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Ministro de la Magia 5 page

Por otra parte, no había que olvidar los dos enormes agujeros con forma de escoba que habían hecho las Barredoras de Fred y George en la puerta del despacho de la profesora Umbridge al ir a reunirse con sus dueños. Filch puso una puerta nueva y se llevó la Saeta de Fuego de Harry a las mazmorras, donde se rumoreaba que la profesora Umbridge había puesto un trol de seguridad para vigilarla. Sin embargo, los problemas de Dolores Umbridge no acababan ahí.

Inspirados por el ejemplo de los gemelos Weasley, un gran número de estudiantes aspiraban a ocupar el cargo vacante de alborotador en jefe. Pese a la nueva puerta del despacho de la profesora Umbridge, alguien consiguió deslizar en la estancia un escarbato de hocico peludo que no tardó en destrozar el lugar en su búsqueda de objetos relucientes, saltó sobre la profesora cuando ésta entró en la habitación e intentó roer los anillos que llevaba en los regordetes dedos. Además, por los pasillos se tiraban tantas bombas fétidas que los alumnos adoptaron la nueva moda de hacerse encantamientos casco-burbuja antes de salir de las aulas, porque así podían respirar aire no contaminado, aunque eso les diera un aspecto muy peculiar: parecía que llevaban la cabeza metida en una pecera.

Filch rondaba por los pasillos con un látigo en la mano, ansioso por atrapar granujas[417], pero el problema era que había tantos que el conserje no sabía adonde mirar. La Brigada Inquisitorial hacía todo lo posible por ayudarlo, pero a sus miembros les ocurrían cosas extrañas sin parar. Warrington, del equipo de quidditch de Slytherin, se presentó en la enfermería con una afección de la piel tan espantosa que parecía que lo habían recubierto de copos de maíz; Pansy Parkinson, para gran alegría de Hermione, se perdió todas las clases del día siguiente porque le habían salido cuernos.

Entre tanto, se hizo patente la cantidad de Surtidos Saltaclases que Fred y George habían conseguido vender antes de marcharse de Hogwarts. En cuanto la profesora Umbridge entraba en el aula, los alumnos que había allí reunidos se desmayaban, vomitaban, tenían fiebre altísima o empezaban a sangrar por ambos orificios nasales.

La profesora, que chillaba de rabia y frustración, intentó detectar el origen de aquellos síntomas, pero los alumnos, testarudos, insistían en que padecían «umbridgitis». Tras castigar a cuatro clases sucesivas y no conseguir desvelar su secreto, la profesora no tuvo más remedio que abandonar y dejar que los alumnos, entre desmayos, sudores, vómitos y hemorragias, salieran a montones de la clase.

Pero ni siquiera los consumidores de Surtidos Saltaclases podían competir con el gran maestro del descalabro, Peeves, quien parecía haberse tomado muy en serio las palabras de despedida de Fred. Volaba por el colegio riendo desenfrenadamente, tumbaba mesas, atravesaba pizarras, volcaba estatuas y jarrones... En dos ocasiones encerró a la Señora Norris en una armadura, de donde fue rescatada, mientras maullaba como una histérica, por el enfurecido conserje. Peeves rompía faroles y apagaba velas, hacía malabarismos con antorchas encendidas sobre las cabezas de los alarmados estudiantes, lograba que ordenados montones de hojas de pergamino cayeran en las chimeneas o salieran volando por las ventanas; inundó el segundo piso al arrancar todos los grifos de los lavabos[418], tiró una bolsa de tarántulas en medio del Gran Comedor a la hora del desayuno y, cuando le apetecía descansar un poco, pasaba horas flotando detrás de la profesora Umbridge y haciendo fuertes pedorretas cada vez que ella abría la boca para decir algo.



Ningún miembro del profesorado parecía dispuesto a ayudar a la nueva directora. Es más, una semana después de la partida de Fred y George, Harry vio que la profesora McGonagall pasaba junto a Peeves, que estaba muy entretenido aflojando una lámpara de araña[419], y habría jurado que oyó que le decía al poltergeist sin apenas mover los labios: «Se desenrosca hacia el otro lado.»

