuso Eliot, que volvió a coger el monóculo y se agachó. Examinó la alfombra detenidamente, pero al cabo de unos breves minutos sacudió la cabeza y se le­vantó—. No hay rastro alguno de sangre. Puede que la limpia­ran en seguida, pero aun así se vería alguna señal. No —conclu­yó, haciendo un movimiento negativo con la cabeza—, esto viene a reducir las posibilidades.

 

—Entonces ¿tiene usted una teoría? —pregunté yo. —Parece que, con toda seguridad, estamos a punto de dar con la solución. —De repente se quedó callado y las aletas de la nariz se le ensancharon, como si hubiera olfateado un posible rastro, que lo hubiese dejado sorprendido. Cuando me miró, vi que sus ojos le fulguraban cual acero reluciente—. Vamonos de aquí, Stoker —dijo, poniéndose en camino hacia las escaleras—. Iremos a la joyería.

 

Y eso es lo que hicimos. Cuando mi compañero abrió la puerta de la tienda, se le acercó un hombre menudo de pelo cano.

 

— ¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó frotándose las manos como si se las estuviera enjabonando.

 

Eliot le echó una mirada con gran altivez y después pasó sus ojos por los estantes y las vitrinas. Transcurrieron varios se­gundos.

 

—Tengo entendido —comentó Eliot al fin, arrastrando las palabras— que es usted el señor Headley, el joyero de lady Mowberley.

 

—Sí —respondió el joyero un tanto indeciso—. Y es para mí un honor.

 

—Muy bien. —Eliot fijó sus ojos en él—. Hace algún tiempo cené con ella y con sir George. Celebrábamos su cumpleaños. Lady Mowberley llevaba unas joyas muy llamativas que, según me dijeron, compraron aquí, en esta tienda. Eran un regalo de sir George a su esposa.

 

El señor Headley frunció las cejas y se rascó la cabeza.

 

—Si tiene usted la bondad de esperar un momento, señor, iré a consultar mis libros de cuentas.

 

Con sus andares torpes y lentos se acercó al mostrador, pero Eliot sacudió la cabeza.

 

—No, no —comentó con impaciencia—, no es preciso que busque nada. Estoy seguro de que recuerda usted las joyas; eran unos pendientes y una gargantilla muy originales, de una región de la India llamada Kalikshutra. —Eliot pronunció esta última palabra con mucho énfasis; cuando volvió a hablar, su tono era áspero—. Estoy seguro de que las recuerda usted perfectamente —dijo, vocalizando bien—. No me cabe ninguna duda de que las recuerda usted perfectamente.

 

El joyero nos miró a los dos muy incómodo.

 

—No eran joyas mías —dijo al fin.

 

Eliot frunció las cejas.

 

—Pero estuvieron en su escaparate, ¿no es verdad? —Hizo una pausa y meneó la cabeza lentamente—. Sí, recuerdo que lady Mowberley fue muy explícita y tajante: las había visto ex­puestas en su escaparate mientras daba un paseo con sir Geor­ge. Por ello vino él después a comprarlas. Sé que era esta tienda. —Entornó los ojos—. No podía ser otra. Después de todo, usted fue ayuda de cámara de sir George, ¿no es cierto?

 

El anciano, visiblemente nervioso, empezó a retorcerse las manos.

 

—Es muy cierto —confesó con voz quejumbrosa— que sir George y lady Mowberley vieron las joyas en el escaparate. Pero le vuelvo a repetir, señor, que aquellas joyas no eran de mi pro­piedad. Cuando sir George volvió con intención de comprarlas, las había devuelto al lugar de donde procedían.

 

Eliot sacudió la cabeza, devorado por la impaciencia.

 

— ¿Al lugar de donde procedían? No lo entiendo.

 

—Me las habían prestado.

 

— ¿Quién?

 

El joyero tragó saliva.

 

—Un hombre que deseaba entrar en el negocio.

 

— ¿Y es él quien posee las joyas de Kalikshutra?

 

—Sí, pero, si está usted interesado, tengo asimismo joyas de otras regiones de la India, y también de todo el mundo...

 

—No, no —le interrumpió Eliot—. Las quiero de Kalikshu­tra. Si no tiene usted las joyas, entonces me es preciso ir a ver a este hombre. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

 

El señor Headley frunció las cejas.

 

— ¿Quién es usted? —preguntó de pronto suspicaz.

 

—Soy el doctor John Eliot.

 

— ¿Dijo usted que era amigo de lady Mowberley?

