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El Ejército de Dumbledore

 

 

—La profesora Umbridge ha leído tu correo, Harry. No hay otra explicación.

—¿Crees que fue ella quien atacó a Hedwig? —preguntó Harry, indignado.

—Estoy prácticamente convencida de ello —respondió Hermione con gravedad—. Cuidado con la rana. Se te escapa.

Harry apuntó con la varita mágica a la rana toro que iba dando saltos hacia el otro extremo de la mesa. «¡Accio!», exclamó, y la rana, resignada, volvió a saltarle a la mano.

La clase de Encantamientos siempre había sido una de las mejores para charlar en privado con los compañeros; generalmente había tanto movimiento y tanta actividad que no había peligro de que te oyeran. Aquel día el aula estaba llena de ranas toro que no paraban de croar y cuervos que graznaban sin cesar, y un intenso aguacero golpeaba y hacía vibrar los cristales de las ventanas, de modo que Harry, Ron y Hermione podían hablar en voz baja y comentar cómo la profesora Umbridge había estado a punto de atrapar a Sirius sin que nadie reparara en ello.

—Empecé a sospechar que la profesora Umbridge te controlaba el correo cuando Filch te acusó de encargar bombas fétidas, porque me pareció una mentira ridícula —prosiguió Hermione—. En cuanto hubiera leído tu carta habría quedado claro que no las estabas encargando, o sea, que no habrías tenido ningún problema. Es como un chiste malo, ¿no te parece? Pero entonces pensé: ¿y si alguien sólo buscaba un pretexto para leer tu correo? Esa habría sido la excusa perfecta para la profesora Umbridge: le da el chivatazo a Filch, deja que él haga el trabajo sucio y que te confisque la carta; luego busca una forma de robársela o le exige que se la deje ver. No creo que Filch hubiera puesto objeciones, porque ¿alguna vez ha defendido los derechos de los estudiantes? ¡Harry, estás espachurrando[257] a tu rana! —Harry miró hacia abajo. Era verdad: estaba apretando tan fuerte a su rana que al animal casi se le saltaban los ojos. Entonces la dejó apresuradamente sobre el pupitre—. Anoche nos salvamos por los pelos —prosiguió Hermione—. Me pregunto si la profesora Umbridge es consciente de lo poco que le faltó. ¡Silencius!—exclamó, y la rana con la que estaba practicando su encantamiento silenciador enmudeció a medio croar y la miró llena de reproche—. Si llega a atrapar a Hocicos...

Harry terminó la frase por ella:

—... seguramente habría vuelto a Azkaban esta misma mañana.

Luego agitó la varita mágica sin concentrarse mucho, y su rana se infló como un globo verde y empezó a emitir un agudo silbido.

¡Silencius! —repitió Hermione con rapidez, apuntando con su varita a la rana de Harry, que se desinfló silenciosamente ante ellos—. Bueno, ahora ya sabemos que no debe hacerlo más. Pero no sé cómo vamos a comunicárselo. No podemos enviarle una lechuza.



—No creo que vuelva a arriesgarse —terció Ron—. No es estúpido, ya debe de saber que la profesora Umbridge estuvo a punto de atraparlo. ¡Silencius!—dijo, y el enorme y desagradable cuervo que tenía delante soltó un graznido desdeñoso—. ¡Silencius! ¡SILENCIUS! —repitió, y el cuervo graznó aún más fuerte.

—Es que no mueves la varita correctamente —comentó Hermione observando a Ron con mirada crítica—. No hay que sacudirla, sino darle un golpe seco.

—Con los cuervos es más difícil que con las ranas —se defendió él.

—Cambiemos —propuso Hermione, que agarró el cuervo de Ron y puso su gruesa rana en su lugar—. ¡Silencius! —El cuervo siguió abriendo y cerrando el afilado pico, pero no emitió ningún sonido.

—¡Muy bien, señorita Granger! —dijo el profesor Flitwick con su vocecilla chillona, que sobresaltó a los tres amigos—. Y ahora veamos cómo lo haces tú, Weasley.

—¿Cómo...? Oh, sí, sí —repuso Ron muy aturullado—. Esto... ¡silencius!

Pero al apuntar a la rana con la varita dio un golpe tan brusco que le metió la punta en un ojo; la rana croó de forma ensordecedora y saltó del pupitre.

A nadie le sorprendió que a Harry y a Ron les pusieran como deberes que practicaran el encantamiento silenciador.

A la hora del recreo les permitieron quedarse dentro porque llovía. Los tres buscaron asientos en una ruidosa y abarrotada aula del primer piso donde Peeves flotaba con aire soñador, cerca de la araña; de vez en cuando, sin embargo, inflaba una burbuja de tinta sobre la cabeza de algún alumno. Cuando acababan de sentarse, Angelina fue hacia ellos abriéndose paso entre los grupos de estudiantes chismosos.

—¡Tengo el permiso! —exclamó—. ¡Podemos volver a formar el equipo de quidditch!

—¡Excelente! —respondieron Harry y Ron al unísono.

—Sí —continuó Angelina con una sonrisa de oreja a oreja—. Fui a hablar con la profesora McGonagall y creo que ella recurrió a Dumbledore. En fin, el caso es que la profesora Umbridge tuvo que ceder. ¡Ja! De modo que esta tarde quiero veros en el campo a las siete en punto porque tenemos que recuperar el tiempo perdido. ¿Os dais cuenta de que sólo faltan tres semanas para nuestro primer partido?

Se alejó de ellos, esquivando por los pelos[258] una burbuja de tinta de Peeves que fue a parar sobre la cabeza de un estudiante de primer curso, y se perdió de vista.

La amplia sonrisa de Ron disminuyó un tanto cuando éste miró por la ventana, a través de la cual ya no se veía nada, pues la lluvia había dejado los cristales opacos.

—Espero que deje de llover. ¿Y a ti qué te pasa, Hermione?

Hermione también miraba por la ventana, pero no observaba nada en concreto. Tenía la mirada perdida y el entrecejo fruncido.

—Estaba pensando... —murmuró sin dejar de mirar la ventana y la lluvia que golpeaba los cristales.