Por si fuera poco, Montague todavía no se había recuperado de su estancia en el servicio; seguía desorientado y aturdido, y un martes por la mañana vieron a sus padres subiendo por el camino muy enfadados.

—¿No deberíamos decir algo? —propuso Hermione con preocupación mientras pegaba la mejilla a la ventana del aula de Encantamientos para ver cómo el señor y la señora Montague entraban en el castillo—. Sobre lo que le pasó. Por si eso ayuda a la señora Pomfrey a curarlo.

—Claro que no. Ya se recuperará —dijo Ron con indiferencia.

—Bueno, más problemas para la profesora Umbridge, ¿no? —comentó Harry, satisfecho.

Ron y él dieron unos golpecitos a las tazas de té que intentaban encantar con sus varitas mágicas. A la de Harry le salieron cuatro patas muy cortas que no llegaban a la mesa y que se retorcían en vano en el aire. A la de Ron le salieron cuatro patas delgadísimas que mantuvieron la taza apoyada en la mesa con mucha dificultad, temblaron unos segundos y entonces se doblaron, con lo que la taza cayó y se partió por la mitad.

¡Reparo! —exclamó Hermione rápidamente, y arregló la taza de Ron con una sacudida de su varita—. Todo eso está muy bien, pero ¿y si Montague se queda mal para siempre?

—¿Y a mí qué? —replicó Ron con fastidio mientras su taza volvía a incorporarse sobre las delgadas patas, temblando y tambaleándose—. Montague no debió intentar descontarle todos esos puntos a Gryffindor, ¿no te parece? Si tanto te apetece preocuparte por alguien, preocúpate por mí.

—¿Por ti? —se extrañó ella, y agarró su taza cuando ésta salió correteando alegremente por la mesa con sus cuatro robustas patitas de estilo chino y la colocó de nuevo en su sitio—. ¿Por qué voy a preocuparme por ti?

—Porque cuando la próxima carta de mi madre supere todos los controles de la profesora Umbridge, voy a pasarlo muy mal —dijo amargamente Ron, que sujetaba su taza mientras las cuatro frágiles patas intentaban con dificultad aguantar su peso—. No me sorprendería nada que me hubiera enviado otro vociferador.

—Pero si...

—Ya verás como, según ella, yo tengo la culpa de que Fred y George se hayan marchado —afirmó Ron con tristeza—. Mi madre dirá que yo debí impedírselo, que debí agarrarme del extremo de sus escobas y colgarme de ellas, o algo así. Sí, seguro que me echa la culpa a mí.

—Pues mira, si lo hace será muy injusta contigo. ¡Tú no podías hacer nada! Pero estoy segura de que no lo hará.

Si es cierto que tienen un local en el callejón Diagon, deben de llevar años planeando esto.

—Sí, pero eso también me preocupa. ¿Cómo han conseguido el local? —se preguntó Ron, y golpeó su taza con la varita con tanta fuerza que las patas volvieron a doblarse y la taza se derrumbó ante él—. Es un poco raro, ¿no? Necesitarán montones de galeones para pagar el alquiler de un local en el callejón Diagon. Mi madre querrá saber qué han hecho para reunir tanto oro.

—Tienes razón, yo tampoco me lo explico —comentó Hermione, y dejó que su taza de té corriera describiendo círculos perfectos alrededor de la de Harry, cuyas patitas regordetas seguían sin alcanzar la superficie de la mesa—. A lo mejor Mundungus los ha convencido de que vendan artículos robados o algo peor.

—No, no lo ha hecho —saltó Harry.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntaron a la vez Ron y Hermione.

—Porque... —Harry vaciló, pero tenía la impresión de que había llegado el momento de confesar. No tenía sentido seguir guardando silencio si con eso alguien iba a sospechar que Fred y George eran unos delincuentes—. Porque el oro se lo di yo. En junio del año pasado les di el premio del Torneo de los tres magos.

