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Castigo con Dolores

 

 

Aquella noche, la cena en el Gran Comedor no fue una experiencia agradable para Harry. La noticia de su enfrentamiento a gritos con la profesora Umbridge se había extendido a una velocidad increíble, contrariamente a lo que solía suceder en Hogwarts. Mientras comía, sentado entre Ron y Hermione, Harry oía cuchicheos a su alrededor. Lo más curioso era que a ninguno de los que susurraban parecía importarle que Harry se enterara de lo que estaban diciendo de él. Más bien al contrario: era como si estuvieran deseando que se enfadara y se pusiera a gritar otra vez, para poder escuchar su historia directamente.

—Dice que vio cómo asesinaban a Cedric Diggory...

—Asegura que se batió en duelo con Quien-tú-sabes...

—Anda ya[194]...

—¿Nos toma por idiotas?

—Yo no me creo nada...

—Lo que no entiendo —comentó Harry con voz trémula, dejando el cuchillo y el tenedor, pues le temblaban demasiado las manos para sujetarlos con firmeza— es por qué todos creyeron la historia hace dos meses, cuando se la contó Dumbledore...

—Verás, Harry, no estoy tan segura de que la creyeran —replicó Hermione con desánimo—. ¡Vamos, larguémonos de aquí!

Ella dejó también sus cubiertos sobre la mesa; Ron, apenado, echó un último vistazo a la tarta de manzana que no se había terminado y los siguió. Los demás alumnos no les quitaron el ojo de encima hasta que salieron del comedor.

—¿Qué quieres decir con eso de que no estás segura de que creyeran a Dumbledore? —le preguntó Harry a Hermione cuando llegaron al rellano del primer piso.

—Mira, tú no entiendes cómo se vivió eso aquí —intentó explicar Hermione—. Apareciste en medio del jardín con el cadáver de Cedric en brazos... Ninguno de nosotros había visto lo que había ocurrido en el laberinto... No teníamos más pruebas que la palabra de Dumbledore de que Quien-tú-sabes había regresado, había matado a Cedric y había peleado contigo.

—¡Es la verdad!

—Ya lo sé, Harry, así que, por favor, deja de echarme la bronca[195] —dijo Hermione cansinamente—. Lo que pasa es que la gente se marchó a casa de vacaciones antes de que pudiera asimilar la verdad, y ha estado dos meses leyendo que tú estás chiflado y que Dumbledore chochea.

La lluvia golpeaba los cristales de las ventanas mientras ellos avanzaban por los desiertos pasillos hacia la torre de Gryffindor. Harry tenía la impresión de que su primer día había durado una semana, pero todavía debía hacer una montaña de deberes antes de acostarse. Empezaba a notar un dolor débil y pulsante sobre el ojo derecho. Cuando entraron en el pasillo de la Señora Gorda, miró por una de las mojadas ventanas y contempló los oscuros jardines. Seguía sin haber luz en la cabaña de Hagrid.



¡Mimbulus mimbletonia! —dijo Hermione antes de que la Señora Gorda tuviera ocasión de pedirles la contraseña. El retrato se abrió, dejó ver la abertura que había detrás, y los tres se metieron por ella.

La sala común estaba casi vacía; la mayoría seguía abajo, cenando. Crookshanks, que descansaba enroscado en una butaca, se levantó y fue a recibirlos ronroneando, y cuando Harry, Ron y Hermione se sentaron en sus tres butacas favoritas junto al fuego, saltó con agilidad al regazo de su dueña y se acurrucó allí como si fuera un peludo cojín de color rojo anaranjado. Harry, agotado, se quedó contemplando las llamas.

—¿Cómo es posible que Dumbledore haya permitido que pase esto? —gritó de pronto Hermione, sobresaltando a sus amigos; Crookshanks pegó un brinco y bajó al suelo con aire ofendido. Hermione golpeó, furiosa, los reposabrazos de su butaca, y por los agujeros salieron trozos de relleno—. ¿Cómo puede permitir que esa mujer infame nos dé clase? ¡Y en el año de los TIMOS, por si fuera poco!

—Bueno, la verdad es que nunca hemos tenido muy buenos profesores de Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no? —observó Harry—. Ya sabes lo que pasa, nos lo contó Hagrid: nadie quiere ese empleo porque dicen que está gafado[196].

—¡Ya, pero contratar a alguien que se niega explícitamente a dejarnos hacer magia!... ¿A qué juega Dumbledore?

—Y pretende que hagamos de espías para ella —terció Ron, deprimido—. ¿Os acordáis de que ha dicho que fuéramos a verla si oíamos a alguien decir que Quien-vosotros-sabéis ha regresado?

—Pues claro que está aquí para espiarnos, eso es obvio. ¿Con qué otro motivo la habría enviado Fudge a Hogwarts? —saltó Hermione.

—No empecéis a discutir otra vez —intervino Harry, harto, al ver que Ron abría la boca para responder a Hermione—. ¿Por qué no podemos...? Hagamos los deberes, a ver si nos los quitamos de encima...

Recogieron sus mochilas, que estaban en un rincón, y volvieron a las butacas, junto al fuego. En ese momento comenzaban a llegar alumnos que regresaban después de cenar. Harry evitaba dirigir la vista hacia la abertura del retrato, pero aun así era consciente de que atraía las miradas de sus compañeros.

—¿Qué os parece si empezamos por los de Snape? -propuso Ron mojando su pluma en el tintero—. «Las propiedades... del ópalo... y sus usos... en la fabricación de pociones...» —murmuró mientras escribía las palabras en la parte superior del pergamino. Subrayó el título, miró expectante a Hermione y añadió—: A ver, ¿cuáles son las propiedades del ópalo y sus usos en la fabricación de pociones?

Pero Hermione no lo escuchaba, pues miraba entornando los ojos hacia un rincón alejado de la sala, donde Fred, George y Lee Jordan estaban sentados en el centro de un corro de alumnos de primero, de aspecto inocente, que mascaban algo que, al parecer, había salido de una gran bolsa de papel que Fred tenía en las manos.

—Mira, lo siento, pero se han pasado de la raya —explotó, poniéndose en pie. Era evidente que estaba rabiosa—. ¡Vamos, Ron!

—Yo..., ¿qué? —dijo Ron para ganar tiempo—. ¡Vaya, Hermione, no podemos regañarlos por repartir golosinas!

—Sabes perfectamente que eso es turrón sangranarices, o pastillas vomitivas, o...

—¿Bombones desmayo? —apuntó Harry en voz baja.

Uno a uno, como si los hubieran golpeado en la cabeza con un mazo invisible, los alumnos de primero fueron cayendo inconscientes en sus asientos; algunos resbalaron hasta el suelo y otros quedaron colgando sobre los reposabrazos de las butacas con la lengua fuera. Los que estaban viéndolo reían; Hermione, en cambio, se puso muy tiesa y fue directamente hacia Fred y George, que estaban de pie con una libreta en la mano, observando atentamente a los desmayados alumnos de primer año. Ron hizo ademán de levantarse de la butaca, se quedó a medio camino unos segundos, vacilante, y luego murmuró a Harry:

—Ya se encarga ella.

Después se hundió cuanto pudo en la butaca, aunque no resultaba fácil debido a su larguirucha figura.

