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Ministro de la Magia 4 page

—No, muchas gracias —contestó ésta con aquella sonrisa tonta que tanto odiaba Harry—. Sólo me preguntaba si le importaría que hiciera una brevísima interrupción, Minerva.

—No, no me importaría. Adelante —indicó la profesora McGonagall apretando los dientes.

—Me estaba preguntando si el señor Potter tiene temperamento de Auror —comentó la profesora Umbridge con dulzura.

—¿Ah, sí? —dijo la profesora McGonagall con altivez—. Bueno, Potter —continuó, como si la interrupción no se hubiera producido—, si de verdad quieres ser Auror, te recomiendo que te concentres en alcanzar el nivel requerido en Transformaciones y en Pociones. Veo que el profesor Flitwick siempre te ha puesto «Aceptable» o «Supera las expectativas» en los dos últimos años, de modo que tu nivel de Encantamientos debe de ser satisfactorio. En cuanto a Defensa Contra las Artes Oscuras, siempre has sacado buenas notas; el profesor Lupin, particularmente, creía que tú... ¿Seguro que no quiere una pastilla para la tos, Dolores?

—¡Oh, no, Minerva! Gracias, pero no la necesito —dijo con la misma sonrisa tonta la profesora Umbridge, que había vuelto a toser aún más fuerte—. Es sólo que por lo visto no tiene usted delante las últimas calificaciones de Harry en Defensa Contra las Artes Oscuras. Estoy segura de que le he pasado una nota.

—¿Se refiere a esto? —preguntó la profesora McGonagall con tono de repugnancia, y sacó una hoja de pergamino de color rosa de entre las solapas de la carpeta del expediente de Harry. La miró con las cejas un poco arqueadas y volvió a guardarla en su sitio sin hacer ningún comentario—. Sí, Potter, como iba diciendo, el profesor Lupin opinaba que demostrabas tener excelentes aptitudes para la asignatura, y como podrás suponer, para ser Auror...

—¿No ha entendido mi nota, Minerva? —la interrumpió la profesora Umbridge con tono meloso. Esta vez se le había olvidado toser.

—Claro que la he entendido —respondió la profesora McGonagall, pero apretó tanto los dientes que apenas se distinguieron sus palabras.

—Bueno, pues entonces no me explico... Me temo que no comprendo cómo puede dar falsas esperanzas a Potter de que...

—¿Falsas esperanzas? —repitió la profesora McGonagall, que seguía resistiéndose a mirar a la profesora Umbridge—. Ha sacado muy buenas notas en todos sus exámenes de Defensa Contra las Artes Oscuras...

—Lamento muchísimo tener que contradecirla, Minerva, pero como verá en mi nota, Harry ha obtenido unos resultados muy bajos en sus clases conmigo...

—Me parece que debería ser más clara —la atajó la profesora McGonagall, y se volvió por fin para mirar a los ojos a la profesora Umbridge—. Ha sacado muy buenas notas siempre que se ha examinado con un profesor competente.



La sonrisa de la profesora Umbridge se borró de su rostro con la rapidez con que explota una bombilla. Se recostó en el respaldo de su asiento, dio la vuelta a la hoja de pergamino que tenía en el sujetapapeles y empezó a escribir a toda velocidad dirigiendo los saltones ojos de un margen al otro de la página. La profesora McGonagall se volvió hacia Harry; resoplaba y echaba chispas por los ojos. —¿Alguna pregunta, Potter?

—Sí —contestó él—. ¿En qué consisten esas pruebas de personalidad y aptitudes que te hace el Ministerio si consigues suficientes ÉXTASIS?

—Verás, tendrás que demostrar que eres capaz de reaccionar correctamente ante la presión y cosas por el estilo —explicó la profesora McGonagall—; que eres perseverante y entregado, porque el curso de Auror dura tres años más; y que dominas la Defensa práctica. Eso supone que tendrás que seguir estudiando mucho una vez que salgas del colegio, así que, a menos que estés dispuesto a...