Los tres se quedaron callados. Entonces la taza de Hermione salió corriendo hacia el borde de la mesa, cayó al suelo y se hizo añicos.

—¡Harry! ¡No puede ser! —gritó ella.

—Sí —afirmó Harry, desafiante—. ¿Y sabes una cosa? Que no me arrepiento. Yo no necesitaba ese oro y ellos van a triunfar con su tienda de artículos de broma.

—¡Esto es genial! —intervino Ron, emocionado—. ¡Tú tienes la culpa de todo, Harry, mi madre no podrá acusarme de nada! ¿Me dejas que se lo diga?

—Sí, supongo que lo mejor que puedes hacer es contárselo —contestó Harry—, sobre todo si cree que tus hermanos están recibiendo dinero de la venta de calderos robados o algo semejante.

Hermione no abrió la boca durante el resto de la clase, pero Harry intuía que el autocontrol de su amiga no podía durar mucho. Y no se equivocaba: cuando salieron del castillo, a la hora del recreo, y se paseaban por el patio bajo el débil sol de mayo, Hermione miró fijamente a Harry y despegó los labios con aire muy decidido.

Pero Harry la interrumpió antes de que empezara a hablar.

—No te molestes en darme la lata[420], ya está hecho —dijo con firmeza—. Fred y George tienen el oro, aunque por lo que parece han debido de gastar bastante. Y no puedo pedirles que me lo devuelvan, ni quiero hacerlo. Así que no pierdas el tiempo, Hermione.

—¡No iba a decirte nada sobre Fred y George! —replicó ella, dolida. Ron soltó un resoplido de incredulidad y Hermione le lanzó una mirada asesina—. ¡Es la verdad! —protestó, furiosa—. ¡Lo que iba a preguntarle a Harry es cuándo piensa ir a hablar con Snape y pedirle que siga dándole clases de Oclumancia!

Harry no supo qué contestar. Tras agotar el tema de la espectacular partida de Fred y George, y había que reconocer que eso les había llevado varias horas, Ron y Hermione quisieron saber cómo le había ido a Harry con Sirius. Como Harry no les había confesado el motivo por el que había querido hablar con su padrino, no sabía qué decir a sus amigos; acabó explicándoles únicamente que Sirius quería que Harry reanudara las clases de Oclumancia. Y desde que lo hizo no había dejado de lamentarlo, porque Hermione se resistía a aparcar el tema[421] y seguía sacándolo cuando Harry menos lo esperaba.

—No me vengas con el cuento de que has dejado de tener esos sueños tan raros —le dijo Hermione a continuación—, porque Ron me ha comentado que anoche volviste a hablar mientras dormías.

Harry miró furioso a Ron, quien tuvo el detalle de mostrarse avergonzado de sí mismo.

—Únicamente murmuraste un poco —dijo intentando reparar el daño—. Decías: «Sólo un poquito más.»

—Soñé que jugabais al quidditch —mintió Harry despiadadamente—. Quería que estiraras un poco más el brazo para atrapar la quaffle.

A Ron se le pusieron las orejas coloradas y Harry sintió una especie de placer vengativo: no había soñado nada de eso, por descontado[422].

La noche pasada había vuelto a recorrer el pasillo del Departamento de Misterios. Había cruzado la sala circular, había atravesado la habitación llena de tintineos y luces parpadeantes y había vuelto a entrar en aquella enorme y tenebrosa sala llena de estanterías donde se almacenaban polvorientas esferas de cristal.

Había ido derecho hacia la estantería número noventa y siete, había torcido a la izquierda y había corrido por el pasillo... Debió de ser entonces cuando dijo en voz alta: «Sólo un poquito más», porque notaba que su conciencia intentaba despertar. Y antes de llegar al final del pasillo, se había encontrado de nuevo tumbado, contemplando el dosel de su cama.

