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El escarabajo, acorralado 5 page

—Toma, Sybill, toma... Tranquilízate... Suénate con esto... No es tan grave como parece... No tendrás que marcharte de Hogwarts...

—¿Ah, no, profesora McGonagall? —dijo la profesora Umbridge con una voz implacable, y dio unos pasos hacia delante—. ¿Y se puede saber quién la ha autorizado para hacer esa afirmación?

—Yo —contestó una voz grave.

Las puertas de roble se habían abierto de par en par. Los estudiantes que estaban más cerca de ellas se apartaron y Dumbledore apareció en el umbral. Harry no tenía ni idea de qué debía de haber estado haciendo el director en los jardines, pero tenía un aire imponente allí plantado, como si lo enmarcara una extraña neblina nocturna. Dumbledore dejó las puertas abiertas y avanzó, dando grandes zancadas a través del corro de curiosos, hacia la profesora Trelawney, quien seguía temblando y llorando sobre su baúl, con la profesora McGonagall a su lado.

—¿Usted, profesor Dumbledore? —se extrañó la profesora Umbridge con una risita particularmente desagradable—. Me temo que no ha comprendido bien la situación. Aquí tengo —dijo, y sacó un rollo de pergamino de la túnica— una orden de despido firmada por mí y por el ministro de la Magia. Según el Decreto de Enseñanza número veintitrés, la Suma Inquisidora de Hogwarts tiene poder para supervisar, poner en periodo de prueba y despedir a cualquier profesor que en su opinión, es decir, la mía, no esté al nivel exigido por el Ministerio de la Magia. He decidido que la profesora Trelawney no da la talla[366], y la he despedido.

Para gran sorpresa de Harry, Dumbledore siguió sonriendo. Miró a la profesora Trelawney, que no dejaba de sollozar e hipar sobre su baúl, y dijo:

—Tiene usted razón, desde luego, profesora Umbridge. Como Suma Inquisidora, está en su perfecto derecho de despedir a mis profesores. Sin embargo, no tiene autoridad para echarlos del castillo. Me temo que la autoridad para hacer eso todavía la ostenta el director —dijo, e hizo una pequeña reverencia—, y yo deseo que la profesora Trelawney siga viviendo en Hogwarts.

Al escuchar las palabras de Dumbledore, la profesora Trelawney soltó una risita nerviosa que no logró disimular un hipido.

—¡No, no! ¡M-me m-marcharé, Dumbledore! M-me iré de Ho-Hogwarts y b-buscaré fortuna en otro lugar...

—No —dijo Dumbledore, tajante—. Yo deseo que usted permanezca aquí, Sybill. —Se volvió hacia la profesora McGonagall y añadió—: ¿Le importaría acompañar a Sybill arriba, profesora McGonagall?

—En absoluto —repuso ésta—. Vamos, Sybill, levántate...

La profesora Sprout salió apresuradamente de entre la multitud y agarró a la profesora Trelawney por el otro brazo. Juntas la guiaron hacia la escalera de mármol pasando por delante de la profesora Umbridge. El profesor Flitwick corrió tras ellas con la varita en ristre, gritó: «¡Baúl locomotor!», y el equipaje de la profesora Trelawney se elevó por los aires y la siguió escaleras arriba. El profesor Flitwick cerraba la comitiva.



La profesora Umbridge no se había movido, y miraba de hito en hito a Dumbledore, que continuaba sonriendo con benevolencia.

—¿Y qué piensa hacer cuando yo nombre a un nuevo profesor de Adivinación que necesitará las habitaciones de la profesora Trelawney? —le preguntó la profesora Umbridge en un susurro que se oyó por todo el vestíbulo.

—¡Ah, eso no supone ningún problema! —contestó Dumbledore en tono agradable—. Verá, ya he encontrado a un nuevo profesor de Adivinación, y resulta que prefiere alojarse en la planta baja.

