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La historia de Hagrid

 

 

Harry subió a todo correr al dormitorio de los chicos para coger la capa invisible y el mapa del merodeador, que guardaba en su baúl; se dio tanta prisa que Ron y él estaban listos para salir por lo menos cinco minutos antes de que Hermione bajara del dormitorio de las chicas, provista de bufanda, guantes y uno de los gorros de elfo llenos de nudos.

—¡Es que fuera hace mucho frío! —se justificó cuando Ron chasqueó la lengua con impaciencia.

Salieron por la abertura del retrato y se apresuraron a cubrirse con la capa; Ron había crecido tanto que ahora tenía que encorvarse para que no le asomaran los pies por debajo. Bajaron despacio y con cuidado las diferentes escaleras, y se detenían de vez en cuando para comprobar, con ayuda del mapa, si Filch o la Señora Norris andaban cerca. Tuvieron suerte: no vieron a nadie más que a Nick Casi Decapitado, que se paseaba flotando y tarareando distraídamente «A Weasley vamos a coronar». Cruzaron el vestíbulo con sigilo y salieron a los silenciosos y nevados jardines. A Harry le dio un vuelco el corazón cuando vio unos pequeños rectángulos dorados de luz y el humo que salía en espirales por la chimenea de la cabaña de Hagrid. Echó a andar hacia allí a buen paso, y los otros dos lo siguieron dando traspiés. Bajaron emocionados por la ladera, donde la capa de nieve cada vez era más gruesa, y por fin llegaron frente a la puerta de madera de la cabaña. Harry levantó el puño y llamó tres veces, e inmediatamente se oyeron los ladridos de un perro.

—¡Somos nosotros, Hagrid! —susurró Harry por la cerradura.

—¡Debí imaginármelo! —respondió una áspera voz. Los tres amigos se miraron sonrientes debajo de la capa invisible; la voz de Hagrid denotaba alegría—. Sólo hace tres segundos que he llegado a casa... Aparta, Fang, ¡quita de en medio, chucho[281]! —Se oyó cómo descorría el cerrojo, la puerta se abrió con un chirrido y la cabeza de Hagrid apareció en el resquicio. Hermione no pudo contener un grito— ¡Por las barbas de Merlín, no chilles! —se apresuró a decir Hagrid, alarmado, mientras observaba por encima de las cabezas de los chicos—. Lleváis la capa ésa, ¿no? ¡Vamos, entrad, entrad!

—¡Lo siento! —se disculpó Hermione mientras los tres entraban apretujándose en la cabaña y se quitaban la capa para que Hagrid pudiera verlos—. Es que... ¡Oh, Hagrid!

—¡No es nada, no es nada! —exclamó él rápidamente. Cerró la puerta y corrió todas las cortinas, pero Hermione seguía mirándolo horrorizada.

Hagrid tenía sangre coagulada en el enmarañado pelo, y su ojo izquierdo había quedado reducido a un hinchado surco en medio de un enorme cardenal[282] de color negro y morado. Tenía diversos cortes en la cara y en las manos, algunos de los cuales todavía sangraban, y se movía con cautela, lo que hizo sospechar a Harry que Hagrid tenía alguna costilla rota. Era evidente que acababa de llegar a casa. Había una gruesa capa negra de viaje colgada en el respaldo de una silla, y una mochila donde habrían cabido varios niños pequeños apoyada en la pared, junto a la puerta. Hagrid, que medía dos veces lo que mide un hombre normal, fue cojeando hasta la chimenea y colocó una tetera de cobre sobre el fuego.



—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Harry mientras Fang danzaba alrededor de los chicos intentando lamerles la cara.

—Ya os lo he dicho, nada —contestó Hagrid con firmeza—. ¿Queréis una taza de té?

—¡Vamos, Hagrid! —le espetó Ron—. ¡Si estás hecho polvo!

—Os digo que estoy bien —insistió Hagrid enderezándose y volviéndose para mirarlos sonriente, pero sin poder disimular una mueca de dolor—. ¡Vaya, cuánto me alegro de volver a veros a los tres! ¿Habéis pasado un buen verano?

—¡Hagrid, te han atacado! —exclamó Ron.

—¡Por última vez: no es nada! —repitió Hagrid con rotundidad.

—¿Acaso dirías que no es nada si alguno de nosotros apareciera con casi medio kilo de carne picada donde antes tenía la cara? —inquirió Ron.

—Deberías ir a ver a la señora Pomfrey, Hagrid —terció Hermione, preocupada—. Algunos de esos cortes tienen mala pinta.

—Ya me estoy encargando de ellos, ¿de acuerdo? —respondió Hagrid intentando imponerse.

Entonces fue hacia la enorme mesa de madera que había en el centro de la cabaña y levantó un trapo de cocina que había encima. Debajo del trapo había un filete[283] de color verdoso, crudo y sangrante, del tamaño de un neumático de coche.

—No pensarás comerte eso, ¿verdad, Hagrid? —preguntó Ron inclinándose sobre el filete para examinarlo—. Tiene aspecto venenoso.

—Tiene un aspecto perfectamente normal, es carne de dragón —replicó Hagrid—. Y no pensaba comérmelo. —Cogió el filete y se lo colocó sobre la parte izquierda de la cara. Un hilo de sangre verdosa resbaló por su barba y Hagrid emitió un débil gemido de satisfacción—. Así está mejor. Va muy bien para aliviar el dolor.