—Supongo que intentas aislar tu mente, ¿no? —dijo Hermione al mismo tiempo que lo atravesaba con una mirada que echaba chispas—. Y supongo también que sigues practicando Oclumancia.

—Claro que sí —contestó Harry fingiendo que encontraba insultante aquella pregunta, pero no miró a su amiga a la cara. La verdad era que sentía tanta curiosidad por saber qué era lo que se ocultaba en aquella sala repleta de esferas cubiertas de polvo que estaba encantado de que los sueños continuaran.

El problema era que como sólo faltaba un mes para los exámenes y Harry dedicaba todo su tiempo libre a repasar, tenía la mente tan saturada de información que, al meterse en la cama, le resultaba muy difícil conciliar el sueño; y cuando por fin se dormía, la mayoría de las noches sólo llegaban a su abrumado cerebro sueños estúpidos relacionados con los exámenes. También sospechaba que una parte de la mente (esa que a menudo hablaba con la voz de Hermione) se sentía culpable cuando se colaba en aquel pasillo que terminaba frente a la puerta negra, e intentaba despertarlo antes de que pudiera llegar al final del trayecto.

—¿Te has parado a pensar que si Montague no se recupera antes de que Slytherin juegue contra Hufflepuff aún tendríamos alguna posibilidad de ganar la Copa? —comentó Ron, que todavía tenía las orejas ardiendo y coloradas.

—Sí, supongo —contestó Harry, aliviado con el cambio de tema.

—Porque mira, hemos ganado un partido y hemos perdido otro; si Slytherin perdiera contra Hufflepuff el sábado que viene...

—Sí, tienes razón —respondió Harry sin saber de qué estaban hablando, pues Cho Chang acababa de cruzar el patio con paso decidido y sin mirarlo.

 

El partido que cerraría la temporada de quidditch, Gryffindor contra Ravenclaw, iba a celebrarse el último fin de semana de mayo. Y pese a que Hufflepuff había ganado por poco a Slytherin en el último encuentro, Gryffindor no tenía muchas esperanzas de ganar, debido principalmente (aunque nadie se lo decía, por supuesto) a la pésima trayectoria de Ron como guardián. Sin embargo, él parecía haber encontrado un nuevo optimismo.

—Hombre, peor no puedo hacerlo, ¿no creéis? —les planteó con gravedad a Harry y a Hermione durante el desayuno el día del partido—. Ahora no tengo nada que perder, ¿no?

—¿Sabes qué? —dijo poco después Hermione, mientras Harry y ella bajaban al campo de quidditch en medio de una exacerbada multitud—. Creo que Ron lo hará mejor ahora que no están ni Fred ni George. La verdad es que nunca han fomentado mucho su autoestima. —Luna Lovegood los adelantó; llevaba una cosa que parecía un águila viva encima de la cabeza—. ¡Anda, no me acordaba! —exclamó Hermione contemplando el águila, que agitaba las alas mientras Luna pasaba sin inmutarse al lado de un grupo de alumnos de Slytherin, que la señalaban y reían—. Hoy juega Cho, ¿verdad?

Harry, que no había olvidado ese detalle, se limitó a gruñir.

Se sentaron en la penúltima fila de las gradas. Hacía un día templado y despejado; Ron no podía quejarse, y Harry confió, pese a tenerlo todo en contra, en que su amigo no diera motivos a los de Slytherin para que se pusieran a corear: «A Weasley vamos a coronar.»

Como era costumbre, Lee Jordan, que estaba muy alicaído desde que Fred y George se habían marchado del colegio, comentaba el partido. Mientras los dos equipos salían al terreno de juego, fue nombrando a los jugadores sin el entusiasmo de siempre.

—... Bradley... Davies... Chang —anunció, y cuando Cho saltó al campo, Harry tuvo la impresión de que su estómago daba una voltereta hacia atrás, o como mínimo una sacudida.