—¿En Sir... Hocicos? —apuntó Harry.

—No, no exactamente... Más bien... me preguntaba... Supongo que estamos haciendo lo correcto, ¿no?

Harry y Ron se contemplaron durante un momento.

—Bueno, eso lo aclara todo —dijo Ron—. Habría sido un fastidio que no te hubieras explicado adecuadamente.

Hermione lo miró como si acabara de reparar en su presencia.

—Me preguntaba —continuó con una voz más fuerte— si estamos haciendo lo correcto al organizar el grupo de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—¿Qué? —dijeron Harry y Ron a la vez.

—¡Fuiste tú quien tuvo la idea, Hermione! —saltó Ron, indignado.

—Ya lo sé —admitió ella entrelazando los dedos—. Pero después de hablar con Hocicos...

—Pero si él nos apoya... —afirmó Harry.

—Sí —dijo su amiga, y volvió a mirar hacia la ventana—. Sí, precisamente por eso pensé que quizá no fuera tan buena idea después de todo...

Peeves flotó hacia ellos panza abajo, con una cerbatana preparada; automáticamente, los tres cogieron sus mochilas y se taparon con ellas la cabeza hasta que Peeves hubo pasado de largo.

—A ver si lo entiendo —dijo Harry de mala gana mientras volvían a dejar las mochilas en el suelo—: ¿Sirius está de acuerdo con nosotros y por eso tú crees que no deberíamos seguir con el proyecto?

Hermione parecía tensa y abochornada. Mirándose las manos, replicó:

—¿Tú confías sinceramente en su criterio?

—¡Pues claro! —exclamó Harry sin vacilar—. ¡Siempre nos ha dado buenos consejos!

Una burbuja de tinta pasó zumbando al lado de ellos y le dio de lleno en la oreja a Katie Bell. Hermione vio cómo ésta se ponía en pie y empezaba a lanzarle cosas a Peeves; pasados unos momentos, Hermione volvió a hablar, y tuvieron la impresión de que elegía las palabras con mucho cuidado.

—¿No crees que se ha vuelto... un poco... imprudente... desde que está encerrado en Grimmauld Place? ¿No crees que... en cierto modo... vive a través de nosotros?

—¿Qué quieres decir con eso de que «vive a través de nosotros»? —replicó Harry.

—Lo que quiero decir... Bueno, creo que a él le encantaría formar una sociedad secreta de defensa ante las narices de alguien del Ministerio... Creo que se siente muy frustrado por lo poco que puede hacer desde donde está... Y creo que, en cierto modo, es por eso por lo que nos incita a crear el grupo.

Ron estaba atónito.

—Sirius tiene razón —afirmó—. Hablas igual que mi madre.

Hermione se mordió la lengua y no dijo nada más. La campana sonó justo cuando Peeves descendía sobre Katie y le vaciaba un tintero en la cabeza.

El tiempo no mejoró a lo largo del día, y a las siete en punto, cuando Harry y Ron bajaron resbalando por la mojada hierba hasta el campo de quidditch para el entrenamiento, quedaron empapados en cuestión de minutos. El cielo estaba gris oscuro y tormentoso, y sintieron un gran alivio cuando llegaron a los vestuarios, cálidos e iluminados, pese a saber que la tregua sólo era pasajera. Encontraron allí a Fred y George, que estaban discutiendo si debían utilizar una golosina de su Surtido Saltaclases para no tener que volar.

—... pero seguro que nos descubriría —comentaba Fred con voz queda—. Ojalá ayer no le hubiera dicho que nos comprara unas cuantas pastillas vomitivas.

—Podríamos probar con un tofe[259] de la fiebre —murmuró George—. Eso todavía no lo ha visto nadie...

—¿Funcionan? —preguntó Ron, esperanzado. El golpeteo de la lluvia en el tejado se había intensificado y el viento aullaba alrededor del edificio.

—Bueno, sí —respondió Fred—. Te sube la temperatura, desde luego.

—Pero también te salen unos enormes granos llenos de pus —añadió George—. Y todavía no hemos encontrado la forma de hacerlos desaparecer.

—Yo no veo que tengáis ningún grano —comentó Ron escudriñando las caras de los gemelos.

—No, bueno, es lógico —explicó Fred, compungido—. No están en un sitio que solamos mostrar en público.

—Pero te aseguro que duelen un montón cuando te sientas en una escoba.

—Muy bien, escuchadme todos —dijo de pronto Angelina con una voz atronadora. Acababa de salir del despacho del capitán—. Ya sé que no hace el tiempo ideal, pero cabe la posibilidad de que tengamos que jugar contra Slytherin en condiciones como éstas, así que no estará mal que nos acostumbremos a apañárnoslas con ellas. Harry, ¿es verdad que les hiciste algo a tus gafas para que la lluvia no las empañara cuando jugamos contra Hufflepuff en medio de aquella tormenta?

—Lo hizo Hermione —contestó Harry. Y sacó su varita, dio con ella unos golpecitos en sus gafas y dijo—: ¡Impervius!

—Creo que todos deberíamos intentarlo —propuso Angelina—. Si conseguimos apartar la lluvia de nuestra cara, tendremos mejor visibilidad. Vamos, todos juntos: ¡Impervius! Muy bien, en marcha.

Todos guardaron las varitas mágicas en los bolsillos interiores de las túnicas, se cargaron las escobas al hombro y salieron de los vestuarios detrás de Angelina.

Fueron chapoteando por el barro, cada vez más profundo, hasta el centro del terreno de juego; la visibilidad seguía siendo muy escasa a pesar del encantamiento impermeabilizante; estaba oscureciendo y la cortina de lluvia impedía que se distinguiera el suelo.

—Muy bien, cuando dé la señal —gritó Angelina.

Harry pegó una patada en el suelo, salpicándolo todo de barro, y emprendió el vuelo. El viento lo desviaba ligeramente de su trayectoria. No tenía ni idea de cómo se las iba a ingeniar para distinguir la snitch con aquel tiempo, pues ya le costaba bastante ver la única bludger con la que practicaban. Cuando sólo llevaba un minuto volando, la bludger casi lo derribó de la escoba y tuvo que utilizar la voltereta con derrape para esquivarla. Desgraciadamente, Angelina no lo vio. De hecho, parecía que no veía nada; ninguno de los jugadores tenía ni idea de lo que estaban haciendo los otros. El viento arreciaba; incluso Harry oía a lo lejos el rumor y el martilleo de la lluvia aporreando la superficie del lago.