—¡Basta! —les dijo Hermione con ímpetu a Fred y George, que levantaron la cabeza y la miraron un tanto sorprendidos.

—Sí, tienes razón —dijo George, asintiendo—. Creo que ya hay suficiente con esa dosis.

—¡Ya os lo he advertido esta mañana, no podéis probar vuestras porquerías con los alumnos!

—Pero ¡si les hemos pagado! —replicó Fred, indignado.

—¡No me importa! ¡Podría ser peligroso!

—No digas bobadas —repuso Fred.

—¡Cálmate, Hermione, no les pasa nada! —intentó tranquilizarla Lee mientras iba de un alumno a otro y les metía unos caramelos de color morado en la boca, que mantenían abierta.

—Sí, mira, ya vuelven en sí —confirmó George.

Era verdad: unos cuantos alumnos de primero empezaban a moverse. Algunos se sorprendieron tanto de estar tumbados en el suelo o colgando de las butacas que Harry comprendió que Fred y George no les habían advertido del efecto que iban a producirles aquellos caramelos.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó George con amabilidad a una chica menuda de pelo castaño oscuro, que estaba tendida a sus pies.

—Creo que sí —contestó ella con voz temblorosa.

—Excelente —dijo Fred, muy contento, pero inmediatamente Hermione le arrancó de las manos la libreta y la bolsa de papel llena de bombones desmayo.

—¡De excelente nada[197]!

—Claro que sí, están vivos, ¿no? —comentó Fred con enojo.

—No podéis hacer eso. ¿Y si alguno se pusiera enfermo de verdad?

—No se van a poner enfermos porque los hemos probado nosotros mismos; esto sólo lo hacemos para ver si todo el mundo reacciona igual...

—Si no paráis, voy a...

—¿Castigarnos? —insinuó Fred como diciendo: «Inténtalo y verás.»

—¿Ordenar que copiemos algo? —intervino George con una sonrisa burlona.

En la sala había curiosos riendo. Hermione se enderezó al máximo; tenía los ojos entrecerrados y su poblada melena parecía estar a punto de chisporrotear.

—No —dijo con la voz temblorosa de rabia—, pero voy a escribir a vuestra madre.

—No serás capaz —replicó George, horrorizado, y retrocedió.

—Ya lo creo —lo desafió Hermione sin acobardarse—. No puedo impedir que vosotros os comáis esas tonterías, pero no pienso permitir que se las deis a los de primero.

Fred y George se quedaron estupefactos. Era evidente que consideraban que la amenaza de Hermione era un golpe bajo. Ella les lanzó una última mirada amenazadora, se sujetó con fuerza la libreta y la bolsa contra el pecho y regresó muy ofendida a su butaca junto al fuego.

Ron se había ido agachando en su asiento y en ese instante tenía la nariz casi al nivel de las rodillas.

—Gracias por tu apoyo, Ron —dijo Hermione mordazmente.

—Ya lo has resuelto muy bien tú sola —masculló él.

Hermione contempló su trozo de pergamino en blanco durante unos segundos y luego dijo con voz tensa:

—Es inútil, ahora no puedo concentrarme. Me voy a la cama —dijo, y abrió su mochila.

Harry creyó que iba a guardar en ella sus libros, pero en lugar de eso Hermione sacó dos objetos deformes de lana, los colocó con cuidado sobre una mesa junto al fuego, los cubrió con una pluma rota y unos cuantos trozos de pergamino inservibles y se retiró un poco para evaluar el efecto.

—Por las barbas de Merlín, ¿se puede saber qué haces? —preguntó Ron, observándola como si temiera por la salud mental de su amiga.

—Son gorros para elfos domésticos —contestó ella con aspereza, y a continuación empezó a guardar sus libros en la mochila—. Los he hecho este verano. Sin magia soy muy lenta tejiendo, pero ahora que he vuelto al colegio creo que podré hacer muchos más.

—¿Dejas estos gorros aquí para los elfos domésticos? —inquirió Ron lentamente—. ¿Y primero los tapas con piltrafas?

—Sí —contestó Hermione desafiante, y se colgó la mochila.

—Eso no está bien —dijo Ron, enfadado—. Quieres engañarlos para que cojan los gorros. Quieres darles la libertad cuando quizá ellos no quieran ser libres.

—¡Claro que quieren ser libres! —saltó Hermione, que estaba poniéndose colorada—. ¡No te atrevas a tocar esos gorros, Ron!

Y tras pronunciar esas palabras se marchó muy airada. Ron esperó hasta que hubo desaparecido por la puerta de los dormitorios de las chicas, y entonces quitó los trozos de pergamino de encima de los gorros.

—Al menos que vean lo que están cogiendo —dijo con firmeza—. En fin... —enrolló el pergamino en el que había escrito el título de la redacción para Snape—, no tiene sentido intentar terminar esto ahora; sin Hermione no puedo hacerlo, no tengo ni la más remota idea de para qué sirve el ópalo. ¿Y tú?

Harry negó con la cabeza, y al hacerlo notó que el dolor que tenía en la sien derecha estaba empeorando. Se acordó de la larga redacción sobre las guerras de los gigantes y sintió una intensa punzada de dolor. Aun siendo consciente de que a la mañana siguiente lamentaría no haber terminado sus deberes por la noche, guardó sus libros en la mochila.

—Yo también voy a acostarme.

Cuando iba hacia la puerta que conducía a los dormitorios pasó por delante de Seamus, pero no lo miró. Harry tuvo la fugaz impresión de que su compañero había despegado los labios para decir algo, pero aceleró el paso y llegó a la tranquilizadora paz de la escalera de caracol de piedra sin tener que aguantar más provocaciones.

 

El día siguiente amaneció tan plomizo y lluvioso como el anterior. Hagrid tampoco estaba sentado a la mesa de los profesores a la hora del desayuno.

—La única ventaja es que hoy no tenemos a Snape —comentó Ron con optimismo.

Hermione dio un gran bostezo y se sirvió una taza de café. Parecía contenta, y cuando Ron le preguntó de qué se alegraba tanto, ella se limitó a decir:

—Los gorros ya no están. A lo mejor resulta que los elfos domésticos quieren ser libres.

—Yo no estaría tan seguro —replicó él, cortante—. Quizá no podamos considerarlos prendas de vestir. Yo jamás habría dicho que eran gorros, más bien parecían vejigas lanudas.

Hermione no le dirigió la palabra en toda la mañana.

Después de una clase doble de Encantamientos tuvieron también dos horas de Transformaciones. El profesor Flitwick y la profesora McGonagall dedicaron el primer cuarto de hora de sus clases a sermonear a los alumnos sobre la importancia de los TIMOS.

—Lo que debéis recordar —dijo el profesor Flitwick, un mago bajito con voz de pito, encaramado, como siempre, en un montón de libros para poder ver a sus alumnos por encima de la superficie de su mesa— es que estos exámenes pueden influir en vuestras vidas en los años venideros.

Si todavía no os habéis planteado seriamente qué carrera queréis hacer, éste es el momento. Mientras tanto, ¡me temo que tendremos que trabajar más que nunca para asegurarnos de que todos vosotros rendís a la altura de vuestra capacidad en el examen!