La débil brisa agitaba el negro y reluciente cabello de Cho. Harry ya no estaba seguro de sus sentimientos hacia ella; lo único que sabía era que no soportaría más discusiones. Tanto era así que al ver a Cho charlando animadamente con Roger Davies mientras los jugadores se preparaban para montar en sus escobas, sólo sintió una pizca de celos.

—¡Allá van! —gritó Lee—. Davies atrapa inmediatamente la quaffle, el capitán de Ravenclaw en posesión de la quaffle, regatea[423] a Johnson, regatea a Bell, regatea también a Spinnet... ¡Va directo hacia la portería! Se dispone a lanzar y, y... —Lee soltó una palabrota—. Y marca.

Harry y Hermione gimieron con el resto de los alumnos de Gryffindor. Como era de esperar, los alumnos de Slytherin, sentados al otro lado de las gradas, empezaron a cantar:

Weasley no atrapa las pelotas

y por el aro se le cuelan todas...

 

—Harry —dijo una voz ronca al oído del chico—. Hermione...

Harry giró la cabeza y vio la enorme y barbuda cara de Hagrid, que asomaba entre los asientos. Por lo visto, había recorrido toda la hilera, porque los alumnos de primero y de segundo curso, que estaban sentados detrás de Harry y Hermione, parecían aplastados y despeinados. Por algún extraño motivo, Hagrid estaba doblado por la cintura, como si no quisiera que alguien lo viera, aunque de cualquier modo sobresalía más de un metro entre los demás.

—Escuchad —susurró—, ¿podéis venir conmigo? Ahora, mientras todos ven el partido.

—¿Tan urgente es? —preguntó Harry—. ¿No puedes esperar a que acabe el encuentro?

—No. No, Harry, tiene que ser ahora, mientras todo el mundo mira hacia el otro lado. Por favor.

A Hagrid le sangraba un poco la nariz y tenía ambos ojos amoratados. Harry no lo había visto tan de cerca desde que regresó al colegio, y le pareció que estaba sumamente angustiado.

—Claro —repuso Harry al momento—. Claro que vamos contigo.

Hermione y él recorrieron su hilera de asientos provocando las protestas de los estudiantes que tuvieron que levantarse para dejarlos pasar. Los de la fila de Hagrid no se quejaban: sólo intentaban ocupar el mínimo espacio posible.

—Os lo agradezco mucho, de verdad —dijo Hagrid cuando llegaron a la escalera. Siguió mirando alrededor, nervioso, mientras bajaban hacia el jardín—. Espero que no hayan visto que nos marchamos.

—¿Te refieres a la profesora Umbridge? —le preguntó Harry—. Tranquilo, seguro que no nos ha visto. Está sentada con toda su brigada, ¿no te has fijado? Debe de imaginarse que pasará algo durante el partido.

—Ya, bueno, un poco de jaleo no nos vendría mal —comentó Hagrid, y se detuvo al llegar al pie de las gradas para asegurarse de que la extensión de césped que las separaba de su cabaña estaba desierta—. Así dispondríamos de más tiempo.

—¿Qué ocurre, Hagrid? —inquirió Hermione mirándolo con cara de preocupación mientras corrían por la hierba hacia la linde del bosque[424].

—Bueno, enseguida lo verás —contestó él, y miró hacia atrás cuando estalló una gran ovación en el estadio—. Eh, acaba de marcar alguien, ¿no?

—Seguro que ha sido Ravenclaw —afirmó Harry, apesadumbrado.

—Estupendo..., estupendo —murmuró Hagrid, distraído—. Me alegro...

Harry y Hermione tuvieron que correr para alcanzar a su amigo, que avanzaba por la ladera a grandes zancadas y de vez en cuando miraba hacia atrás. Cuando llegaron a su cabaña, Hermione torció automáticamente hacia la izquierda, donde estaba la puerta. Pero Hagrid pasó de largo y siguió hasta la linde del bosque, y una vez allí cogió una ballesta que estaba apoyada en el tronco de un árbol.

Cuando se dio cuenta de que los chicos ya no estaban a su lado, se dio la vuelta.

