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UN DESCUBRIMIENTO ABOMINABLE

BANQUETE DE SANGRE

 

Traducción de Ana Juandó

 

PLANETA

 

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Título original: Supping with Panthers

© Tom Holland, 1996

© por la traducción, Ana Juandó, 1998

© Editorial Planeta, S. A., 1998

Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Diseño de la sobrecubierta: Jordi Salvany Primera edición: junio de 1998 Depósito Legal: B. 21.885-1998 ISBN 84-08-02540-6

ISBN 0-316-876224 editor Little, Brown Book and Company, Londres, edición original Composición: Fotocomposición Gama, S. L. Impresión: Hurope, S. L. Encuademación: Eurobinder, S. A. Printed in Spain — Impreso en España

 

Para mis padres.

 

la sangre tira

 

 

¡Tonterías, Watson, tonterías! ¿Qué pode­mos hacer con cadáveres que andan y a los que sólo cabe mantener inmóviles en sus tumbas con estacas clavadas en los corazo­nes? Es del todo descabellado.

 

sir arthur conan doyle, The Adventure of the Sussex Vampire

 

 

La sangre es la vida.

 

bram stoker, Drácula.

 

 

PREFACIO

 

 

Londres, 15 de diciembre de 1897

A quienes pueda interesar:

Si estás leyendo esta carta es que presientes, sin duda, el pe­ligro en que te hallas. Los abogados con los que has hablado tie­nen instrucciones de entregarte unos papeles que ponen al des­cubierto una historia oscura y terrible. En realidad, yo sólo conseguí comprenderla en todo su alcance cuando, no hace mu­cho, me llegó de Calcuta un ejemplar del libro de Moorfield, junto con un montón de cartas y de diarios. Conviene que leas primero aquél, empezando por el capítulo titulado «Una misión peligrosa». En el libro había tres cartas, que he dejado en el lu­gar donde las encontré. Por lo demás, yo mismo ordené los pa­peles; léelos siguiendo el orden en que yo los dispuse.

Mi pobre amigo. Quienquiera que seas, cuando quiera que leas estas páginas, no dudes ni por un instante que cuanto aquí se dice ocurrió de verdad.

Que la mano de Dios te proteja.

Tuyo en la pena y en la esperanza,

abraham stoker

 

 

Primera parte

 

Extracto de las memorias del coronel Sir William Moorfield, caba­llero de la Orden del Baño, caballero de la Orden de San Miguel y miembro de la Orden de Servicios Distinguidos, Con rifles en el Raj, Londres, 1897.

 

UNA MISIÓN PELIGROSA

UNA MISIÓN SECRETA • LA DIOSA KALI SHMASHANA • EXPEDICIÓN

A TRAVÉS DE LAS MONTAÑAS • EL ÍDOLO ENSANGRENTADO •



UN DESCUBRIMIENTO ABOMINABLE

 

 

Ahora relataré el episodio tal vez más extraordinario de cuantos acaecieron en el transcurso de mi larga carrera desarrollada en la India. A finales del verano del año 1887, cuando el tedio de la ruti­na del acuartelamiento se hacía insoportable, recibí inesperada­mente la orden de acudir a Simia. Nada se especificaba sobre la misión que iban a confiarme pero, puesto que el calor que hacía en aquel momento en las llanuras era sofocante, acogí con agra­do la idea de emprender una excursión por las estribaciones. Yo siempre he sido amante de la alta montaña, y Simia, que se halla en lo alto de un promontorio, entre cedros y brumas, es de una belleza ciertamente espectacular. No obstante, apenas si tuve tiempo de admirar las vistas, pues, nada más llegar al lugar de destino, recibí un mensaje del coronel Rawlinson, quien me or­denaba que me presentase sin dilación ante él. Me afeité, me cambié de uniforme a toda prisa y en un decir amén estaba ya en camino. De haber sabido las consecuencias de aquel encuentro, no habría procedido con tanto afán. Pero, en aquel momento, sentí en mis venas el placer de volver al servicio activo, emoción que no hubiera cambiado por nada del mundo.

 

Los despachos del coronel Rawlinson se hallaban separados del cuartel general, al fondo de un callejón tan oscuro que parecía un lugar más apropiado para un bazar que para el despacho de un oficial británico. Todos mis recelos, sin embargo, se desvanecie­ron nada más verlo, pues era un hombre de elevada estatura, pul­cro y de ojos una pizca acerados, por quien sentí una simpatía in­mediata. Rawlinson me condujo enseguida a su estudio, revestido de teca y repleto de mapas, y con las paredes decoradas por una extraordinaria colección de dioses hindúes. Había dos hombres esperándonos sentados a una mesa redonda. A uno de ellos lo re­conocí al instante: ¡Era el viejo Pumper Paxton, que había sido mi comandante en jefe en Afganistán! Hacía cinco años que no lo ha­bía visto, pero seguía tan fuerte y tan lozano como siempre. El co­ronel Rawlinson esperó a que terminásemos de saludarnos y en­tonces me presentó al otro hombre, que hasta aquel momento había permanecido sentado en un discreto segundo plano.

 

—Capitán Moorfield —dijo el coronel—, le presento a Huree Jyoti Navalkar.

 

Me saludó a la manera hindú, inclinando ligeramente la ca­beza; al hacerlo, vi, entre sorprendido y asustado, lo reconozco de buena gana, que aquel hombre ni siquiera era un soldado: era uno de esos típicos babus, gruesos y sudorosos, que tra­bajan de office-wallah y que uno encuentra por doquier en la India. El coronel Rawlinson debió advertir mi sorpresa, mas no hizo comentario aclaratorio alguno sobre la presencia del babu: se limitó a hojear unos papeles; levantó luego la vista y me miró fijamente con sus ojos acerados.

 

—Un expediente notable el suyo, Moorfield —comentó.

 

Sentí que enrojecía.

 

—Fruslerías, señor —murmuré.

 

—Veo que desempeñó usted un brillante papel en el frente de Baluchistán. Así pues, estuvo en las montañas, ¿no es así?

