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La nueva canción del Sombrero Seleccionador

 

 

Harry no quería que los demás supieran que Luna y él tenían la misma alucinación, si eso es lo que era, de modo que no volvió a mencionar los caballos; simplemente se sentó en el carruaje y cerró la portezuela tras él. Con todo, no pudo evitar mirar las siluetas de los animales que se movían detrás de la ventanilla.

—¿Habéis visto a Grubbly-Plank? —preguntó Ginny—. ¿Qué hace aquí? No se habrá marchado Hagrid, ¿verdad?

—A mí no me importaría —dijo Luna—. No es muy buen profesor.

—¡Claro que lo es! —saltaron Harry, Ron y Ginny, enojados.

Harry lanzó una mirada fulminante a Hermione, que carraspeó y dijo:

—Sí, sí... Es muy bueno.

—Pues a los de Ravenclaw nos da mucha risa —comentó Luna sin inmutarse.

—Se ve que tenéis un sentido del humor muy raro —le espetó Ron mientras las ruedas del carruaje empezaban a moverse.

A Luna no pareció afectarle la tosquedad de Ron; más bien al contrario: se quedó mirándolo un buen rato como si fuera un programa de televisión poco interesante.

Los coches, traqueteando y balanceándose, avanzaban en caravana por el camino. Cuando pasaron entre los dos altos pilares de piedra, adornados con sendos cerdos alados en la parte de arriba, que había a ambos lados de la verja de los jardines del colegio, Harry se inclinó hacia delante para ver si había luz en la cabaña de Hagrid, junto al Bosque Prohibido, pero los jardines estaban completamente a oscuras. El castillo de Hogwarts, sin embargo, se erguía ante ellos: un imponente conjunto de torrecillas, negro como el azabache contra el oscuro cielo, con alguna que otra ventana muy iluminada en la parte superior.

Los carruajes se detuvieron con un tintineo cerca de los escalones de piedra que conducían a las puertas de roble, y Harry fue el primero en apearse. Se dio la vuelta una vez más para comprobar si había alguna ventana iluminada cerca del bosque, pero no distinguió señales de vida en la cabaña de Hagrid. Luego volvió a mirar de mala gana, porque todavía albergaba esperanzas de que hubieran desaparecido, a aquellas esqueléticas criaturas que conducían los carruajes, y vio que se habían quedado quietas y silenciosas en la fría noche, y que sus blancos e inexpresivos ojos relucían.

Harry ya había tenido en otra ocasión la experiencia de percibir algo que Ron no podía ver, pero se había tratado de un reflejo en un espejo, algo mucho más incorpóreo que un centenar de sólidos animales lo bastante fuertes para tirar de una flota de carruajes. Si Luna no mentía, aquellas bestias siempre habían estado allí, aunque él nunca las había visto. Entonces ¿por qué podía percibirlas en ese momento, y su amigo no?



—¿Vienes o qué? —le preguntó Ron.

—¡Ah, sí! —respondió Harry rápidamente, y se unieron a la muchedumbre que corría escalones arriba y entraba en el castillo.

El vestíbulo resplandecía con la luz de las antorchas, y en él resonaban los pasos de los alumnos que caminaban por el suelo de losas de piedra hacia las puertas que había a la derecha, las cuales conducían al Gran Comedor[149] donde iba a celebrarse el banquete de bienvenida.

Los alumnos fueron sentándose a las cuatro largas mesas del Gran Comedor, que pertenecían a cada una de las casas del colegio, bajo un techo negro sin estrellas, idéntico al cielo que podía verse a través de las altas ventanas. Las velas que flotaban en el aire, sobre las mesas, iluminaban a los plateados fantasmas que había desperdigados por el comedor, así como los rostros de los alumnos, que hablaban con entusiasmo intercambiando noticias del verano, saludando a gritos a los amigos de otras casas y examinándose los recientes cortes de pelo y las nuevas túnicas. Una vez más, Harry se fijó en que la gente inclinaba la cabeza para cuchichear entre sí cuando él pasaba a su lado; apretó los dientes e intentó hacer como que no lo había notado o que no le importaba.