—Creo que también sabrá —la interrumpió la profesora Umbridge con aspereza— que el Ministerio revisa los antecedentes de los aspirantes a Aurores. Sus antecedentes penales.

—... a menos que estés dispuesto a seguir haciendo exámenes después de salir de Hogwarts, deberías buscar otra...

—Y eso significa que este chico tiene tantas posibilidades de llegar a ser Auror como Dumbledore de volver a este colegio.

—Entonces tiene muchas posibilidades —respondió la profesora McGonagall.

—Potter tiene antecedentes penales —le recordó la profesora Umbridge.

—A Potter lo absolvieron de todos los cargos —afirmó la profesora McGonagall, subiendo aún más el tono de voz. La profesora Umbridge se puso en pie. Era tan baja que no se notó mucho que lo hacía, pero su cursilería[413] había dejado paso a una ira desbocada que hizo que su ancha y blanda cara adoptara una expresión siniestra.

—¡Potter no tiene ni la más remota posibilidad de llegar a ser Auror! —sentenció.

La profesora McGonagall se levantó también, y en su caso sí se notó la diferencia, pues era mucho más alta que la profesora Umbridge.

—¡Voy a ayudarte a ser Auror aunque sea lo último que haga en esta vida, Potter! —aseguró con rotundidad—. ¡Aunque tenga que darte clases particulares todas las noches! ¡Me encargaré de que alcances los resultados requeridos!

—¡El Ministerio de la Magia jamás dará empleo a Harry Potter! —replicó la profesora Umbridge a voz en grito.

—¡Es muy posible que cuando Potter esté preparado para entrar en el Ministerio ya haya otro ministro! —bramó la profesora McGonagall.

—¡Aja! —chilló la profesora Umbridge apuntando a la profesora McGonagall con un dedo regordete—. ¡Sí! ¡Eso, eso, eso! ¡Claro! Eso es lo que usted quiere, ¿verdad, Minerva McGonagall? ¡Quiere que Albus Dumbledore sustituya a Cornelius Fudge! Cree que ocupará mi puesto, ¿verdad? ¡Subsecretaría del ministro y, por si fuera poco, directora del colegio!

—Está loca de atar —masculló la profesora McGonagall con profundo desdén— Potter, ya hemos terminado la consulta sobre orientación académica.

Harry se colgó la mochila del hombro y salió muy deprisa de la habitación, sin atreverse a mirar a la profesora Umbridge. Mientras recorría el pasillo, siguió oyendo a las dos mujeres, que se gritaban una a otra.

La profesora Umbridge seguía respirando como si acabara de correr una maratón cuando entró pisando fuerte en la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras de aquella tarde.

—Espero que te hayas pensado mejor eso que planeas hacer, Harry —susurró Hermione en cuanto abrieron los libros por el capítulo treinta y cuatro, «Respuesta pacífica y negociación»—. La profesora Umbridge ya está de muy mal humor...

De vez en cuando Dolores Umbridge lanzaba miradas de odio a Harry, que mantenía la cabeza agachada y no apartaba la vista de su ejemplar de Teoría de defensa mágica, mirándolo sin ver nada, mientras pensaba...

Se imaginaba la reacción de la profesora McGonagall si lo sorprendían entrando ilegalmente en el despacho de la profesora Umbridge sólo unas horas después de que ella hubiera dado la cara por él. Nada le impedía volver a la torre de Gryffindor y confiar en que durante las vacaciones de verano algún día se le presentara la ocasión de pedir a Sirius que le explicara la escena que había visto en el pensadero... Nada, salvo que la idea de adoptar esa sensata actitud hacía que notara como si tuviera el estómago lleno de plomo... Y, además, estaban Fred y George, cuya maniobra de distracción ya estaba preparada, por no mencionar la navaja que Sirius le había regalado, y que en esos momentos llevaba en la mochila junto con la capa invisible de su padre.

Pero lo cierto era que si lo sorprendían...