—¿Piensas contarnos lo que te ha pasado, o no? —inquirió Harry.

—No puedo, Harry. Es secreto. Si os lo cuento me juego el empleo.

—¿Te han atacado los gigantes, Hagrid? —preguntó Hermione con voz queda.

Los dedos de Hagrid resbalaron por el filete de dragón, que descendió hasta el pecho haciendo un ruido parecido al de la succión.

—¿Los gigantes? —repitió Hagrid mientras agarraba el filete antes de que le llegara al cinturón y se lo colocaba de nuevo en la cara—. ¿Quién ha dicho nada de gigantes? ¿Con quién habéis estado hablando? ¿Quién os ha dicho que he...? ¿Quién os ha dicho que estaba...?

—Nos lo imaginamos nosotros —respondió Hermione en tono de disculpa.

—¿Ah, sí? —dijo Hagrid mirándola fijamente con el ojo que el filete no le tapaba.

—Era... evidente —añadió Ron, y Harry asintió con la cabeza.

Hagrid los miró a los tres con severidad; entonces dio un resoplido, dejó el filete en la mesa y fue a grandes zancadas hasta la tetera, que había empezado a silbar.

—No sé qué os pasa, pero siempre tenéis que saber más de lo que deberíais —masculló mientras vertía agua hirviendo en tres tazas con forma de cubo—. Y no os creáis que es un cumplido. Sois unos entrometidos. Y muy indiscretos.

Sin embargo, le temblaban los pelos de la barba.

—Entonces ¿es verdad que fuiste a buscar a los gigantes? —preguntó Harry, sonriente, al mismo tiempo que se sentaba a la mesa.

Hagrid colocó una taza de té delante de cada uno de los chicos, se sentó, volvió a coger el filete y se lo puso de nuevo en la cara.

—Sí, es verdad —gruñó.

—¿Y los encontraste? —inquirió Hermione con un hilo de voz.

—Verás, los gigantes no son muy difíciles de encontrar, francamente —contestó Hagrid—. Son bastante grandes, ¿sabes?

—¿Dónde viven? —preguntó Ron.

—En las montañas —respondió Hagrid a regañadientes.

—Entonces, ¿cómo es que los muggles no...?

—Te equivocas —se adelantó Hagrid—. Lo que pasa es que sus muertes siempre se atribuyen a accidentes de alpinismo.

Se ajustó un poco el filete para que le tapara la parte más magullada de la cara y Ron insistió:

—¡Vamos, Hagrid, cuéntanos lo que has estado haciendo! Si nos dices lo que te pasó con los gigantes, Harry te explicará cómo lo atacaron los Dementores...

Hagrid se atragantó con el té y al mismo tiempo se le cayó el filete de la cara; una gran cantidad de saliva, té y sangre de dragón salpicó la mesa mientras Hagrid tosía y farfullaba. El filete resbaló y cayó al suelo produciendo un fuerte ¡paf!

—¿Qué es eso de que te atacaron los Dementores? —masculló Hagrid.

—¿No lo sabías? —le preguntó Hermione con los ojos como platos.

—No sé nada de lo que ha pasado desde que me marché. Tenía una misión secreta, ¿de acuerdo? Y no era cuestión de que las lechuzas me siguieran por todas partes. ¡Esos malditos Dementores!... ¿Lo dices en serio?

—Sí, claro. Fueron a Little Whinging y nos atacaron a mi primo y a mí, y entonces el Ministerio de la Magia me expulsó...

—¿QUÉ?

—... y tuve que presentarme a una vista y todo, pero primero cuéntanos lo de los gigantes.

—¿Que te expulsaron del colegio?

—Cuéntanos lo que te ha pasado este verano y yo te contaré lo que me ha ocurrido a mí.

Hagrid lo fulminó con la mirada de su único ojo sano y Harry le sostuvo la mirada con una expresión que era mezcla de inocencia y determinación.

—Está bien —aceptó Hagrid, resignado. Se agachó y le arrancó el filete de dragón a Fang de la boca.

—¡No hagas eso, Hagrid, es antihigiénico...! —exclamó Hermione, pero él ya se había vuelto a poner el enorme trozo de carne en la hinchada cara.

Bebió otro tonificante sorbo de té y comenzó:

—Bueno, salimos de aquí en cuanto terminó el curso...

—Entonces, ¿Madame Máxime iba contigo? —lo interrumpió Hermione.

—Sí, exacto —confirmó Hagrid, y una expresión más suave apareció en los pocos centímetros del rostro que no estaban tapados ni por la barba ni por aquel filete verde—. Sí, íbamos los dos solos. Y he de decir que a Olympe no le importa prescindir de las comodidades. Veréis, ella es muy fina y siempre va muy bien vestida, y como yo sabía adonde íbamos, me preguntaba cómo encajaría eso de trepar por rocas y dormir en cuevas, pero os aseguro que no la oí rechistar[284] ni una sola vez.

—¿Sabías adonde ibais? —le preguntó Harry—. ¿Sabías dónde viven los gigantes?

—Bueno, Dumbledore lo sabía y nos lo dijo.

—¿Están escondidos? —inquirió Ron—. ¿Es un lugar secreto?

—No, no del todo —respondió Hagrid moviendo la greñuda cabeza—. Lo que pasa es que a la mayoría de los magos no les interesa saber dónde están, con tal de que estén bien lejos. Pero es muy difícil llegar hasta allí, al menos para los humanos, así que necesitábamos las instrucciones de Dumbledore. Tardamos cerca de un mes en llegar a...