 

—Sí, presencié allí unas cuantas batallitas, señor.

 

— ¿Le gustaría ver unas cuantas montañitas más?

 

—Iré donde me manden, señor.

 

— ¿Aun en el caso de que no se trate de una acción militar de las que usted realiza regularmente?

 

Al oír aquellas palabras, fruncí el entrecejo y pillé al viejo Pumper mirándome, aunque desvió la vista sin decir palabra. Miré de nuevo al coronel Rawlinson. —Estoy dispuesto a todo, señor.

 

— ¡Es usted valiente! —exclamó con una sonrisa en la boca, dándome una palmada en el hombro; a continuación, cogió un puntero y se dirigió a un mapa enorme que colgaba de la pared. Su rostro volvió a ponerse rígido; estaba ahora muy serio—. Esto, Moorfield —dijo señalando con el puntero una larga línea púrpura sobre la que dio unos ligeros golpes—, es la frontera de nuestro Imperio indio. Es extensa y, como bien sabe usted, está escasamente protegida. Y esto —añadió dando de nuevo unos golpecitos con el puntero— es el territorio de Su Majestad Im­perial, el zar de Rusia. Si observa bien, verá que esta zona de montañas y estepas ni nos pertenece a nosotros ni tampoco a los rusos. Son estados tapón, Moorfield, terreno abonado para es­pías y aventureros, que se hallan en ellos en su elemento. En este preciso momento, a menos que mis noticias no sean correc­tas, y no es el caso, una tormenta amenaza con caer sobre el lu­gar, una fuerte tempestad que por lo visto se está acercando ha­cia nuestra frontera india. —Dio unos golpecitos en una zona del mapa que estaba en blanco—. Hacia aquí, para ser precisos. —Hizo una pausa—. Una región llamada Kalikshutra. Fruncí el entrecejo.

 

—Me parece que es la primera vez que oigo este nombre, señor.

 

—No me sorprende, Moorfield, muy pocos lo han oído. Ob­serve —dijo volviendo a dar unos golpecitos con el puntero sobre la zona— lo aislada que está la región; se halla a gran alti­tud y sólo hay un camino que conduzca hasta ella. No hay otra forma de llegar, ni tampoco de salir. Hasta ahora no le había­mos prestado ninguna atención. Era un lugar sin valor estra­tégico, ¿comprende? —Se interrumpió y frunció el entrecejo—. O eso creíamos —murmuró sin dejar de arrugar la frente. Se quedó mirando fijamente el mapa un momento y volvió a sen­tarse, inclinándose hacia mí—. Nos han llegado extraños rumo­res, Moorfield. Algo se cierne sobre el lugar. Hace un mes llegó de allí uno de nuestros agentes; estaba pálido como un muerto, cubierto de cicatrices y vacilante, pero nos trajo noticias inaudi­tas. «Los he visto», musitó con cara de espanto. «Kali». Después cerró los ojos como si estuviera demasiado débil para seguir hablando. «Kali», repitió. Lo dejamos solo para que descansara, pero a la mañana siguiente... —El coronel Rawlinson hizo una pausa. Su rostro delgado y bronceado estaba ahora pálido—. A la mañana siguiente —prosiguió después de aclararse la voz—: lo hallamos muerto. —Hizo otra pausa—. El pobre se había pe­gado un tiro.

 

— ¿Que se había pegado un tiro? —repetí incrédulo.

 

—Sí, justo en el corazón. Su aspecto era lamentable.

 

—Dios de mi vida. —Respiré hondo—. ¿Y por qué lo hizo?

 

—Eso, capitán, es lo que queremos que usted averigüe.

 

Se produjo un largo y angustioso silencio. Sentía que aque­llos dichosos ídolos hindúes se reían de mí. Ni se me ocurría po­ner en duda que teníamos un verdadero misterio entre manos. Sabía de sobra cuan peligroso puede ser el espionaje y cuan va­lerosos son los hombres que le consagran sus vidas. Ninguno de ellos se pega un tiro en un estado de obcecación y de horror. Algo debió de impresionar a aquel hombre hasta trastornarlo, pero ¿qué? Alcé la vista y volví a mirar a Rawlinson.

 

— ¿Cree, tal vez, que los rusos andan metidos en el asunto, señor?

 

El coronel Rawlinson asintió.

 

—Sabemos que lo están. —Se interrumpió y en voz baja aña­dió—: Hace quince días llegó otro agente.

 

— ¿Digno de confianza?

 

—Es el mejor de todos. —El coronel Rawlinson asintió—. Lo llamamos Sri Sinh: el León. Realmente es el mejor.

 

—Había visto a unos rusos —intervino Pumper, acercándo­seme—. Cientos de pobres diablos vestidos como los indígenas que subían por el camino que lleva a Kalikshutra.

 

Fruncí el entrecejo. Se me acababa de ocurrir una cosa.

 

—Kalikshutra —repetí, dirigiéndome de nuevo a Rawlin­son—. El primer agente, señor, el que murió, si no recuerdo mal, pronunció la palabra «Kali». ¿No cabe la posibilidad de que estuviera refiriéndose a un sitio completamente distinto?

 

—No —contestó el babu, cuya presencia en la habitación ha­bía olvidado por completo.

 

— ¿Cómo dice? —pregunté con frialdad, pues no estaba acostumbrado a que nadie me hablara en aquel tono, y todavía menos un oficinista bengalí. Mas mi mirada desdeñosa no im­pactó para nada al babu, quien se me quedó mirando fijamente con cierta grosería. Antes de seguir hablando, se rascó el trasero—. Kali es una diosa hindú —dijo como un maestro cuando reprende a un alumno que ha hecho mal sus deberes—. No es ningún lugar.

 

Debí de poner cara de enojo porque Rawlinson me inte­rrumpió bruscamente.