 

— ¿Hay alguna razón por la cual no pueda ser amigo de ella? —repuso Eliot; en sus ojos resplandecían un interés y una vive­za súbitos, pues era bien visible que aquel último comentario había despertado su curiosidad. Mas no insistió; por el contra­rio, se inclinó sobre el mostrador y, cuando habló, lo hizo en un tono absolutamente afable.

 

—A nosotros, tanto al señor Stoker como a mí, nos gusta co­leccionar piezas que provengan del Himalaya. Stoker, tenga la amabilidad de darle al señor Headley su tarjeta. —Eliot hizo una pausa, mientras el anciano joyero leía con atención mis señas; después, sin decir palabra, le dio al señor Headley una guinea.

 

—Y ahora —afirmó Eliot, después de que el joyero hubiera cogido la moneda—, nada nos gustaría tanto como ponernos en contacto con su colega. Tal vez, antes que nada, debería expli­carnos usted cuál es su relación con él... así sabremos cómo conviene que lo tratemos.

 

El anciano arrugó la frente.

 

—Vino a verme... mmm... hará unos seis o siete meses.

 

Eliot asintió.

 

—Bien. ¿Y qué le propuso?

 

El anciano volvió a arrugar la frente y nos miró con descon­fianza, como si todavía no estuviera seguro de cuáles eran nues­tros propósitos.

 

—Por favor, señor Headley —le apremió Eliot—. ¿Qué le propuso?

 

—Me propuso —respondió el joyero—, me propuso... un acuerdo.

 

—Por supuesto que le propuso un acuerdo —intervino Eliot con frialdad—; no le iba a proponer en matrimonio. Vamos, se­ñor Headley, no es usted muy franco con nosotros.

 

—Todo a su debido tiempo —murmuró el joyero, mirándo­nos desafiante con los ojos entornados—. Me dijo... mi colega me dijo que tenía joyas de muchísimo valor. Al principio no lo creí; como ustedes pueden suponer, en este negocio te vienen con las cosas más absurdas. Pero resultó que... bueno, señor, usted mismo vio las joyas que llevaba lady Mowberley; eran preciosas. Preciosas de verdad. Me dijo que tenía una tiendecita en los muelles...

 

— ¿Dónde, exactamente? —preguntó Eliot.

 

—En Rotherhithe, señor.

 

— ¿Tiene usted la dirección?

 

El señor Headley asintió, se agachó y abrió un cajón.

 

—Aquí la tiene, señor —dijo, entregándole una tarjeta, que Eliot cogió. En ella se leía: «John Polidori. Coldlair Lane nú­mero tres, Rotherhithe».

 

Eliot levantó la vista y miró al joyero.

 

— ¿Es italiano este tal Polidori?

 

—Si lo es —repuso el anciano—, habla inglés mejor que to­dos los extranjeros a los que he oído hablar nuestra lengua.

 

—Un tal John Polidori —comenté yo— fue médico personal de lord Byron. Escribió una narración breve que nosotros adap­tamos y representamos en el Lyceum.

 

Eliot me lanzó una mirada.

 

— ¿No pretenderá que se trata del mismo hombre? ¿Qué edad tendría ahora?

 

—Oh, no —repuse—. Polidorí, el médico de lord Byron, se suicidó, creo. No, lo siento, Eliot; si lo he mencionado, ha sido únicamente debido a la coincidencia.

 

—Comprendo. Qué fascinante es usted, Stoker, con todos sus recuerdos del mundo del teatro. —Eliot se dirigió al joye­ro—. Y bien —dijo—, nos hemos distraído un poco. ¿Por dónde íbamos? Ah sí. Este tal señor Polidorí vino a verlo a usted y dijo que tenía joyas.

 

—Sí.

 

— ¿Y qué quería de usted?

 

El señor Headley sonrió.

 

—El señor Polidori tenía un problema; poseía muchas pie­zas... pero esto era básicamente lo único que poseía. Me refiero a que ¿quién va a ir hasta Rotherhithe? Ni los grandes señores ni los acaudalados caballeros que quieran gastar su dinero van a ir allí. Si uno desea abrir una tienda decente, bueno, señor, pues no tiene más remedio que hacerlo en Bond Street.

 

Eliot asintió.

 

— ¿Y por eso vino aquí?

 

—Sí, señor. Él me entregaría joyas, que yo expondría en el escaparate.

 

—Y las joyas de Kalikshutra, ¿por qué no se las dejó para que las vendiera usted? •

 

—Como le he dicho, señor, él tiene su propia tienda. En la tarjeta que le he entregado viene su dirección.

