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La profecía perdida

 

 

Al tocar el suelo con los pies, a Harry se le doblaron ligeramente las rodillas y la cabeza del mago dorado cayó con un golpe metálico. Entonces echó un vistazo a su alrededor y se percató de que había llegado al despacho de Dumbledore.

Durante la ausencia del director, todo se había reparado. Los delicados instrumentos de plata estaban de nuevo sobre las mesas de patas finas y echaban humo y zumbaban discretamente. Los directores y las directoras dormían en sus retratos y apoyaban la cabeza en los respaldos de los sillones o el borde de los cuadros. Harry se acercó a la ventana: una línea de color verde pálido que recorría el horizonte indicaba que no tardaría en amanecer.

El silencio y la quietud, interrumpidos tan sólo por algún que otro gruñido o resoplido de un retrato durmiente, le resultaban insoportables. Tanto era así que si lo que lo rodeaba hubiera podido reflejar sus sentimientos, los cuadros habrían estado gritando de dolor. Se paseó por el tranquilo y bonito despacho, respirando entrecortadamente e intentando no pensar, pero tenía que pensar, no había escapatoria...

Él tenía la culpa de que Sirius hubiera muerto; todo era culpa suya. Si no hubiera sido tan estúpido para caer en la trampa de Voldemort, si no hubiera estado tan convencido de que lo que había visto en su sueño era real, o si se hubiera planteado la posibilidad, como había dicho Hermione, de que Voldemort confiara en la afición de Harry a hacerse el héroe...

Era insufrible, no quería pensar en ello, no podía aguantarlo. Dentro de él había un terrible vacío que no deseaba sentir ni examinar, un oscuro agujero donde antes estaba Sirius, un agujero del que Sirius se había desvanecido; no deseaba estar solo con aquel enorme y silencioso vacío, no lo soportaba...

Detrás de él, un cuadro soltó un sonoro ronquido y una voz impasible dijo:

—¡Ah, Harry Potter!

Phineas Nigellus dio un enorme bostezo y estiró los brazos mientras contemplaba a Harry con sus pequeños pero vivaces ojos.

—¿Qué te trae a estas horas de la mañana? —le preguntó Phineas—. Se supone que en este despacho sólo puede entrar el legítimo director. ¿Acaso te ha enviado Dumbledore? Ah, no me digas que... —Volvió a bostezar, y un leve escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿He de llevarle otro mensaje al inútil de mi tataranieto?

Harry no podía hablar. Phineas Nigellus no sabía que Sirius estaba muerto, y él era incapaz de decírselo. Contarlo en voz alta supondría convertir la muerte de su padrino en algo definitivo, absoluto, irreparable.

Unos cuantos retratos más empezaron a moverse. El terror que le producía la idea de que lo interrogaran impulsó a Harry a cruzar la habitación a grandes zancadas y a llevar una mano al picaporte de la puerta.



Pero ésta no se abrió. Harry estaba encerrado. —Supongo que esto significa que Dumbledore volverá a estar pronto entre nosotros —aventuró el mago corpulento de nariz roja que colgaba en la pared, detrás de la mesa del director. Harry se dio la vuelta y vio que el mago lo observaba con mucho interés. El chico asintió y tiró otra vez del picaporte sin volverse, pero la puerta seguía cerrada—. Cuánto me alegro —comentó el mago—. Nos hemos aburrido mucho sin él. —Se acomodó en el sitial en que lo habían retratado y sonrió benignamente a Harry—. Dumbledore tiene muy buena opinión de ti, como ya debes de saber —continuó—. Sí, ya lo creo. Te tiene en gran estima. El sentimiento de culpa que llenaba el agujero que Harry tenía en el pecho, una especie de monstruoso y pesado parásito, empezó a retorcerse y contorsionarse. Harry ya no podía más, no soportaba ser quien era. Nunca se había sentido tan atrapado por su propia mente y por su propio cuerpo, y nunca había deseado con tanta intensidad ser otra persona o tener cualquier otra identidad.

Entonces unas llamas de color verde esmeralda prendieron en la chimenea vacía y Harry se apartó de un brinco de la puerta y contempló al hombre que giraba en el fuego. Cuando la alta figura de Dumbledore salió de entre las llamas, los magos y las brujas de las paredes despertaron con brusquedad, y muchos de ellos dieron gritos de bienvenida.

—Gracias —dijo Dumbledore con voz queda. Al principio no miró a Harry, sino que se dirigió hacia la percha que había junto a la puerta, sacó de un bolsillo interior de su túnica a Fawkes, que ahora era un pájaro pequeño, feo y sin plumas, y lo colocó con cuidado en la bandeja de suaves cenizas que había bajo el palo dorado donde solía posarse el ave cuando estaba totalmente desarrollada.

—Bueno, Harry —dijo Dumbledore apartándose al fin del fénix—, supongo que te alegrará saber que ninguno de tus amigos sufrirá secuelas por lo ocurrido esta noche.

Harry intentó decir: «Estupendo», pero por su boca no salió ningún sonido. Tenía la impresión de que Dumbledore estaba recordándole los problemas que había causado, y aunque el mago lo miraba por fin a los ojos, y pese a que su expresión era amable y no parecía acusadora, Harry no podía sostenerle la mirada.

—La señora Pomfrey está curándolos —añadió Dumbledore—. Es posible que Nymphadora Tonks tenga que pasar un tiempo en San Mungo, pero todo indica que se recuperará por completo.

Harry se contentó con asentir con la cabeza mientras contemplaba la alfombra, cada vez más clara a medida que el cielo se iluminaba. Estaba seguro de que los retratos escuchaban con atención cada palabra que decía Dumbledore, y de que debían de preguntarse dónde habían estado Harry y el director, y por qué había habido heridos.

—Sé cómo te sientes, Harry —afirmó Dumbledore con serenidad.

—No, no lo sabe —negó él con un tono de voz inusitadamente impetuoso, pues la ira estaba acumulándose en su interior. Dumbledore no sabía nada sobre sus sentimientos.

—¿Lo ve, Dumbledore? —dijo Phineas Nigellus con malicia—. No pierda el tiempo intentando comprender a los estudiantes porque ellos lo detestan. Prefieren sentirse terriblemente incomprendidos, deleitarse en la autocompasión, sufrir con...

—Ya basta, Phineas —le ordenó el director.