 

—Huree es profesor de sánscrito en la Universidad de Calcu­ta —se apresuró a decir, como si aquello sirviera para justificar cualquier cosa. Me quedé mirando de arriba abajo a aquel hom­bre grosero y él me miró a su vez con sus ojos insolentes y fríos. —Yo sólo soy un simple inglés —dije, satisfecho de haberlo atacado con mi mordaz comentario—. No pretendo dármelas de culto; el campamento militar ha sido mi escuela. Así, pues, es evidente que deberá explicarme la relación que existe entre Kali, la diosa, y Kalikshutra, la región, porque no me importa reconocer que no la veo. El babu asintió. —Será un placer, capitán.

 

Cambió de posición, se agachó y cogió una estatua, un obje­to grande y negro, que colocó sobre la mesa delante de mí. —Ésta es, capitán, la diosa Kali —dijo. Sólo pude pensar en darle las gracias al Cielo por ser cristia­no, porque la diosa Kali era en verdad una criatura de lo más horripilante. Como he dicho, tenía el cuerpo negro como la boca del lobo, seis manos, con las que sostenía unas espadas, y la lengua, teñida de algo que semejaba sangre. Parecía, además, que estuviera danzando sobre el cuerpo de un hombre. Pero nada de todo esto era en modo alguno lo más pavoroso, pues al observarla con mayor detenimiento vi que llevaba un cinturón y una guirnalda en el cuello.

 

— ¡Madre mía! —exclamé. ¡De la cintura le colgaban manos humanas ensangrentadas y la guirnalda estaba hecha de cabe­zas cortadas!

 

—Tiene varios nombres, capitán —me susurró el babu al oído—, pero siempre es Kali la Terrible.

 

— ¡No me sorprende! —repuse—. ¡Basta con mirarla! —No ha entendido usted bien el significado de este nombre. —El babu sonrió ladinamente—. Debe hacer un esfuerzo, capi­tán, por comprender que en la filosofía hindú el terror es sólo un medio por el cual se accede a lo absoluto. Lo que aterra ins­pira, lo que destruye es fuente de vida. Cuando experimentamos el terror, capitán, alcanzamos a ver lo que los sabios llaman shakti: el poder eterno, la energía femenina que mantiene vivo el universo.

 

— ¿Ah, sí? ¡Demonios! ¡No me diga! —Por supuesto que en toda mi vida jamás había oído semejantes tonterías y me temo que se me notó, mas el babu no parecía ni por asomo ofendido. Se limitó a dedicarme otra sonrisa astuta y zalamera.

 

—Debe intentar ver las cosas como nosotros, unos pobres paganos, las vemos, capitán —murmuró.

 

— ¿Y por qué demonios debería hacerlo?

 

El babu dejó escapar un suspiro.

 

—Ya sé que el pavor que inspira la diosa, además de su po­der, es algo totalmente absurdo para usted, pero para otras per­sonas no lo es. Así pues, capitán, métase en la cabeza que debe conocer a su enemigo. A fin de cuentas, es ahí donde le espera Kali a usted también.

 

Agachó lentamente la cabeza y susurró una plegaria. Cuan­do volví a observarlo, el babu parecía haberse transformado ante mis propios ojos. Fue algo muy extraño, pero lo cierto es que de pronto parecía un militar imperturbable, con un gran autodominio. Y al tomar de nuevo la palabra, daba la impresión de que estaba sermoneando a la plana mayor de un ejército.

 

—Le he pedido, capitán Moorfield, que comprendiera la na­turaleza de la devoción que inspira Kali, pues es muy probable que sea su enemigo más poderoso. No la desprecie sólo porque la considera horripilante y extraña. La piedad puede ser tan pe­ligrosa como las armas de un soldado. Recuerde que hace sólo cincuenta años los sacerdotes de Kali de Assam le ofrecían a la diosa sacrificios humanos. Si no hubieran anexionado su reino al Imperio británico, sin lugar a dudas seguirían haciendo estas ofrendas. Por supuesto, los británicos nunca han conquistado Kalikshutra, de modo que no podemos saber qué costumbres se practican allí todavía.

 

—Dios de mi vida —exclamé, sin dar apenas crédito a mis oí­dos—. No insinuará usted que... siguen sacrificando a seres hu­manos, ¿verdad?

 

El babu meneó la cabeza.

 

—Yo no digo nada —repuso—. Ningún agente del gobierno ha penetrado en el interior de la región. No obstante... —Su voz se desvaneció. Se quedó en silencio y miró la estatua, su collar de calaveras y la lengua roja—. Me ha preguntado usted qué re­lación guardaba la diosa con Kalikshutra —murmuró.

 

Asentí. Ahora sentía más simpatía por aquel tipo; presentí que iba a decir algo de extrema importancia y lo alenté a pro­seguir.

 

—Kalikshutra, capitán Moorfield, significa, traducido lite­ralmente, «la tierra de Kali». Y, sin embargo, —añadió ha­ciendo una pausa— es un insulto a mi religión decir que Kalik­shutra es hindú, pues en la India a la diosa se la venera en todas partes como una deidad benefactora, una amiga del hombre, la Madre del Universo...

 

— ¿Y en cambio en Kalikshutra no? —pregunté.

 

—En cambio, en Kalikshutra... —El babu volvió a quedarse en silencio, mirando fijamente las muecas de la cara de la dio­sa—. En Kalikshutra se la adora en tanto que Reina de los de­monios. ¡Shmashana Kali! —pronunció estas palabras susurrándolas en voz baja y, al hacerlo, la habitación pareció oscurecerse de pronto y llenarse de un frío intenso—. Kali del terreno de las piras funerarias, de cuya boca mana la sangre sin cesar y que vive en los infiernos. —El babu tragó saliva y empe­zó a hablar en una lengua desconocida para mí—. Vetala-pancha-Vinshati —fue lo que oí. El babu repitió estas palabras dos veces, volvió a tragar saliva, y su voz se hizo inaudible.

 

— ¿Perdón? —intervino Pumper tras una pausa prudencial.