—¿Que ha encontrado...? —repitió la profesora Umbridge con voz chillona—. ¿Que usted ha encontrado...? Permítame que le recuerde, profesor Dumbledore, que el Decreto de Enseñanza número veintidós...

—El Ministerio sólo tiene derecho a nombrar un candidato adecuado en el caso de que el director no consiga encontrar uno —la interrumpió Dumbledore—. Y me complace comunicarle que en esta ocasión lo he conseguido. ¿Me permite que se lo presente?

Entonces se dio la vuelta hacia las puertas, que seguían abiertas y dejaban pasar la neblina. Harry oyó ruido de cascos. Un murmullo de asombro recorrió el vestíbulo, y los que estaban más cerca de las puertas se apartaron rápidamente; algunos hasta tropezaron con las prisas por abrir camino al recién llegado.

A través de la niebla apareció un rostro que Harry ya había visto antes, una noche oscura y llena de peligros, en el Bosque Prohibido: tenía el cabello rubio, casi blanco, y los ojos de un azul espectacular; eran la cabeza y el torso de un hombre unidos al cuerpo de un caballo claro con la crin y la cola blancas.

—Le presento a Firenze —le dijo Dumbledore alegremente a la perpleja profesora Umbridge—. Creo que lo encontrará adecuado.


El centauro y el chivatazo[367]

 

 

—Supongo que ahora lamentarás haberte dado de baja de Adivinación, ¿verdad, Hermione? —comentó Parvati con una sonrisita de suficiencia.

Era la hora del desayuno, dos días después del despido de la profesora Trelawney, y Parvati se estaba rizando las pestañas con la varita y examinaba el resultado en la parte de atrás de una cuchara. Aquella mañana iban a tener la primera clase con Firenze.

—Pues no, la verdad —contestó Hermione con indiferencia mientras leía El Profeta—. Nunca me han gustado los caballos.

Pasó la página del periódico y echó un vistazo a las columnas.

—¡No es un caballo, es un centauro! —exclamó Lavender, indignada.

—Un centauro precioso, por cierto —añadió Parvati.

—Ya, pero sigue teniendo cuatro patas —comentó Hermione fríamente—. Además, ¿vosotras dos no estabais tan disgustadas porque habían despedido a la profesora Trelawney?

—¡Y lo estamos! —le aseguró Lavender—. Fuimos a verla a su despacho y le llevamos un ramo de narcisos, y no eran de esos que graznan de la profesora Sprout, sino unos muy bonitos.

—¿Cómo está? —preguntó Harry.

—No muy bien, pobrecilla —respondió Lavender con compasión—. Se puso a llorar y dijo que prefería marcharse para siempre del castillo a permanecer bajo el mismo techo que Dolores Umbridge, y no me extraña, porque la profesora Umbridge ha sido muy cruel con ella, ¿no os parece?

—Tengo la sospecha de que la profesora Umbridge no ha hecho más que empezar a ser cruel —dijo Hermione misteriosamente.

—Imposible —terció Ron, que se estaba zampando un gran plato de huevos con beicon[368]—. No puede volverse peor de lo que es.

—Ya verás, intentará vengarse de Dumbledore por haber nombrado a un nuevo profesor sin consultarlo con ella —sentenció Hermione mientras cerraba el periódico—. Y más aún tratándose de un semihumano. ¿Os fijasteis en la cara que puso al ver a Firenze?

Después de desayunar, Hermione fue a su clase de Aritmancia, y Harry y Ron siguieron a Parvati y Lavender al vestíbulo, pues tenían clase de Adivinación.

—¿No hemos de subir a la torre norte? —preguntó Ron, desconcertado, al ver que Parvati no subía por la escalera de mármol.

La chica lo miró desdeñosamente por encima del hombro.

—¿Cómo quieres que Firenze suba por esa escalerilla[369]? Ahora las clases de Adivinación se imparten en el aula once. Ayer pusieron una nota en el tablón de anuncios[370].