Harry le dio la espalda a éste y se quedó observando el estadio de quidditch que se distinguía a lo lejos, por la ventana. Sirius había aparecido allí en una ocasión, bajo la forma del peludo perro negro, para ver jugar a Harry. Seguro que lo había hecho para comprobar si era tan bueno como lo había sido James, pero Harry nunca se lo había preguntado.

—No deberías avergonzarte de lo que sientes, Harry —oyó que decía Dumbledore—. Más bien al contrario. El hecho de que puedas sentir un dolor como ése es tu mayor fortaleza.

Harry notaba que las llamas de la ira lo quemaban por dentro: ardían en aquel terrible vacío y avivaban su deseo de hacer daño al director por su serenidad y sus huecas palabras.

—¿Mi mayor fortaleza? —repitió Harry con voz temblorosa mientras contemplaba con atención el estadio de quidditch, aunque en realidad no lo veía—. Usted no tiene ni idea, usted no sabe...

—¿Qué es lo que no sé? —le preguntó Dumbledore con calma.

Aquello fue demasiado. Harry se volvió temblando de rabia.

—No quiero hablar de cómo me siento, ¿está bien?

—¡Que sufras así demuestra que todavía eres un hombre, Harry! Ese dolor significa que eres un ser humano.

—¡PUES ENTONCES NO QUIERO SER UN SER HUMANO! —rugió Harry.

Y agarró el delicado instrumento de plata de la mesita de patas finas que tenía a su lado y lo lanzó hacia el otro extremo de la habitación; el instrumento se hizo mil pedazos al estrellarse contra la pared. Varios retratos soltaron gritos de enfado y miedo, y el de Armando Dippet exclamó: «¡Francamente...!»

—¡NO ME IMPORTA! —les gritó Harry, y luego cogió un lunascopio y lo arrojó a la chimenea—. ¡ESTOY HARTO, YA HE VISTO SUFICIENTE, QUIERO TERMINAR CON ESTO, QUIERO SALIR, YA NO ME IMPORTA...!

Y a continuación cogió la mesa sobre la que había estado el instrumento y la lanzó también. La mesa se rompió y las patas salieron rodando en varias direcciones.

—Sí te importa —sentenció Dumbledore. Ni había pestañeado ni había hecho el más mínimo movimiento para impedir que Harry destrozara su despacho. La expresión de su rostro era tranquila, casi indiferente—. Te importa tanto que tienes la sensación de que vas a desangrarte de dolor.

—¡NO! —gritó Harry, tan fuerte que creyó que se le desgarraría la garganta, y le entraron ganas de abalanzarse sobre Dumbledore y destrozarlo a él también; de arañar su anciana y tranquila cara, zarandearlo, herirlo, hacerle sentir una milésima parte del horror que sentía él.

—Sí, ya lo creo que sí —insistió Dumbledore aún con mayor serenidad—. Ya no sólo has perdido a tu madre y a tu padre, sino también lo más parecido a un padre que tenías. Claro que te importa.

—¡USTED NO SABE CÓMO ME SIENTO! —bramó Harry—. ¡USTED ESTÁ AHÍ TAN...!

Pero las palabras ya no bastaban, romper cosas ya no lo ayudaba; quería correr, quería correr sin parar y no mirar atrás, quería estar en algún sitio donde no pudiera ver aquellos ojos de color azul claro que lo miraban fijamente, aquella anciana cara de espeluznante tranquilidad. Corrió hacia la puerta, agarró otra vez el picaporte y tiró de él.

Pero la puerta no se abría.

—Déjeme salir —dijo volviéndose hacia Dumbledore. Harry continuaba temblando de pies a cabeza.

—No —respondió el director.

Se observaron unos segundos.

—Déjeme salir —repitió Harry.

—No —repitió Dumbledore.

—Si no me deja salir..., si me retiene aquí..., si no me deja...

—Puedes seguir destrozando mis cosas —repuso Dumbledore sin alterarse—. Tengo demasiadas.

El director dio la vuelta a su mesa y se sentó en su silla, desde donde siguió observando a Harry.

—Déjeme salir —insistió éste con una voz fría y casi tan serena como la de Dumbledore.

—No hasta que me dejes hablar.

—¿Cree usted..., cree que quiero..., cree que me importa un...? ¡NO QUIERO OÍR NI UNA PALABRA DE LO QUE TENGA QUE DECIRME!

—Me escucharás —aseguró Dumbledore—. Porque no estás tan furioso conmigo como deberías estarlo. Si vas a pegarme, como sé que estás a punto de hacer, me gustaría habérmelo ganado del todo.

—Pero ¿qué dice...?

—Yo tengo la culpa de que Sirius haya muerto —afirmó Dumbledore con claridad—. O mejor dicho, casi toda la culpa, porque no voy a ser tan arrogante para atribuirme la responsabilidad absoluta. Sirius era un hombre valiente, inteligente y enérgico, y los hombres como él no suelen contentarse con quedarse sentados en su casa, escondidos, cuando creen que otros corren peligro. Sin embargo, no debiste creer ni por un instante que era necesario que acudieras al Departamento de Misterios esta noche. Si yo hubiera sido sincero contigo, Harry, que es lo que debería haber hecho, habrías sabido hace mucho tiempo que Voldemort intentaría engañarte e incitarte a ir al Departamento de Misterios; de ese modo no habrías caído en su trampa ni habrías ido allí esta noche. Y Sirius no habría tenido que ir a buscarte. De eso soy el único culpable. —Harry seguía de pie con una mano encima del picaporte, aunque no se daba cuenta. Sin respirar apenas, observaba y escuchaba a Dumbledore, pero sin comprender del todo lo que estaba oyendo—. Siéntate, por favor —le indicó el director. No era una orden sino una petición[475].

Harry vaciló, pero finalmente cruzó con lentitud la habitación, llena de ruedas dentadas de plata y fragmentos de madera, y se sentó enfrente de Dumbledore, al otro lado de su mesa.

—¿Debo deducir que mi tataranieto, el último Black, ha muerto? —preguntó poco a poco Phineas Nigellus, que se hallaba a la izquierda de Harry.

—Sí, Phineas —confirmó Dumbledore.

—No me lo creo —repuso Phineas con brusquedad. Harry giró la cabeza a tiempo de ver cómo Phineas salía de su retrato, y comprendió que había ido a visitar el otro en el que él aparecía, el que estaba colgado en Grimmauld Place. Seguramente iría de retrato en retrato llamando a Sirius por toda la casa...