Luna se separó de ellos al llegar a la mesa de Ravenclaw. En cuanto los demás llegaron a la de Gryffindor, a Ginny la llamaron unos compañeros de cuarto y fue a sentarse con ellos; Harry, Ron, Hermione y Neville encontraron cuatro asientos libres hacia la mitad de la mesa, entre Nick Casi Decapitado, el fantasma de la casa de Gryffindor, y Parvati Patil y Lavender Brown; éstas saludaron a Harry con tanta despreocupación y efusividad que el chico no tuvo ninguna duda de que habían dejado de hablar de él un segundo antes. Pero Harry tenía cosas más importantes en que pensar: miraba por encima de las cabezas de los alumnos hacia la mesa de los profesores, que discurría a lo largo de la pared del fondo del comedor.

—Ahí tampoco está.

Ron y Hermione recorrieron también la mesa con la mirada, aunque en realidad no hacía falta: por su estatura, Hagrid destacaba enseguida en cualquier lugar.

—No puede haberse marchado —comentó Ron, que parecía un tanto angustiado.

—Claro que no —dijo Harry firmemente.

—No le habrá... pasado nada, ¿verdad? —sugirió Hermione con inquietud.

—No —respondió Harry de inmediato.

—Pero ¿entonces dónde está?

Se produjo una pausa, y luego Harry dijo en voz baja para que no lo oyeran Neville, Parvati y Lavender:

—A lo mejor todavía no ha vuelto. Ya sabéis..., de su misión, de eso que ha estado haciendo este verano para Dumbledore.

—Sí... Sí, debe de ser eso —coincidió Ron, más tranquilo; pero Hermione se mordió el labio inferior y siguió recorriendo la mesa de los profesores con la mirada, como si allí fuera a encontrar alguna explicación convincente a la ausencia de Hagrid.

—¿Quién es ésa? —preguntó de pronto, señalando hacia la mitad de la mesa.

Harry miró hacia donde indicaba su amiga. Primero se detuvo en la figura del profesor Dumbledore, que estaba sentado en el centro en su silla de oro de alto respaldo, con una túnica de color morado oscuro salpicada de estrellas plateadas y un sombrero a juego. Dumbledore tenía la cabeza inclinada hacia la mujer que estaba sentada a su lado, que le decía algo al oído. Harry pensó que esa mujer parecía una tía solterona: era rechoncha y bajita, y tenía el cabello pardusco, corto y rizado. Se había puesto una espantosa diadema de color rosa que hacía juego con la esponjosa chaqueta de punto del mismo tono que llevaba sobre la túnica. Entonces la mujer giró un poco la cabeza para beber un sorbo de su copa, y Harry vio, con gran sorpresa, un pálido rostro que recordaba al de un sapo y dos ojos saltones y con bolsas.

—¡Es Umbridge!

—¿Quién?

—¡Estaba en la vista! ¡Trabaja para Fudge!

—Bonita chaqueta —comentó Ron con una sonrisa irónica.

—¡Trabaja para Fudge! —repitió Hermione frunciendo el entrecejo—. Entonces ¿qué demonios hace aquí?

—No lo sé...

Hermione volvió a recorrer la mesa de los profesores con los ojos entornados.

—No —murmuró—, no, seguro que no...

Harry no entendió a qué se refería, pero no se lo preguntó, pues en ese instante acaparaba su atención la profesora Grubbly-Plank, que acababa de aparecer detrás de la mesa de los profesores; fue hasta el extremo de la mesa y se sentó en el lugar que debería haber ocupado Hagrid. Eso significaba que los de primer año ya habían cruzado el lago y habían llegado al castillo; y en efecto, unos segundos más tarde se abrieron las puertas del Gran Comedor. Por ellas entró una larga fila de alumnos de primero, con pinta de asustados, guiados por la profesora McGonagall, que llevaba en las manos un taburete sobre el que reposaba un viejo sombrero de mago, muy remendado y zurcido, con una ancha rasgadura cerca del raído borde.

Los murmullos que llenaban el Gran Comedor fueron apagándose. Los de primer año se pusieron en fila delante de la mesa de los profesores, de cara al resto de los alumnos, y la profesora McGonagall dejó con cuidado el taburete delante de ellos y luego se apartó.