 

—Los demonios —repuso el babu sucintamente—. Es la fra­se que pronuncian los habitantes de las estribaciones que hay a los pies de las montañas. Es un término sánscrito antiguo. —Volvió la cabeza y prosiguió, dirigiéndose a mí—. Es tal el terror que inspiran estos demonios, capitán, que los aldeanos que viven a los pies de las montañas de Kalikshutra se niegan a transitar por el camino que conduce hasta allí. Por eso podemos estar seguros de que los hombres que vieron nuestros agentes subiendo el sendero no eran nativos sino extranjeros. —Hizo una pausa y luego sacudió el índice con énfasis—. ¿Me com­prende, capitán? Ningún nativo se hubiera aventurado a subir por el sendero.

 

Nos quedamos todos callados y Rawlinson se volvió para ob­servar mi reacción.

 

— ¿Se da cuenta del peligro? —Preguntó con el entrecejo fruncido—. No podemos permitir que los rusos anden por Kalikshutra. Una vez se establezcan en la región, serán, práctica­mente, inexpugnables. Y si montan una base, lo harán en la frontera de la India británica. Es peligroso, Moorfield, muy peli­groso. No creo que deba hacer más hincapié en ello.

 

—No, señor.

 

—Queremos que estudie usted los movimientos de los rusos.

 

—Sí, señor.

 

—Partirá mañana. El coronel Paxton lo seguirá pasado ma­ñana con su regimiento.

 

—Muy bien, señor. ¿Y de cuántos hombres dispondré?

 

—De diez. —Debí de poner cara de sorpresa, porque Rawlinson sonrió—. Son excelentes soldados, Moorfield, no debe preo­cuparse por ello. Si puede desafiar a los rusos usted solo, fantás­tico. De lo contrario —Rawlinson miró a Pumper moviendo significativamente la cabeza—, llame a Paxton. Estará esperan­do en la base del sendero con suficientes hombres para acabar con todos.

 

—Con todos los respetos, señor...

 

— ¿Sí?

 

— ¿Por qué no nos ponemos en camino con el regimiento, sin tener que esperar?

 

Rawlinson se pasó los dedos por el bigote.

 

—Cuestión de política, Moorfield.

 

—No lo entiendo.

 

Rawlinson lanzó un suspiro.

 

—Me temo que se trata también de un juego diplomático. Londres no desea que haya problemas en la frontera. De hecho, y eso es algo que no debería decirle, ya hemos hecho la vista gor­da ante varios incidentes ocurridos en la región. Hará unos tres años —no sé si lo recuerda usted— secuestraron a lady Westcote y a su hija junto con veinte hombres.

 

— ¿Lady Westcote?

 

—La esposa de lord Westcote, que había desempeñado un alto puesto en Kabul.

 

—Dios mío —exclamé—. ¿Y quién la secuestró?

 

—No lo sabemos —contestó Pumper, quien súbitamente se irguió con una expresión de enojo en el rostro—. Nuestros in­tentos por investigar el caso fueron abortados. Reprimidos por los políticos.

 

Rawlinson lo miró irritado y después se dirigió a mí.

 

—La cuestión es ésa —dijo—: no estaría bien visto que los soberanos británicos entraran en un sitio a la fuerza.

 

—Es un poco tarde para eso —intervino el babu. Los demás hicimos como si no lo hubiéramos oído.

 

El coronel Rawlinson me entregó unos documentos pulcra­mente encuadernados.

 

—Éstos son los mejores mapas que hemos podido conse­guir, aunque me temo que no son muy buenos. Los documentos también contienen unas notas del profesor Jyoti sobre el culto a Kali y los informes de Sri Sinh, nuestro agente de las estribacio­nes que hay al pie de las montañas. Me parece que ya le he ha­blado de él.

 

—Sí, señor. El León. ¿Estará allí?

 

El coronel Rawlinson frunció el entrecejo.

 

—Si lo está, capitán, no espere verlo. Los espías tienen una forma de comportarse muy suya. Sin embargo, tal vez, le intere­se contactar con un hombre llamado John Eliot. Es un médico inglés que ha estado trabajando con los indígenas durante dos años; los ayuda, ha montado un hospital, ya sabe, este tipo de cosas. Por lo general, no mantiene relación alguna con las auto­ridades coloniales, porque él va a lo suyo, ya me entiende, pero en este caso está informado de la misión que va a llevar a cabo, capitán, y, si está en sus manos, lo ayudará. Puede serle útil si consigue sonsacarle información. Conoce a fondo a los habitan­tes de la región. Y me han dicho que habla como uno de ellos.

 

Asentí y garabateé una nota en la cubierta de los documen­tos. A continuación, me puse en pie, pues me di cuenta de que la sesión informativa había concluido. Antes de abandonar la ha­bitación, sin embargo, el coronel Rawlinson me estrechó la mano.

 

—Dios, Moorfield —dijo—, qué duro es el deber.

 

Lo miré a los ojos.

 

—Cumpliré con él lo mejor que pueda, señor —contesté. Pero incluso al decirlo recordé al agente que se había pegado un tiro, me imaginé cuan grande debió ser el terror, del que nada sabíamos, que lo había trastocado hasta el punto de inducirlo a poner fin a su vida, y pensé que todos mis esfuerzos, por mucho empeño que yo pusiera en ello, tal vez resultaran insuficientes.

 

Estos oscuros presentimientos, como era de esperar, surtie­ron efecto en mí: avivaron mi ardiente deseo de partir cuanto antes, pues nadie soporta permanecer sentado como un vegetal cuando tiene pendiente un asunto espinoso. Pumper Paxton, como perro viejo que era, debió de saber muy bien cómo me sentía yo, pues tuvo una extrema amabilidad conmigo y me in­vitó aquella noche a su bungalow, donde bebimos un viejo chota peg y recordamos historias de los viejos tiempos. Su mujer esta­ba también en el bungalow, así como su hijo, el joven Timothy, un niño maravilloso que pronto me tuvo a sus órdenes, mar­chando de un lado a otro de la casa. ¡Era el más prometedor ins­tructor militar que había conocido en la vida! Lo pasamos en grande, pues yo era el favorito del joven instructor. Y qué con­tento estuve que todavía se acordara de mí. Cuando llegó la hora de que el niño se acostara, me senté a su lado y le leí cuen­tos de un libro de aventuras; observándolo, pensé que algún día Timothy sería el orgullo de su padre.