—Te debo una explicación, Harry —comenzó Dumbledore—. La explicación de los errores de un anciano, pues ahora me doy cuenta de que lo que he hecho y no he hecho contigo lleva el sello de los defectos de la edad. Los jóvenes no podéis saber cómo piensan ni cómo sienten los ancianos, pero los ancianos cometemos un error si olvidamos qué significa ser joven... Y por lo visto, últimamente yo lo he olvidado.

Estaba saliendo el sol; se veía un trocito de un deslumbrante tono anaranjado sobre las montañas, y por encima de él el cielo relucía, aunque parecía descolorido. La luz caía sobre Dumbledore, sobre sus cejas y su barba plateadas y sobre las profundas arrugas de su cara.

—Hace quince años —continuó—, cuando vi la cicatriz de tu frente, imaginé lo que debía de significar. Supuse que representaba la señal de la conexión que se había forjado entre Voldemort y tú.

—Eso ya me lo ha contado, profesor —aseguró Harry con rotundidad. No le importaba ser maleducado. Ya no le importaba nada.

—Sí —se disculpó Dumbledore—. Sí, pero es necesario empezar hablando de tu cicatriz porque, poco después de que te reincorporaras al mundo mágico, se hizo patente que yo tenía razón, y que tu cicatriz te avisaba cuando Voldemort estaba cerca de ti, o cuando sentía una fuerte emoción.

—Ya lo sé —dijo Harry cansinamente.

—Y esa capacidad tuya de detectar la presencia de Voldemort, incluso cuando está enmascarado, y de saber lo que siente cuando se despiertan sus emociones, se ha hecho cada vez más pronunciada desde que Voldemort regresó a su propio cuerpo y recuperó todos sus poderes. —Harry ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza. Eso también lo sabía—. Más recientemente —prosiguió Dumbledore—, empezó a preocuparme que Voldemort pudiera notar que existía esa conexión entre vosotros dos. Y, en efecto, llegó un momento en que tú te adentraste tanto en la mente y en los pensamientos de Voldemort que él se percató de tu presencia. Me refiero, por supuesto, a la noche en que presenciaste la agresión que sufrió el señor Weasley.

—Snape me lo dijo —murmuró Harry.

—El profesor Snape, Harry —lo corrigió Dumbledore con delicadeza—. Pero ¿no te preguntaste por qué no te lo conté yo personalmente? ¿Por qué no te enseñé yo Oclumancia? ¿Por qué ni siquiera te había mirado durante meses?

Harry levantó la cabeza. Ahora se daba cuenta de que Dumbledore parecía triste y cansado.

—Sí —masculló—. Sí, claro que me lo pregunté.

—Verás, creía que Voldemort no podía tardar mucho en intentar entrar en tu mente para manipular y dirigir tus pensamientos, y no quería ofrecerle más alicientes para hacerlo. Estaba convencido de que si se daba cuenta de que nuestra relación era, o había sido alguna vez, algo más que la mera relación entre alumno y director, aprovecharía esa oportunidad para utilizarte como un medio para espiarme. Me asustaba pensar en cómo podría manejarte, o en la posibilidad de que intentara poseerte. Harry, creo que tenía razón cuando suponía que Voldemort se habría servido de ti de ese modo. En las pocas ocasiones en que tú y yo tuvimos contacto directo, me pareció ver una sombra de él en tus ojos...

Harry recordó la sensación de que una serpiente dormida se había despertado en su interior, dispuesta a atacar, cuando él y Dumbledore se habían mirado a la cara.

—El objetivo de Voldemort al poseerte, como ha demostrado esta noche, no habría sido mi destrucción, sino la tuya. Cuando te poseyó brevemente, hace un rato, él confiaba en que yo te sacrificaría para quitarle a él la vida. Así que, como ves, lo que yo intentaba al distanciarme de ti, Harry, era protegerte. Un error de anciano...

Dumbledore suspiró profundamente. Harry dejaba que las palabras resbalaran sobre él. Le habría interesado mucho que le hubiera dado esas explicaciones unos meses atrás, pero ahora no tenían sentido comparadas con el profundo abismo que se había abierto en su interior por la pérdida de Sirius; nada de todo aquello importaba ya...

—Sirius me dijo que habías sentido a Voldemort despierto dentro de ti la noche que tuviste la visión del ataque a Arthur Weasley. Comprendí de inmediato que mis peores temores eran ciertos: Voldemort se había dado cuenta de que podía utilizarte. En un intento de armarte contra sus intentos de introducirse en tu mente, pedí al profesor Snape que te enseñara Oclumancia.

Dumbledore hizo una pausa. Harry contemplaba la luz del sol, que resbalaba lentamente por la lustrosa superficie de la mesa del director e iluminaba un tintero de plata y una hermosa pluma escarlata. Harry sabía que los retratos de las paredes estaban despiertos y escuchaban cautivados el discurso de Dumbledore; de vez en cuando oía el frufrú de una túnica, un carraspeo. Sin embargo, Phineas Nigellus aún no había regresado.

—El profesor Snape descubrió que llevabas meses soñando con la puerta del Departamento de Misterios —continuó Dumbledore—. Desde que recuperó su cuerpo, Voldemort estaba obsesionado, como es lógico, con la posibilidad de escuchar la profecía; y cuando pensaba en la puerta, tú también lo hacías, aunque no sabías qué significaba.

»Y entonces viste en sueños a Rookwood, quien hasta antes de su detención trabajaba en el Departamento de Misterios, mientras le decía a Voldemort lo que él ya sabía: que las profecías guardadas en el Ministerio de la Magia estaban fuertemente protegidas. Sólo las personas a las que se refieren pueden cogerlas de esas estanterías sin enloquecer. Así pues, sólo había dos alternativas: o el propio Voldemort tendría que entrar en el Ministerio de la Magia arriesgándose a ser visto por fin, o tendrías que cogerla tú por él. Por lo tanto, que dominaras la Oclumancia se convirtió en un asunto de mayor urgencia aún.

—Pero no la dominé —murmuró Harry. Lo dijo en voz alta intentando así aligerar el peso de su sentimiento de culpa: una confesión aliviaría sin duda parte de la terrible presión que le oprimía el pecho—. Ni practiqué ni le di importancia; y podría haber dejado de tener esos sueños; Hermione insistía en que practicara; si lo hubiera hecho, él no habría podido mostrarme adonde tenía que ir, y... Sirius no... Sirius no... —Algo estaba brotando en la mente de Harry: una necesidad de justificarse, de explicar—. ¡Traté de comprobar si era verdad que tenía a Sirius, fui al despacho de la profesora Umbridge, hablé con Kreacher por la chimenea y él me dijo que Sirius no estaba allí, que se había ido!