Los rostros de los de primero relucían débilmente a la luz de las velas. Había un muchacho hacia la mitad de la fila que temblaba. Durante un momento Harry recordó lo aterrado que él estaba el día que tuvo que esperar allí de pie a que le tocara el turno de someterse al examen que decidiría a qué casa pertenecería.

El colegio entero permanecía expectante, conteniendo la respiración. Entonces la rasgadura que el sombrero tenía cerca del borde se abrió, como si fuera una boca, y el Sombrero Seleccionador se puso a cantar:

Cuando Hogwarts comenzaba su andadura

y yo no tenía ni una sola arruga,

los fundadores del colegio creían

que jamás se separarían.

Todos tenían el mismo objetivo,

un solo deseo compartían:

crear el mejor colegio mágico del mundo

y transmitir su saber a sus alumnos.

«¡Juntos lo levantaremos y allí enseñaremos!»,

decidieron los cuatro amigos

sin pensar que su unión pudiera fracasar.

Porque ¿dónde podía encontrarse

a dos amigos como Slytherin y Gryffindor?

Sólo otra pareja, Hufflepuff y Ravenclaw,

a ellos podía compararse.

¿Cómo fue que todo acabó mal?

¿Cómo pudieron arruinarse

tan buenas amistades ?

Veréis, yo estaba allí y puedo contaros

toda la triste y lamentable historia.

Dijo Slytherin: «Sólo enseñaremos a aquellos

que tengan pura ascendencia.»

Dijo Ravenclaw: «Sólo enseñaremos a aquellos

de probada inteligencia.»

Dijo Gryffindor: «Sólo enseñaremos a aquellos

que hayan logrado hazañas.»

Dijo Hufflepuff: «Yo les enseñaré a todos,

y trataré a todos por igual.»

Cada uno de los cuatro fundadores

acogía en su casa a los que quería.

Slytherin sólo aceptaba

a los magos de sangre limpia

y gran astucia, como él,

mientras que Ravenclaw sólo enseñaba

a los de mente muy despierta.

Los más valientes y audaces

tenían como maestro al temerario Gryffindor.

La buena de Hufflepuff se quedó con el resto

y todo su saber les transmitía.

De este modo las casas y sus fundadores

mantuvieron su firme y sincera amistad.

Y Hogwarts funcionó en armonía

durante largos años de felicidad,

hasta que surgió entre nosotros la discordia,

que de nuestros miedos y errores se nutría.

Las casas que, como cuatro pilares,

habían sostenido nuestra escuela

se pelearon entre ellas

y, divididas, todas querían dominar.

Entonces parecía que el colegio

mucho no podría aguantar,

pues siempre había duelos

y peleas entre amigos.

Hasta que por fin una mañana

el viejo Slytherin partió,

y aunque las peleas cesaron,

el colegio muy triste se quedó.

Y nunca desde que los cuatro fundadores

quedaron reducidos a tres

volvieron a estar unidas las casas

como pensaban estarlo siempre.

Y todos los años el Sombrero Seleccionador se presenta,

y todos sabéis para qué:

yo os pongo a cada uno en una casa

porque ésa es mi misión,

pero este año iré más lejos,

escuchad atentamente mi canción:

aunque estoy condenado a separaros

creo que con eso cometemos un error.

Aunque debo cumplir mi deber

y cada año tengo que dividiros,

sigo pensando que así no lograremos

eliminar el miedo que tenemos.

Yo conozco los peligros, leo las señales,

las lecciones que la historia nos enseña,

y os digo que nuestro Hogwarts está amenazado

por malignas fuerzas externas,

y que si unidos no permanecemos

por dentro nos desmoronaremos.

Ya os lo he dicho, ya estáis prevenidos.

Que comience la Selección.

 

El sombrero se quedó quieto y su discurso fue recibido con un fuerte aplauso, aunque por primera vez, según recordaba Harry, se escucharon al mismo tiempo murmullos y susurros. Por todo el Gran Comedor los alumnos intercambiaban comentarios con sus vecinos, y Harry, mientras aplaudía como los demás, sabía con exactitud de qué hablaban.