El aula once estaba en la planta baja, en el pasillo que salía del vestíbulo, al otro lado del Gran Comedor. Harry sabía que era una de las aulas que no se utilizaban con regularidad, y que por eso en ella reinaba cierto aspecto de descuido, como en un trastero o en un almacén[371]. Por ese motivo, cuando entró detrás de Ron y se encontró en medio del claro de un bosque, se quedó momentáneamente atónito.

—Pero ¿qué...?

El suelo del aula estaba cubierto de musgo y en él crecían árboles; las frondosas ramas se abrían en abanico hacia el techo y las ventanas, y la habitación estaba llena de sesgados haces de una débil luz verde salpicada de sombras. Los alumnos que ya habían llegado al aula estaban sentados en el suelo, apoyaban la espalda en los troncos de los árboles o en piedras, y se abrazaban las rodillas o tenían los brazos cruzados firmemente sobre el pecho. Todos parecían muy nerviosos. En medio del claro, donde no había árboles, estaba Firenze.

—Harry Potter —lo saludó el centauro y extendió una mano al verlo entrar.

—Ho-hola —contestó él, y le estrechó la mano al centauro, que lo miró sin parpadear con aquellos asombrosos ojos azules suyos, pero no le sonrió—. Me alegro de verte.

—Y yo a ti —repuso Firenze inclinando su rubia cabeza—. Estaba escrito que volveríamos a encontrarnos.

Harry reparó en que Firenze tenía la sombra de un cardenal[372] con forma de herradura en el pecho. Al volverse para sentarse con el resto de los alumnos en el suelo del aula, vio que todos lo miraban sobrecogidos; al parecer, les había impresionado mucho que tuviera tan buenas relaciones con Firenze, ante quien se sentían profundamente intimidados.

Tan pronto como se cerró la puerta y el último estudiante se hubo sentado en un tocón[373] junto a la papelera, Firenze hizo un amplio movimiento con un brazo abarcando la sala.

—El profesor Dumbledore ha tenido la amabilidad de arreglar esta aula para nosotros imitando mi habitat natural —les explicó Firenze cuando todos estuvieron instalados—. Yo habría preferido impartir estas clases en el Bosque Prohibido, que hasta el lunes pasado era mi hogar, pero no ha sido posible...

—Perdone..., humm..., señor —dijo Parvati entrecortadamente levantando una mano—, ¿por qué no ha sido posible? Ya hemos estado allí con Hagrid y no nos da miedo.

—No es una cuestión del valor de los alumnos, sino de mi situación. No puedo regresar al bosque. Mi manada me ha desterrado.

—¿Su manada? —se extrañó Lavender con un tono que denotaba confusión, y Harry comprendió que se estaba imaginando un rebaño de vacas—. ¿Qué...? ¡Ah! —Entonces lo entendió—. ¿Hay más como usted? —preguntó, atónita.

—¿Los crió Hagrid, como a los thestrals? —inquirió Dean con interés. Firenze giró lentamente la cabeza hasta posar la mirada en Dean, quien se dio cuenta inmediatamente de que había hecho un comentario muy ofensivo—. Bueno..., no quería... Es decir..., lo siento —se disculpó con un hilo de voz,

—Los centauros no somos sirvientes ni juguetes de los humanos —declaró Firenze sin alterarse. Se produjo una pausa, y entonces Parvati volvió a levantar la mano.

—Perdone, señor, ¿por qué lo han desterrado los otros centauros?

—Porque he accedido a trabajar para el profesor Dumbledore —respondió Firenze—. Ellos lo consideran una traición a nuestra especie.

Entonces Harry recordó cómo, casi cuatro años atrás, el centauro Bane había insultado a Firenze por dejar que Harry montara en él para ponerse a salvo llamándolo «vulgar mula». Harry también se preguntó si habría sido Bane quien había pegado una coz[374] a Firenze en el pecho.