—Kreacher te mintió —afirmó Dumbledore con serenidad—. Tú no eres su amo, él podía mentirte sin necesidad de autocastigarse siquiera. Kreacher quería que fueras al Ministerio de la Magia.

—¿Él... él me envió allí a propósito?

—Sí. Me temo que Kreacher lleva meses sirviendo a más de un amo.

—¿Cómo? —se extrañó Harry sin comprender—. Pero si hace años que no sale de Grimmauld Place.

—Kreacher aprovechó su oportunidad poco después de Navidad —le explicó Dumbledore—, cuando Sirius, por lo visto, le gritó que se «largara»[476]. Él le tomó la palabra a tu padrino, e interpretó aquella expresión como una orden de salir de Grimmauld Place. Así que fue a casa del único miembro de la familia Black por el que todavía sentía algún respeto: Narcisa, prima de Black, hermana de Bellatrix y esposa de Lucius Malfoy.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —le preguntó Harry. El corazón le latía muy deprisa y se sentía mareado. Recordaba haber estado preocupado por la ausencia de Kreacher durante las Navidades, y recordaba también que el elfo había aparecido de repente en el desván...

—Kreacher me lo contó todo anoche —contestó Dumbledore—. Verás, cuando le diste aquel críptico mensaje al profesor Snape, él comprendió que habías tenido una visión de Sirius atrapado en las profundidades del Departamento de Misterios. El profesor Snape hizo lo mismo que tú: intentó ponerse rápidamente en contacto con Sirius. Debería aclarar que los miembros de la Orden del Fénix disponen de métodos de comunicación más fiables que la chimenea del despacho de Dolores Umbridge. El profesor Snape comprobó que tu padrino estaba vivo y a salvo en Grimmauld Place.

»Sin embargo, al ver que no regresabas de tu incursión en el Bosque Prohibido con Dolores Umbridge, el profesor Snape se preocupó, pues tú debías de seguir creyendo que lord Voldemort mantenía cautivo a Sirius, y alertó de inmediato a varios miembros de la Orden. —Dumbledore suspiró profundamente de nuevo y prosiguió—. Alastor Moody, Nymphadora Tonks, Kingsley Shacklebolt y Remus Lupin estaban en el cuartel general cuando el profesor Snape estableció contacto. Todos acordaron ir enseguida en tu ayuda. El profesor Snape pidió que Sirius se quedara en el cuartel general, pues necesitaba que alguien permaneciera allí para contarme a mí lo ocurrido, dado que yo llegaría a Grimmauld Place en cualquier momento. Entre tanto, el profesor Snape tenía intención de buscarte en el bosque.

»Pero Sirius no quiso quedarse atrás mientras los demás acudían en tu ayuda. Delegó en Kreacher la tarea de contarme lo sucedido. Así pues, cuando llegué a Grimmauld Place, poco después de que todos hubieran salido hacia el Ministerio, fue el elfo quien me contó, riendo a carcajadas, adonde había ido Sirius.

—¿Riendo? —preguntó Harry con voz apagada.

—Sí, ya lo creo. Verás, Kreacher no podía traicionarnos completamente. Pese a no ser guardián de los secretos de la Orden, no podía revelar nuestro paradero a los Malfoy ni contarles los planes confidenciales de la Orden que le habían prohibido revelar. Estaba atado por los encantamientos de su raza, es decir, no podía desobedecer una orden directa de su amo, Sirius. Pero dio a Narcisa cierta información que para Voldemort fue muy valiosa, aunque a Sirius debió de parecerle lo suficientemente sabida[477] para que no se le ocurriera prohibirle a Kreacher que la repitiera.

—¿Qué información era ésa? —inquirió Harry.

—Que la persona que más quería Sirius en el mundo eras tú, y que tú lo considerabas a él una mezcla de padre y hermano —contestó Dumbledore—. Voldemort ya estaba enterado, por supuesto, de que Sirius pertenecía a la Orden y de que tú sabías dónde estaba; pero la información de Kreacher le hizo comprender que por quien no dudarías jamás en arriesgar la vida era por Sirius Black.

Harry tenía los labios resecos y entumecidos.

—Entonces... cuando anoche le pregunté a Kreacher si Sirius estaba allí...

—Los Malfoy, siguiendo sin duda las instrucciones de Voldemort, le habían dicho a Kreacher que tenía que hallar la forma de mantener alejado a Sirius después de que tú hubieras tenido la visión de que Voldemort estaba torturándolo. Así, si decidías comprobar si Sirius estaba en la casa o no, Kreacher tendría que fingir que no estaba. Ayer el elfo hirió a Buckbeak, el hipogrifo, y cuando tú apareciste en la chimenea, Sirius estaba arriba curándolo.

Harry tenía la sensación de que no le entraba aire en los pulmones y su respiración era rápida y entrecortada.

—¿Y Kreacher le contó todo eso... riendo? —dijo con voz ronca.

—No quería contármelo, pero soy lo bastante hábil en Legeremancia para saber cuándo me están mintiendo, y... lo persuadí para que me explicara toda la historia antes de salir hacia el Departamento de Misterios.

—Y pensar que Hermione siempre nos decía que teníamos que ser amables con él —susurró Harry apretando los puños sobre las rodillas.

—Ella tenía razón, Harry. Cuando instalamos nuestro cuartel general en el número doce de Grimmauld Place, advertí a Sirius que debía tratar a Kreacher con amabilidad y respeto, y también le dije que Kreacher podía ser peligroso para nosotros. Creo que Sirius no me tomó muy en serio; nunca consideró al elfo un ser con sentimientos tan complejos como los de los humanos...

—No culpe a... No hable... de Sirius... como si... —Harry no podía respirar bien, y por eso no articulaba las palabras con precisión; la rabia, que había disminuido un poco, volvía a arder en él: no permitiría que Dumbledore criticara a su padrino—. Kreacher es un mentiroso..., un ser repugnante... Se merecía...

—Kreacher es lo que los magos hemos hecho que sea, Harry —razonó Dumbledore—. Sí, debemos tenerle lástima. Su existencia ha sido tan desgraciada como la de tu amigo Dobby. Estaba obligado a obedecer a Sirius porque tu padrino era el último miembro de la familia a la que estaba esclavizada, pero no sentía una lealtad sincera hacia él. Y pese a todos los defectos de Kreacher, hay que reconocer que Sirius no hizo nada para que su vida resultara más agradable.