—¡Dumbledore se ha sacrificado para que no tengas que marcharte del colegio, Harry! —le susurró Hermione levantando su libro y escondiéndose detrás para que la profesora Umbridge no le viera la cara—. ¡Y si consigues que te expulsen hoy, todo habrá sido en vano!

Podía abandonar el plan y aprender a vivir, sencillamente, con el recuerdo de lo que su padre había hecho un día de verano, hacía más de veinte años...

Y entonces se acordó de Sirius en la chimenea de la sala común de Gryffindor...

«No te pareces a tu padre tanto como yo creía. Para James, el riesgo habría sido lo divertido.»

Pero ¿todavía quería parecerse a su padre?

—¡No lo hagas, Harry, por favor! —le suplicó Hermione con voz de angustia mientras sonaba la campana que anunciaba el final de la clase.

Harry no dijo nada; no sabía qué hacer. Ron, por su parte, parecía decidido a no manifestar su opinión y a no ofrecer consejos; ni siquiera miraba a Harry a la cara, aunque, cuando Hermione abrió la boca para intentar una vez más disuadir a su amigo, Ron dijo en voz baja:

—Déjalo ya, ¿quieres? Harry es mayorcito[414] para tomar sus propias decisiones.

El corazón de Harry latía muy deprisa cuando salió del aula. Cuando estaba más o menos en la mitad del pasillo oyó los lejanos pero inconfundibles sonidos de una maniobra de distracción. Se oían gritos y chillidos que, procedentes de más arriba, resonaban por todas partes; los alumnos que salían de las aulas se paraban en seco y miraban con temor hacia el techo...

La profesora Umbridge abandonó precipitadamente la clase, tan aprisa como le permitían sus cortas piernas.

Sacó su varita mágica y echó a correr en dirección opuesta a la de Harry: era ahora o nunca.

—¡Por favor, Harry! —le suplicó Hermione débilmente.

Pero Harry ya había tomado una decisión; se colgó mejor la mochila y rompió a correr esquivando a los alumnos que se precipitaban en dirección opuesta para ver qué era aquel alboroto del ala este.

Harry llegó al pasillo del despacho de la profesora Umbridge y lo encontró vacío. Se escondió detrás de una armadura, cuyo yelmo giró chirriando para mirarlo; abrió su mochila, agarró la navaja de Sirius y se puso la capa invisible. Entonces salió arrastrándose lenta y cuidadosamente de detrás de la armadura y recorrió el pasillo hasta llegar frente a la puerta de la profesora Umbridge.

Introdujo la hoja de la navaja mágica en el resquicio de la puerta y la movió con suavidad hacia arriba y hacia abajo; luego la retiró. Se oyó un débil chasquido, y la puerta se abrió. Harry entró en el despacho, cerró rápidamente tras él y miró alrededor.

No se movía nada salvo aquellos horribles gatitos que seguían retozando en los platos que había colgados en la pared, encima de las escobas confiscadas.

Harry se quitó la capa invisible, fue con aire resuelto hasta la chimenea y sólo tardó unos segundos en encontrar lo que buscaba: una cajita llena de relucientes polvos flu. A continuación se agachó ante la chimenea, que estaba apagada; le temblaban las manos. Era la primera vez que hacía aquello, aunque creía que sabía cómo funcionaba. Metió la cabeza en la chimenea, cogió un buen pellizco de polvos y los tiró sobre los troncos ordenadamente apilados que tenía debajo. Los polvos explotaron al instante y provocaron unas llamas de color verde esmeralda.

—¡Número doce de Grimmauld Place! —dijo Harry con voz fuerte y clara.

Fue una de las sensaciones más extrañas que jamás había experimentado. Había viajado mediante polvos flu en otras ocasiones, desde luego, pero siempre había sido el cuerpo entero lo que le había girado y girado en medio de las llamas por la red de chimeneas mágicas que se extendía por el país. Esta vez, en cambio, las rodillas de Harry permanecían firmes sobre el frío suelo del despacho de la profesora Umbridge, y sólo la cabeza le volaba a toda velocidad por el fuego de color esmeralda...