—Empecemos —dijo el centauro.

Agitó su larga y blanca cola, levantó una mano hacia el toldo de hojas que tenían sobre las cabezas y luego la bajó lentamente. La luz de la sala se atenuó inmediatamente, de modo que parecía que estaban sentados en el claro de un bosque al anochecer, y aparecieron estrellas en el techo. Hubo exclamaciones y gritos contenidos de asombro, y Ron dijo en voz alta: «¡Caramba!»

—Tumbaos[375] en el suelo —les indicó Firenze con voz sosegada— y observad el cielo. En él está escrito, para los que saben ver, el destino de nuestras razas. —Harry se echó sobre la espalda y miró al techo. Una titilante estrella roja le hacía guiños desde lo alto—. Ya sé que en la clase de Astronomía habéis estudiado los nombres de los planetas y de sus lunas —prosiguió Firenze con voz queda—, y que habéis trazado la trayectoria de las estrellas por el firmamento. Los centauros llevamos siglos desentrañando los misterios de esos movimientos. Nuestros hallazgos nos han demostrado que el futuro se puede vislumbrar en el cielo...

—¡La profesora Trelawney nos daba Astrología! —exclamó Parvati levantando la mano—. Marte causa accidentes, quemaduras y cosas así, y cuando forma un ángulo con Saturno, como ahora —trazó un ángulo recto en el aire—, significa que hay que extremar las precauciones al manejar cosas calientes...

—Eso son tonterías de los humanos —dijo Firenze con serenidad. La mano de Parvati descendió con languidez—. Daños triviales, pequeños accidentes humanos —continuó el centauro, y sus cascos se oyeron sobre el húmedo musgo del suelo—. En el contexto del universo, esas cosas no tienen más relevancia que los correteos de las hormigas, y no les afectan los movimientos planetarios.

—La profesora Trelawney... —empezó a decir Parvati, dolida e indignada.

—... es un ser humano —la atajó Firenze escuetamente—. Y por lo tanto está cegada y coartada por las limitaciones de vuestra especie.

Harry ladeó ligeramente la cabeza para mirar a Parvati, que parecía muy ofendida, como muchos de sus compañeros.

—Quizá Sybill Trelawney pueda predecir, no lo sé —prosiguió Firenze, y Harry volvió a oír el susurro de su cola mientras se paseaba ante ellos—, pero en general pierde el tiempo con esas estupideces halagadoras que los humanos llamáis «leer el futuro». En cambio, yo estoy aquí para explicaros la sabiduría de los centauros, que es impersonal e imparcial. Nosotros buscamos en el cielo las grandes corrientes del mal y los cambios que a veces están escritos en él. Podemos tardar cien años en estar seguros de lo que estamos viendo. —Firenze señaló la estrella roja que Harry tenía justo encima—. En la década pasada vimos indicios de que los magos vivían un periodo de calma entre dos guerras. Marte, el rey de la guerra, brilla intensamente sobre nosotros, lo cual sugiere que la batalla podría volver a estallar pronto. Los centauros podemos intentar predecir cuándo sucederá quemando ciertas hierbas y hojas, y observando el humo y las llamas...

Fue la clase más inusual a la que Harry había asistido jamás. Quemaron salvia y malva dulce en el suelo, y Firenze los invitó a buscar ciertas formas y algunos símbolos en el acre humo que se desprendía de las hierbas, pero no pareció que le preocupara ni lo más mínimo que ninguno de los alumnos viera los signos que él describía. Contó que los humanos no eran muy buenos en aquel arte y que los centauros habían tardado muchos años en dominarlo; concluyó diciendo que de todos modos era una tontería poner demasiada fe en aquellas cosas, porque hasta los centauros se equivocaban a veces al interpretarlas. Firenze no se parecía a ningún profesor humano que Harry hubiera tenido hasta entonces. Daba la impresión de que su prioridad no era enseñarles lo que él sabía, sino hacerles comprender que nada, ni siquiera los conocimientos de los centauros, era infalible.