—¡¿Un mes?! —exclamó Ron, como si no concibiera que un viaje pudiera durar tanto—. Pero... ¿por qué no utilizasteis un traslador o algo así?

Hagrid entrecerró el ojo que no estaba hinchado y miró a Ron con una expresión extraña, casi de lástima.

—Nos vigilaban, Ron —respondió con brusquedad.

—¿Qué quieres decir?

—Vosotros no lo entendéis. El Ministerio vigila de cerca a Dumbledore y a todos los que están a su favor, y...

—Eso ya lo sabemos —intervino Harry, ansioso por escuchar el resto de la historia de Hagrid—, ya sabemos que el Ministerio vigila a Dumbledore...

—¿Y no podíais utilizar la magia para llegar hasta allí? —terció Ron, estupefacto—. ¿Teníais que comportaros como muggles todo el tiempo?

—Bueno, no siempre —puntualizó Hagrid cautelosamente—. Pero teníamos que ir con mucho cuidado, porque Olympe y yo... destacamos un poco[285]... —Ron hizo un ruidito ahogado, un sonido entre un bufido y un resuello, y rápidamente bebió un sorbo de té—, de modo que no resulta muy difícil seguirnos la pista. Fingimos que nos íbamos de vacaciones juntos. Llegamos a Francia e hicimos ver que nos dirigíamos al colegio de Olympe, porque sabíamos que alguien del Ministerio estaba siguiéndola. Teníamos que avanzar muy despacio porque no debíamos emplear la magia, pues también sabíamos que el Ministerio buscaba cualquier excusa para echarnos el guante. Pero en Dijon conseguimos dar esquinazo al imbécil que nos seguía...

—¿En Dijon? —repitió Hermione, emocionada—. ¡Yo estuve allí de vacaciones! ¿Visteis el...?

Hermione se calló al ver la expresión de Ron.

—Después de eso pudimos hacer un poco de magia y el viaje no estuvo tan mal. En la frontera polaca nos topamos con un par de trols chiflados, y yo tuve un pequeño percance con un vampiro en una taberna de Minsk, pero aparte de eso el viaje fue pan comido.

«Entonces llegamos a las montañas y empezamos a buscar señales de los gigantes...

»Cuando nos acercábamos a donde estaban, tuvimos que dejar de emplear la magia. En parte porque a ellos no les gustan los magos y no queríamos irritarlos antes de tiempo, pero también porque Dumbledore nos había advertido que Quien-vosotros-sabéis también debía de andar buscando a los gigantes. Dijo que lo más probable era que ya les hubiera enviado un mensajero. Nos aconsejó que tuviéramos mucho cuidado y no llamáramos la atención cuando estuviéramos cerca, por si había mortífagos por allí.

Hagrid hizo una pausa y bebió un largo sorbo de té.

—¡Sigue! —le pinchó Harry.

—Los encontramos —continuó Hagrid sin andarse con rodeos—. Una noche alcanzamos la cresta de una montaña y allí estaban, diseminados a nuestros pies. Allá abajo ardían pequeñas hogueras y unas sombras inmensas... Era como si viéramos moverse trozos de montaña.

—¿Son muy grandes? —murmuró Ron.

—Miden unos seis metros —respondió Hagrid con indiferencia—. Los más altos llegan a medir casi ocho metros.

—¿Y cuántos había? —preguntó Harry.

—Calculo que setenta u ochenta.

—¿Sólo? —se extrañó Hermione.

—Sí —confirmó Hagrid con tristeza—. Sólo quedan ochenta, y eso que antes había muchísimos. Debía de haber unas cien tribus diferentes en todo el mundo, pero hace años que se están extinguiendo. Los magos mataron a unos cuantos, desde luego, pero básicamente se mataron entre ellos, y ahora desaparecen más rápido que nunca porque no están hechos para vivir amontonados de esa forma. Dumbledore opina que es culpa nuestra, es decir, que fuimos los magos los que los obligamos a irse a vivir tan lejos de nosotros, y que ellos no tuvieron más remedio que unirse para protegerse.

—Bueno —intervino Harry—, los visteis, y entonces, ¿qué?

—Esperamos a que se hiciera de día; no queríamos aparecer entre ellos a oscuras porque era peligroso —prosiguió Hagrid—. Hacia las tres de la madrugada se quedaron dormidos donde estaban, aunque nosotros no nos atrevimos a dormir. Primero, porque no queríamos que ninguno despertara y nos descubriera, y además, porque los ronquidos eran increíbles. Antes del amanecer provocaron un alud. En fin, cuando se hizo de día, bajamos a verlos.

—¿Así, sin más? —preguntó Ron, perplejo—. ¿Bajasteis como si tal cosa a un campamento de gigantes?

—Bueno, Dumbledore nos explicó cómo teníamos que hacerlo —puntualizó Hagrid—. Había que llevarle regalos al Gurg y mostrarse respetuoso con él, ya sabéis.

—¿Llevarle regalos a quién? —preguntó Harry.

—¡Ah, al Gurg! Significa «jefe».

—¿Y cómo supisteis cuál de ellos era el Gurg? —inquirió Ron.

Hagrid soltó una risotada.

—No resultó difícil —respondió—. Era el más grande, el más feo y el más vago de todos. Estaba allí sentado esperando a que los otros le llevaran la comida. Cabras muertas y cosas así. Se llamaba Karkus. Debía de medir unos siete metros y pesar como dos elefantes macho. Y tenía una piel que parecía de rinoceronte.