—Hemos de entrar ahí —dijo, e hizo una seña con la enmarañada cabeza.

—¿En el bosque? —se extrañó Hermione, atónita.

—Sí —confirmó Hagrid—. ¡Vamos, deprisa, antes de que nos vean!

Harry y Hermione se miraron y se pusieron a cubierto entre los árboles, detrás de Hagrid, que seguía adentrándose en la verde penumbra con la ballesta al hombro. Los chicos corrieron para alcanzarlo.

—¿Por qué vas armado, Hagrid? —le preguntó Harry.

—Sólo es por precaución —respondió, encogiendo sus fornidos hombros.

—El día que nos enseñaste los thestrals no llevabas la ballesta —observó tímidamente Hermione.

—Ya, bueno, porque aquel día no íbamos a adentrarnos tanto —explicó Hagrid—. Además, eso fue antes de que Firenze se marchara del bosque, ¿verdad?

—¿Qué tiene que ver que Firenze se haya marchado? —preguntó Hermione con curiosidad.

—Que ahora los otros centauros están furiosos conmigo —repuso Hagrid en voz baja, y miró alrededor—. Antes éramos..., bueno, no diré que amigos, pero nos llevábamos bien. Ellos se ocupaban de sus asuntos y yo de los míos, pero siempre venían si yo quería hablar con ellos. Ahora todo ha cambiado. —Y dio un profundo suspiro.

—Firenze dijo que están enfadados porque él aceptó trabajar para Dumbledore —comentó Harry, y tropezó con una raíz que sobresalía del suelo, pues iba distraído observando el perfil de su amigo.

—Sí —asintió Hagrid con pesar—. Bueno, enfadados es poco. Yo diría condenadamente rabiosos. Creo que si no llego a intervenir habrían matado a coces[425] a Firenze.

—¿Lo atacaron? —se sorprendió Hermione.

—Sí —afirmó Hagrid con brusquedad al mismo tiempo que apartaba unas ramas bajas para abrirse paso—. Se le echó encima la mitad de la manada.

—¿Y tú los paraste? —quiso saber Harry, asombrado e impresionado—. ¿Tú solo?

—Pues claro, no podía quedarme allí plantado viendo cómo lo mataban, ¿no? Fue una suerte que pasara por allí, la verdad... ¡Y Firenze debería haberlo recordado antes de enviarme estúpidas advertencias! —añadió acalorada e inesperadamente. Harry y Hermione se miraron con cara de susto, pero Hagrid frunció el entrecejo y no dio más explicaciones—. En fin —prosiguió, respirando más ruidosamente de lo habitual—, desde aquel día los otros centauros están furiosos conmigo, y lo malo es que tienen mucha influencia en el bosque. Son las criaturas más astutas que hay por aquí.

—¿Por eso hemos venido, Hagrid? —inquirió Hermione—. ¿Por los centauros?

—¡Ah, no! —respondió él, y negó con la cabeza—. No, no es por ellos. Bueno, ellos podrían complicar aún más las cosas, desde luego, pero esperad un poco y me entenderéis.

Dejó aquel indescifrable comentario en el aire y siguió adelante; cada paso que daba Hagrid equivalía a tres pasos de los chicos, de modo que les costaba trabajo seguirlo.

A medida que se adentraban en el Bosque Prohibido la maleza iba invadiendo el camino y los árboles cada vez crecían más juntos, así que estaba tan oscuro como al anochecer. Habían llegado mucho más allá del claro donde Hagrid les había enseñado los thestrals, pero Harry no empezó a inquietarse hasta que de pronto Hagrid se apartó de la senda y comenzó a caminar entre los árboles hacia el tenebroso corazón del bosque.

—¡Hagrid! —exclamó el muchacho mientras atravesaba unas zarzas llenas de pinchos por las que su amigo había pasado sin grandes dificultades, al mismo tiempo que recordaba claramente lo que le había pasado una vez que se apartó del camino del bosque—. ¿Adonde vamos?