Luego estuvieron más de una hora repasando encantamientos convocadores que, según el profesor Flitwick, era probable que aparecieran en el TIMO; remató la clase poniéndoles como deberes un montón de encantamientos.

Lo mismo ocurrió, o peor, en la clase de Transformaciones.

—Pensad que no aprobaréis los TIMOS —les advirtió la profesora McGonagall con gravedad— sin unas buenas dosis de aplicación, práctica y estudio. No veo ningún motivo por el que algún alumno de esta clase no apruebe el TIMO de Transformaciones, siempre que os apliquéis en vuestros estudios. —Neville hizo un ruidito de incredulidad—. Sí, tú también, Longbottom —agregó la profesora—. No tengo queja de tu trabajo; lo único que tienes que corregir es esa falta de confianza en ti mismo. Por lo tanto... hoy vamos a empezar con los hechizos desvanecedores. Aunque son más fáciles que los hechizos comparecedores, que no suelen abordarse hasta el año de los ÉXTASIS, se consideran uno de los aspectos más difíciles de la magia, cuyo dominio tendréis que demostrar en vuestros TIMOS.

La profesora McGonagall tenía razón, pues Harry encontró dificilísimos los hechizos desvanecedores. Tras una clase de dos horas, ni él ni Ron habían conseguido hacer desaparecer los caracoles con los que estaban practicando, aunque Ron, optimista, comentó que el suyo parecía haber palidecido un poco. Hermione, por su parte, consiguió hacer desaparecer su caracol al tercer intento, y la profesora McGonagall le dio diez puntos extra a Gryffindor. Fue la única a la que la profesora McGonagall no puso deberes; a los demás les ordenó que practicaran el hechizo para el día siguiente, ya que por la tarde tendrían que volver a probarlo con sus caracoles.

Harry y Ron, presas del pánico por la cantidad de trabajo que empezaba a acumulárseles, pasaron la hora de la comida en la biblioteca documentándose sobre los usos del ópalo en la fabricación de pociones. Hermione, que todavía estaba enfadada con Ron por su ofensivo comentario sobre los gorros de lana, no los acompañó. Por la tarde, cuando llegaron a Cuidado de Criaturas Mágicas, a Harry volvía a dolerle la cabeza.

El día se había puesto frío y ventoso, y mientras descendían por el empinado jardín hacia la cabaña de Hagrid, situada al borde del Bosque Prohibido, notaron que algunas gotas de lluvia les caían en la cara. La profesora Grubbly-Plank esperaba de pie a los alumnos a unos diez metros de la puerta de la cabaña de Hagrid, detrás de una larga mesa de caballete cubierta de ramitas. Cuando Harry y Ron llegaron a donde estaba la profesora, oyeron una fuerte risotada a sus espaldas; se dieron la vuelta y vieron a Draco Malfoy, que iba con aire resuelto hacia ellos, rodeado como siempre de su cuadrilla de amigotes de Slytherin. Por lo visto, acababa de decir algo divertidísimo porque Crabbe, Goyle, Pansy Parkinson y los demás seguían riéndose con ganas cuando rodearon la mesa de caballete; y a juzgar por cómo miraban a Harry, éste pudo imaginar sin grandes dificultades el motivo del chiste.

—¿Ya estáis todos? —gritó la profesora Grubbly-Plank cuando hubieron llegado los de Slytherin y los de Gryffindor—. Entonces manos a la obra. ¿Quién puede decirme cómo se llaman estas cosas?

Señaló el montón de ramitas que tenía delante y Hermione levantó una mano. Malfoy, que estaba detrás, sacó los dientes e hizo una imitación de Hermione dando saltitos, ansiosa por contestar a la pregunta. Pansy Parkinson soltó una carcajada que casi de inmediato se convirtió en un grito, pues las ramitas que había encima de la mesa brincaron y resultaron ser algo así como diminutos duendecillos hechos de madera, con huesudos brazos y piernas de color marrón, dos delgados dedos en los extremos de cada mano y una curiosa cara plana, que parecía de corteza de árbol, en la que relucían un par de ojos de color marrón oscuro.

—¡Oooooh! —exclamaron Parvati y Lavender, lo cual molestó mucho a Harry.

¡Como si Hagrid nunca les hubiera enseñado criaturas impresionantes! Había que admitir que los gusarajos no eran nada del otro mundo, pero las salamandras y los hipogrifos habían sido muy interesantes, y los escregutos de cola explosiva, quizá hasta demasiado interesantes.

—¡Haced el favor de bajar la voz, señoritas! —ordenó la profesora Grubbly-Plank con severidad, y luego esparció un puñado de algo que parecía arroz integral entre aquellos seres hechos de palitos, los cuales inmediatamente se abalanzaron sobre la comida—. A ver, ¿alguien sabe cómo se llaman estas criaturas? ¿Señorita Granger?

—Bowtruckles —dijo Hermione—. Son guardianes de árboles; generalmente viven en los que sirven para hacer varitas.

—Cinco puntos para Gryffindor —replicó la profesora Grubbly-Plank—. Efectivamente, son bowtruckles, y como muy bien dice la señorita Granger, generalmente viven en árboles cuya madera se emplea para la fabricación de varitas. ¿Alguien sabría decirme de qué se alimentan?

—De cochinillas[198] —contestó Hermione de inmediato, y entonces Harry entendió por qué aquello que él había tomado por granos de arroz integral se movía—. Pero también de huevos de hada, si los encuentran.

—Muy bien, anótate cinco puntos más. Bien, siempre que necesitéis hojas o madera de un árbol habitado por un bowtruckle, es recomendable tener a mano un puñado de cochinillas para distraerlo o apaciguarlo. Quizá no parezcan peligrosos, pero si los molestáis intentarán sacaros los ojos con los dedos, que, como podéis ver, son muy afilados; por lo tanto, no conviene que se acerquen a nuestros globos oculares. De modo que si queréis aproximaros un poco... Coged un puñado de cochinillas y un bowtruckle, hay uno para cada tres, y así podréis examinarlos mejor. Antes de que termine la clase quiero que cada uno de vosotros me entregue un dibujo con todas las partes del cuerpo señaladas.

Los alumnos se acercaron a la mesa de caballete. Harry la rodeó deliberadamente por detrás para colocarse al lado de la profesora Grubbly-Plank.

—¿Dónde está Hagrid? —le preguntó mientras los demás empezaban a elegir sus bowtruckles.

—Eso no es asunto tuyo —contestó la profesora, tajante, y Harry recordó que cuando en otra ocasión Hagrid no se había presentado para dar su clase, ella había adoptado la misma actitud.

Draco Malfoy, con una amplia sonrisa de suficiencia en el anguloso rostro, se acercó a Harry y cogió el bowtruckle más grande que encontró.

—A lo mejor ese bruto zopenco ha tenido un accidente —sugirió en voz baja para que sólo pudiera oírlo Harry.

—El que va a tener un accidente eres tú como no te calles —replicó Harry sin levantar la voz.

—Quizá se haya metido en un lío con alguien más grande que él; no sé si me entiendes...