Angelina insistió durante casi una hora antes de admitir la derrota. Acompañó al empapado y contrariado equipo a los vestuarios e intentó convencer a sus compañeros de que el entrenamiento no había sido una pérdida de tiempo, aunque no lo decía muy segura. Fred y George eran los que parecían más fastidiados; ambos caminaban con las piernas arqueadas y hacían muecas de dolor a cada momento. Harry los oyó quejarse por lo bajo mientras se secaba el pelo.

—Me parece que a mí se me han reventado unos cuantos —comentó Fred con voz apagada.

—A mí no —replicó George apretando los dientes—. Me duelen muchísimo. Creo que se han hecho aún más grandes.

—¡Ay! —exclamó entonces Harry.

Cerró los ojos y se tapó la cara con la toalla. Había vuelto a notar una punzada de dolor en la cicatriz, más fuerte que las de las últimas semanas.

—¿Qué pasa? —le preguntaron varias voces.

Harry se retiró la toalla de la cara. Veía el interior del vestuario borroso porque no llevaba las gafas, pero aun así se dio cuenta de que todo el mundo se había vuelto hacia él.

—Nada —masculló—. Me he metido un dedo en un ojo.

Pero lanzó una mirada de complicidad a Ron, y ambos se quedaron rezagados cuando el resto del equipo salió del vestuario, envueltos en sus capas y con los sombreros calados hasta las orejas.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Ron en cuanto Alicia hubo salido por la puerta—. ¿Ha sido la cicatriz? —Harry asintió con la cabeza—. Pero... —Ron, asustado, fue hacia la ventana y miró al exterior—. No puede estar por aquí cerca, ¿verdad que no?

—No —dijo Harry sentándose en un banco y frotándose la frente—. Seguramente está a kilómetros de distancia. Me ha dolido porque... está furioso.

Harry había pronunciado aquellas palabras sin haberlas pensado, y al escucharlas tuvo la sensación de que las había dicho otra persona. Sin embargo, supo inmediatamente que era cierto. No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía: Voldemort, estuviera donde estuviese, hiciera lo que hiciese, estaba de muy mal humor.

—¿Lo has visto? —le preguntó Ron, horrorizado—. ¿Has tenido... una visión o algo así?

Harry se quedó muy quieto, mirándose los pies, y dejó que la mente y la memoria se le relajaran tras el momento de dolor.

Una desordenada maraña de sombras, un torrente de voces...

—Quiere que alguien haga algo, pero no va tan deprisa como a él le gustaría —dijo.

Una vez más, le sorprendió escuchar las palabras que salían por su boca, aunque a pesar de todo estaba convencido de que lo que acababa de decir era verdad.

—Pero... ¿cómo lo sabes? —inquirió Ron.

Harry hizo un gesto negativo con la cabeza y se tapó los ojos con las manos, apretándolos con las palmas. Vio surgir unas pequeñas estrellas en la oscuridad. Percibía la presencia de Ron a su lado, en el banco, y sabía que su amigo lo miraba fijamente.

—¿Has sentido lo mismo que la última vez, cuando te dolió la cicatriz en el despacho de la profesora Umbridge? —le preguntó Ron con voz queda—. Es decir, ¿que Quien-tú-sabes estaba enfadado? —Harry negó de nuevo con la cabeza—. Entonces, ¿qué es?

Harry hizo memoria. En aquella ocasión estaba mirando a la profesora Umbridge a la cara... Le había dolido la cicatriz... y había notado algo raro en el estómago..., un extraño aleteo..., una sensación de júbilo... Pero, como es lógico, no la había reconocido, porque él se sentía muy desgraciado...

—La última vez me dolió porque él estaba contento —explicó—. Muy contento. Creía... que iba a pasar algo bueno. Y la noche antes de que viniéramos a Hogwarts... —recordó el momento en que le había dolido mucho la cicatriz en el dormitorio que compartía con Ron en Grimmauld Place— estaba furioso...

Miró a Ron, que lo observaba a su vez con la boca abierta.

—Podrías quitarle la plaza a la profesora Trelawney, Harry —murmuró, sobrecogido.

—No estoy haciendo profecías —replicó Harry.

—De acuerdo, pero ¿sabes lo que estás haciendo? —sentenció Ron, entre asustado e impresionado—. ¡Le estás leyendo la mente a Quien-tú-sabes, Harry!

—No —corrigió éste moviendo negativamente la cabeza—. Más que su mente es su... estado de ánimo, supongo. Recibo impresiones del estado de ánimo que tiene. Dumbledore me habló de esto el año pasado. Dijo que yo percibía cuándo Voldemort estaba cerca de mí, o cuándo sentía odio. Pues bien, ahora también noto cuándo está contento...

Hubo una pausa. El viento y la lluvia azotaban el edificio.

—Tienes que contárselo a alguien —sugirió Ron.

—La última vez se lo conté a Sirius.

—¡Pues cuéntale lo que te ha pasado ahora!

—No puedo, Ron —reflexionó Harry con gravedad—. La profesora Umbridge vigila las lechuzas y las chimeneas, ¿no te acuerdas?

—Entonces cuéntaselo a Dumbledore.

—Él ya lo sabe, acabo de decírtelo —dijo Harry de manera cortante. Se puso en pie, cogió su capa del colgador[260] y se la echó sobre los hombros—. No tiene sentido volver a contárselo.

Ron se abrochó el cierre de la capa mientras observaba atentamente a su amigo.

—A Dumbledore le gustaría saberlo —afirmó.

Harry se encogió de hombros.

—Vamos, todavía tenemos que practicar los encantamientos silenciadores.

Recorrieron los oscuros jardines hasta el castillo, resbalando y tropezando por la hierba fangosa, pero no hablaron. Harry iba pensando. ¿Qué debía de ser lo que Voldemort quería que alguien hiciera, y que no se hacía suficientemente deprisa?