Y entonces, tan bruscamente como había empezado a suceder, la cabeza dejó de darle vueltas. Harry, que se sentía muy mareado y como si llevara una bufanda muy caliente alrededor de la cabeza, abrió los ojos y vio que miraba desde la chimenea de la cocina de Grimmauld Place hacia la larga mesa de madera, donde había un hombre sentado leyendo detenidamente una hoja de pergamino. —¿Sirius?

El hombre se sobresaltó y miró alrededor. No era Sirius, sino Lupin.

—¡Harry! —Estaba absolutamente desconcertado—. ¿Qué haces tú...? ¿Qué ha pasado? ¿Va todo bien?

—Sí —contestó él—. Sólo quería... Bueno, me apetecía charlar un poco con Sirius.

—Voy a buscarlo —dijo Lupin, y se puso en pie sin cambiar aquella cara de absoluta perplejidad—. Ha subido a buscar a Kreacher, que al parecer ha vuelto a esconderse en el desván...

Harry vio cómo Lupin salía a toda prisa de la cocina. Ahora no podía mirar otra cosa que no fueran las patas de las sillas y la mesa. Se preguntó por qué su padrino nunca había comentado lo incómodo que era hablar desde la chimenea; empezaban a dolerle las rodillas a causa del prolongado contacto con el duro suelo de piedra del despacho de la profesora Umbridge.

Lupin regresó unos minutos más tarde con Sirius. —¿Qué pasa? —preguntó éste con apremio, apartándose el largo y oscuro cabello de los ojos y sentándose frente a la chimenea para ponerse a la altura de Harry. Lupin se arrodilló también; parecía muy preocupado—. ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?

—No —contestó Harry—, no pasa nada... Sólo quería hablar... de mi padre.

Sirius y Lupin intercambiaron una mirada de desconcierto, pero Harry no tenía tiempo para sentirse avergonzado ni abochornado; cada vez le dolían más las rodillas y calculaba que ya debían de haber pasado cinco minutos desde el inicio de la maniobra de distracción; George sólo le había garantizado veinte. Por lo tanto, abordó inmediatamente el tema de lo que había visto en el pensadero.

Cuando hubo terminado, ni Sirius ni Lupin dijeron nada durante un rato, pero después Lupin dijo con voz queda:

—No quisiera que juzgaras a tu padre por lo que viste allí, Harry. Sólo tenía quince años...

—¡Yo también tengo quince años! —protestó Harry.

—Mira, Harry —intervino Sirius con tono apaciguador—, James y Snape se odiaron a muerte desde el día que se vieron por primera vez, sentían aversión mutua, eso lo entiendes, ¿verdad? Creo que James tenía todo lo que a Snape le habría gustado tener: amigos, era bueno jugando al quidditch... Era bueno en casi todo. Y Snape no era más que un bicho raro que se pirraba por las artes oscuras, y James siempre odió las artes oscuras, Harry, eso te lo puedo asegurar.

—Ya, pero atacó a Snape sin motivo, sólo porque..., bueno, sólo porque tú dijiste que te aburrías —concluyó con un deje de disculpa en la voz.

—No me enorgullezco de ello —se apresuró a decir su padrino.

Lupin miró de soslayo a Sirius y dijo:

—Mira, Harry, lo que tienes que entender es que tu padre y Sirius eran los mejores del colegio en todo. Los demás pensaban que eran insuperables, y si a veces se dejaban llevar un poco...

—Si a veces éramos unos chulos arrogantes, querrás decir —lo corrigió Sirius.

Lupin sonrió.

—Se despeinaba el pelo continuamente —comentó Harry, apenado.

Sirius y Lupin rieron.

—Se me había olvidado que tenía esa costumbre —comentó Sirius cariñosamente.

—¿Estaba jugando con la snitch? —preguntó Lupin.