 

—Bueno —dijo Eliot, cuyos ojos empezaron a fulgurar otra vez—, ¿y qué?

 

—En algunas ocasiones quería que ciertos clientes fueran a verlo a su tienda.

 

— ¿Porqué?

 

—Se trataba de personas que, según él, tenían un interés es­pecial por las joyas... coleccionistas, si prefiere llamarlos así. Él quería tratar directamente con ellos.

 

— ¿Y usted los mandaba allí?

 

—Sí, señor, si es así como quiere explicarlo. Era un buen ne­gocio; sus recompensas fueron siempre espléndidas.

 

— ¿Y sir George? ¿Fue él uno de los que mandó usted a Rotherhithe?

 

—Sí, señor. El señor Polidori fue muy explícito. Me dijo: «Mándeme a sir George. Si viene y pide alguna joya, dígale que usted no la tiene. Y me lo manda a mí.»

 

— ¿Y a usted esto no le pareció sorprendente?

 

—No, señor. ¿Por qué iba a parecérmelo?

 

—Porque sir George, por lo que yo sé, jamás ha sido colec­cionista de joyas. ¿Por qué, entonces, iba su colega a interesarse por él?

 

Los labios del señor Headley esbozaron una sonrisa casi im­perceptible debajo de su bigote cano.

 

—Quizá no coleccione joyas para él —dijo—, pero hay mu­chas personas para las cuales sí las colecciona. —Hizo un gui­ño—. Si es que entiende lo que quiero decir, señor.

 

—Sí —respondió Eliot con sequedad, sin sonreír—. Sí, me parece que lo he entendido a usted muy bien.

 

El anciano pareció asustarse de pronto.

 

—Espero que no me habrá interpretado usted mal, señor —balbuceó.

 

— ¿A qué se refiere?

 

—Bueno... —El joyero tragó saliva—. Comprendo que lady Mowberley esté muy preocupada. Yo lo siento mucho por ella, de veras que la compadezco.

 

— ¿En serio, Headley? ¿Y por qué la compadece usted?

 

El anciano frunció las cejas. Alzó la vista y clavó sus ojos en los de Eliot con una expresión de nuevo hostil; cuando habló, su tono de voz era frío y mesurado.

 

—Creo, señor —dijo con parsimonia—, que si usted necesita preguntármelo...

 

— ¿Sí? —lo apremió Eliot.

 

—No voy a decírselo. —El señor Headley no pestañeaba y su cara parecía de piedra—. Si usted no se ha enterado ya, señor, no se lo diré. Lo siento. —Hizo una pausa y después añadió, con indiferencia ofensiva, una sola palabra—: Señor.

 

Eliot se metió una mano en el bolsillo.

 

—No intente sobornarme —protestó el anciano—. No va a sonsacarme nada de este modo.

 

Eliot bajó la mano lentamente.

 

—Muy bien —dijo. Para gran sorpresa mía, vi que su rostro parecía de pronto casi aliviado y jovial—. Al menos dígame una cosa —le pidió.

 

El joyero se lo quedó mirando fijamente sin contestar.

 

— ¿Ha visto usted a sir George recientemente? ¿En las dos últimas semanas?

 

El anciano seguía sin responder nada.

 

—Debo serle franco —dijo Eliot—. Estoy trabajando para lady Mowberley. Siento haber tenido que engañarle. Ella sólo desea saber si sir George está vivo, nada más. Es su esposa, se­ñor Headley; también usted está casado. Así que le ruego que me conteste, señor Headley. —Hizo una pausa—. Lady Mow­berley está muy preocupada.

 

El joyero desvió la mirada y clavó los ojos en la calle; al cabo de unos segundos miró a Eliot.

 

— ¿Cuándo? —preguntó Eliot.

 

El señor Headley seguía sin pestañear.

 

— ¿Lo vio en la calle? ¿Lo vio allí?

 

El anciano se encogió de hombros.

 

—Bien. —Eliot hizo una pausa—. ¿Cuándo?

 

El joyero lanzó un suspiro.

 

—Hace dos días —dijo al fin.

 

—Gracias, señor Headley. —Eliot se quedó callado un mo­mento y sonrió—. Debe tenerle usted mucho afecto a sir George —observó.

 

—Sí, siempre se lo he tenido —respondió el anciano con as­pereza—. Desde que era un niño que no andaba todavía.

 

Eliot asintió.

 

—Sí —dijo—, es un alivio ser testigo.

 


Date: 2015-12-17; view: 529


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