«... tiene otros planes, unos planes que puede poner en marcha con mucha discreción... Cosas que sólo puede conseguir furtivamente... Como un arma. Algo que no tenía la última vez.»

Harry no había vuelto a pensar en aquellas palabras desde hacía semanas; estaba demasiado absorto en lo que estaba ocurriendo en Hogwarts, demasiado ocupado pensando en las batallas con la profesora Umbridge, en la injusticia de la intromisión del Ministerio... Pero en ese momento las recordó y le hicieron reflexionar. Cabía la posibilidad de que Voldemort estuviera furioso porque todavía no había podido hacerse con el arma, fuera cual fuese. ¿Habría desbaratado la Orden sus planes, habría impedido que se apoderara de ella? ¿Dónde estaba guardada? ¿Quién la tenía?

¡Mimbulus mimbletonia! —pronunció Ron, y Harry salió de su ensimismamiento justo a tiempo para pasar por la abertura del retrato y entrar en la sala común.

Por lo visto, Hermione se había acostado temprano, pero había dejado a Crookshanks acurrucado en una butaca y un surtido de gorros de elfo de punto, llenos de nudos, sobre una mesa junto al fuego. Harry se alegró de que Hermione no estuviera allí, porque no le apetecía seguir hablando del dolor de su cicatriz ni que su amiga insistiera en que fuera a hablar con Dumbledore. Ron no paraba de lanzarle miradas de inquietud, pero Harry sacó sus libros de Encantamientos y se puso a terminar la redacción, aunque lo único que hacía era fingir que estaba concentrado. Cuando Ron anunció que él también se iba a la cama, Harry no había escrito casi nada.

Pasó la medianoche, y Harry continuaba leyendo y releyendo un párrafo sobre los usos de la coclearia, el ligústico y la tármica sin entender ni una sola palabra.

«Estas plantas resultan muy eficaces para la inflamación del cerebro, y de ahí que se empleen corrientemente en la fabricación de filtros para confundir y ofuscar, o allí donde el mago pretenda producir exaltación e imprudencia...»

... Hermione decía que Sirius estaba volviéndose imprudente porque se hallaba encerrado en Grimmauld Place...

«... muy eficaces para la inflamación del cerebro, y de ahí que se empleen corrientemente...»

... El Profeta creería que Harry tenía el cerebro inflamado si se enteraba de que sabía lo que sentía Voldemort...

«... corrientemente en la fabricación de filtros para confundir y ofuscar...»

... «Confundir» era la palabra, sin duda; ¿por qué sabía él lo que sentía Voldemort? ¿Qué era aquella extraña conexión entre ambos que Dumbledore nunca había sido capaz de explicar satisfactoriamente?

«... o allí donde el mago pretenda...»

... Qué sueño le estaba entrando a Harry...

«... producir exaltación...»

... Estaba tan calentito y cómodo en su butaca junto al fuego, escuchando el repiqueteo de la lluvia en los cristales de las ventanas, el ronroneo de Crookshanks y el chisporroteo de las llamas...

El libro que Harry tenía en las manos resbaló y cayó sobre la alfombra de la chimenea, produciendo un ruido sordo. Harry ladeó la cabeza...

Volvía a caminar por un pasillo sin ventanas, y sus pasos resonaban en el silencio. La puerta que había al fondo fue aumentando de tamaño; el corazón de Harry latía muy deprisa por la emoción... Si pudiera abrirla, si pudiera pasar por ella...

Extendió un brazo... Las yemas de sus dedos estaban a sólo unos centímetros de la puerta...

—¡Harry Potter!

Harry despertó sobresaltado. Todas las velas de la sala común se habían apagado, pero vio que algo se movía cerca de él.

—¿Quién está ahí? —preguntó incorporándose en la butaca. El fuego estaba casi apagado, y la estancia, oscura.

—¡Dobby tiene su lechuza, señor! —dijo una vocecilla chillona.

—¿Dobby? —se extrañó Harry con una voz pastosa, y escudriñó la oscuridad hacia el sitio de donde procedía el sonido.

Dobby, el elfo doméstico, estaba de pie junto a la mesa donde Hermione había dejado media docena de gorros de punto. Sus grandes y puntiagudas orejas sobresalían por debajo de lo que Harry sospechó que eran todos los gorros de lana que Hermione había tejido hasta entonces; los llevaba uno encima de otro, y su cabeza parecía dos o tres palmos más larga. En lo alto de la borla del último gorro estaba posada Hedwig, que ululaba tranquilamente y, según todos los indicios, curada.

—Dobby se ofreció voluntario para devolverle la lechuza a Harry Potter —explicó el elfo con voz de pito mientras miraba con manifiesta adoración a Harry—. La profesora Grubbly-Plank opina que ya está bien, señor —añadió, e hizo una exagerada reverencia hasta que su puntiaguda nariz rozó la raída alfombra de la chimenea. Hedwig soltó un ululato de indignación y voló hasta el brazo de la butaca de Harry.

—¡Gracias, Dobby! —exclamó el chico al mismo tiempo que acariciaba la cabeza de su lechuza y pestañeaba para borrar de su mente la imagen de la puerta que había visto en sueños y que parecía tan real...

Entonces miró con más detenimiento a Dobby y vio que el elfo también llevaba varias bufandas e innumerables calcetines, de modo que sus pies parecían desmesurados para su cuerpo.

—Oye, ¿has cogido todas las prendas que Hermione ha dejado por ahí?

—¡Oh, no, señor! —repuso Dobby alegremente—. Dobby también ha cogido unas cuantas para Winky, señor.

—¡Ah, sí! ¿Cómo está Winky? —le preguntó Harry.

Dobby agachó ligeramente las orejas.