Malfoy se alejó, mirando hacia atrás y sonriendo, y de pronto Harry se sintió muy angustiado. ¿Sabía algo Malfoy? Al fin y al cabo, su padre era un mortífago; ¿y si tenía alguna información sobre el paradero de Hagrid que todavía no había llegado a oídos de la Orden? Volvió a rodear la mesa y se dirigió hacia Ron y Hermione, que estaban de cuclillas en la hierba, un poco alejados, intentando convencer a un bowtruckle de que se estuviera quieto el tiempo necesario para que ellos pudieran dibujarlo. Harry sacó pergamino y pluma, se agachó junto a sus amigos y, con disimulo, les contó lo que acababa de decir Malfoy.

—Si le hubiera ocurrido algo a Hagrid, Dumbledore lo sabría —opinó Hermione—. Si nos mostramos preocupados sólo estaremos poniéndoselo en bandeja a Malfoy; entonces comprenderá que nosotros no sabemos exactamente lo que está pasando. No tenemos que hacerle caso, Harry. Toma, sujeta un momento al bowtruckle para que pueda dibujar su cara...

—Sí —oyeron que decía Malfoy arrastrando las palabras; estaba sentado en otro grupo, cerca de ellos—, mi padre habló con el ministro hace un par de días, y según parece el Ministerio está decidido a tomar enérgicas medidas contra la escasa calidad de la educación en este colegio. De modo que, aunque ese tarado gigantesco vuelva a presentarse por aquí, seguramente lo pondrán de patitas en la calle en el acto.

-¡AY!

Harry había sujetado tan fuerte al bowtruckle que éste casi se había partido, pero como represalia le había hecho un fuerte arañazo en la mano con los afilados dedos, dejándole dos largos y profundos cortes. Harry lo soltó. Crabbe y Goyle, que ya estaban riéndose a carcajadas ante la idea de que despidieran a Hagrid, se rieron con más entusiasmo todavía cuando el bowtruckle salió corriendo a toda velocidad hacia el bosque y vieron cómo aquel pequeño individuo se perdía enseguida entre las raíces de los árboles. Cuando la campana repicó por el jardín, Harry enrolló su dibujo del bowtruckle, manchado de sangre, y fue hacia Herbología con la mano envuelta en el pañuelo de Hermione. La despectiva risa de Malfoy todavía le resonaba en los oídos.

—Como vuelva a llamar tarado a Hagrid una sola vez... —gruñó Harry.

—Harry, no te vayas a pelear con Malfoy, no olvides que ahora es prefecto, podría hacerte la vida imposible si quisiera...

—Uf, no me imagino cómo debe de ser eso de que te hagan la vida imposible —replicó Harry con sarcasmo.

Ron rió, pero Hermione frunció el entrecejo. Luego siguieron recorriendo juntos los huertos mientras el cielo se mostraba incapaz de decidir si quería que lloviera o no.

—Es que estoy deseando[199] que Hagrid vuelva, nada más —comentó Harry en voz baja cuando llegaron a los invernaderos—. ¡Y no se te ocurra decir que esa Grubbly-Plank es mejor profesora que él! —añadió amenazadoramente.

—No pensaba decirlo —repuso Hermione con serenidad.

—Porque no le llega ni a la suela de los zapatos —agregó Harry con firmeza. Era consciente de que acababa de presenciar una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas ejemplar y estaba muy molesto por ello.

La puerta del invernadero más cercano se abrió y por ella desfilaron unos cuantos alumnos de cuarto curso, entre los que estaba Ginny.

—¡Hola! —los saludó con alegría al pasar a su lado.

Unos segundos más tarde salió Luna Lovegood, un tanto rezagada del resto de la clase, con la nariz manchada de tierra y el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Al ver a Harry, los saltones ojos de Luna se desorbitaron aún más por la emoción y fue derechita hacia él. Muchos compañeros de Harry giraron la cabeza con curiosidad. Luna respiró hondo y, sin saludarlo siquiera con un «Hola», dijo:

—Yo sí creo que El-que-no-debe-ser-nombrado ha regresado y que tú peleaste con él y lograste escapar.

—Va-vale —balbuceó Harry. Luna llevaba unos pendientes que parecían rábanos de color naranja, un detalle en el que también se habían fijado Parvati y Lavender, pues ambas se reían por lo bajo y le señalaban las orejas. —Podéis reíros —prosiguió Luna elevando la voz; al parecer, pensaba que Parvati y Lavender se reían de lo que acababa de decir y no de los pendientes que llevaba—, pero antes la gente tampoco creía que existieran ni los blibbers maravillosos ni los snorkacks de cuernos arrugados.

—Ya, y tenían razón, ¿no? —dijo Hermione, impaciente—. Los blibbers maravillosos y los snorkacks de cuernos arrugados no existen.

Luna le lanzó una mirada fulminante y se alejó indignada, mientras los rabanitos oscilaban con energía en sus orejas. Parvati y Lavender ya no eran las únicas que se desternillaban de risa.

—¿Quieres hacer el favor de no insultar a la única persona que cree en mí? —le dijo Harry a Hermione mientras entraban en la clase.

—Por favor, Harry, tú te mereces algo mejor. Ginny me ha hablado de Luna; por lo visto, sólo cree en cosas de las que no hay pruebas. Bueno, y no me extraña que así sea, siendo la hija del director de El Quisquilloso.

Harry se acordó de los siniestros caballos alados que había visto la noche de su llegada a Hogwarts, y de que Luna había afirmado que ella también los veía, y se deprimió un poco. ¿Y si Luna le había mentido? Pero antes de que siguiera reflexionando sobre aquel tema, Ernie Macmillan se le había acercado.

—Quiero que sepas, Potter —dijo con una voz fuerte y decidida—, que no te apoyan sólo los bichos raros. Yo te creo sin reservas. Mi familia siempre ha respaldado incondicionalmente a Dumbledore, y yo también.

—Muchas gracias, Ernie —contestó Harry, sorprendido pero también agradecido.

Ernie podía ser pedante en ocasiones como aquélla, pero Harry, dadas las circunstancias, supo apreciar el voto de confianza de alguien que no llevaba rabanitos colgando de las orejas. Al menos las palabras de Ernie le habían borrado la sonrisa de la cara a Lavender Brown, y cuando se dio la vuelta para hablar con Ron y Hermione, Harry vio la expresión de Seamus, que era una mezcla de desconcierto y desafío.

La profesora Sprout empezó la clase sermoneando a sus alumnos sobre la importancia de los TIMOS[200], lo cual no sorprendió a nadie. Harry estaba deseando que los profesores dejaran de referirse a los exámenes; empezaba a notar una desagradable sensación en el estómago cada vez que recordaba la cantidad de deberes que tenía que hacer, una sensación que empeoró notablemente cuando, al finalizar la clase, la profesora Sprout les mandó otra redacción. Así pues, cansados y apestando a estiércol de dragón, el tipo de fertilizante preferido de la profesora Sprout, los de Gryffindor regresaron al castillo. Nadie hablaba mucho ya que había sido un largo día.

Como Harry estaba muerto de hambre y tenía su primer castigo con la profesora Umbridge a las cinco en punto, fue directamente al Gran Comedor sin dejar su mochila en la torre de Gryffindor, con la idea de comer algo antes de enfrentarse a lo que la profesora le tuviera preparado. Sin embargo, cuando acababa de llegar a la puerta, alguien le gritó, con voz potente y enfadada:

—¡Eh, Potter!