—No se define mucho, ¿verdad? —comentó Ron en voz baja mientras apagaban el fuego de la malva dulce—. A mí no me importaría saber algo más sobre esa guerra que está a punto de estallar.

Sonó la campana que había en el pasillo, junto a la puerta del aula, y todos se sobresaltaron; Harry había olvidado por completo que todavía estaban dentro del castillo y habría jurado que estaba en el Bosque Prohibido. Los alumnos salieron en fila con cara de perplejidad.

Harry y Ron se disponían a seguir a sus compañeros cuando Firenze dijo:

—Harry Potter, un momento, por favor.

Harry se dio la vuelta. El centauro avanzó un poco hacia él y Ron vaciló.

—Puedes quedarte —le dijo Firenze—. Pero cierra la puerta, por favor.

Ron se apresuró a obedecer.

—Harry Potter, eres amigo de Hagrid, ¿verdad? —le preguntó el centauro.

—Sí —afirmó él.

—Entonces dale este aviso de mi parte: sus intentos no están dando resultado. Más le valdría abandonar.

—¿Sus intentos no están dando resultado? —repitió Harry sin comprender.

—Y más le valdría abandonar —puntualizó Firenze asintiendo con la cabeza—. Si pudiera avisaría yo mismo a Hagrid, pero me han desterrado; no sería prudente por mi parte acercarme demasiado al bosque precisamente ahora. Hagrid ya tiene bastantes problemas, y sólo le faltaría una batalla de centauros.

—Pero... ¿qué es lo que intenta hacer Hagrid? —preguntó Harry con inquietud.

Firenze miró a Harry sin inmutarse.

—Últimamente Hagrid me ha prestado gran ayuda —contestó Firenze—, y hace mucho tiempo que se ganó mi respeto por el cuidado que dedica a todas las criaturas vivientes. No voy a revelar su secreto. Pero hay que hacerle entrar en razón. Sus intentos no están dando resultado. Díselo, Harry Potter. Que pases un buen día.

 

La felicidad que Harry había sentido tras la publicación de la entrevista en El Quisquilloso ya se había evaporado. El grisáceo mes de marzo dejó paso a un borrascoso abril, y la vida de Harry parecía haberse convertido de nuevo en una larga serie de preocupaciones y problemas.

La profesora Umbridge había seguido asistiendo a todas las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas, de modo que a Harry le había resultado muy difícil transmitir a Hagrid la advertencia de Firenze. Por fin, un día consiguió hacerlo fingiendo que había perdido su ejemplar de Animales fantásticos y dónde encontrarlos y volvió sobre sus pasos cuando ya había terminado la clase. Al dar el mensaje de Firenze a Hagrid, éste lo miró un momento con los hinchados y amoratados ojos como si se hubiera sorprendido. Pero luego recobró la compostura.

—Firenze es un gran tipo —afirmó con brusquedad—, pero de esto no entiende nada. Mis intentos están dando muy buenos resultados.

—¿Qué te traes entre manos, Hagrid? —le preguntó Harry poniéndose serio—. Tienes que andarte con cuidado porque la profesora Umbridge ya ha despedido a la profesora Trelawney, y si quieres saber mi opinión, creo que no va a haber quien la pare. Si se entera de que estás haciendo algo que no deberías, te va a...

—Hay cosas más importantes que conservar el empleo —lo interrumpió Hagrid, aunque, cuando lo dijo, le temblaron ligeramente las manos y se le cayó al suelo un cuenco lleno de excrementos de knarl—. No sufras por mí, Harry. Y ahora vete, sé bueno.

Harry no tuvo más remedio que dejar a Hagrid recogiendo el estiércol del suelo de su cabaña, pero mientras se dirigía hacia el castillo se sintió muy desanimado.