—Este año se ha ido un poco por las ramas, ¿no? —comentó Ron arqueando las cejas.

—Pero tiene mucha razón —repuso Harry.

El Sombrero Seleccionador solía limitarse a describir las diferentes cualidades que buscaba cada una de las casas de Hogwarts y su forma de seleccionar a los alumnos. Harry no recordaba que el Sombrero Seleccionador hubiera dado consejos al colegio.

—Me pregunto si habrá hecho advertencias como ésta alguna otra vez —dijo Hermione con ansiedad.

—Sí, ya lo creo —afirmó Nick Casi Decapitado dándoselas de entendido e inclinándose hacia ella a través de Neville (quien hizo una mueca, pues era muy desagradable tener a un fantasma atravesando tu cuerpo)—. El sombrero se cree obligado a prevenir al colegio siempre que...

Pero la profesora McGonagall, que esperaba para empezar a leer la lista de alumnos de primer año, miraba a los ruidosos muchachos con aquellos ojos que abrasaban. Nick Casi Decapitado se llevó un transparente dedo a los labios y se sentó remilgadamente tieso, y los murmullos cesaron de inmediato. La profesora McGonagall, tras recorrer por última vez las cuatro mesas con el entrecejo fruncido, bajó la vista hacia el largo trozo de pergamino que tenía entre las manos y pronunció el primer nombre:

—Abercrombie, Euan.

El muchacho muerto de miedo en el que Harry se había fijado antes se adelantó dando trompicones y se puso el sombrero en la cabeza; sus grandes orejas impidieron que éste se le cayera hasta los hombros. El sombrero caviló unos instantes, y luego la rasgadura que tenía cerca del borde volvió a abrirse y gritó:

—¡Gryffindor!

Harry aplaudió con el resto de los de su casa mientras Euan Abercrombie iba tambaleándose hasta su mesa y se sentaba; parecía que estaba deseando que se lo tragara la tierra para que nadie volviera a mirarlo jamás.

Poco a poco, la larga fila de alumnos de primero fue disminuyendo. En las pausas que había entre la lectura de los nombres y la decisión del Sombrero Seleccionador, Harry oía cómo a Ron le sonaban las tripas. Finalmente seleccionaron a «Zeller, Rose» para Hufflepuff, y la profesora McGonagall recogió el sombrero y el taburete y se los llevó mientras el profesor Dumbledore se ponía en pie.

Pese a los amargos sentimientos que Harry había experimentado últimamente hacia su director, en ese momento lo tranquilizó ver a Dumbledore de pie ante los alumnos. Entre la ausencia de Hagrid y la presencia de los caballos con pinta[150] de dragón, tenía la sensación de que su regreso a Hogwarts, tan esperado, estaba lleno de inesperadas sorpresas, como notas discordantes en una canción conocida. Sin embargo, la ceremonia era, al menos en aquel instante, como se suponía que debía ser: el director del colegio se levantaba para saludarlos a todos antes del banquete de bienvenida.

—A los nuevos —dijo Dumbledore con voz sonora, los brazos abiertos y extendidos y una radiante sonrisa en los labios— os digo: ¡bienvenidos! Y a los que no sois nuevos os repito: ¡bienvenidos otra vez! En toda reunión hay un momento adecuado para los discursos, y como éste no lo es, ¡al ataque!

Las palabras de Dumbledore fueron recibidas con risas y aplausos, y el director se sentó con sumo cuidado y se echó la larga barba sobre un hombro para que no se le metiera en el plato, pues la comida había aparecido por arte de magia, y las cinco largas mesas estaban llenas a rebosar de trozos de carne asada, pasteles y bandejas de verduras, pan, salsas y jarras de zumo[151] de calabaza.

—Excelente —dijo Ron con un gemido de placer; luego agarró la bandeja de chuletas[152] que tenía más cerca y empezó a amontonarlas en su plato bajo la nostálgica mirada de Nick Casi Decapitado.