—Winky todavía bebe mucho, señor —afirmó con pesar, mirando al suelo con sus enormes, redondos y verdes ojos, del tamaño de pelotas de tenis—. Siguen sin interesarle las prendas de ropa, Harry Potter. Y a los otros elfos domésticos tampoco. Ya nadie quiere limpiar la torre de Gryffindor porque hay gorros y calcetines escondidos por todas partes; los encuentran insultantes, señor. Dobby lo hace todo él solo, señor, pero a Dobby no le importa, señor, porque él siempre confía en encontrarse a Harry Potter, y esta noche, señor, ¡se ha cumplido su deseo! —El elfo volvió a hacer una reverencia—. Pero Harry Potter no parece contento —prosiguió Dobby, enderezándose de nuevo y mirando tímidamente a Harry—. Dobby lo ha oído hablar en sueños. ¿Tenía Harry Potter pesadillas?

—Sí, aunque no eran muy desagradables —explicó Harry bostezando y frotándose los ojos—. Las he tenido peores.

El elfo contempló a Harry con sus enormes ojos como esferas. Entonces se puso muy serio y, agachando las orejas, dijo:

—A Dobby le encantaría poder ayudar a Harry Potter, porque Harry Potter le dio la libertad a Dobby, y Dobby es mucho, mucho más feliz ahora.

Harry sonrió.

—No puedes ayudarme, Dobby, pero gracias de todos modos.

Se agachó y recogió su libro de Pociones. Tendría que intentar terminar la redacción al día siguiente. Cerró el libro, y en ese instante la luz del fuego iluminó las delgadas cicatrices blancas que tenía en el dorso de la mano, resultado de sus castigos con la profesora Umbridge.

—Un momento, quizá sí puedas hacerme un favor, Dobby —dijo Harry muy despacio.

El elfo miró a Harry sonriente.

—¡Harry Potter sólo tiene que pedírmelo, señor!

—Necesito encontrar un sitio donde veintiocho personas puedan practicar Defensa Contra las Artes Oscuras sin que las descubra ningún profesor, sobre todo —añadió, agarrando con tanta fuerza el libro que las cicatrices brillaron con un tono blanco y perlado— la profesora Umbridge.

Se había imaginado que la sonrisa del elfo desaparecería con rapidez y que Dobby agacharía las orejas o diría que eso era imposible, o como mucho que intentaría buscar algún sitio, pero se equivocó. Lo que no esperaba era que Dobby pegara un saltito, agitando alegremente las orejas, y diera una palmada.

—¡Dobby conoce el sitio perfecto, señor! —exclamó—. Dobby oyó hablar de él a los otros elfos domésticos cuando llegó a Hogwarts, señor. ¡Lo llamamos la Sala que Viene y Va[261], señor, o la Sala de los Menesteres[262]!

—¿Por qué la llamáis así? —preguntó Harry, intrigado.

—Porque es una sala en la que uno sólo puede entrar —explicó Dobby poniéndose muy serio— cuando tiene verdadera necesidad. A veces está allí y a veces no, pero cuando aparece siempre está equipada para satisfacer las necesidades de la persona que la busca. Dobby la ha utilizado en algunas ocasiones, señor —añadió el elfo bajando la voz, como si tuviera remordimientos—, cuando Winky estaba muy borracha; Dobby la ha escondido en la Sala de los Menesteres y ha encontrado allí antídotos contra la cerveza de mantequilla, y una bonita cama de tamaño adecuado para los elfos donde ponerla a dormir, señor... Y Dobby sabe que el señor Filch ha encontrado allí productos de limpieza extra cuando se le han terminado, señor, y...

—Y si necesitas urgentemente un lavabo —terció Harry, que de pronto había recordado algo que había dicho Dumbledore en el baile de Navidad el curso anterior—, ¿se llena de orinales[263]?

—Dobby se imagina que sí, señor —afirmó el elfo asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Es una sala muy especial, señor.

—¿Cuánta gente conoce su existencia? —le preguntó Harry enderezándose un poco más en la butaca.

—Muy poca, señor. La mayoría tropiezan con ella cuando la necesitan, señor, pero no suelen volver a encontrarla porque no saben que siempre está allí esperando a que se solicite su servicio, señor.

—¡Parece estupendo! —exclamó Harry muy animado—. ¡Parece perfecto, Dobby! ¿Cuándo podrás enseñarme dónde está?

—Cuando Harry Potter quiera, señor —repuso Dobby, que se mostraba encantado con el entusiasmo del chico—. ¡Podríamos ir ahora mismo si así lo quiere Harry Potter!

Harry estuvo tentado de ir con Dobby a buscar la Sala de los Menesteres. Ya se estaba levantando de la butaca, con la intención de subir a toda prisa a su dormitorio para coger la capa invisible, cuando una voz (que no era la primera vez que oía) que se parecía mucho a la de Hermione le susurró al oído: «Imprudente.» Realmente era muy tarde y estaba agotado.

—Esta noche no, Dobby —dijo Harry a regañadientes, y volvió a sentarse en la butaca—. Esto es muy importante... No quisiera estropearlo, necesito planearlo todo muy bien. Oye, ¿puedes decirme dónde está con exactitud esa Sala de los Menesteres, y cómo entrar en ella?

 

• • •

 

Las túnicas ondeaban al viento y se les enroscaban alrededor del cuerpo mientras atravesaban chapoteando los inundados huertos para asistir a una clase de dos horas de Herbología. El martilleo de las gotas de lluvia, duras como piedras de granizo, apenas les dejaba oír lo que les decía la profesora Sprout. Aquella tarde la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas tuvo que trasladarse de los jardines, azotados por la tormenta, a un aula libre de la planta baja, y para gran alivio de los miembros del equipo de quidditch, Angelina se había dirigido a ellos a la hora de la comida para informarles de que se había suspendido el entrenamiento.

—Genial —comentó Harry en voz baja cuando Angelina se lo comunicó—, porque hemos encontrado un sitio para celebrar nuestra primera reunión de defensa. Hoy a las ocho en punto en el séptimo piso, frente al tapiz en que los trols están dándole garrotazos a Barnabás el Chiflado. ¿Podrás avisar a Katie y a Alicia?

Angelina se mostró un poco acobardada, pero prometió decírselo a las demás. Harry, que estaba muerto de hambre, siguió comiendo salchichas y puré de patata. Cuando levantó la cabeza para beber un sorbo de zumo de calabaza, vio que Hermione lo observaba atentamente.