—¡NO HABLE ASÍ DE SIRIUS! —gritó Harry. Se había levantado, enfurecido, y estaba a punto de abalanzarse sobre Dumbledore, que no había entendido en absoluto a Sirius, ni lo valiente que había sido, ni lo mucho que había sufrido—. ¿Y Snape? —le espetó Harry—. De él no dice nada, ¿verdad? Cuando le dije que Voldemort tenía a Sirius se limitó a burlarse de mí, como de costumbre.

—Harry, sabes perfectamente que delante de Dolores Umbridge el profesor Snape no podía hacer otra cosa que simular que no te tomaba en serio —respondió Dumbledore sin vacilar—, pero, como ya te he explicado, en cuanto pudo informó a la Orden de lo que tú le habías dicho. Fue él quien dedujo adonde habías ido cuando no regresaste del bosque. También fue él quien le dio a la profesora Umbridge un Veritaserum falso cuando ella intentaba obligarte a revelarle el paradero de Sirius.

Harry hizo caso omiso de aquella información; le producía un tremendo placer culpar a Snape porque eso aliviaba su propio sentimiento de culpa, y quería oír a Dumbledore darle la razón.

—Snape... Snape... provocaba a Sirius... Daba a entender que era un cobarde por quedarse en la casa...

—Sirius era demasiado maduro e inteligente para permitir que lo hirieran tan débiles insultos.

—¡Snape dejó de darme clases de Oclumancia! ¡Me echó de su despacho!

—Lo sé, lo sé —admitió Dumbledore con pesar—. Ya he dicho que cometí un error al no enseñarte yo mismo, aunque entonces estaba seguro de que nada podía ser más peligroso que abrir tu mente a Voldemort si te hallabas en mi presencia...

—Snape no hizo más que empeorar las cosas, la cicatriz siempre me dolía más después de las clases con él... —Harry recordó las opiniones de Ron sobre el tema e insistió—. ¿Cómo sabe que no intentaba debilitarme aún más, facilitarle el camino a Voldemort para que entrara en mi...?

—Confío en Severus Snape —se limitó a decir Dumbledore—. Pero olvidé, otro error de anciano, que hay heridas tan profundas que nunca llegan a cicatrizar. Creí que el profesor Snape podría superar sus sentimientos hacia tu padre, pero es evidente que me equivoqué.

—Y eso está bien, ¿no? —gritó Harry ignorando las expresiones de pavor y los murmullos de desaprobación de los retratos de las paredes—. Snape puede odiar a mi padre, pero Sirius no puede odiar a Kreacher, ¿verdad?

—Sirius no odiaba a Kreacher —lo corrigió Dumbledore—. Lo consideraba un criado que no merecía ni respeto ni atención. A veces la indiferencia y la frialdad causan mucho más daño que la aversión declarada. La fuente que hemos destruido esta noche era una mentira. Nosotros, los magos, llevamos demasiado tiempo maltratando a nuestro prójimo y abusando de él, y ahora estamos sufriendo las consecuencias.

—¿INSINÚA QUE SIRIUS MERECÍA LO QUE LE PASÓ? —gritó Harry.

—Yo no he dicho eso, ni me lo oirás decir jamás —repuso Dumbledore, impasible—. Sirius no era un hombre cruel y en general era amable con los elfos domésticos, pero no sentía ningún afecto por Kreacher porque el elfo le recordaba la casa que tanto había odiado.

—¡Sí, claro que la odiaba! —saltó Harry con la voz quebrada; le dio la espalda a Dumbledore y se apartó de la mesa. Ahora el sol iluminaba toda la habitación, y los ojos de los retratos siguieron a Harry, que caminaba sin percatarse de lo que hacía, sin ver siquiera el despacho—. Usted lo obligó a permanecer encerrado en aquella casa, pero él la odiaba, por eso anoche quiso salir de allí.

—Yo sólo intentaba mantener a Sirius con vida —aclaró Dumbledore con serenidad.

—¡A la gente no le gusta que la encierren! —replicó Harry furioso al tiempo que se daba la vuelta y se enfrentaba a Dumbledore—. A mí me hizo usted lo mismo el verano pasado...

Dumbledore cerró los ojos y se tapó la cara con sus manos de largos dedos. Harry se quedó observándolo, pero aquella inusitada muestra de agotamiento, o de tristeza, o de lo que fuera, no lo ablandó. Al contrario: estaba todavía más rabioso con Dumbledore por dar muestras de debilidad y porque era injusto que mostrara flaqueza cuando Harry quería hacerle culpable.

Dumbledore bajó las manos y miró a Harry a través de las gafas de media luna.

—Ha llegado el momento de que te explique lo que debí explicarte hace cinco años, Harry. Siéntate, por favor. Voy a contártelo todo. Sólo te pido que tengas un poco de paciencia. Cuando haya terminado, tendrás ocasión de gritarme, de hacer lo que quieras. No te lo impediré.

Harry lo miró un instante con rabia; luego volvió junto a la silla que había enfrente de Dumbledore y se sentó.

El director contempló brevemente los iluminados jardines a través de la ventana y luego volvió a dirigirse a él.

—Hace cinco años, Harry, llegaste a Hogwarts sano y salvo, como yo había planeado y previsto. Bueno, quizá no tan sano y salvo. Habías sufrido. Yo sabía que sufrirías cuando te dejé ante la puerta de la casa de tus tíos. Sabía que estaba condenándote a diez oscuros y difíciles años. —Hizo una pausa, pero Harry no dijo nada—. Te preguntarás, y con motivo, por qué tenía que ser así. ¿Por qué no podía haberte acogido una familia de magos? Muchos lo habrían hecho de buen grado, y habría sido para ellos un placer y un honor criarte como a un hijo.

»La respuesta es que mi prioridad era mantenerte con vida. Estabas en peligro, un peligro de cuya gravedad quizá sólo yo fuera consciente. Sólo hacía unas horas que Voldemort había sido derrotado, pero sus seguidores, y muchos de ellos son tan terribles como él, todavía andaban sueltos y estaban desesperados y encolerizados. Además, yo tenía que tomar una decisión respecto a los años venideros. ¿Acaso creía que Voldemort se había marchado para siempre? No. No sabía si tardaría diez, veinte o cincuenta años en regresar, pero estaba convencido de que lo haría, y también estaba seguro, conociéndolo como lo conozco, de que no descansaría hasta haberte matado.