—¿Qué decía usted antes de que se iniciara la Ceremonia de Selección? —le preguntó Hermione al fantasma—. Eso de que el sombrero podía lanzar advertencias.

—¡Ah, sí! —contestó Nick, contento de tener un motivo para apartar la mirada del plato de Ron, quien estaba comiendo patatas asadas con un entusiasmo casi indecente—. Sí, he oído al sombrero lanzar advertencias otras veces, siempre que ha detectado momentos de grave peligro para el colegio. Y, por supuesto, el consejo siempre ha sido el mismo: permaneced unidos, fortaleceos por dentro.

—¿Cóbo va a fabeb um fombebo fi el cobefio ftá em belifro? —preguntó Ron.

Tenía la boca tan llena que Harry creyó que era todo un logro que hubiera conseguido articular algún sonido.

—¿Cómo decís? —preguntó con mucha educación Nick Casi Decapitado mientras Hermione hacía una mueca de asco. Ron tragó como pudo y repitió:

—¿Cómo va a saber un sombrero si el colegio está en peligro?

—No tengo ni idea —respondió el fantasma—. Bueno, vive en el despacho de Dumbledore, así que supongo que allí se entera de cosas.

—¿Y pretende que todas las casas sean amigas? —inquirió Harry echando un vistazo a la mesa de Slytherin, donde estaba Draco Malfoy rodeado de admiradores—. Pues lo tiene claro[153].

—Mirad, no deberíais adoptar esa actitud —les aconsejó Nick en tono reprobatorio—. Cooperación pacífica, ésa es la clave. Nosotros, los fantasmas, pese a pertenecer a diferentes casas, mantenemos vínculos de amistad. Aunque haya competitividad entre Gryffindor y Slytherin, a mí ni se me ocurriría provocar una discusión con el Barón Sanguinario.

—Ya, pero eso es porque le tiene usted miedo —aseguró Ron.

Nick Casi Decapitado se ofendió mucho.

—¿Miedo? ¡Creo poder afirmar que yo, sir Nicholas de Mimsy-Porpington, nunca jamás he pecado de cobarde! La noble sangre que corre por mis venas...

—¿Qué sangre? —lo interrumpió Ron—. Pero si usted ya no tiene...

—¡Es una forma de hablar! —exclamó Nick Casi Decapitado, tan enojado que empezó a temblarle aparatosamente la cabeza sobre el cuello medio rebanado—. ¡Espero tener todavía libertad para utilizar las palabras que se me antojen, dado que los placeres de la comida y de la bebida me han sido negados! Pero ¡ya estoy acostumbrado a que los alumnos se rían de mi muerte, os lo aseguro!

—¡Ron no se estaba riendo de usted, Nick! —terció Hermione fulminando a su amigo con la mirada.

Por desgracia, éste volvía a tener la boca a punto de explotar, y lo único que consiguió decir fue: «Nunfa me gío fon ga boga gena», algo que Nick no consideró una disculpa adecuada. Se elevó, se colocó bien el sombrero con plumas y se fue hacia el otro extremo de la mesa, donde se sentó entre los hermanos Creevey, Colin y Dennis.

—Felicidades, Ron —le soltó Hermione.

—¿Qué pasa? —protestó él, indignado; al fin había conseguido tragar la comida que tenía en la boca—. ¿No puedo hacer una sencilla pregunta?

—Olvídalo —dijo Hermione con fastidio, y ambos estuvieron el resto de la cena callados y enfurruñados.

Harry estaba tan acostumbrado a sus discusiones que no se molestó en intentar reconciliarlos; le pareció que empleaba mucho mejor su tiempo comiéndose el pastel de filete[154] y riñones, y luego una gran ración de su tarta de melaza favorita.

Cuando todos los alumnos terminaron de comer y el nivel de ruido del Gran Comedor empezó a subir de nuevo, Dumbledore se puso una vez más en pie. Las conversaciones se interrumpieron al instante y todos giraron la cabeza para mirar al director. En ese momento Harry estaba maravillosamente amodorrado. Su cama de cuatro columnas lo esperaba arriba, blanda y calentita...