—¿Y fuiste tranquilamente a hablar con él? —le preguntó Hermione, impresionada.

—Bueno, más o menos. Los gigantes estaban instalados en una hondonada entre cuatro montañas muy altas, junto a un lago, y Karkus estaba tumbado a orillas del lago y les gritaba a los otros que les llevaran comida a él y a su esposa. Olympe y yo bajamos por la ladera de la montaña...

—Pero ¿no intentaron mataros cuando os vieron? —preguntó Ron, incrédulo.

—Estoy seguro de que a unos cuantos se les ocurrió esa idea —dijo Hagrid encogiéndose de hombros—, pero nosotros hicimos lo que nos había recomendado Dumbledore: sostener en alto nuestro regalo, mirar siempre al Gurg e ignorar a los demás. Y eso fue lo que hicimos. Los otros gigantes se quedaron callados al vernos pasar, y nosotros llegamos a donde estaba Karkus, lo saludamos con una reverencia y dejamos nuestro regalo en el suelo, a sus pies.

—¿Qué se le regala a un gigante? —preguntó Ron con impaciencia—. ¿Comida?

—No, ellos ya se las apañan solos[286] para conseguir comida. Le llevamos magia. A los gigantes les encanta la magia, lo que no les gusta es que nosotros la utilicemos contra ellos. El primer día le llevamos una rama de fuego de Gubraith.

—¡Vaya[287]! —exclamó Hermione con voz queda, pero Harry y Ron miraron a Hagrid sin comprender.

—¿Una rama de...?

—Fuego eterno —explicó Hermione con irritación—. Ya deberíais saberlo. ¡El profesor Flitwick lo ha mencionado al menos dos veces en las clases!

—Veréis —continuó rápidamente Hagrid, interviniendo antes de que Ron tuviera ocasión de replicar—, Dumbledore hechizó aquella rama para que ardiera eternamente, algo que no todos los magos son capaces de hacer. La dejé sobre la nieve, a los pies de Karkus, y dije: «Un regalo de Albus Dumbledore para el Gurg de los gigantes, con sus cordiales saludos.»

—¿Y qué dijo Karkus? —preguntó Harry con avidez.

—Nada. No sabía hablar nuestro idioma.

—¡No me digas!

—Pero no tuvo importancia —comentó Hagrid, imperturbable—. Dumbledore ya nos había advertido sobre esa posibilidad. Karkus entendió lo suficiente para llamar a gritos a un par de gigantes que sí sabían, y ellos hicieron de intérpretes.

—¿Y le gustó el regalo? —inquirió Ron.

—Ya lo creo, se puso loco de contento cuando comprendió qué era —contestó Hagrid mientras le daba la vuelta al filete de dragón y se ponía la parte que estaba más fresca sobre el ojo hinchado—. Estaba entusiasmado. Y entonces le dije: «Albus Dumbledore ruega al Gurg que hable con su mensajero cuando mañana regrese con otro regalo.»

—¿Por qué no podías hablar con ellos aquel día? —preguntó Hermione.

—Dumbledore quería tomarse las cosas con calma para que vieran que cumplíamos nuestras promesas. Si les dices «Mañana volveremos con otro regalo», y al día siguiente cumples con lo que has prometido, les causas una buena impresión, ¿entendéis? Además, así tienen tiempo de probar el primer regalo y comprobar que es un buen obsequio, y entonces quieren más. En fin, si los agobias con mucha información, los gigantes como Karkus te matan aunque sólo sea para simplificar las cosas. Así que nos marchamos de allí, haciendo reverencias, y buscamos una bonita cueva donde pasar la noche; a la mañana siguiente volvimos al campamento de los gigantes, y esta vez encontramos a Karkus sentado muy tieso, esperándonos impaciente.

—¿Y hablasteis con él?

—Sí, sí. Primero le entregamos un precioso yelmo fabricado por duendes, indestructible. Luego nos sentamos a hablar con él.

—¿Y qué dijo?

—No gran cosa —contestó Hagrid—. En realidad se limitó a escuchar. Pero vimos algunos buenos indicios. Karkus había oído hablar de Dumbledore y sabía que no había estado de acuerdo con el exterminio de los últimos gigantes de Gran Bretaña. Le interesaba mucho enterarse de lo que quería decirle Dumbledore. Algunos gigantes, sobre todo los que entendían algo de nuestro idioma, se acercaron a escuchar. Aquel día nos marchamos muy esperanzados. Prometimos volver a la mañana siguiente con otro regalo. Pero aquella noche todo salió mal.

—¿Qué quieres decir? —preguntó rápidamente Ron.

—Ya os he dicho que los gigantes no están hechos para vivir en grupos tan numerosos —respondió Hagrid, apesadumbrado—. No pueden evitarlo, se pelean a cada momento. Los hombres riñen entre sí, y las mujeres, entre ellas; del mismo modo, los que quedan de las antiguas tribus riñen entre ellos, y eso sin que haya discusiones por la comida, ni por las mejores hogueras ni por los mejores enclaves para dormir. Lo lógico sería que vivieran en paz, dado que su raza está a punto de extinguirse, pero... —Hagrid suspiró profundamente—. Aquella noche se armó una pelea —prosiguió—. Nosotros lo vimos todo desde la entrada de nuestra cueva, que estaba orientada hacia el valle. Duró varias horas, y no os imagináis el ruido que hacían. Cuando salió el sol, vimos que la nieve se había teñido de rojo y que su cabeza estaba en el fondo del lago.