»Sabía que los conocimientos de magia de Voldemort eran más amplios quizá que los de ningún otro mago vivo. Asimismo sabía que ni los más complejos y potentes hechizos o encantamientos protectores serían invencibles el día que él regresara con todo su poder.

»Pero también sabía cuál era su punto débil. Así que tomé una decisión. Estarías protegido por una antiquísima magia que él conoce, desprecia y, por lo tanto, siempre ha subestimado, en su propio perjuicio. Me refiero, por supuesto, al hecho de que tu madre muriera para salvarte. Ella te dio una prolongada protección que él no esperaba, una protección que fluye por tus venas hasta hoy. Así que puse toda mi confianza en la sangre de tu madre. Te entregué a su hermana, su único familiar vivo.

—Mi tía no me quiere —saltó Harry—. No le importa...

—Pero te acogió[478] —lo interrumpió Dumbledore—. Quizá te acogiera a regañadientes, con rabia, de mala gana, contra su voluntad, pero de todos modos te acogió, y al hacerlo selló el encantamiento que yo te había hecho. El sacrificio de tu madre convirtió el vínculo de sangre en el escudo más fuerte que yo podía ofrecerte.

—Sigo sin...

—Mientras puedas llamar hogar al sitio donde habita la sangre de tu madre, allí Voldemort no podrá tocarte ni hacerte ningún daño. Él derramó la sangre de tu madre, pero ésta sigue viva en ti y en tu tía. Así que la sangre de tu madre se convirtió en tu refugio. De hecho, sólo tienes que regresar con tus tíos una vez al año, y en esa casa él no podrá hacerte daño mientras puedas considerarla tu hogar. Tu tía está al corriente de todo porque le expliqué lo que yo había hecho en una carta que deposité junto a ti cuando te dejé en su puerta. Ella sabe que tenerte en su casa es lo que te ha mantenido con vida estos quince años.

—Un momento —dijo Harry—. Espere un momento. —Se enderezó en la silla mirando fijamente a Dumbledore—. Usted le envió aquel vociferador. Usted le dijo que recordara... ¡Era su voz!

—Creí que quizá necesitara que le recordaran el pacto que había sellado al acogerte —respondió Dumbledore agachando ligeramente la cabeza—. Sospeché que el ataque de los Dementores le habría hecho pensar en los peligros que suponía tenerte como hijo adoptivo.

—Así fue. Bueno, a mi tío más que a ella. Él quería echarme de casa, pero cuando llegó el vociferador, ella... ella dijo que debía quedarme. —Harry miró el suelo un momento y luego añadió—: Pero ¿qué tiene eso que ver con...?

No podía pronunciar el nombre de Sirius.

—Después, hace cinco años —prosiguió Dumbledore como si no hubiera hecho ninguna pausa en su relato—, llegaste a Hogwarts, quizá ni tan contento ni tan bien alimentado como a mí me habría gustado, pero al menos vivo y con buena salud. No eras ningún príncipe mimado, sino un niño todo lo normal que yo podía esperar que fueras, dadas las circunstancias. Hasta ese instante mi plan estaba funcionando.

»Y entonces... Bueno, seguro que recuerdas los sucesos de tu primer año en Hogwarts tan claramente como yo. Aceptaste de una forma magnífica el reto al que te enfrentabas, y pronto, mucho más pronto de lo que yo había imaginado, te encontraste cara a cara con Voldemort. Volviste a sobrevivir. Y no sólo eso. Impediste que él recuperara su poder y su fuerza, y así retrasaste su regreso. Luchaste como un hombre. El orgullo que sentí por ti... no puede expresarse con palabras.

»Sin embargo, mi maravilloso plan tenía un fallo —reconoció Dumbledore—. Un fallo evidente que yo sabía, ya entonces, que podía hacer que todo fracasara. Y aun así, sabiendo lo importante que era que mi plan funcionara, me dije que no permitiría que aquel fallo lo arruinara. Sólo yo podía impedirlo, así que sólo yo debía mantenerme fuerte. Mientras tú estabas en la enfermería, débil tras tu enfrentamiento con Voldemort, llegó mi primera prueba.

—No entiendo lo que quiere decirme.

—¿No recuerdas haberme preguntado, en la cama de la enfermería, por qué Voldemort había intentado matarte cuando eras un bebé? —Harry asintió con la cabeza—. ¿Debí decírtelo entonces? —Harry escudriñó los azules ojos del director y no hizo ningún comentario, pero su corazón volvía a latir muy deprisa—. ¿Todavía no ves el fallo del plan? No, quizá no... Bueno, como ya sabes, decidí no contestarte. Tenías once años, me dije; eras demasiado pequeño para saberlo. Yo nunca me había planteado contártelo cuando tuvieras once años porque semejante revelación a tan temprana edad habría sido demasiado para ti.

»Debí reconocer entonces las señales de peligro. Debí preguntarme por qué no me turbó más que ya me hubieras formulado la pregunta a la que yo sabía que algún día debería dar una terrible respuesta. Debí darme cuenta de que me alegraba demasiado de no tener que dártela aquel día en concreto... Eras demasiado pequeño.

»Y así llegamos a tu segundo año en Hogwarts. Volviste a enfrentarte a retos a los que ni los magos experimentados se han enfrentado nunca; y, una vez más, te desenvolviste superando todas mis expectativas. Sin embargo, no me preguntaste de nuevo por qué Voldemort te había dejado aquella marca. ¡Ah, sí, hablamos de tu cicatriz!... Nos acercamos mucho al tema. Pero ¿por qué no te lo conté todo?

»Verás, no me pareció que doce años fueran muchos más que once, ni que ya estuvieras preparado para recibir la información. Te dejé marchar, manchado de sangre, agotado pero lleno de júbilo, y si sentí una pizca de desasosiego al pensar que quizá debería habértelo explicado entonces, la silencié rápidamente. Eras todavía tan joven, ¿entiendes?, que no tuve valor para estropearte aquella noche de triunfo.

»¿Lo ves, Harry? ¿Ves ahora dónde estaba el fallo de mi brillante plan? Había caído en la trampa que había previsto, que me había dicho a mí mismo que podría evitar, que debía evitar.

—No...