—¿Qué pasa ahora? —murmuró él con tono cansino. Al darse la vuelta vio a Angelina Johnson, que parecía de un humor de perros.

—¿Cómo que qué pasa? —replicó ella dirigiéndose hacia él y clavándole el dedo índice en el pecho—. ¿Cómo has permitido que te castiguen el viernes a las cinco?

—¿Qué? ¿Qué...? ¡Ah, sí, las pruebas para elegir al nuevo guardián!

—¡Ahora se acuerda! —rugió Angelina—. ¿Acaso no te dije que quería hacer una prueba con todo el equipo y buscar a alguien que encajara con el resto de los jugadores? ¿No te dije que había reservado el campo de quidditch con ese propósito? ¡Y ahora resulta que tú has decidido no ir!

—¡Yo no he decidido nada! —protestó Harry, dolido por la injusticia de aquellas palabras—. La profesora Umbridge me ha castigado por decir la verdad sobre Quien-tú-sabes.

—Pues ya puedes ir a verla y pedirle que te levante el castigo del viernes —dijo Angelina con fiereza—. Y no me importa cómo lo hagas. Si quieres dile que Quien-tú-sabes os producto de tu imaginación, pero ¡quiero verte el viernes en el campo!

Dicho eso, se alejó a grandes zancadas.

—¿Sabéis qué? —les dijo Harry a Ron y a Hermione cuando entraban en el Gran Comedor—. Tendríamos que preguntar al Puddlemere United si Oliver Wood se ha matado en una sesión de entrenamiento, porque tengo la impresión de que su espíritu se ha apoderado del cuerpo de Angelina.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que la profesora Umbridge te levante el castigo del viernes? —preguntó Ron con escepticismo mientras se sentaban a la mesa de Gryffindor.

—Ninguna —contestó Harry con desánimo; se sirvió unas costillas de cordero y empezó a comer—. Pero de todos modos será mejor que lo intente, ¿no? Le propondré cambiar el castigo del viernes por dos días más o algo así, no lo sé... —Tragó un bocado de patata y añadió—: Espero que no me entretenga demasiado esta tarde. ¿Te das cuenta de que tenemos que escribir tres redacciones, practicar los hechizos desvanecedores para McGonagall, trabajar en un contraencantamiento para Flitwick, terminar el dibujo del bowtruckle y empezar ese absurdo diario de sueños para Trelawney?

Ron soltó un gemido y miró al techo.

—Y para colmo parece que va a llover.

—¿Qué tiene eso que ver con nuestros deberes? —le preguntó Hermione con las cejas arqueadas.

—Nada —contestó rápidamente Ron, y se le pusieron las orejas coloradas.

A las cinco menos cinco, Harry se despidió de sus amigos y fue hacia el despacho de la profesora Umbridge, en el tercer piso. Llamó a la puerta y ella contestó con un meloso «Pasa, pasa». Harry entró con cautela, mirando a su alrededor.

Harry había visto aquel despacho en la época en que lo habían utilizado cada uno de los tres anteriores profesores de Defensa Contra las Artes Oscuras. Cuando Gilderoy Lockhart estaba instalado allí, las paredes se hallaban cubiertas de retratos suyos. Cuando lo ocupaba Lupin, se podía encontrar en aquella habitación cualquier fascinante criatura tenebrosa en una jaula o en una cubeta. Y en tiempos del falso Moody, el despacho estaba abarrotado de diversos instrumentos y artefactos para la detección de fechorías y ocultaciones.

En ese momento, sin embargo, estaba completamente irreconocible. Todas las superficies estaban cubiertas con fundas o tapetes de encaje. Había varios jarrones llenos de flores secas sobre su correspondiente tapete, y en una de las paredes colgaba una colección de platos decorativos, en cada uno de los cuales había un gatito de color muy chillón con un lazo diferente en el cuello. Eran tan feos que Harry se quedó mirándolos, petrificado, hasta que la profesora Umbridge volvió a hablar.

—Buenas tardes, señor Potter.

Harry dio un respingo y miró nuevamente a su alrededor. Al principio no la había visto porque llevaba una chillona túnica floreada cuyo estampado se parecía mucho al del mantel de la mesa que la profesora tenía detrás.

—Buenas tardes, profesora Umbridge —repuso con frialdad.

—Siéntese, por favor —dijo la profesora señalando una mesita cubierta con un mantel de encaje a la que había acercado una silla. Sobre la mesa había un trozo de pergamino en blanco que parecía esperar a Harry.

—Esto... —empezó él sin moverse—, profesora Umbridge... Esto..., antes de empezar quería pedirle... un favor.

Los saltones ojos de la bruja se entrecerraron.

—¿Ah, sí?

—Sí, mire... Es que estoy en el equipo de quidditch de Gryffindor. Y el viernes a las cinco en punto tenía que asistir a las pruebas de selección del nuevo guardián, y me gustaría saber si... si podría librarme del castigo esa tarde y hacerlo... cualquier otra tarde...

Antes de terminar la frase ya había comprendido que no iba a servir de nada.

—¡Ah, no! —replicó la profesora Umbridge esbozando una sonrisa tan amplia que parecía que acabara de tragarse una mosca especialmente sabrosa—. No, no, no. Lo he castigado por divulgar mentiras repugnantes y asquerosas con las que sólo pretende obtener notoriedad, señor Potter, y los castigos no pueden ajustarse a la comodidad del culpable. No, mañana vendrá aquí a las cinco en punto, y pasado mañana, y también el viernes, y cumplirá sus castigos como está planeado. De hecho, me alegro de que se pierda algo que desea mucho. Eso reforzará la lección que intento enseñarle.

Harry notó que la sangre le subía a la cabeza y oyó unos golpes sordos en los oídos. Así que lo que hacía era divulgar mentiras repugnantes y asquerosas con las que sólo pretendía obtener notoriedad, ¿eh?

La profesora Umbridge lo miraba con la cabeza un poco ladeada y seguía sonriendo abiertamente, como si supiera con exactitud lo que Harry estaba pensando y quisiera comprobar si se ponía a gritar otra vez. El chico hizo un gran esfuerzo, miró hacia otro lado, dejó su mochila junto a la silla y se sentó.

—Bueno —continuó la profesora Umbridge con dulzura—, veo que ya estamos aprendiendo a controlar nuestro genio, ¿verdad? Y ahora quiero que copie un poco, Potter. No, con su pluma no —añadió cuando Harry se agachó para abrir su mochila—. Copiará con una pluma especial que tengo yo. Tome. —Le entregó una larga, delgada y negra pluma con la plumilla extraordinariamente afilada—. Quiero que escriba «No debo decir mentiras» —le indicó con voz melosa.

—¿Cuántas veces? —preguntó Harry fingiendo educación lo mejor que pudo.

—Ah, no sé, las veces que haga falta para que se le grabe el mensaje —contestó la profesora Umbridge con ternura—. Ya puede empezar.

Ella fue hacia su mesa, se sentó y se encorvó sobre un montón de hojas de pergamino que parecían trabajos para corregir. Harry levantó la afilada pluma negra y entonces se dio cuenta de lo que le faltaba.

—No me ha dado tinta —observó.

—Ya, es que no la necesita —contestó la profesora, y algo parecido a la risa se insinuó en su voz.