 

—Tienes un hijo maravilloso —le comenté a Pumper más tarde—. Me recuerda por qué llevo este uniforme.

 

Pumper me apretó el brazo.

 

—Tonterías, amigo —repuso—, a ti nunca ha habido que re­cordarte eso.

 

Aquella noche me acosté muy animado. Cuando me desper­té a la mañana siguiente, al rayar el alba, todos mis pensamien­tos negros se habían esfumado sin dejar rastro y estaba prepara­do para el combate.

 

Nos pusimos en marcha, enfilando el camino que discurre por las montañas, y dejamos atrás Simia. Mis hombres, tal y como había prometido el coronel Rawlinson, eran excelentes soldados y avanzábamos con rapidez. Estuvimos viajando casi un mes y en todo este tiempo me convencí de algo que se afirma con frecuencia: que no hay en todo el mundo un lugar tan her­moso como aquél. El aire es límpido, la vegetación exuberante, y las montañas del Himalaya parecen tocar el cielo. Recordé que los hindúes les rinden culto porque creen que en ellas mo­ran sus dioses. Al contemplar allí arriba aquellas cimas asom­brosas, no me extrañó, pues parecían cargadas de un misterio y de un poder inefables.

 

Con el paso de los días, sin embargo, el paisaje empezó a cambiar. Al acercarnos a Kalikshutra el terreno se hizo más yer­mo y desolado, aunque no por ello menos sublime. Aquella mo­notonía llenaba ahora mis pensamientos. Un día, avanzada ya la tarde, llegamos al cruce del camino que atraviesa Kalikshu­tra. A cierta distancia, se extendía una aldea, miserable y pobre. A pesar de ello era una promesa de vida humana, de la que no habíamos tenido indicios desde hacía casi una semana. Sin em­bargo, cuando entramos en ella, descubrimos que estaba aban­donada. No había ni un triste perro que nos diera la bienvenida. Mis hombres, reacios a pernoctar al raso en aquel lugar, dijeron que quedarse a dormir allí les producía una sensación inquie­tante. Hay que reconocer que los soldados casi nunca se equivo­can en cuanto a presentimientos se refiere. Yo estaba ansioso por llegar cuanto antes al lugar de destino, de modo que aquella misma tarde, aunque ya casi anochecía, nos pusimos en cami­no. Al llegar a la primera curva empinada, vimos una estatua pintada de negro. La piedra estaba casi totalmente gastada y no se apreciaba ninguna forma, pero pude reconocer las huellas de unas calaveras alrededor del cuello y supe a quién representaba aquella estatua. A los pies habían depositado flores.

 

Durante los dos días siguientes, ascendimos penosamente por la ladera de la montaña. El sendero se hizo más accidentado y angosto; discurría en zigzag en una pared de roca casi desnu­da. Sobre el precipicio lucía un sol inclemente. Empecé a com­prender por qué a los habitantes de un sitio como Kalikshutra, si es que tales habitantes existen, se les llama demonios, pues me resultaba difícil creer que alguien pudiera vivir en aquella región. ¡Incluso mi entusiasmo por las montañas había dismi­nuido un tanto! Pero, al fin, al segundo día, cuando empezaba a oscurecer, el sendero por el que avanzábamos se niveló y vimos que entre las rocas crecía hierba. Cuando los mortecinos rayos del sol desaparecieron detrás de los peñascos, al llegar a un aflo­ramiento de roca, nos dimos cuenta de que ante nosotros se ex­tendía una vasta zona de árboles que subía hasta formar una nube de color púrpura; a mayor altura todavía, apenas visibles, brillaban los fantasmales picos blancos de las montañas. Me detuve a admirar las espléndidas vistas y a poco oí el grito de uno de mis hombres, que había seguido sendero abajo. Me puse a correr sin pensarlo y entonces escuché el zumbido de unas moscas.

 

Llegué hasta donde estaba el soldado, dejando atrás un pe­ñasco. Estaba señalando una estatua. Más allá empezaba la jun­gla y la estatua parecía un centinela que vigilara a quienes se aventuraran a internarse en la espesura. El soldado se volvió hacía mí y en su semblante de hombre honrado aprecié una expre­sión de repugnancia. Me acerqué más a él y, al inspeccionar el ídolo, vi que algo le colgaba del cuello, algo vivo, que desprendía un hedor nauseabundo. Me recordó el olor a carne en proceso de putrefacción. Al observarlo con detenimiento, vi que en reali­dad se trataba de un enjambre de lombrices y moscas. Había miles y miles de ellas, y parecían formar una piel viva que se ali­mentara de lo que fuese que hubiera debajo. Clavé en el enjam­bre la culata de mi arma; las moscas se elevaron, formando una nube negra que zumbaba; plagadas de lombrices, había unas tripas colgadas del cuello del ídolo. Las corté y cayeron al suelo haciendo un ruido sordo. Y entonces, para sorpresa mía, adver­tí un destello de oro. Quité la sangre con la mano y vi que alre­dedor del cuello del ídolo había un ornamento que parecía de mucho valor. Incluso yo, que no entiendo mucho de cosas de mujeres, me di cuenta en seguida de que era una pieza de mu­cha calidad. Examiné la gargantilla con detenimiento; debía de costar un dineral, estaba formada por miles de diminutas lágri­mas de oro, ensartadas en una especie de malla. Me dispuse a quitársela al ídolo del cuello, y, en aquel preciso instante, se oyó un disparo.