—Me importabas demasiado —prosiguió Dumbledore con sencillez—. Me importaba más tu felicidad que el hecho de que supieras la verdad; me importaba más tu tranquilidad que mi plan; me importaba más tu vida que las que pudieran perderse si fallaba el plan. Dicho de otro modo, actué exactamente como Voldemort espera que actuemos los locos que amamos[479].

«¿Existe defensa contra eso? Cualquiera que te haya visto crecer como te he visto crecer yo, y te aseguro que te he seguido más de cerca de lo que puedas imaginarte, habría querido ahorrarte más dolor del que ya habías sufrido. ¿Qué me importaba a mí que montones de personas y criaturas sin nombre y sin rostro pudieran perecer en un incierto futuro, si en ese momento tú estabas vivo, sano y feliz? Jamás se me había ocurrido pensar que tendría a alguien como tú a mi cuidado.

»Llegamos al tercer año. Vi desde lejos cómo luchabas para repeler a los Dementores, cómo encontrabas a Sirius, averiguabas quién era y lo rescatabas. ¿Tenía que decírtelo entonces, justo cuando acababas de salvar triunfalmente a tu padrino de las fauces del Ministerio? Pero cuando cumpliste los trece años, se me empezaron a acabar las excusas. No podía negarse que todavía eras joven, pero habías demostrado ser excepcional. No tenía la conciencia tranquila, Harry. Sabía que se acercaba el momento...

»Pero el año pasado saliste del laberinto tras ver morir a Cedric Diggory, tras librarte tú también por muy poco de la muerte... Y no te lo dije, aunque sabía, ya que Voldemort había regresado, que debía hacerlo pronto. Y desde esta noche estoy convencido de que hace tiempo que estás preparado para saber lo que te he ocultado todos estos años, porque has demostrado que debí colocar esa carga sobre ti mucho antes. Lo único que puedo decir en mi defensa es que te había visto sobrellevar tales cargas, cosa que ningún otro estudiante de este colegio ha tenido que soportar, que no me atrevía a añadir otra, la mayor de todas.

Harry esperó, pero Dumbledore no dijo nada más.

—Sigo sin entenderlo.

—Voldemort intentó matarte cuando eras un niño a causa de una profecía que se hizo poco después de tu nacimiento, y que él sabía que se había realizado, aunque no conocía todo su contenido. Decidió matarte cuando todavía eras pequeño porque creyó que así cumplía los términos de dicha profecía. Pero descubrió, muy a su pesar, que se había equivocado cuando la maldición con la que intentó matarte se volvió contra él. Así pues, desde que recuperó su cuerpo, y sobre todo después de que el año pasado huyeras de él de aquella forma tan extraordinaria, se propuso conocer enteramente la profecía. Ésa es el arma que con tanta diligencia ha estado buscando desde su regreso: saber cómo destruirte.

El sol ya estaba en lo alto del cielo, y el despacho de Dumbledore, bañado en su luz. La urna de cristal que contenía la espada de Godric Gryffindor brillaba, blanca y opaca; los trozos de los instrumentos que Harry había tirado al suelo relucían como gotas de lluvia, y detrás de él, el pequeño Fawkes gorjeaba débilmente en su nido de cenizas.

—La profecía se ha roto —dijo Harry, abatido—. Cuando intentaba subir a Neville por los bancos de la..., de esa sala donde estaba el arco, se le desgarró la túnica y la profecía cayó...

—Lo que se rompió sólo es el registro de la profecía que guardaba el Departamento de Misterios. Pero la profecía se pronunció ante alguien, y la persona que la escuchó puede recordarla a la perfección.

—¿Quién la escuchó? —preguntó Harry, aunque ya creía saber la respuesta.

—Yo —le confirmó Dumbledore—. Una noche fría y lluviosa, hace dieciséis años, en una habitación de Cabeza de Puerco. Había ido allí a entrevistarme con una aspirante al puesto de profesor de Adivinación, pese a que yo no tenía ningún deseo de seguir impartiendo esa asignatura en el colegio. Sin embargo, la aspirante era la tataranieta de una vidente muy famosa y de gran talento, y accedí a verla por cortesía, pero me llevé una decepción. Me pareció que ella, a diferencia de su antepasada, no tenía ni pizca de inteligencia. Le dije, espero que educadamente, que no cumplía los requisitos para el cargo, y entonces me dispuse a salir de la habitación.

Dumbledore se levantó, pasó al lado de Harry y fue hasta el armario negro que había junto a la percha de Fawkes. Se agachó, corrió un pestillo y sacó la vasija de piedra con runas grabadas alrededor del borde en la que Harry había visto a su padre atormentando a Snape. Dumbledore volvió a la mesa, colocó el pensadero sobre ella y se llevó la punta de la varita a la sien. Retiró de su cabeza unas hebras de pensamiento plateadas, finas como telarañas, que se adhirieron a su varita, y las depositó en la vasija. Volvió a sentarse en la silla y observó cómo sus pensamientos giraban y se arremolinaban dentro del pensadero. Entonces, con un suspiro, levantó la varita y tocó la sustancia plateada con la punta.

De ella salió una figura envuelta en chales, con los ojos muy aumentados detrás de unas gafas, que giró lentamente sobre sí misma, con los pies dentro de la vasija. Sin embargo, cuando Sybill Trelawney habló, no lo hizo con aquella voz etérea y mística que solía emplear, sino con el tono áspero y duro que Harry sólo le había oído utilizar en una ocasión:

—«El único con poder para derrotar al Señor Tenebroso se acerca... Nacido de los que lo han desafiado tres veces, vendrá al mundo al concluir el séptimo mes... Y el Señor Tenebroso lo señalará como su igual, pero él tendrá un poder que el Señor Tenebroso no conoce... Y uno de los dos deberá morir a manos del otro, pues ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida... El único con poder para derrotar al Señor Tenebroso nacerá al concluir el séptimo mes...»

La figura de la profesora Trelawney, sin dejar de dar vueltas sobre sí misma, se sumergió en la masa plateada que llenaba la vasija y desapareció.

Se hizo un silencio absoluto en el despacho. Ni Dumbledore ni Harry ni los retratos hicieron ruido alguno. Hasta Fawkes se había quedado mudo.

—Profesor... —dijo Harry con un hilo de voz, pues Dumbledore, que no había apartado la vista del pensadero, parecía completamente ensimismado—. ¿Significa eso...? ¿Qué significa?

—Significa que la única persona capaz de vencer a lord Voldemort para siempre nació a finales de julio hace casi dieciséis años. Y que los padres de ese niño habían desafiado tres veces a Voldemort.