—¿Qué pasa? —le preguntó con la boca llena.

—Bueno... Es que no sé si debemos fiarnos de Dobby. ¿No te acuerdas de que te dejó sin huesos en un brazo?

—Esa sala no es una idea descabellada de Dobby. Dumbledore también la conoce, me habló de ella en el baile de Navidad.

La expresión de Hermione se relajó un tanto.

—¿Dumbledore te habló de ella?

—Sólo de pasada —comentó Harry encogiéndose de hombros.

—Ah, bueno, entonces de acuerdo —dijo Hermione con decisión, y ya no puso más reparos.

Harry, Ron y Hermione habían dedicado gran parte del día a buscar a los compañeros que habían firmado en la lista para decirles dónde iban a reunirse aquella noche. Por desgracia para Harry, fue Ginny la que encontró primero a Cho y a su amiga; finalizada la cena estaba convencido de que la noticia ya había llegado a las veinticinco personas que habían acudido a la cita del pub.

A las siete y media, los tres amigos salieron de la sala común de Gryffindor. Harry llevaba un trozo de pergamino viejo en una mano. Los alumnos de quinto curso podían estar en los pasillos hasta las nueve en punto, pero aun así los tres volvían continuamente la cabeza, nerviosos, mientras se dirigían hacia el séptimo piso.

—Un momento —dijo Harry al llegar al final del último tramo de escaleras, y desenrolló el trozo de pergamino. Le dio un golpe con la varita y recitó en voz baja—: ¡Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas!

Un mapa de Hogwarts apareció en la superficie en blanco del pergamino. Unos diminutos puntos negros móviles, etiquetados con nombres, mostraban dónde se encontraban en aquel momento algunas personas.

—Filch está en el segundo piso —afirmó Harry acercándose el mapa a los ojos—. Y la Señora Norris está en el cuarto.

—¿Y la profesora Umbridge? —le preguntó Hermione, inquieta.

—En su despacho —contestó él, y lo señaló—. Vale, sigamos. —Echaron a andar a buen ritmo por el pasillo hasta el lugar que Dobby le había descrito a Harry: un tramo vacío de pared frente a un enorme tapiz que representaba el absurdo intento de Barnabás el Chiflado de enseñar ballet a los trols—. Muy bien —dijo Harry en voz baja mientras un apolillado trol dejaba por un momento de aporrear despiadadamente a su frustrado profesor de ballet para observarlos—. Dobby dijo que teníamos que pasar tres veces por delante de este trozo de pared, concentrándonos en lo que necesitamos.

Así lo hicieron: dieron media vuelta bruscamente al llegar a la ventana que había más allá del tramo vacío de pared, y luego regresaron al alcanzar el jarrón del tamaño de una persona que había en el otro extremo. Ron tenía los ojos cerrados con fuerza, Hermione susurraba algo y Harry tenía los puños apretados y miraba al frente.

«Necesitamos un sitio donde aprender a luchar... —pensó—. Danos un sitio donde practicar... Un sitio donde no puedan encontrarnos...»

—¡Harry! —exclamó Hermione cuando se dieron la vuelta después de hacer el recorrido por tercera vez.

Una puerta de brillante madera había aparecido en la pared. Ron la miraba fijamente y parecía un poco receloso. Harry extendió un brazo, agarró el picaporte de latón, abrió y entró el primero en una amplia estancia en la que ardían parpadeantes antorchas como las que iluminaban las mazmorras, ocho pisos más abajo.

Las paredes estaban cubiertas de estanterías de madera, y en lugar de sillas había unos enormes cojines de seda en el suelo. En unos estantes, en la pared del fondo de la sala, se veían una serie de instrumentos, como chivatoscopios[264], sensores de ocultamiento y un gran reflector de enemigos rajado que Harry estaba seguro de haber visto el año anterior en el despacho del falso Moody.

—Esto nos vendrá muy bien cuando practiquemos hechizos aturdidores —comentó Ron con entusiasmo dándole unos golpecitos con el pie a uno de los cojines.

—¡Y mirad los libros! —gritó Hermione, emocionada, mientras pasaba un dedo por los lomos de los grandes volúmenes encuadernados en piel—. Compendio de maldiciones básicas y cómo combatirlas... Cómo burlar las artes oscuras... Hechizos de autodefensa... ¡Uf! —Radiante, se volvió y miró a Harry, quien comprendió que la presencia de aquellos cientos de libros había convencido definitivamente a Hermione de que lo que estaban haciendo era correcto—. Esto es fabuloso, Harry. ¡Aquí está todo lo que necesitamos!

Y sin más preámbulos, cogió Embrujos para embrujados del estante, se sentó en el primer cojín que encontró y se puso a leer.

Entonces oyeron unos golpecitos en la puerta. Harry se dio la vuelta. Habían llegado Ginny, Neville, Lavender, Parvati y Dean.

—¡Vaya! —exclamó Dean observando lo que lo rodeaba impresionado—. ¿Qué es esto?

Harry empezó a explicárselo, pero antes de que hubiera terminado llegó más gente y tuvo que empezar de nuevo. A las ocho en punto todos los cojines ya estaban ocupados. Harry fue hacia la puerta y giró la llave que había en la cerradura con un ruido lo bastante fuerte para convencer a los asistentes; éstos, por su parte, guardaron silencio y se quedaron mirando a Harry. Hermione marcó con cuidado la página que estaba leyendo de Embrujos para embrujados y dejó el libro a un lado.

—Bueno —dijo Harry un poco nervioso—. Éste es el sitio que hemos encontrado para nuestras sesiones de prácticas, y por lo que veo... todos lo aprobáis.

—¡Es fantástico! —exclamó Cho, y varias personas expresaron también su aprobación.

—Qué raro —comentó Fred echando un vistazo a su alrededor con la frente arrugada—. Una vez nos escondimos de Filch aquí, ¿te acuerdas, George? Pero entonces esto no era más que un armario de escobas.

—Oye, Harry, ¿qué es eso? —preguntó Dean desde el fondo de la sala, señalando los chivatoscopios y el reflector de enemigos.