 

La bala pasó silbando por encima de mi hombro y rebotó en una roca produciendo un fuerte ruido. Alcé la vista e, inmedia­tamente, advertí a nuestro agresor. Estaba solo en lo alto de un barranco. Apuntó el rifle una vez más, pero, antes de que pudie­ra disparar, tuve la gran fortuna de darle en la pierna. Se tamba­leó y cayó por la pared del barranco. Pensé que estaba muerto, pero nada de eso; se levantó y, apoyándose en el rifle como si fuera una muleta, se puso a andar por el sendero y se nos acer­có, sin dejar de farfullar y agitar la mano en dirección a la esta­tua. Naturalmente, no entendía nada de lo que decía, pero sí comprendí, y muy bien, el sentido de aquellos sonidos. Yo esta­ba detrás de la estatua con las manos levantadas para mostrarle que no tenía ningún interés en robar el oro. El hombre se me quedó mirando fijamente y, por primera vez, pude verlo con ni­tidez. Era anciano, llevaba un manto harapiento de color rosa, y en el rostro y en los brazos tenía pintadas unas rayas de una sus­tancia pestilente, tan pestilente que su olor debía llegar al cielo. Para decirlo con pocas palabras, todo en él proclamaba a gritos que era un brahmán. Estaba pálido y le asomaban las lágrimas a los ojos. Le miré la pierna, que le sangraba mucho, y me agaché con el propósito de curarle la herida, pero se echó para atrás, apartándose de mí, y empezó a hablar atropelladamente. Esta vez creí oír la palabra «Kali».

 

—Kali —repetí yo. El brahmán hizo una reverencia y gritó: — ¡Han, han, Kali! —Y arrancó a llorar.

 

La conversación no se desarrollaba como yo me esperaba y la verdad es que no tenía ni la menor idea de cómo reaccionar. De pronto, sin embargo, oí unos pasos a mis espaldas. — ¿Puedo ayudarle? —me susurró una voz al oído. Volví la cabeza y vi a un hombre que, aunque no iba unifor­mado, era, con toda seguridad, europeo. De semblante enjuto y nariz aguileña, semejaba una ave de presa. Calculé que no ten­dría más de treinta años, pero sus ojos parecían los de una per­sona mucho mayor. Me pregunté quién demonios sería cuando súbitamente caí en la cuenta.

 

— ¿Es usted el doctor Eliot? —pregunté. El joven asintió y me presenté.

 

—Sí —dijo secamente—, ya me comentaron que vendría us­ted. —Bajó la vista y miró al asceta, que estaba tendido en el suelo, agarrándose la pierna y murmurando unas palabras para sus adentros.

 

— ¿Qué dice? —pregunté.

 

Eliot, en lugar de responder, se arrodilló y se dispuso a cu­rarle la herida al brahmán. Repetí mi pregunta.

 

—Lo acusa de sacrilegio —respondió Eliot sin mirarme. —Yo no he cogido el oro. —Pero cortó las tripas, ¿verdad? Resoplé.

 

—Pregúntele por qué lo hacen —le ordené bruscamente—. Pregúntele por qué embadurnan el ídolo con sangre.

 

Eliot le dijo algo al asceta, cuyos ojos se dilataron de terror. Vi cómo señalaba la estatua; después, movió el brazo en direc­ción a la jungla frondosa y oscura. Le oí murmurar unas pala­bras que reconocí:

 

Vetala-pancha-Vinshati. —Eran las mismas palabras que había pronunciado el babu en Simia. A continuación, el anciano se puso a chillar violentamente. Yo me agaché a su lado, pero Eliot ya lo había cogido en sus brazos y con un ademán me indi­có que me apartara.

 

—Deje a este pobre hombre en paz —ordenó—. Sufre muchísimo. Usted le ha disparado, capitán Moorfield. ¿No cree que ha trabajado ya bastante por hoy?

 

Su comentario me molestó, lo reconozco sin reservas, mas comprendí el punto de vista del doctor; yo no podía hacer nada. Así, pues, me levanté, intrigado, no obstante, por la alusión del babu a los demonios. Eliot debió leer mis pensamientos, porque alzó la vista, me miró y me dijo que más tarde se reuniría conmi­go. Yo asentí y me alejé de allí. Eliot se había comportado quizá con brusquedad, pero me pareció un hombre en el fondo muy cabal. Era un tipo en quien yo confiaría abiertamente sin dudar­lo. Me fui a supervisar cómo montaban las tiendas de campaña. Un poco más tarde, cuando los centinelas estaban ya en sus puestos y el campamento, limpio y ordenado, Eliot vino a mi en­cuentro. Yo estaba solo fumando una pipa. — ¿Qué tal está su paciente? —le pregunté. Eliot asintió con la cabeza.

 

—Se recuperará —dijo al tiempo que, lanzando un suspiro, se dejó caer y se sentó a mi lado. Estuvo un buen rato sin decir pala­bra, con los ojos fijos en el fuego. Le ofrecí una pipa, que cogió y cargó él mismo. Transcurrieron unos minutos más en silencio; luego, estirándose como un gato, volvió la cabeza y me miró. —No debió usted tocar la estatua —dijo al fin. — ¿Sigue enfadado el faquir?

 

—Naturalmente —repuso mi compañero—. La responsabili­dad de apaciguar a los dioses recae sobre él. De ahí que las joyas de oro, ¿comprende, capitán?, y también las tripas de machos cabríos...

 

— ¿Tripas de machos cabríos? —le atajé. — ¿Cómo? —Los ojos le centelleaban—. ¿Qué creía usted que eran?

 

—Nada —gruñí, tapando con el dedo la cazoleta de la pipa para que prendiera bien el tabaco—. Sólo que me parece absur­do que alguien ponga el grito en el cielo por las vísceras de un animal.

 

—Pues no lo es, capitán —murmuró Eliot cerrando los ojos—. Porque, ¿comprende?, al insultar a la diosa también ha insultado usted a sus devotos, los habitantes de Kalikshutra... las personas cuyo país van a invadir ustedes. El brahmán teme por los suyos, que viven diseminados por aquí, en las colinas que hay al pie de las montañas. Dice que ahora nada podrá im­pedir que los ataquen.

 

— ¿Quiénes? ¿Los que viven en las montañas? —Sí.

 

—No lo entiendo. El oro, que es lo que de verdad quieren, me figuro, ni lo he tocado. ¿Y a quién le importan unas tripas de machos cabríos y la sangre? ¿Por qué unas vísceras le impedi­rían a alguien lanzarse al ataque?