Harry sintió como si algo se cerniera sobre él, y de nuevo le costaba respirar. —¿Soy... yo? Dumbledore respiró profundamente y dijo con voz queda:

—Lo curioso, Harry, es que tal vez no fueras tú. La profecía de Sybill podría haberse referido a dos niños magos, ambos nacidos a finales de julio de aquel año, cuyos padres pertenecían a la Orden del Fénix y habían escapado por poco de Voldemort en tres ocasiones. Uno eras tú, por supuesto. El otro era Neville Longbottom.

—Pero entonces..., entonces... ¿por qué era mi nombre el que estaba en la profecía, y no el de Neville?

—El registro oficial volvió a etiquetarse después de que Voldemort intentara matarte cuando eras un bebé —le explicó Dumbledore—. Al responsable de la Sala de las Profecías le pareció evidente que si Voldemort había intentado matarte era porque sabía que era a ti a quien se refería Sybill.

—Pero... ¿podría no ser yo?

—Me temo que no hay ninguna duda de que eres tú —respondió Dumbledore lentamente, como si cada palabra le costara un tremendo esfuerzo.

—Pero usted acaba de decir... Neville también nació a finales de julio, y sus padres...

—Olvidas la segunda parte de la profecía: el definitivo rasgo identificador del niño que podría vencer a Voldemort. El propio Voldemort «lo señalará como su igual». Y eso fue lo que hizo, Harry. Te eligió a ti y no a Neville. Te marcó con la cicatriz que ha demostrado ser al mismo tiempo bendición y maldición.

—Pero ¡pudo equivocarse al elegirme! —exclamó Harry—. ¡Pudo señalar a la persona equivocada!

—Eligió al que consideró que suponía un mayor peligro para él. Y fíjate en esto, Harry: no eligió al sangre limpia, que, según su credo, era el único que merecía llamarse mago, sino al sangre mestiza[480], como él. Él se identificó contigo antes incluso de verte, y al atacarte y señalarte con esa cicatriz no te mató, como pretendía hacer, sino que te dio unos poderes, y un futuro, que te han capacitado para escapar de él no una, sino cuatro veces hasta ahora, algo que no consiguieron tus padres ni los padres de Neville.

—Pero ¿por qué lo hizo? —preguntó Harry, que estaba helado y entumecido—. ¿Por qué intentó matarme cuando era un bebé? Debió esperar y ver quién de los dos, Neville o yo, parecía más peligroso cuando fuéramos mayores, y matar al que lo fuera...

—Sí, desde luego, ése habría sido el método más práctico, pero la información que Voldemort tenía sobre la profecía era incompleta. Cabeza de Puerco, que Sybill eligió por sus económicos precios, siempre ha atraído, digámoslo así, a una clientela más interesante que la de Las Tres Escobas. Como tú y tus amigos tuvisteis ocasión de comprobar, igual que yo aquella noche, es un sitio donde uno nunca debe dar por hecho que nadie lo está escuchando. Yo, por supuesto, cuando decidí reunirme allí con Sybill Trelawney, no había imaginado que fuera a oír algo que mereciera la pena escuchar a hurtadillas. La única suerte que tuve, o tuvimos, fue que la persona que estaba escuchando nuestra conversación fue detectada antes de que Sybill terminara de exponer su profecía, y la echaron del local.

—¿Entonces sólo oyó...?

—Sólo oyó el principio, la parte que predecía el nacimiento de un niño en el mes de julio, hijo de unos padres que habían desafiado tres veces a Voldemort. Por eso no pudo prevenir a su amo de que atacarte supondría correr el riesgo de transmitirte poderes y señalarte como su igual. Así que Voldemort nunca supo que podía resultar peligroso luchar contra ti, y que habría sido más prudente esperar hasta enterarse de más cosas. Él no sabía que tú tendrías «un poder que el Señor Tenebroso no conoce».

—¡Pero si no lo tengo! —dijo Harry con voz estrangulada—. No tengo ningún poder que él no tenga, yo no podría luchar como lo ha hecho él esta noche, no puedo poseer a la gente ni... matarla...

—En el Departamento de Misterios —lo interrumpió Dumbledore— hay una sala que siempre está cerrada. Contiene una fuerza que es a la vez más maravillosa y más terrible que la muerte, que la inteligencia humana, que el poder de la naturaleza. Además, quizá es también la más misteriosa de todas las cosas que se guardan allí para su estudio. Lo que tú posees en sumo grado es el poder que se esconde en esa sala, del que Voldemort carece por completo. De modo que esa fuerza es la que te ha impulsado a intentar salvar a Sirius esta noche y es la que también ha impedido que Voldemort te haya poseído, porque él es incapaz de ocupar un cuerpo tan lleno del poder que detesta. Al final no ha importado que no pudieras cerrar tu mente, porque ha sido tu corazón el que te ha salvado.

Harry cerró los ojos. Si no hubiera ido a salvar a Sirius, éste no habría muerto. Pero luego, para no volver a pensar en su padrino, y aunque le daba igual la respuesta, Harry preguntó:

—Él final de la profecía... decía algo de que «ninguno de los dos podrá vivir»...

—... «mientras siga el otro con vida» —terminó Dumbledore.

—¿Significa eso... que..., que uno de los dos tendrá que matar al otro, tarde o temprano? —inquirió Harry sacando las palabras de lo que parecía un profundo pozo de desesperación.

—Sí —afirmó Dumbledore.

Permanecieron callados mucho rato. Harry oía voces más allá de las paredes del despacho; debían de ser las de los estudiantes que bajaban al Gran Comedor para desayunar. Parecía imposible que pudiera haber gente en el mundo que todavía tuviera hambre, que riera, que ni supiera ni le importara saber que Sirius Black se había ido para siempre. En realidad, era como si su padrino estuviera ya a millones de kilómetros de distancia, aunque una parte de la mente de Harry todavía creía que si hubiera apartado el velo habría encontrado a Sirius mirándolo y, tal vez, recibiéndolo con su atronadora risa.

—Creo que te debo otra explicación, Harry —dijo Dumbledore con voz vacilante—. Supongo que alguna vez te habrás preguntado por qué nunca te he nombrado prefecto. Debo confesar... que me pareció que ya tenías suficientes responsabilidades.

Harry levantó la cabeza y lo observó, y vio que una lágrima resbalaba por la cara de Dumbledore hasta perderse en su larga y plateada barba.


 


Date: 2015-12-11; view: 567


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