—¿La cabeza de quién? —preguntó Hermione entrecortadamente.

—De Karkus —dijo Hagrid, apenado—. Había un nuevo Gurg, Golgomath—. Suspiró de nuevo—. Nosotros no habíamos contado con tener que tratar con un nuevo Gurg dos días después de haber establecido contacto con el primero, e intuíamos que Golgomath no iba a mostrarse tan dispuesto a escucharnos, pero de todos modos debíamos intentarlo.

—¿Fuisteis a hablar con él? —inquirió Ron, fascinado—. ¿Después de ver cómo le arrancaba la cabeza a otro gigante?

—Pues claro —contestó Hagrid—. ¡No habíamos ido hasta allí para abandonar al segundo día! Bajamos hasta el campamento con el siguiente regalo que teníamos preparado para Karkus. Antes de abrir la boca, yo ya sabía que no conseguiríamos nada. Golgomath estaba sentado con el yelmo de Karkus puesto, y nos miraba con una sonrisa irónica en los labios. Era inmenso, uno de los gigantes más grandes del campamento. Tenía el cabello negro, a juego con los dientes, y llevaba un collar hecho de huesos. Algunos parecían humanos. Bueno, a pesar de todo decidí intentarlo: saqué un gran rollo de piel de dragón y dije: «Un regalo para el Gurg de los gigantes...» Pero antes de que acabara la frase estaba colgado cabeza abajo, pues dos de sus amigos me habían cogido por los pies.

Hermione se tapó la boca con ambas manos.

—¿Cómo te libraste de ésa? —preguntó Harry.

—No habría podido si Olympe no hubiera estado allí - respondió Hagrid—. Sacó su varita mágica y los atacó con una rapidez que yo jamás había visto. Estuvo magnífica. A los dos gigantes que me sujetaban les echó una maldición de conjuntivitis, y entonces me soltaron inmediatamente. Pero estábamos metidos en un buen lío porque habíamos utilizado la magia contra ellos, y eso es lo que los gigantes no soportan de los magos. Tuvimos que poner pies en polvorosa, y sabíamos que ya no íbamos a poder volver al campamento.

—Caramba, Hagrid... —dijo Ron con voz queda.

—¿Y cómo es que has tardado tanto en volver a casa si sólo estuviste tres días allí? —inquirió Hermione.

—¡No nos marchamos al cabo de tres días! —contestó Hagrid, ofendido—. ¡Dumbledore confiaba en nosotros!

—Pero ¡si acabas de decir que ya no podíais volver al campamento!

—No, de día no. Teníamos que replantearnos la estrategia. Pasamos un par de días escondidos en la cueva observando a los gigantes. Y lo que vimos no nos gustó nada.

—¿Arrancó más cabezas Golgomath? —preguntó Hermione con aprensión.

—No. ¡Ojalá lo hubiera hecho!

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que pronto comprendimos que no le caían mal todos los magos, que sólo éramos nosotros.

—¿Mortífagos? —insinuó Harry rápidamente.

—Sí —confirmó Hagrid con amargura—. Un par visitaban al Gurg todos los días y le llevaban regalos, y el Gurg no los colgaba por los pies.

—¿Cómo supisteis que eran mortífagos? —preguntó Ron.

—Porque a uno lo reconocí —gruñó Hagrid—. Macnair, ¿os acordáis de él? El tipo al que enviaron para matar a Buckbeak. Está loco de remate. Disfruta tanto como Golgomath matando; no me extraña que se llevaran tan bien.

—¿Y Macnair convenció a los gigantes de que se unieran a Quien-tú-sabes? —inquirió Hermione, desesperada.

—¡Un momentito, todavía no he terminado mi historia! —dijo Hagrid, indignado. Teniendo en cuenta que al principio se había resistido a contarles nada, era curioso que ahora disfrutara tanto con su propio relato—. Olympe y yo estuvimos cambiando impresiones y llegamos a la conclusión de que el hecho de que el Gurg prefiriera a Quien-vosotros-sabéis no significaba que los demás también lo prefirieran. Teníamos que intentar convencer a unos cuantos de los otros, es decir, a los que no querían tener a Golgomath como Gurg.

—¿Y cómo sabían cuáles eran? —preguntó Ron.

—Dedujimos que eran los que habían quedado hechos papilla —respondió Hagrid con paciencia—. Los que tenían un poco de sensatez se mantenían alejados de Golgomath y estaban escondidos en las cuevas que había alrededor del barranco, como nosotros. Así que decidimos ir a husmear por allí por la noche para intentar convencer a algunos.

—¿Fueron a husmear por las cuevas a oscuras en busca de gigantes? —preguntó Ron con una voz que denotaba un profundo respeto.

—Bueno, los gigantes no eran lo que más nos preocupaba —contestó Hagrid— sino los mortífagos. Antes de que partiéramos, Dumbledore nos había advertido que no nos enfrentáramos a ellos si podíamos evitarlo, y el problema era que los mortífagos sabían que estábamos por allí, porque lo lógico era que Golgomath se lo hubiera contado. Por la noche, cuando los gigantes dormían y nosotros queríamos ir a inspeccionar las cuevas, Macnair y el otro mortífago nos buscaban por las montañas. Me costó trabajo impedir que Olympe se abalanzara sobre ellos —prosiguió Hagrid, y al sonreír se le subió la enmarañada barba—. Estaba ansiosa por atacarlos... Olympe es increíble cuando se enfada..., se pone furiosa, de verdad... Debe de ser la sangre francesa que lleva en las venas...