—Un poco más allá —contestó él mirándolo por encima del hombro—. Vamos, Harry, ahora hemos de avanzar juntos.

Costaba mucho trabajo seguir el ritmo de Hagrid al haber tantas ramas y tantos espinos por entre los que él pasaba sin inmutarse, como si fueran telarañas, pero en cambio a Harry y a Hermione se les enganchaban en las túnicas, y a veces se les enredaban hasta tal punto que tenían que parar varios minutos para soltárselos. Al poco rato, Harry tenía la zona descubierta de brazos y piernas llena de pequeños cortes y rasguños. Se habían adentrado tanto en el bosque que, de vez en cuando, lo único que Harry veía de Hagrid en la penumbra era una inmensa silueta negra delante de él. En medio de aquel denso silencio, cualquier sonido parecía amenazador. El crujido de una ramita al partirse resonaba con intensidad, y hasta el más débil susurro, aunque lo hubiera hecho un inocente gorrión, conseguía que Harry escudriñara la oscuridad tratando de descubrir a un enemigo. De pronto reparó en que era la primera vez que se alejaba tanto por el bosque sin encontrar ningún tipo de criatura, e interpretó esa ausencia como un mal presagio.

—Hagrid, ¿no podríamos encender las varitas? —propuso Hermione en voz baja.

—Bueno, vale —susurró Hagrid—. En realidad... —Entonces paró en seco y se dio la vuelta; Hermione chocó contra él y cayó hacia atrás. Harry la sujetó justo antes de que diera contra el suelo—. Quizá sería conveniente que nos detuviéramos un momento, para que pueda... poneros al corriente[426] —sugirió—. Antes de que lleguemos a donde vamos.

—¡Genial! —exclamó Hermione mientras Harry la ayudaba a enderezarse.

Ambos murmuraron: ¡Lumos!, y las puntas de sus varitas se encendieron. El rostro de Hagrid surgió de la penumbra, entre los dos vacilantes haces de luz, y Harry comprobó una vez más que su amigo estaba nervioso y afligido.

—Bueno —empezó Hagrid—, veamos... El caso es que... —Inspiró hondo—. Bueno, hay muchas posibilidades de que me despidan cualquier día de éstos —expuso. Harry y Hermione se miraron y luego miraron a Hagrid. —Pero si has aguantado hasta ahora —comentó Hermione tímidamente—, ¿qué te hace pensar que...?

—La profesora Umbridge cree que fui yo quien metió ese escarbato en su despacho.

—¿Lo hiciste? —le preguntó Harry sin poder contenerse.

—¡No, claro que no! —contestó Hagrid, indignado—. Pero ella cree que cualquier cosa relacionada con criaturas mágicas tiene que ver conmigo. Ya sabéis que ha estado buscando una excusa para librarse de mí desde que regresé a Hogwarts. Yo no quiero marcharme, por supuesto, pero si no fuera por..., bueno, el carácter excepcional de lo que estoy a punto de revelaros, me marcharía ahora mismo, antes de que a ella se le presente la ocasión de echarme delante de todo el colegio, como hizo con la profesora Trelawney.

Harry y Hermione hicieron signos de protesta, pero Hagrid los desechó agitando una de sus enormes manos.

—No es el fin del mundo; cuando salga de aquí, tendré ocasión de ayudar a Dumbledore y puedo resultarle muy útil a la Orden. Y vosotros contáis con la profesora Grubbly-Plank, así que no tendréis problemas para... para aprobar los exámenes. —La voz le tembló hasta quebrarse—. No os preocupéis por mí —se apresuró a añadir cuando Hermione le hizo una caricia en un brazo. Luego Hagrid sacó su inmenso pañuelo de lunares del bolsillo de su chaleco y se enjugó las lágrimas con él—. Mirad, no os estaría soltando este sermón si no fuera necesario. Veréis, si me voy..., bueno, no puedo marcharme sin... sin contárselo a alguien... porque... porque necesito que me ayudéis. Y Ron también, si quiere.


Date: 2015-12-11; view: 417


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