Entre tanto, los TIMOS cada vez estaban más cerca, algo que los profesores y Hermione seguían recordando a los alumnos. Todos los de quinto estaban más o menos estresados, pero Hannah Abbott fue la primera en recibir una pócima calmante de la señora Pomfrey, después de echarse a llorar durante la clase de Herbología y afirmar, entre sollozos, que era demasiado tonta para aprobar los exámenes y que quería marcharse cuanto antes del colegio.

Harry estaba convencido de que, de no haber sido por las reuniones del ED, se habría sentido terriblemente desgraciado. A veces tenía la sensación de que sólo vivía para las horas que pasaba en la Sala de los Menesteres; allí trabajaba duro, pero al mismo tiempo se divertía muchísimo y se enorgullecía al contemplar a los otros miembros del ED y comprobar cuánto habían progresado. En ocasiones Harry se preguntaba cómo reaccionaría la profesora Umbridge cuando los miembros del ED recibieran un «Extraordinario» en sus TIMOS de Defensa Contra las Artes Oscuras.

Por fin habían empezado a trabajar en los encantamientos Patronus, que todos estaban deseando practicar pese a que, como Harry insistía en recordarles, no era lo mismo lograr que un Patronus apareciera en medio de un aula intensamente iluminada y sin estar bajo ninguna amenaza, que conseguir que apareciera si se tenían que enfrentar a algo similar a un Dementor.

—No seas aguafiestas —dijo Cho alegremente mientras contemplaba su plateado Patronus con forma de cisne, que volaba por la Sala de los Menesteres durante la última reunión antes de las vacaciones de Pascua—. ¡Son tan bonitos!

—Lo que importa no es que sean bonitos —repuso Harry pacientemente—, sino que te protejan. Lo que necesitamos es un boggart o algo parecido; así fue como aprendí yo: tuve que invocar un Patronus mientras el boggart se hacía pasar por un Dementor.

—¡Uy, qué miedo! —comentó Lavender, que disparaba bocanadas de humo por el extremo de su varita—. ¡Y yo sigo... sin... conseguirlo! —añadió con enfado.

Neville también tenía problemas. Estaba muy concentrado, pero de la punta de su varita sólo salían unas débiles volutas de humo plateado.

—Tienes que pensar en algo alegre —le recordó Harry. —Ya lo intento —dijo Neville, desanimado; se estaba esforzando tanto que el sudor brillaba en su redonda cara. —¡Mira, Harry, creo que lo estoy logrando! —gritó Seamus, a quien Dean había llevado por primera vez a una reunión del ED—. ¡Mira...! ¡Oh, ha desaparecido! Pero ¡era una cosa peluda, Harry!

El Patronus de Hermione, una reluciente nutria plateada, retozaba a su alrededor.

—Son bonitos, ¿verdad? —comentó la chica mirando al animal con cariño.

En ese momento la puerta de la Sala de los Menesteres se abrió y volvió a cerrarse. Harry se dio la vuelta para ver quién había entrado, pero no vio a nadie. Tardó un instante en darse cuenta de que los alumnos que estaban cerca de la puerta se habían quedado callados. Entonces algo le tiró de la túnica a la altura de las rodillas. Miró hacia abajo y se llevó una sorpresa al ver a Dobby, el elfo doméstico, que lo contemplaba desde debajo de los ocho gorros de lana que no se quitaba ni para dormir.

—¡Hola, Dobby! —exclamó Harry—. ¿Qué haces? ¿Qué pasa?

El elfo lo miraba con ojos desorbitados; estaba temblando de miedo. Los miembros del ED que estaban más cerca de Harry se habían quedado mudos y todos contemplaban a Dobby. Los pocos Patronus que los alumnos habían conseguido se disolvieron en una neblina plateada, y la habitación quedó mucho más oscura que antes.