Harry puso la plumilla en el pergamino, escribió: «No debo decir mentiras» y soltó un grito de dolor.

Las palabras habían aparecido en el pergamino escritas con una reluciente tinta roja, y al mismo tiempo habían aparecido en el dorso de la mano derecha de Harry. Quedaron grabadas en su piel como trazadas por un bisturí; sin embargo, mientras contemplaba aquel reluciente corte, la piel cicatrizó y quedó un poco más roja que antes, pero completamente lisa.

Harry se dio la vuelta y miró a la profesora Umbridge. Ella lo observaba con la boca de sapo estirada forzando una sonrisa.

-¿Sí?

—Nada —respondió él con un hilo de voz.

Harry volvió a mirar el pergamino, puso la plumilla encima una vez más y escribió «No debo decir mentiras»; inmediatamente notó otra vez aquel fuerte dolor en el dorso de la mano; una vez más las palabras se habían grabado en su piel; y una vez más, desaparecieron pasados unos segundos.

Harry siguió escribiendo. Una y otra vez, trazaba las palabras en el pergamino y pronto comprendió que no era tinta, sino su propia sangre. Y una y otra vez, las palabras aparecían grabadas en el dorso de su mano, cicatrizaban y aparecían de nuevo cuando volvía a escribir con la pluma en el pergamino.

A través de la ventana del despacho vio que había oscurecido, pero Harry no preguntó cuándo podía parar. Ni siquiera miró qué hora era. Sabía que ella lo observaba, atenta a cualquier señal de debilidad, y no pensaba mostrar ninguna, aunque tuviera que pasar toda la noche allí sentado, cortándose la mano con aquella pluma...

—Venga aquí —le ordenó la profesora Umbridge al cabo de lo que a Harry le parecieron horas.

El chico se levantó. Le dolía la mano, y cuando se la miró vio que el corte se había curado, pero tenía la piel muy tierna.

—La mano —pidió la profesora Umbridge.

Harry se la tendió y ella la cogió entre las suyas. Harry contuvo un estremecimiento cuando la profesora se la tocó con sus gruesos y regordetes dedos, en los que llevaba varios feos y viejos anillos.

—¡Ay, ay, ay! Veo que todavía no le he impresionado mucho —comentó sonriente—. Bueno, tendremos que intentarlo de nuevo mañana, ¿no? Ya puede marcharse.

Harry se marchó del despacho sin decir palabra. El colegio estaba casi desierto; debía de ser más de medianoche. Fue lentamente por el pasillo y entonces, cuando hubo doblado la esquina y estuvo seguro de que la profesora Umbridge ya no podría oírlo, echó a correr.

 

No había tenido tiempo de practicar los hechizos desvanecedores, ni había anotado un solo sueño en su diario de sueños, ni había terminado el dibujo del bowtruckle ni había escrito las redacciones. A la mañana siguiente se saltó el desayuno para escribir un par de sueños inventados para la clase de Adivinación, la primera que tenían aquel día, y le sorprendió que Ron, muy despeinado, se quedara con él en la sala común.

—¿Por qué no lo hiciste anoche? —le preguntó Harry mientras Ron miraba a su alrededor, desesperado, en busca de inspiración.

Su amigo, que estaba profundamente dormido la noche anterior, cuando Harry llegó al dormitorio, murmuró algo de que había estado «haciendo otras cosas», se inclinó sobre su hoja de pergamino y garabateó unas cuantas palabras.

—Bueno, ya está —afirmó, y cerró el diario de un golpetazo[201]—. He puesto que soñé que me compraba unos zapatos nuevos. No creo que pueda ver nada raro en eso, ¿verdad? —Salieron juntos hacia la torre norte—. ¿Cómo te fue el castigo con la profesora Umbridge, por cierto? ¿Qué te hizo?

Harry vaciló un instante y luego contestó:

—Me puso a copiar.

—Ah, pues no está tan mal —comentó Ron.

—No —confirmó Harry.

—Oye, se me olvidaba, ¿te levantó el castigo del viernes?

—No.

Ron se solidarizó con su amigo soltando un gruñido.

Harry volvió a tener un mal día; fue uno de los peores en Transformaciones porque no había practicado los hechizos desvanecedores. Tuvo que saltarse la hora de la comida para terminar el dibujo del bowtruckle y, entre tanto, las profesoras McGonagall, Grubbly-Plank y Sinistra les pusieron aún más deberes, que él no iba a poder terminar aquella tarde por culpa de su segundo castigo con la profesora Umbridge. Para colmo, Angelina Johnson volvió a abordarlo a la hora de la cena y, al enterarse de que no podría ir el viernes a las pruebas para seleccionar al nuevo guardián, le dijo que su actitud la había decepcionado mucho y que esperaba que los jugadores que quisieran seguir en el equipo antepusieran los entrenamientos a sus otras obligaciones.

—¡Estoy castigado! —le gritó Harry mientras ella se alejaba muy indignada—. ¿Acaso crees que prefiero estar encerrado en una habitación con ese sapo viejo a jugar al quidditch?

—Al menos sólo tienes que copiar —comentó Hermione para consolarlo cuando Harry volvió a sentarse en el banco y se quedó contemplando su pastel de carne y riñones, que ya no le gustaba tanto—. La verdad es que no es un castigo espantoso...

Harry despegó los labios, volvió a cerrarlos y asintió. En realidad no sabía muy bien por qué no había contado ni a Ron ni a Hermione en qué consistía exactamente el castigo que le había impuesto la profesora Umbridge: lo único que sabía era que no quería ver sus caras de horror, porque eso haría que todo pareciera aún peor y resultaría mucho más difícil afrontarlo. Además, tenía la impresión de que ese asunto era algo entre él y la profesora Umbridge, una prueba de fuerza entre ellos dos, y no pensaba darle la satisfacción de descubrir que se había quejado.

—No puedo creer la cantidad de deberes que tenemos —comentó Ron con abatimiento.

—¿Y por qué no los hiciste anoche? —le preguntó Hermione—. ¿Dónde estabas, por cierto?

—Estaba... Me apetecía dar un paseo —contestó Ron con evasivas.

Harry tuvo entonces la clara sensación de que él no era el único que ocultaba cosas.

 

El segundo castigo fue igual de duro que el del día anterior. Esa vez la piel del dorso de la mano de Harry se irritó más deprisa, y enseguida se le puso roja e inflamada. Harry no creía que siguiera curándose tan bien como al principio. El corte no tardaría mucho en quedar marcado en su mano, y quizá entonces la profesora Umbridge se considerara satisfecha. Sin embargo, el chico no dejó escapar ni el más leve gemido de dolor, y desde que entró en el despacho hasta que la profesora Umbridge le mandó que se marchara, pasadas las doce, no dijo más que «Buenas noches».

Pero el asunto de los deberes estaba llegando a un punto alarmante, de modo que cuando volvió a la sala común de Gryffindor, pese a estar agotado, no fue a acostarse, sino que abrió sus libros y empezó la redacción sobre el ópalo que tenía que entregar a Snape. Sabía que había escrito una redacción muy floja, pero no le quedaba más remedio que entregarla, porque, por mala que fuera, si no la hacía Snape sería el próximo en castigarlo. A continuación, escribió a toda velocidad las respuestas a las preguntas que les había puesto la profesora McGonagall, redactó a la carrera algo sobre el manejo adecuado de los bowtruckles para la profesora Grubbly-Plank, y subió a acostarse. Se tumbó sobre la colcha sin desnudarse y se quedó dormido inmediatamente.