—Detectores de tenebrismo —contestó Harry, y fue hacia ellos sorteando los cojines—. Indican cuándo hay enemigos o magos tenebrosos cerca, pero no hay que confiar demasiado en ellos porque se les puede engañar... —Miró un momento en el rajado reflector de enemigos; dentro se movían unas figuras oscuras, aunque ninguna estaba muy definida. Luego se dio la vuelta—. Bueno, he estado pensando por dónde podríamos empezar y... —Vio una mano levantada—. ¿Qué pasa, Hermione?

—Creo que deberíamos elegir un líder —sugirió ella.

—Harry es el líder —saltó Cho mirando a Hermione como si estuviera loca.

A Harry volvió a darle un vuelco el corazón.

—Sí, pero creo que deberíamos realizar una votación en toda regla —afirmó Hermione sin inmutarse—. Queda más serio y le confiere autoridad a Harry. A ver, que levanten la mano los que opinan que Harry debería ser nuestro líder.

Todos levantaron la mano, incluso Zacharias Smith, aunque lo hizo sin entusiasmo.

—Bueno, gracias —dijo Harry, que tenía las mejillas ardiendo—. Y... ¿qué pasa, Hermione?

—También creo que deberíamos tener un nombre —propuso alegremente sin bajar la mano—. Eso fomentaría el espíritu de equipo y la unidad, ¿no os parece?

—Podríamos llamarnos Liga AntiUmbridge —terció Angelina.

—O Grupo Contra los Tarados del Ministerio de la Magia —sugirió Fred.

—Yo había pensado —insinuó Hermione mirando ceñuda a Fred— en un nombre que no revelara tan explícitamente a qué nos dedicamos, para que podamos referirnos a él sin peligro fuera de las reuniones.

—¿Entidad de Defensa? —aventuró Cho—. Podríamos abreviarlo ED y nadie sabría de qué estamos hablando.

—Sí, ED me parece bien —intervino Ginny—. Pero sería mejor que fueran las siglas de Ejército de Dumbledore, porque eso es lo que más teme el Ministerio, ¿no?

El comentario de Ginny fue recibido con risas y murmullos de conformidad.

—¿Estáis todos a favor de ED? —preguntó Hermione en tono autoritario, y se arrodilló en el cojín para contar—. Sí, hay mayoría. ¡Moción aprobada!

Clavó el trozo de pergamino donde habían firmado todos en la pared, y en lo alto escribió con letras grandes:

 

EJÉRCITO DE DUMBLEDORE

 

—Muy bien —dijo Harry cuando Hermione se hubo sentado de nuevo—, ¿empezamos a practicar? He pensado que lo primero que deberíamos hacer es practicar el expelliarmus, es decir, el encantamiento de desarme. Ya sé que es muy elemental, pero lo encontré muy útil...

—¡Vaya, hombre! —exclamó Zacharias Smith mirando al techo y cruzándose de brazos—. No creo que el expelliarmus nos ayude mucho si tenemos que enfrentarnos a Quien-tú-sabes.

—Yo lo utilicé contra él —dijo Harry con serenidad—. En junio, ese encantamiento me salvó la vida. —Smith se quedó con la boca abierta, con cara de estúpido. Los demás estudiantes estaban muy callados—. Pero si crees que está por debajo de tus conocimientos, puedes marcharte —añadió Harry. Smith no se movió. Los demás tampoco—. Bien —continuó Harry. Había tantos ojos fijos en él que se le estaba secando la boca—. Podríamos dividirnos en parejas y practicar.

A Harry le resultaba muy extraño dar instrucciones, pero más extraño aún le resultaba ver que los demás las seguían. Todos se pusieron en pie a la vez y se colocaron de dos en dos. Como era de esperar, Neville se quedó sin pareja.

—Tú practicarás conmigo —le dijo Harry—. Muy bien, contaré hasta tres: uno, dos, tres...

De pronto, la sala se llenó de gritos de ¡Expelliarmus! Las varitas volaban en todas direcciones; los hechizos mal ejecutados iban a parar contra los libros de las estanterías y los hacían saltar por los aires. Harry era demasiado rápido para Neville, cuya varita saltó de su mano, giró sobre sí misma, golpeó el techo produciendo una lluvia de chispas y aterrizó con estrépito en lo alto de una estantería, de donde Harry la recuperó con un encantamiento convocador. Entonces miró a su alrededor y comprobó que había hecho bien al proponer que practicaran los hechizos elementales en primer lugar, pues sus compañeros estaban haciendo unas chapuzas tremendas. Muchos no conseguían desarmar a sus oponentes y sólo lograban que saltaran hacia atrás unos pocos pasos o que hicieran muecas de dolor cuando su débil hechizo pasaba rozándoles la coronilla.

¡Expelliarmus! —exclamó Neville. Había pillado a Harry desprevenido, y la varita saltó de la mano de éste—. ¡LO HE CONSEGUIDO[265]! —exclamó Neville, emocionado—. No lo había hecho nunca. ¡LO HE CONSEGUIDO!

—¡Muy bien! —lo animó Harry, y decidió no comentarle que en un duelo real no era probable que su oponente estuviera mirando hacia otro lado con la varita en la mano, pero sin apretarla—. Oye, Neville, ¿por qué no te turnas un rato para practicar con Ron y con Hermione? Así podré pasearme por la sala y ver cómo les va a los demás.

Harry se colocó en el centro de la estancia. A Zacharias Smith le estaba pasando algo muy raro. Cada vez que abría la boca para desarmar a Anthony Goldstein, su propia varita salía despedida de su mano pese a que Anthony no decía nada. A Harry no le costó mucho resolver aquel misterio: Fred y George estaban cerca de Smith y se turnaban para apuntarle a la espalda con sus varitas.

—Lo siento, Harry —se apresuró a decir George al comprobar que Harry lo miraba—. No he podido evitarlo.

Harry se paseó entre las otras parejas e intentó corregir a los que realizaban mal el hechizo. Ginny se había emparejado con Michael Corner; lo estaba haciendo muy bien, mientras que Michael o lo hacía muy mal o no quería hechizar a Ginny. Ernie Macmillan blandía exageradamente su varita, con lo que daba tiempo a su compañero para ponerse en guardia. Los hermanos Creevey practicaban con entusiasmo pero de manera irregular, y eran ellos los responsables de que los libros saltaran de los estantes. Luna Lovegood también tenía altibajos: a veces hacía saltar la varita de la mano de Justin Finch-Fletchley, y otras sólo conseguía que se le pusiera el pelo de punta.