Hagrid se quedó mirando el fuego con ojos llorosos. Harry le permitió treinta segundos de embelesamiento, pero luego se aclaró ruidosamente la garganta y dijo:

—¿Y qué pasó? ¿Encontraron a alguno de los otros gigantes?

—¿Qué? ¡Ah, sí! Sí, los encontramos. La tercera noche después de que mataran a Karkus, salimos de la cueva donde estábamos escondidos y bajamos al barranco, con los ojos muy abiertos por si rondaba por allí algún mortífago. Entramos en algunas cuevas, pero sin éxito. Y entonces, creo que fue en la sexta, encontramos a tres gigantes escondidos.

—Debían de estar muy apretujados —observó Ron.

—Era una cueva muy grande; había espado para hamacar a un kneazle —concretó Hagrid.

—¿No los atacaron cuando los vieron? —preguntó Hermione.

—Probablemente lo habrían hecho si se hubieran hallado en mejores condiciones —contestó Hagrid—, pero estaban los tres malheridos porque los secuaces de Golgomath los habían apaleado hasta dejarlos inconscientes. Tras recobrar el conocimiento, se habían refugiado en el primer lugar que habían encontrado. En fin, uno de ellos sabía un poco nuestro idioma e hizo de intérprete para los otros, y lo que les dijimos no les pareció mal. Así que más tarde volvimos a su cueva para visitar a los heridos... Creo que hubo un momento en que tuvimos convencidos a seis o siete.

—¿Seis o siete? —repitió Ron con entusiasmo—. No está nada mal... ¿Van a venir aquí para pelear de nuestro lado contra el Innombrable?

Pero Hermione dijo:

—¿Qué quieres decir con eso de que «hubo un momento», Hagrid?

Este la miró con tristeza.

—Los secuaces de Golgomath atacaron las cuevas. Después de eso, los que sobrevivieron no quisieron saber nada más de nosotros.

—Entonces..., entonces ¿no va a venir ningún gigante? —dijo Ron, decepcionado.

—No —contestó Hagrid, y soltó un hondo suspiro. Volvió a dar vuelta el trozo de carne y se colocó de nuevo la parte más fresca sobre la cara. —Pero cumplimos con lo que habíamos ido a hacer: les llevamos el mensaje de Dumbledore, y algunos lo oyeron y espero que lo recuerden. A lo mejor los que no quieran quedarse con Golgomath se marchan de las montañas, y quizá recuerden que Dumbledore se mostró amable con ellos... Es posible que vengan.

La nieve estaba acumulándose en la ventana y entonces Harry se dio cuenta de que su túnica estaba empapada a la altura de las rodillas: Fang babeaba con la cabeza apoyada en su regazo.

—Hagrid... —dijo Hermione al cabo de un rato.

—¿Humm?

—¿Encontraste..., viste..., oíste algo de... tu... madre mientras estabas allí? —Hagrid miró a Hermione con su ojo sano, y ella se asustó. —Lo siento..., yo... Olvídalo...

—Murió —gruñó Hagrid—. Murió hace muchos años. Me lo dijeron.

—Oh... Lo siento mucho —replicó Hermione con un hilo de voz. Hagrid encogió sus enormes hombros.

—No pasa nada —dijo de manera cortante—. Casi no me acuerdo de ella. No era muy buena madre.

Volvieron a quedarse callados. Hermione miró nerviosa a Harry y a Ron; era evidente que estaba deseando que dijeran algo.

—Pero todavía no nos has explicado cómo terminaste en este estado, Hagrid —comentó Ron señalando la cara manchada de sangre de su amigo.

—Ni por qué has tardado tanto en volver —añadió Harry—. Sirius dice que Madame Máxime regresó hace mucho tiempo...

—¿Quién te atacó? —le preguntó Ron.

—¡No me han atacado! —exclamó Hagrid enérgicamente—. Es que...

Pero unos súbitos golpes en la puerta acallaron el resto de sus palabras. Hermione dio un grito ahogado y la taza se le cayó de las manos y se rompió al chocar contra el suelo. Fang dio un gañido. Los cuatro se quedaron mirando la ventana que había junto a la puerta. La sombra de una persona bajita y rechoncha ondeaba a través de la delgada cortina.

—¡Es ella! —susurró Ron.

—¡Rápido, escondámonos! —dijo Harry. Tomó la capa para hacerse invisible y se la echó encima cubriendo también a Hermione, mientras Ron rodeaba la mesa y corría a refugiarse bajo la capa. Apretujados, retrocedieron hacia un rincón. Fang ladraba furioso mirando la puerta. Hagrid estaba muy aturdido. —¡Esconde nuestras tazas, Hagrid!

Éste agarró las tazas de Harry y de Ron y las puso debajo del almohadón del cesto de Fang. El perro arañaba la puerta con las patas delanteras, y Hagrid lo apartó con un pie y abrió.

La profesora Umbridge estaba plantada en el umbral, con su capa verde de tweed y un sombrero haciendo juego con orejeras. Se echó hacia atrás con los labios fruncidos para ver la cara de Hagrid, a quien apenas le llegaba a la altura del ombligo.