—Sí —respondió Harry, y vio con estupor cómo Sirius y Lupin sonreían con nostalgia—. Pero... me pareció que era un poco idiota.

—¡Pues claro que era un poco idiota! —admitió Sirius—. ¡Todos lo éramos! Bueno, Lunático no tanto —añadió con justicia mirando a Lupin.

Pero éste negó con la cabeza.

—¿Os dije alguna vez que dejarais tranquilo a Snape? ¿Tuve alguna vez el valor de comentaros que creía que os estabais pasando de la raya?

—Ya, pero... —replicó Sirius—. A veces conseguías que nos avergonzáramos de nosotros mismos, y eso ya era algo.

—¡Y no paraba de mirar a las chicas que había en la orilla del lago para ver si ellas lo miraban a él! —prosiguió Harry, obstinado. Ya que había ido hasta allí, decidió soltar todo lo que tenía en la cabeza.

—Sí, bueno, siempre hacía el ridículo cuando veía a Lily —afirmó Sirius encogiéndose de hombros—. Cuando ella estaba cerca, James no podía evitar hacerse el chulo[415].

—¿Cómo puede ser que mi madre se casara con él? —preguntó Harry muy afligido—. ¡Lo odiaba!

—No, no lo odiaba —respondió Sirius.

—Empezó a salir con él en séptimo —concretó Lupin.

—Cuando a James ya se le habían bajado un poco los humos —añadió Sirius.

—Y ya no echaba maleficios a la gente para divertirse —dijo Lupin.

—¿Tampoco a Snape?

—Bueno, Snape era un caso especial —admitió Lupin—. Verás, él tampoco desaprovechaba jamás la oportunidad de echar una maldición a James, y lo lógico era que James se defendiera, ¿no?

—¿Y a mi madre no le importaba?

—La verdad es que no se enteraba —repuso Sirius—. Como podrás imaginar, James no se llevaba a Snape a sus citas con Lily para embrujarlo delante de ella. —Sirius miró con la frente fruncida a Harry, que todavía no parecía convencido—. Mira —dijo—, tu padre era el mejor amigo que jamás he tenido, y una buena persona. Mucha gente se comporta como si fuera idiota cuando tiene quince años. Pero James maduró con el tiempo.

—Está bien —aceptó Harry, apesadumbrado—. Es que nunca pensé que podría sentir lástima por Snape.

—Oye, por cierto —terció Lupin, y frunció un poco el entrecejo—, ¿cómo reaccionó Snape cuando se enteró de que habías visto todo eso?

—Me dijo que no volvería a enseñarme Oclumancia —contestó Harry con indiferencia—, como si yo fuera a echar de menos las...

—¿CÓMO DICES? —gritó Sirius haciendo que Harry se sobresaltara y aspirara un montón de cenizas.

—¿Lo dices en serio, Harry? —le preguntó Lupin—. ¿Ha dejado de darte clases?

—Sí —contestó él, muy sorprendido por lo que consideraba una reacción exagerada—. Pero no pasa nada, no me importa, en realidad me alegro...

—¡Voy para allá ahora mismo! ¡Se va a enterar! —gritó Sirius con vehemencia, e hizo el amago de levantarse, pero Lupin lo agarró por un brazo y lo obligó a sentarse.

—¡Si hay que decirle algo a Snape, ya me encargo yo! —aclaró Lupin con firmeza—. Pero Harry, antes que nada, tienes que ir a hablar con Snape y decirle que de ningún modo debe dejar de darte clases. Cuando lo sepa Dumbledore...

—¡No puedo decirle eso, me mataría! —exclamó Harry, escandalizado—. Vosotros no lo visteis cuando salimos del pensadero.

—¡Harry, ahora lo más importante es que aprendas Oclumancia! —aseguró Lupin con severidad—. ¿Me has entendido? ¡No hay nada más importante!

—Está bien, está bien —dijo el chico, confuso y enfadado—. Intentaré decirle algo, pero no va a ser...