—¡Alto! —gritó Harry—. ¡Alto! ¡ALTO! —«Necesito un silbato», pensó, e inmediatamente vio uno en lo alto de la hilera de libros más cercana. Lo cogió, sopló con fuerza y todos bajaron las varitas en el acto—. No está mal —dijo Harry— pero todavía podéis mejorar mucho. —En ese momento Zacharias le lanzó una mirada de desdén—. Volvamos a intentarlo.

Siguió paseándose por la sala deteniéndose de vez en cuando para hacer alguna sugerencia. Poco a poco los estudiantes fueron mejorando. Durante un rato evitó acercarse a Cho y a su amiga, pero después de aproximarse dos veces a las demás parejas, tuvo la impresión de que ya no podía seguir ignorándolas.

—¡Oh, no! —exclamó Cho al ver que Harry se dirigía hacia ellas—. ¡Expelliarmonos! ¡Ay, no! ¡Expelliemillus! ¡Oh, Marietta, lo siento! —La manga de la túnica de su amiga de cabello rizado se había prendido fuego; Marietta apagó las llamas con su propia varita y miró con odio a Harry, como si él tuviera la culpa de todo—. ¡Me has puesto nerviosa, hasta ahora lo estaba haciendo bien! —le dijo Cho a Harry con tristeza.

—Está muy bien —mintió Harry, pero al ver que Cho arqueaba las cejas se corrigió—: Bueno, no, está fatal, pero ya sé que lo sabes hacer muy bien. He estado observándote desde allí.

Cho rió y su amiga Marietta los miró con cara de pocos amigos y se apartó.

—No le hagas caso —murmuró Cho—. En realidad preferiría no estar aquí, pero yo la he obligado a venir. Sus padres le han prohibido hacer cualquier cosa que pueda molestar a la profesora Umbridge. Verás, su madre trabaja para el Ministerio.

—¿Y tus padres? —le preguntó Harry.

—Bueno, también me han prohibido llevarle la contraria a la profesora Umbridge —afirmó Cho irguiéndose con orgullo—. Pero si creen que no voy a luchar contra Quien-tú-sabes después de lo que le pasó a Cedric...

No terminó la frase; se quedó confundida, y entre ellos dos se hizo un incómodo silencio. Entonces la varita de Terry Boot pasó volando junto a la oreja de Harry y le dio de lleno a Alicia Spinnet en la nariz,

—¡Pues mi padre apoya cualquier acción contra el Ministerio! —afirmó Luna Lovegood también muy orgullosa mientras Justin Finch-Fletchley intentaba colocarse bien la túnica con la que se había tapado la cabeza. Luna estaba detrás de Harry y era evidente que había estado escuchando la conversación que éste había mantenido con Cho—. Siempre dice que cree a Fudge capaz de cualquier cosa. ¡Con la cantidad de duendes que ha asesinado! Además, utiliza el Departamento de Misterios para fabricar pociones terribles que hace beber a todo el que no está de acuerdo con él. Y luego está su umgubular slashkilter...

—No hagas preguntas —recomendó Harry por lo bajo a Cho al ver que ésta abría la boca, desconcertada. Cho rió.

—Oye, Harry —gritó Hermione desde el otro extremo de la sala—. ¿Has mirado la hora?

Harry consultó su reloj y se llevó una sorpresa al ver que ya eran las nueve y diez, lo cual significaba que tenían que volver a sus salas comunes inmediatamente si no querían que Filch los pescara y los castigara por estar en los pasillos fuera de los límites permitidos. Entonces hizo sonar el silbato, los estudiantes dejaron de gritar «¡Expelliarmus!» y las dos últimas varitas cayeron al suelo.

—Bueno, ha estado muy bien —comentó Harry—, pero la sesión se ha prolongado más de lo previsto. Tenemos que dejarlo aquí. ¿Quedamos la semana que viene a la misma hora en el mismo sitio?

—¡Antes! —exclamó Dean Thomas con entusiasmo, y muchos compañeros asintieron con la cabeza.

Angelina, en cambio, dijo:

—¡La temporada de quidditch está a punto de empezar y el equipo también tiene que practicar!

—Entonces el próximo miércoles por la noche —determinó Harry—. Ya decidiremos si hacemos alguna reunión adicional. ¡Ahora será mejor que nos vayamos!

Volvió a sacar el mapa del merodeador y lo revisó meticulosamente para ver si había algún profesor en el séptimo piso. Dejó salir a sus compañeros en grupos de tres y de cuatro, y luego siguió con inquietud los diminutos puntos que los representaban en el mapa para asegurarse de que regresaban sanos y salvos a sus dormitorios: los de Hufflepuff se dirigieron hacia el pasillo del sótano, que también conducía a las cocinas; los de Ravenclaw, a una torre situada en el ala oeste del castillo, y los de Gryffindor, por el pasillo del retrato de la Señora Gorda.

—Ha sido estupendo, Harry —confesó Hermione cuando por fin se quedaron solos él, ella y Ron.

—¡Sí, genial! —coincidió éste, entusiasmado. Salieron por la puerta y vieron cómo ésta volvía a convertirse en piedra—. ¿Has visto cómo he desarmado a Hermione, Harry?

—Sólo una vez —puntualizó ella, dolida—. Yo te he desarmado muchas más veces que tú a mí.

—No te he desarmado sólo una vez; han sido como mínimo tres.

—Sí, claro, contando la vez que has tropezado y al caerte me has quitado la varita de un manotazo.

Siguieron discutiendo hasta que llegaron a la sala común, pero Harry no les hacía caso. Observaba muy atento el mapa del merodeador, pero al mismo tiempo recordaba que Cho le había dicho que la ponía nerviosa.



Date: 2015-12-11; view: 536


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El Decreto de Enseñanza n.° 24 | El león y la serpiente
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