 

El jueves, Harry se sintió cansado todo el día. Ron también parecía adormilado, aunque su amigo no entendía por qué. El tercer castigo de Harry fue igual que los dos anteriores, sólo que, tras dos horas copiando, las palabras «No debo decir mentiras» dejaron de desaparecer del dorso de su mano y permanecieron grabadas allí, rezumando gotitas de sangre. La pausa en el rasgueo de la afilada pluma hizo que la profesora Umbridge levantara la cabeza.

—¡Ah! —dijo en voz baja, y pasó junto a su mesa y fue a examinarle la mano—. Muy bien. Esto debería servirle de recordatorio, ¿no cree? Ya puede marcharse.

—¿Tengo que volver mañana? —preguntó Harry mientras cogía su mochila con la mano izquierda para no usar la derecha, que tenía dolorida.

—Sí, claro —contestó la profesora Umbridge con una amplia sonrisa—. Sí, creo que podemos grabar el mensaje un poco más con otro día de trabajo.

Harry jamás se había planteado la posibilidad de que existiera algún otro profesor en el mundo al que odiara más que a Snape, pero mientras volvía caminando hacia la torre de Gryffindor, tuvo que reconocer que había encontrado a un poderoso contrincante. «Es cruel —pensó mientras subía por la escalera hacia el séptimo piso—. Es una vieja loca, cruel y retorcida.»

—¿Ron?

Harry había llegado al final de la escalera, había girado a la derecha y casi había tropezado con su amigo, que estaba escondido detrás de una estatua de Lachlan el Desgarbado, aferrado a su escoba. Al ver a Harry, Ron se sobresaltó e intentó esconder su nueva Barredora 11 detrás de la espalda.

—¿Qué haces aquí?

—Pues... nada. ¿Y tú?

Harry lo miró frunciendo el entrecejo.

—¡Vamos, Ron, puedes contármelo! ¿De qué te escondes?

—Ya que insistes... Me escondo de Fred y George. Acabo de verlos pasar con un grupo de alumnos de primero; creo que están utilizándolos otra vez como conejillos de Indias. Como ahora ya no pueden hacerlo en la sala común, porque allí está Hermione...

Hablaba muy deprisa, atolondradamente.

—Pero ¿qué haces con la escoba? No habrás estado volando, ¿verdad?

—No..., bueno..., esto... ¡Está bien, te lo contaré! Pero no te rías, ¿vale? —dijo, poniéndose a la defensiva; cada vez estaba más colorado—. Es que... quiero presentarme a las pruebas de guardián de Gryffindor ahora que tengo una escoba decente. Ya está. ¡Anda, ríete[202]!

—No me río —replicó Harry mientras Ron parpadeaba por la sorpresa—. ¡Me parece una idea excelente! ¡Sería genial que entraras en el equipo! Nunca te he visto jugar de guardián. ¿Lo haces bien?

—Digamos que no lo hago del todo mal —contestó Ron, que parecía inmensamente aliviado por la reacción de Harry—. Charlie, Fred y George siempre me colocaban de guardián cuando se entrenaban durante las vacaciones.

—¿Y has estado practicando esta noche?

—Todas las noches desde el martes... Pero yo solo. He intentado encantar unas quaffles para que volaran hacia mí, pero no ha resultado fácil, y no sé si servirá de algo. —Ron parecía nervioso y angustiado—. Fred y George van a morirse de risa cuando vean que me presento a las pruebas. No han parado de tomarme el pelo desde que me nombraron prefecto.

—Ojalá pudiera asistir a las pruebas —comentó Harry con amargura mientras reanudaban juntos el camino hacia la sala común.

—Sí, yo también... ¡Harry! ¿Qué es eso que tienes en la mano?

Harry, que acababa de rascarse la nariz con la mano derecha, intentó esconderla, pero tuvo el mismo éxito que Ron con su Barredora.

—Sólo es un corte... No es nada..., es...

Pero Ron había agarrado a su amigo por el antebrazo y se había acercado el dorso de su mano a los ojos. Hubo una pausa durante la cual Ron miró fijamente las palabras grabadas en la piel; luego, muerto de rabia, soltó a Harry:

—¿No decías que sólo te había mandado copiar?

Harry vaciló, pero al fin y al cabo Ron acababa de ser sincero con él, así que le contó a su amigo la verdad sobre las horas que había pasado en el despacho de la profesora Umbridge.

—¡Vieja arpía! —exclamó Ron con repugnancia cuando se detuvieron frente al retrato de la Señora Gorda, que dormía apaciblemente con la cabeza apoyada en el marco—. ¡Está enferma! ¡Díselo a McGonagall, haz algo!

—No —repuso Harry tajantemente—. No quiero darle la satisfacción de descubrir que me ha afectado.

—¿Que te ha afectado? ¡No puedes dejar que se salga con la suya!

—No sé hasta qué punto la profesora McGonagall tiene poder sobre ella.

—¡Pues a Dumbledore! ¡Díselo a Dumbledore!

—No —dijo Harry por toda respuesta.

—¿Por qué no?

—Él ya tiene bastantes preocupaciones —contestó, pero ése no era el verdadero motivo. No pensaba ir a pedir ayuda a Dumbledore porque éste no había hablado con él ni una sola vez desde el mes de junio.

—Mira, yo creo que deberías... —empezó Ron, pero entonces lo interrumpió la Señora Gorda, que había estado observándolos, adormilada, y en ese momento les espetó:

—¿Vais a decirme la contraseña o tendré que pasarme toda la noche despierta esperando a que terminéis vuestra conversación?

 

El viernes amaneció sombrío y húmedo, como todos los días de la semana. Cuando entró en el Gran Comedor, Harry miró automáticamente hacia la mesa de los profesores, pero sin ninguna esperanza de encontrar a Hagrid allí, y enseguida se concentró en otros problemas más acuciantes, como la montaña de deberes que tenía que hacer y la perspectiva de otro castigo más con la profesora Umbridge.

Aquel día hubo dos cosas que animaron un poco a Harry. Una era la idea de que se acercaba el fin de semana; la otra era que, pese a lo desagradable que sin duda alguna sería su último día de castigo, desde la ventana del despacho de la profesora Umbridge se veía el campo de quidditch, y con un poco de suerte podría observar las pruebas de Ron. Los rayos de luz eran verdaderamente débiles, pero Harry agradecía cualquier cosa que pudiera iluminar un poco la oscuridad que lo envolvía; nunca había pasado una primera semana de curso peor[203].

Aquella tarde, a las cinco en punto, llamó a la puerta del despacho de la profesora Umbridge deseando que fuera la última vez, y recibió la orden de entrar. La hoja de pergamino en blanco lo esperaba sobre la mesa cubierta con el tapete de encaje, así como la afilada pluma negra, que estaba a un lado.

—Ya sabe lo que tiene que hacer, Potter —le indicó la profesora Umbridge sonriendo con amabilidad.