Se quedó callado. Había oído unos pasos a lo lejos.

—¿Qué es eso? ¿Está bajando Kreacher por la escalera?

—No —contestó Sirius mirando hacia atrás—. Debe de ser alguien en tu lado.

A Harry le dio un vuelco el corazón.

—¡Más vale que me vaya! —dijo apresuradamente, y sacó la cabeza de la chimenea de Grimmauld Place. Durante unos instantes tuvo la sensación de que le giraba sobre los hombros; entonces se encontró arrodillado delante de la chimenea del despacho de la profesora Umbridge, con la cabeza en su sitio, mientras contemplaba cómo las llamas de color esmeralda parpadeaban hasta apagarse.

—¡Rápido, rápido! —oyó que decía una voz jadeante al otro lado de la puerta del despacho—. Ah, la ha dejado abierta...

Harry se lanzó a coger su capa invisible, y acababa de cubrirse con ella cuando Filch irrumpió en el despacho. Parecía contentísimo por algo y hablaba solo, febrilmente, mientras cruzaba la habitación; abrió un cajón de la mesa de la profesora Umbridge y empezó a revolver los papeles que había dentro.

—Permiso para dar azotes... Permiso para dar azotes... Por fin podré hacerlo... Llevan años buscándoselo...

Sacó un trozo de pergamino, lo besó y fue rápidamente hacia la puerta, arrastrando los pies, con la hoja de pergamino abrazada contra el pecho.

Harry se puso en pie y, tras asegurarse de que tenía su mochila y de que la capa invisible lo cubría por completo, abrió la puerta sin vacilar y salió corriendo del despacho detrás de Filch, que renqueaba a una velocidad insólita en él.

Cuando estuvo en el piso inferior al del despacho de la profesora Umbridge, Harry creyó que ya no corría peligro si volvía a hacerse visible. Por tanto, se quitó la capa, la guardó en su mochila y siguió adelante. Se oían gritos y jaleo provenientes del vestíbulo. Bajó a toda velocidad la escalera de mármol y encontró al colegio en pleno reunido allí.

La situación era muy parecida a la del día que despidieron a la profesora Trelawney. Los estudiantes estaban de pie formando un gran corro a lo largo de las paredes (Harry se fijó en que algunos estaban cubiertos de una sustancia que parecía jugo fétido); además de alumnos, también había profesores y fantasmas. Entre los curiosos destacaban los miembros de la Brigada Inquisitorial, que parecían muy satisfechos de sí mismos, y Peeves, que cabeceaba suspendido en el aire, desde donde contemplaba a Fred y George, que estaban sentados en el suelo en medio del vestíbulo. Era evidente que acababan de atraparlos.

—¡Muy bien! —gritó triunfante la profesora Umbridge, que sólo estaba unos cuantos escalones más abajo que Harry y contemplaba a sus presas desde arriba—. ¿Os parece muy gracioso convertir un pasillo del colegio en un pantano?

—Pues sí, la verdad —contestó Fred, que miraba a la profesora sin dar señal alguna de temor.

Filch, que casi lloraba de felicidad, se abrió paso a empujones hasta la profesora Umbridge.

—Ya tengo el permiso, señora —anunció con voz ronca mientras agitaba el trozo de pergamino que Harry le había visto sacar de la mesa de la profesora Umbridge—. Tengo el permiso y tengo las fustas preparadas. Déjeme hacerlo ahora, por favor...

—Muy bien, Argus —repuso ella—. Vosotros dos —prosiguió sin dejar de mirar a los gemelos— vais a saber lo que les pasa a los alborotadores en mi colegio.

—¿Sabe qué le digo? —replicó Fred—. Me parece que no. —Miró a su hermano y añadió—: Creo que ya somos mayorcitos para estar internos en un colegio, George.

—Sí, yo también tengo esa impresión —coincidió George con desparpajo.

—Ya va siendo hora de que pongamos a prueba nuestro talento en el mundo real, ¿no? —le preguntó Fred.