—Harry Potter, señor... —chilló el elfo, que temblaba de pies a cabeza—. Harry Potter, señor... Dobby ha venido a avisarlo..., pero a los elfos domésticos les han advertido que no digan...

Se lanzó de cabeza contra la pared. Harry, que conocía bien la costumbre de Dobby de autocastigarse, intentó sujetarlo, pero el elfo rebotó en la piedra, protegido por sus ocho gorros. Hermione y algunas chicas soltaron gritos de miedo y pena.

—¿Qué ha pasado, Dobby? —le preguntó Harry mientras lo agarraba por el delgado brazo y lo apartaba de cualquier cosa con la que pudiera intentar hacerse daño. —Harry Potter, ella..., ella...

Dobby se golpeó fuertemente la nariz con el puño que tenía libre y Harry se lo sujetó también.

—¿Quién es «ella», Dobby?

Aunque Harry creía que sabía de quién se trataba; sólo había una persona que pudiera inspirarle tanto temor a Dobby. El elfo levantó la cabeza, lo miró poniéndose un poco bizco y movió los labios, pero sin articular ningún sonido.

—¿La profesora Umbridge? —preguntó Harry, horrorizado. Dobby asintió, y a continuación intentó golpearse la cabeza contra las rodillas de Harry, pero él estiró los brazos y lo mantuvo alejado de su cuerpo—. ¿Qué pasa con ella, Dobby? ¿Estás insinuando que ha descubierto esta..., que nosotros..., el ED? —Leyó la respuesta en el afligido rostro del elfo. Como Harry seguía sujetándole las manos, Dobby intentó darse una patada y cayó al suelo de rodillas—. ¿Viene hacia aquí? —inquirió Harry rápidamente.

Dobby soltó un alarido y exclamó:

—¡Sí, Harry Potter, sí!

Harry se enderezó y echó un vistazo a los inmóviles y aterrados alumnos que miraban al elfo, que no paraba de retorcerse.

—¿A QUÉ ESPERÁIS? —gritó—. ¡CORRED!

Entonces todos salieron disparados hacia la puerta, formando una marabunta[376], y empezaron a marcharse precipitadamente de la sala. Harry los oyó correr por los pasillos y confió en que tuvieran la prudencia de no intentar llegar hasta sus dormitorios. Sólo eran las nueve menos diez; ojalá se refugiaran en la biblioteca o en la lechucería, que quedaban más cerca...

—¡Vamos, Harry! —gritó Hermione desde el centro del grupo de alumnos que peleaban por salir.

Harry levantó en brazos a Dobby, que todavía intentaba lastimarse, y corrió con él para unirse a sus compañeros.

—Dobby, esto es una orden: baja a la cocina con los otros elfos, y si ella te pregunta si me has avisado, miente y di que no —dijo Harry—. ¡Y te prohibo que te hagas daño! —añadió, y cuando por fin cruzó el umbral, soltó al elfo y cerró la puerta tras él.

—¡Gracias, Harry Potter! —chilló Dobby, y echó a correr a toda pastilla.

Harry miró a derecha e izquierda; los otros corrían tanto que sólo alcanzó a ver un par de talones que doblaban cada una de las esquinas del pasillo antes de desaparecer; él se dirigió velozmente hacia la derecha; un poco más allá había un lavabo de chicos, y si conseguía llegar hasta él podría fingir que había estado allí todo el tiempo...

—¡AAAYYY!

Algo se había enroscado en sus tobillos, y Harry cayó estrepitosamente al suelo y resbaló boca abajo unos dos metros antes de detenerse. Oyó que alguien reía detrás de él. Se colocó boca arriba y vio a Malfoy escondido en una hornacina[377], bajo un espantoso jarrón con forma de dragón.

—¡Embrujo zancadilla, Potter! —dijo—. ¡Eh, profesora! ¡PROFESORA! ¡Ya tengo a uno!


Date: 2015-12-11; view: 344


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