Harry cogió la pluma y echó un vistazo por la ventana. Si movía la silla un par de centímetros hacia la derecha con la excusa de acercarse más a la mesa, lo conseguiría. A lo lejos veía al equipo de quidditch de Gryffindor volando por el campo, mientras una media docena de figuras negras esperaban de pie, junto a los tres altos postes de gol, aguardando seguramente su turno para hacer de guardianes. Desde aquella distancia era imposible saber cuál de aquellas figuras era Ron.

«No debo decir mentiras», escribió Harry. A continuación, el corte se abrió en el dorso de su mano derecha y empezó a sangrar de nuevo.

«No debo decir mentiras.» El corte se hizo más profundo y le produjo dolor y escozor.

«No debo decir mentiras.» La sangre empezó a resbalar por su muñeca.

Se arriesgó a mirar una vez más por la ventana. El que defendía los postes de gol en ese momento estaba haciéndolo muy mal. Katie Bell marcó dos veces en los pocos segundos que Harry se atrevió a echar un vistazo. Con la esperanza de que aquel guardián no fuera Ron, volvió a bajar la vista hacia el pergamino, salpicado de sangre.

«No debo decir mentiras.»

«No debo decir mentiras.»

Harry levantaba la cabeza cada vez que creía que no corría peligro si lo hacía: cuando oía el rasgueo de la pluma de la profesora Umbridge o que un cajón de la mesa se abría. La tercera persona que hizo la prueba era bastante buena, la cuarta era malísima, y la quinta esquivó una bludger con una habilidad excepcional, pero luego falló en una parada fácil. El cielo se estaba oscureciendo y Harry dudaba que pudiera ver la actuación del sexto y del séptimo aspirantes.

«No debo decir mentiras.»

«No debo decir mentiras.»

En ese momento el pergamino estaba cubierto de relucientes gotas de la sangre que le caía de la mano, que le dolía muchísimo. Cuando volvió a levantar la cabeza ya era de noche y no se distinguía el campo de quidditch.

—Vamos a ver si ya ha captado el mensaje —propuso la profesora Umbridge con voz suave media hora más tarde.

Se dirigió hacia Harry extendiendo los cortos y ensortijados dedos para agarrarle el brazo y entonces, cuando lo sujetó para examinar las palabras grabadas en su piel, el chico notó un intenso dolor, pero no en el dorso de la mano sino en la cicatriz de la frente. Al mismo tiempo tuvo una sensación muy extraña a la altura del estómago.

Dio un tirón para soltarse y se puso en pie de un brinco, mirando fijamente a la profesora Umbridge. Ella lo miró también a los ojos, forzando aquella ancha y blanda sonrisa.

—Ya lo sé. Duele, ¿verdad? —comentó con su empalagosa voz. Harry no contestó. El corazón le latía muy deprisa y con violencia. ¿Se refería la profesora a su mano o sabía lo que acababa de notar en la frente?—. Bueno, creo que ya me ha comprendido, Potter. Puede marcharse.

Harry cogió su mochila y salió del despacho tan deprisa como pudo.

«Serénate —se dijo mientras corría escaleras arriba—. Serénate, no tiene por qué significar lo que crees que significa...»

¡Mimbulus mimbletonia! —dijo, jadeando, al llegar al retrato de la Señora Gorda, que se abrió una vez más.

Lo recibió un fuerte estruendo. Ron fue corriendo hacia él, sonriente y derramándose sobre la túnica la cerveza de mantequilla que tenía en la copa que llevaba.

—¡Lo he conseguido, Harry! ¡Me han elegido! ¡Soy guardián!

—¿Qué? ¡Oh, es fabuloso! —exclamó Harry intentando sonreír con naturalidad mientras el corazón seguía latiéndole a toda velocidad y la mano le dolía y le sangraba.

—Tómate una cerveza de mantequilla. —Ron le puso una botella en la mano—No puedo creerlo. ¿Dónde se ha metido Hermione?

—Está allí —dijo Fred, que también estaba tomando la misma clase de cerveza, y señaló una butaca junto al fuego. Hermione estaba dormitando en ella con la copa peligrosamente inclinada en una mano.

—Bueno, cuando le he dado la noticia me ha parecido que se ponía contenta —comentó Ron, que parecía un tanto decepcionado.

—Déjala dormir —se apresuró a decir George. Harry tardó un momento en darse cuenta de que unos cuantos alumnos de primer año, de los que había a su alrededor, tenían señales de haber sangrado por la nariz hacía poco tiempo.

—Ven aquí, Ron, a ver si te queda bien la vieja túnica do Oliver —dijo Katie Bell—. Podemos quitar su nombre y poner el tuyo...

Cuando Ron se separó de Harry, Angelina se le acercó con aire resuelto.

—Lo siento, ya sé que he estado un poco antipática contigo, Potter —se disculpó con brusquedad—. Es que esto de dirigir el equipo es muy estresante, ¿sabes? Empiezo a pensar que a veces no era del todo justa con Wood. —La chica observó a Ron por encima del borde de su copa, con el entrecejo ligeramente fruncido—. Mira, ya sé que es tu mejor amigo, pero está un poco verde —añadió sin andarse con rodeos—. Sin embargo, creo que con un poco de entrenamiento mejorará. Procede de una familia de buenos jugadores de quidditch. Si he de serte sincera, cuento con que demuestre tener algo más de talento del que ha demostrado hoy. Vicky Frobisher y Geoffrey Hooper han volado mejor que él esta noche, pero Hooper es un quejica[204], siempre está protestando por algo, y Vicky pertenece a un montón de asociaciones. Ella misma reconoció que sus reuniones del Club de Encantamientos serían prioritarias si coincidían con los entrenamientos. En fin, mañana a las dos en punto tenemos una sesión de prácticas; espero que no falten esta vez. Y hazme un favor: ayuda todo lo que puedas a Ron.

Harry asintió con la cabeza y Angelina volvió a reunirse con Alicia Spinnet. Harry fue a sentarse junto a Hermione, que se despertó sobresaltada cuando él dejó su mochila en el suelo.

—¡Ah, eres tú, Harry! Qué bien que hayan elegido a Ron, ¿verdad? —dijo con cara de sueño—. Estoy ta-ta-tan cansada bostezó—. Anoche estuve levantada hasta la una tejiendo más gorros. ¡Desaparecen a una velocidad increíble!

Y, en efecto, Harry vio que había gorros de lana escondidos por toda la habitación, en lugares donde los elfos desprevenidos podrían encontrarlos por casualidad.

—Genial —comentó Harry, distraído; si no se lo contaba a alguien pronto, estallaría—. Oye, Hermione, estaba en el despacho de Umbridge y me ha tocado el brazo...

Hermione lo escuchó atentamente. Cuando su amigo terminó el relato, le preguntó, hablando despacio:

—¿Temes que Quien-tú-sabes esté controlándola como controlaba a Quirrell?

—Bueno —contestó Harry, bajando la voz—, es una posibilidad, ¿no?

—Supongo que sí —respondió Hermione, aunque no parecía convencida—. Pero no creo que pueda poseerla como a Quirrell. No sé, ahora está vivito y coleando, &i


Date: 2015-12-11; view: 465


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La profesora Umbridge | TENTATIVA DE ROBO EN EL MINISTERIO
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