 

Eliot se encogió de hombros lánguidamente.

 

—Las supersticiones de las gentes de esta región pueden pa­recer a veces muy extrañas.

 

—Eso me han dicho. Que adoran a los demonios y todo eso. ¿Qué cree usted que se esconde detrás de todo ello?

 

—No lo sé —respondió Eliot, que removió la lumbre y obser­vó cómo las chispas saltaban por el aire nocturno. Después me miró; sus facciones relajadas volvieron súbitamente a contraer­se. Me impresionaron de nuevo aquellos ojos, que parecían guardianes de pensamientos profundos y que llamaban la aten­ción en alguien que era mucho más joven que yo—. Llevo dos años trabajando aquí —dijo por fin— y hay algo, capitán, que sé con absoluta certeza. Los habitantes de las montañas viven ate­rrados, y no se trata sólo de superstición. En realidad, eso es lo que me indujo a venir aquí.

 

— ¿A qué se refiere usted?

 

—Bueno, en ciertos periódicos no muy conocidos aparecie­ron publicadas extrañas noticias.

 

— ¿Cuáles?

 

Eliot alzó la vista y me miró con los ojos entornados.

 

—Capitán, no creo que estos temas le interesen a usted lo más mínimo. Se trata de una rama más bien oscura de la inves­tigación médica.

 

—Eso lo decidiré yo.

 

Eliot esbozó una sonrisa burlona.

 

—Son temas relacionados con la estructura y la regulación de la sangre. —La expresión de mi cara debió de traicionarme, porque ahora sonrió abiertamente, meneando la cabeza—. Para decirlo con pocas palabras, capitán, los glóbulos blancos de los que están afectados tardan mucho en morir.

 

Al oír aquellas palabras me puse en pie de un salto. Me lo quedé mirando estupefacto.

 

— ¿Cómo? —pregunté—. ¡No irá a decirme que pueden alar­gar la vida de un hombre!

 

—No exactamente. —Eliot hizo una pausa—. Puede dar esta impresión, pero la ilusión es pasajera, porque, ¿sabe? —Dijo; y tras una pausa añadió—: También mutan.

 

— ¿Mutan?

 

—Sí. Como el cáncer que se extiende por la sangre. Y acaba destruyendo los nervios y el cerebro.

 

—Qué horrible. Y en su opinión ¿qué enfermedad es ésa?

 

Eliot clavó sus ojos en los míos, meneó la cabeza y desvió la mirada.

 

—No lo sé —admitió de mala gana—. No he tenido más que dos oportunidades de examinarla.

 

—Pero ¿no vino usted aquí a estudiar esta enfermedad? —En un principio, sí. Pero pronto descubrí que los nativos trataban de disuadirme de investigar cualquier tema que guar­dase relación con la enfermedad y, como yo soy su huésped, he respetado sus deseos y he abandonado mis investigaciones. De hecho, he estado muy ocupado: he montado un hospital y estoy luchando contra enfermedades de sobra conocidas.

 

—Pero aun así... Ha dicho usted que vio a un par de perso­nas que padecían esta misteriosa enfermedad, ¿no es así?

 

—Sí. Poco después de que secuestraran a lady Westcote... Sin duda habrá oído hablar de ello. ¿Me equivoco? —Me informaron muy por encima. Un caso terrible. —Por lo visto —prosiguió Eliot con frialdad—, las personas aquejadas de esta enfermedad se verán siempre perturbadas por intrusiones procedentes del mundo exterior, que las harán salir de sus escondites; se pasarán la vida recorriendo furtivamente las colinas que hay al pie de las montañas y la jungla.

 

— ¡Dios mío! —exclamé—. ¡Tal como usted las describe, se diría que son bestias!

 

—Sí —convino Eliot—, y es exactamente así como las ven los habitantes de esta región, que las consideran el más mortal de los enemigos. Después de observar los dos casos de los que le he hablado, creo que tienen razón para temerlas tanto, porque la enfermedad es en verdad mortal; es infecciosa en grado sumo y afecta a la mente. Por eso quiero ayudarlo a usted ahora, por­que la presencia de los rusos es extremadamente peligrosa. Si se quedan mucho tiempo, sabe Dios lo rápido que la enfermedad puede propagarse.

 

— ¿Y no existe curación? —pregunté aterrado.

 

Eliot se encogió de hombros.

 

—Que yo sepa, no. Pero no tuve ocasión de examinar mucho tiempo los dos casos que traté. Sólo alrededor de una semana. Aunque luché denodadamente, una semana no es tiempo sufi­ciente para luchar contra el proceso de atrofia. Al final perdí: sus cerebros quedaron afectados. Y las dos víctimas desapare­cieron.

 

«Volvieron al lugar de donde procedían. —Eliot se volvió y señaló el bosque y las cumbres de las montañas que se veían a lo lejos—. Ya conoce la leyenda —comentó—. Allí es donde moran los demonios.

 

— ¿Habla en serio? Eliot volvió a cerrar los ojos.

 

—No lo sé —afirmó al fin—, pero es más que evidente que, cuanto a mayor altura se sube, mayor es la incidencia de estos casos. Mi teoría es que los nativos han observado este fenómeno y lo explican a través de la mitología.

 

— ¿Se refiere a toda esa sarta de tonterías sobre los demo­nios?

 

—Exacto.

 

Eliot hizo una pausa y, lentamente, fue abriendo los ojos. Miró por encima del hombro y, a mi pesar, yo hice lo mismo. La luna, igual de fantasmal y pálida que los picos de las montañas, estaba casi llena, y la jungla, a nuestras espaldas, parecía una confusa masa de distintas tonalidades de azul. Eliot se quedó mirándolo todo fijamente, como si quisiera descubrir el miste­rio que escondía aquel paisaje; al cabo de un rato, se volvió ha­cia mí.

 

Vetala-pancha-Vinshati —dijo de pronto—. Cuando el brah­mán pronunció estas palabras, usted las reconoció, ¿verdad? Asentí. — ¿Por qué?