—Usted es Hagrid, ¿verdad? —dijo despacio y en voz muy alta, como si hablara con un sordo. A continuación entró en la cabaña sin esperar una respuesta, dirigiendo sus saltones ojos en todas direcciones. —¡Fuera! —exclamó con brusquedad agitando su bolso frente a Fang, que se le había acercado dando saltos e intentaba lamerle la cara.

—Oiga, no querría parecer grosero —dijo Hagrid mirándola fijamente—, pero ¿quién demonios es usted?

—Me llamo Dolores Umbridge.

La profesora Umbridge recorrió la cabaña con la mirada. En dos ocasiones fijó la vista en el rincón donde estaba Harry apretado entre Ron y Hermione.

—¿Dolores Umbridge? —repitió Hagrid absolutamente confundido—. Creía que era una empleada del Ministerio. ¿No trabaja con Fudge?

—Sí, antes era la subsecretaría del ministro —confirmó la bruja, y empezó a pasearse por la cabaña fijándose en todo, desde la mochila que había apoyada en la pared hasta la capa de viaje colgada del respaldo de la silla—. Ahora soy la profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras...

—Es usted valiente —comentó Hagrid—. Ya no hay mucha gente dispuesta a ocupar ese puesto.

—... y la suprema inquisidora de Hogwarts —añadió Dolores Umbridge como si no hubiera oído el comentario de Hagrid.

—¿Qué es eso? —preguntó él frunciendo el entrecejo.

—Precisamente iba a preguntarle lo mismo —dijo la profesora Umbridge señalando los trozos de porcelana de la taza de Hermione que había en el suelo.

—¡Ah! —exclamó Hagrid, y sin poder evitarlo miró hacia el rincón donde estaban escondidos Harry, Ron y Hermione—. ¡Ah, eso! Fue Fang. Rompió una taza. Por eso tuve que usar esa otra.

Hagrid señaló la taza con la que había estado bebiendo. Todavía se sujetaba con una mano el trozo de carne de dragón contra el ojo magullado. La profesora Umbridge dejó de pasearse y miró a Hagrid, fijándose en todos los detalles de su apariencia.

—He oído voces —comentó con calma.

—Estaba hablando con Fang —aseguró Hagrid con firmeza.

—¿Y él le contestaba?

—Bueno, en cierto modo... —dijo Hagrid, que parecía un poco incómodo—. A veces digo que Fang es casi humano...

—Hay tres rastros en la nieve que conducen desde la puerta del castillo hasta su cabaña —declaró la profesora Umbridge con parsimonia.

Hermione ahogó un grito y Harry le tapó la boca con una mano. Por fortuna, Fang olfateaba ruidosamente el dobladillo de la túnica de la profesora Umbridge, que no pareció haber oído nada.

—Mire, yo acabo de llegar —explicó Hagrid señalando su mochila con una enorme mano—. A lo mejor ha venido alguien antes y no me ha encontrado.

—No hay huellas que salgan de la puerta de la cabaña.

—Bueno..., no sé por qué será —dijo Hagrid, nervioso, tocándose la barba, y volvió a mirar hacia el rincón donde estaban Harry, Ron y Hermione, como pidiéndoles ayuda—. No sé...

La profesora Umbridge se dio vuelta y volvió a recorrer la cabaña, estudiando atentamente todo lo que la rodeaba. Se agachó y miró debajo de la cama. Abrió los armarios de Hagrid. Pasó a sólo cinco centímetros de donde estaban Harry, Ron y Hermione, pegados contra la pared; Harry hasta encogió el estómago cuando ella pasó a su lado. Tras examinar detenidamente el interior del inmenso caldero que Hagrid utilizaba para cocinar, volvió a darse vuelta y preguntó:

—¿Qué le ocurrió? ¿Cómo se hizo esas heridas?

Hagrid se apresuró a quitarse la carne de dragón de la cara, lo cual, en opinión de Harry, fue un error, porque dejó al descubierto el tremendo moretón que tenía alrededor del ojo, por no mencionar la gran cantidad de sangre fresca y coagulada que le cubría la cara.

—Es que... he sufrido un pequeño accidente —contestó sin convicción.

—¿Qué tipo de accidente?

—Pues... tropecé.

—Tropezó —repitió la profesora Umbridge con frialdad.

—Sí, eso es. Con..., con la escoba de un amigo mío. Yo no vuelo. Comprenderá que con mi estatura... No creo que haya escobas adecuadas para mí. Tengo un amigo que se dedica a la cría de caballos abraxan, no sé si los habrá visto alguna vez, son unas bestias enormes, con alas, ¿sabe? Una vez monté uno y fue...

—¿Dónde ha estado? —lo interrumpió la profesora Umbridge, cortando por lo sano el balbuceo de Hagrid.

—¿Que dónde he...?

—Estado, sí —acabó de decir ella—. El año escolar empezó hace dos meses. Otra profesora ha tenido que hacerse cargo de sus clases. Ninguno de sus colegas ha sabido darme ninguna información acerca de su paradero. No dejó usted ninguna dirección. ¿Dónde ha estado?

Entonces se produjo una pausa durante la cual Hagrid miró a la profesora Umbridge con el ojo que acababa de destapar. A Harry le pareció que podía oír el cerebro de su amigo trabajando a toda máquina.

—He estado fuera por motivos de salud —aclaró al fin.