—Desde luego —contestó George.

Y antes de que la profesora Umbridge pudiera decir ni una palabra, los gemelos Weasley levantaron sus varitas y gritaron juntos:

¡Accio escobas!

Harry oyó un fuerte estrépito a lo lejos, miró hacia la izquierda y se agachó justo a tiempo. Las escobas de Fred y George, una de las cuales arrastraba todavía la pesada cadena y la barra de hierro con que la profesora Umbridge las había atado a la pared, volaban a toda pastilla por el pasillo hacia sus propietarios; torcieron hacia la izquierda, bajaron la escalera como una exhalación y se pararon en seco delante de los gemelos. El ruido que hizo la cadena al chocar contra las losas de piedra del suelo resonó por el vestíbulo.

—Hasta nunca —le dijo Fred a la profesora Umbridge, y pasó una pierna por encima de la escoba.

—Sí, no se moleste en enviarnos ninguna postal —añadió George, y también montó en su escoba.

Fred miró a los estudiantes que se habían congregado en el vestíbulo, que los observaban atentos y en silencio.

—Si a alguien le interesa comprar un pantano portátil como el que habéis visto arriba, nos encontrará en Sortilegios Weasley, en el número noventa y tres del callejón Diagon —dijo en voz alta.

—Hacemos descuentos especiales a los estudiantes de Hogwarts que se comprometan a utilizar nuestros productos para deshacerse de esa vieja bruja —añadió George señalando a la profesora Umbridge.

—¡DETENEDLOS! —chilló la mujer, pero ya era demasiado tarde.

Cuando la Brigada Inquisitorial empezó a cercarlos, Fred y George dieron un pisotón en el suelo y se elevaron a más de cuatro metros, mientras la barra de hierro oscilaba peligrosamente un poco más abajo. Fred miró hacia el otro extremo del vestíbulo, donde estaba suspendido el poltergeist, que cabeceaba a la misma altura que ellos, por encima de la multitud.

—Hazle la vida imposible por nosotros, Peeves.

Y Peeves, a quien Harry jamás había visto aceptar una orden de un alumno, se quitó el sombrero con cascabeles de la cabeza e hizo una ostentosa reverencia al mismo tiempo que los gemelos daban una vuelta al vestíbulo en medio de un aplauso apoteósico de los estudiantes y salían volando por las puertas abiertas hacia una espléndida puesta de sol.


Grawp

 

 

La historia del vuelo hacia la libertad de Fred y George se contó tantas veces en los días siguientes que Harry comprendió que pronto se convertiría en una de las leyendas de Hogwarts. Al cabo de una semana, los que lo habían presenciado estaban casi convencidos de que habían visto a los gemelos lanzar bombas fétidas desde sus escobas a la profesora Umbridge antes de salir disparados hacia los jardines. Inmediatamente después de su partida, muchos alumnos se plantearon seguir los pasos de los gemelos Weasley. Harry oyó a varios hacer comentarios como: «Te aseguro que hay días en que me montaría en mi escoba y me largaría de aquí» o «Una clase más como ésta y creo que me marco un Weasley[416]».

Fred y George se habían asegurado de que nadie se olvidara de ellos demasiado deprisa. Para empezar, no habían dejado instrucciones para lograr que el pantano, que todavía inundaba el pasillo del quinto piso del ala este, desapareciera. La profesora Umbridge y Filch habían intentado retirarlo de allí por diversos medios, pero ninguno había dado resultado. Finalmente acordonaron la zona, y Filch, aunque rechinaba los dientes muerto de rabia, tenía que encargarse de llevar a los alumnos en un bote hasta las aulas. Harry no tenía ninguna duda de que profesores como Flitwick o McGonagall habrían hecho desaparecer el pantano en un abrir y cerrar de ojos, pero, como había ocurrido en el caso de los Magifuegos Salvajes Weasley, al parecer preferían que la profesora Umbridge pasara apuros.


Date: 2015-12-11; view: 444


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