 

—Me las había dicho nada menos que un profesor de sáns­crito.

 

—Ah. —Eliot asintió lentamente con la cabeza—. Así pues, conoce usted a Huree.

 

Hice un esfuerzo por recordar si aquél era el nombre del babu.

 

—Era gordo —dije— y, vive Dios, muy grosero.

 

Eliot sonrió.

 

—Sí, entonces era Huree —convino.

 

— ¿Cómo es que lo conoce usted? —pregunté.

 

Eliot entornó los ojos.

 

—Viene aquí de vez en cuando —repuso. — ¿Y cómo se las arregla para subir hasta aquí? —Solté una carcajada—. ¡Con lo increíblemente gordo que está!

 

Eliot esbozó una sonrisa casi imperceptible. —Por la investigación es capaz de hacer cualquier cosa. —Se metió la mano en el bolsillo—. Mire —dijo sacando unos pape­les doblados—. Los artículos de los que antes le he hablado, los artículos que me indujeron a venir hasta aquí, los escribió el profesor Huree. —Me los entregó y añadió—: Éste me lo envió hace sólo un mes.

 

Le eché una ojeada. «Los demonios de Kalikshutra», leí: «Un estudio de etnografía moderna». Había un subtítulo, en cuerpo menor: «La épica sánscrita, los cultos himalayos y la tradición de los banquetes de sangre». Fruncí el entrecejo.

 

—Lo siento —dije—. No veo por qué debería interesarme todo esto.

 

En la mirada de Eliot advertí una expresión burlona.

 

— ¿No le dijo Huree qué significan las palabras Vetala-pancha-Vinshati? —preguntó.

 

—Sí, por supuesto que lo hizo. Así es cómo llaman al de­monio.

 

Eliot apretó sus finos labios.

 

—En realidad —dijo—, aquí tiene un significado mucho más concreto.

 

— ¿Ah sí?

 

Eliot asintió.

 

—Sí. Alude a algo que, teniendo en cuenta mis intereses, siempre he considerado muy intrigante; la asociación de lo mí­tico y de lo médico es particularmente sugerente en las regiones orientales...

 

—Sí, sí —lo interrumpí—. Pero dígame: ¿qué significa la di­chosa frasecita?

 

Eliot volvió la cabeza otra vez y se quedó mirando abstraído la jungla y la luna, pálida y fantasmal.

 

—Significa «el que bebe sangre», capitán —dijo al fin—. ¿Lo comprende ahora? Por eso las gentes que viven en las colinas embadurnan las estatuas con sangre de macho cabrío. Temen que si no lo hacen los demonios irán a su encuentro y se beberán la sangre de las personas. —Rió flojito; qué sonido más extraño fue aquél—. Vetala-pancha-Vinshati —susurró para sus aden­tros. Luego volvió la cabeza y me miró—. Existe en nuestra lengua una palabra mucho más precisa que «demonio». —Hizo una pausa—. Vampiro, capitán. Esto es lo que significa.

 

Yo me quedé en silencio, con los ojos fijos en su rostro baña­do por la luz plateada de la luna; después abrí la boca para pre­guntarle si de veras creía que los miembros de las comunidades indígenas bebían sangre, pero, en aquel preciso momento, oí un grito de mis centinelas. Miré alrededor y me puse en pie de un salto. Se oyó un súbito disparo de rifle. Tendremos que acabar aquí nuestra conversación, pensé. Éste es el destino de todo hombre de armas: tener que abandonar todo y seguir el llama­miento a la acción. Fui corriendo al encuentro de los centinelas que estaban en el borde del sendero.

 

—Rusos, señor —dijo uno de ellos apuntando con el arma, que movió para indicarme dónde los había visto—. Por allí. Ha­brá unos tres o cuatro. Me parece que a uno de esos hijos de puta le he dado en la espalda.

 

Desenfundé mi revólver y con mucho tiento avancé por el sendero, seguido de mis hombres, y me acerqué a la línea de ár­boles, justo donde empezaba la jungla.

 

—Estaban por aquí, señor —dijo uno de los centinelas seña­lando una mancha de sombra espesa. Me adentré en la jungla, andando entre la maleza, pero no había ni rastro de seres huma­nos. Aparté unas lianas y eché una atenta mirada a mí alrede­dor. En la jungla reinaba el silencio y la quietud de hacía unos momentos. Di un paso adelante... y entonces, de improviso, sen­tí que unos dedos me agarraban la pierna.

 

Como a cámara lenta, bajé la vista y disparé. Recuerdo que vi un rostro muy pálido, con la boca desmesuradamente abierta y los ojos fríos e inexpresivos. La bala le atravesó el cráneo; vi cómo se desintegraba y un chorro de sangre, mezclada con huesos, me daba en la cara. Fue una sensación muy desagrada­ble, pero, por extraño que parezca, yo estaba absolutamente tranquilo. Me enjugué los ojos y miré el cadáver que yacía a mis pies. Presentaba un aspecto atroz. Al agacharme vi que tenía un agujero de bala en la espalda; uno de mis soldados le había dado en la columna vertebral.

 

—Estaba muerto mucho antes de que usted le disparara, se­ñor —dijo el centinela, que se quedó mirando fijamente el agu­jero de la bala. No le presté atención y puse el cadáver boca arri­ba. Llevaba prendas típicas hindúes y en uno de los bolsillos encontré un billete de un rublo viejo y arrugado.

 

Me puse en pie y escudriñé la oscura masa de lianas y árbo­les que nos rodeaba. « ¡Maldita sea! ¡Están ahí arriba!», me dije. Sí, era cierto; los rusos estaban en Kalikshutra. Me hervía la sangre sólo de pensarlo. ¡Sabe Dios qué estarán tramando con­tra el Imperio británico! Eché una ojeada al cadáver.

 

—Entiérrenlo —ordené dándole un puntapié en el costa­do—. Cuando los reemplacen, descansen y duerman unas ho­ras. Nos espera una larga caminata; saldremos mañana al des­puntar el día.

 

 


Date: 2015-12-17; view: 672


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