—Por motivos de salud —repitió la profesora Umbridge recorriendo con la mirada la descolorida e hinchada cara de Hagrid. La sangre de dragón goteaba lenta y silenciosamente sobre su chaleco. —Ya veo.

—Sí, necesitaba un poco de aire fresco, ¿sabe?

—Claro, porque como guardabosques no debe de tener oportunidad de respirar mucho aire fresco —replicó la profesora Umbridge con dulzura. El único trozo de la cara de Hagrid que no estaba de color negro ni morado se puso rojo.

—Bueno, necesitaba un cambio de ambiente...

—¿Ambiente de montaña? —sugirió la profesora Umbridge con rapidez.

«Lo sabe», pensó Harry desesperado.

—¿De montaña? —repitió Hagrid exprimiéndose el cerebro—. No, no, fui al sur de Francia. Necesitaba un poco de sol... y de mar...

—¡No me diga! —saltó la profesora Umbridge—. Pues no está muy tostado.

—Sí, ya sé... Es que tengo una piel muy sensible —dijo Hagrid intentando forzar una sonrisa conciliadora.

Harry se fijó en que le faltaban dos dientes. La profesora Umbridge se quedó mirándolo fríamente, y la sonrisa de Hagrid flaqueó. Entonces la bruja se subió un poco más el bolso, hasta el codo, y dijo:

—Informaré al Ministerio de su tardanza, como es lógico.

—Claro —repuso Hagrid, y asintió con la cabeza.

—También debería usted saber que como suprema inquisidora es mi deber supervisar a los profesores de este colegio. De modo que me imagino que volveremos a vernos muy pronto —añadió, girando bruscamente y dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Que nos está supervisando? —preguntó Hagrid, desconcertado, mirando la espalda de la profesora Umbridge.

—En efecto —afirmó ésta girando la cabeza cuando ya tenía una mano en el picaporte—. El Ministerio está decidido a descartar a los profesores insatisfactorios, Hagrid. Buenas noches.

Y a continuación salió de la cabaña y cerró la puerta, que hizo un ruido seco. Harry iba a quitarse la capa para hacerse invisible, pero Hermione le agarró la muñeca.

—Todavía no —le susurró al oído—. Quizá no se haya ido todavía.

Hagrid debía de estar pensando lo mismo, porque cruzó la habitación y apartó un poco la cortina para mirar afuera.

—Vuelve al castillo —dijo en voz baja—. Caramba, así que está supervisando a los profesores, ¿eh?

—Sí —afirmó Harry quitándose la capa—. La profesora Trelawney ya está en período de prueba...

—Oye, Hagrid, ¿qué tienes pensado hacer en nuestras clases? —preguntó Hermione.

—Oh, no te preocupes por eso, tengo un montón de clases planeadas —respondió Hagrid con entusiasmo. Tomó el trozo de carne de dragón de la mesa y volvió a ponérselo sobre el ojo. —Tengo un par de criaturas guardadas para este año, que es el de las TIMO. Ya verán, son muy especiales.

—Especiales... ¿en qué sentido? —inquirió Hermione, vacilante.

—No pienso decírselo —repuso Hagrid alegremente—. Quiero que sea una sorpresa.

—Mira, Hagrid —dijo la chica con tono apremiante; no podía seguir disimulando—, a la profesora Umbridge no le va a hacer ninguna gracia que lleves bichos peligrosos a las clases.

—¿Bichos peligrosos? —se extrañó Hagrid, risueño—. ¡No seas tonta, jamás se me ocurriría llevar nada peligroso! Bueno, saben cuidarse solitos...

—Hagrid, tienes que aprobar la supervisión de la profesora Umbridge, y para ello sería preferible que viera cómo nos enseñas a cuidar porlocks, a distinguir a los knarls de los erizos, y cosas así —expuso Hermione con mucha seriedad.

—Es que eso no es interesante, Hermione —argumentó Hagrid—. Lo que tengo preparado es mucho más impresionante. Llevo años criándolos; creo que tengo la única manada doméstica de Gran Bretaña.

—Por favor, Hagrid —le suplicó Hermione con verdadera desesperación en la voz—. La profesora Umbridge está buscando excusas para deshacerse de los profesores que estén, según ella, demasiado vinculados a Dumbledore. Por favor, Hagrid, enséñanos algo aburrido que puedan preguntarnos en las TIMO.

Pero Hagrid se limitó a abrir la boca en un enorme bostezo y a mirar con languidez con su ojo sano la inmensa cama que había en un rincón.

—Mira, ha sido un día muy largo y se hace tarde —dijo, dándole unas palmaditas en el hombro a Hermione, a quien se le doblaron las rodillas y cayó al suelo con un ruido sordo—. ¡Oh, lo siento! —La ayudó a levantarse tirando del cuello de su túnica. —No te preocupes por mí, te prometo que tengo cosas estupendas pensadas para las clases ahora que he vuelto... Será mejor que regresen cuanto antes al castillo, ¡y no olviden borrar sus huellas!

—No sé si habrás conseguido que lo entienda —comentó Ron poco después, cuando, tras comprobar que no había peligro, volvían al castillo por la espesa capa de nieve sin dejar rastro tras ellos gracias al encantamiento de obliteración que Hermione realizaba a medida que avanzaban.

—Pues mañana iré a verlo otra vez —afirmó ésta muy decidida—. Si es necesario le programaré las clases. ¡No me importa que echen a la profesora Trelawney, pero no voy a permitir que despidan a Hagrid!



Date: 2015-12-11; view: 481


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