—Bueno, ahora que estamos digiriendo otro magnífico banquete, os pido un instante de atención para los habituales avisos de principio de curso —anunció Dumbledore—. Los de primer año deben saber que los alumnos tienen prohibido entrar en los bosques de los terrenos del castillo, y algunos de nuestros antiguos alumnos también deberían recordarlo. —Harry, Ron y Hermione se miraron y rieron por lo bajo—. El señor Filch, el conserje[155], me ha pedido, y según dice ya van cuatrocientas sesenta y dos veces, que os recuerde a todos que no está permitido hacer magia en los pasillos entre clase y clase, así como unas cuantas cosas más que podéis revisar en la larga lista que hay colgada en la puerta de su despacho.

»Este año hay dos cambios en el profesorado. Estamos muy contentos de dar la bienvenida a la profesora Grubbly-Plank, que se encargará de las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas; también nos complace enormemente presentaros a la profesora Umbridge, la nueva responsable de Defensa Contra las Artes Oscuras.

Hubo un educado pero no muy entusiasta aplauso, durante el cual Harry, Ron y Hermione se miraron un tanto angustiados; Dumbledore no había especificado durante cuánto tiempo iba a dar clase la profesora Grubbly-Plank.

Después el director siguió diciendo:

—Las pruebas para los equipos de quidditch de cada casa tendrán lugar en...

Se interrumpió e interrogó con la mirada a la profesora Umbridge. Como no era mucho más alta de pie que sentada, se produjo un momento de confusión ya que nadie entendía por qué Dumbledore había dejado de hablar; pero entonces la profesora Umbridge se aclaró la garganta, «Ejem, ejem», y los alumnos se dieron cuenta de que se había levantado y de que pretendía pronunciar un discurso.

Dumbledore sólo vaciló unos segundos; luego se sentó con elegancia y miró con interés a la profesora Umbridge, como si lo que más deseara fuera oírla hablar. Otros miembros del profesorado no fueron tan hábiles disimulando su sorpresa. Las cejas de la profesora Sprout habían subido hasta la raíz de su airosa melena, y la profesora McGonagall tenía la boca más delgada que nunca. Era la primera vez que un profesor nuevo interrumpía a Dumbledore. Muchos alumnos sonrieron; era evidente que aquella mujer no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas en Hogwarts.

—Gracias, señor director —empezó la profesora Umbridge con una sonrisa tonta—, por esas amables palabras de bienvenida.

Tenía una voz muy chillona y entrecortada, de niña pequeña, y una vez más Harry sintió hacia ella una aversión que no podía explicarse; lo único que sabía era que todo en ella le resultaba repugnante, desde su estúpida voz hasta su esponjosa chaqueta de punto de color rosa. La profesora Umbridge volvió a carraspear («Ejem, ejem») y continuó su discurso.

—¡Bueno, en primer lugar quiero decir que me alegro de haber vuelto a Hogwarts! —Sonrió, enseñando unos dientes muy puntiagudos—. ¡Y de ver tantas caritas felices que me miran!

Harry echó un vistazo a su alrededor. Ninguna de las caras que vio tenía el aspecto de sentirse feliz. Más bien al contrario, todas parecían muy sorprendidas de que se dirigieran a ellas como si tuvieran cinco años.

—¡Estoy impaciente por conoceros a todos y estoy segura de que seremos muy buenos amigos!

Al oír aquello, los alumnos se miraron unos a otros; algunos ya no podían contener una sonrisa burlona.

—Estoy dispuesta a ser amiga suya mientras no tenga que ponerme nunca esa chaqueta —le susurró Parvati a Lavender, y ambas rieron por lo bajo.

La profesora Umbridge se aclaró la garganta una vez más («Ejem, ejem»), pero cuando habló de nuevo su voz ya no sonaba tan entrecortada como antes. Sonaba mucho más seria, y ahora sus palabras tenían un tono monótono, como si se las hubiera aprendido de memoria.

—El Ministerio de la Magia siempre ha considerado de vital importancia la educación de los jóvenes magos y de las jóvenes brujas. Los excepcionales dones con los que nacisteis podrían quedar reducidos a nada si no se cultivaran y desarrollaran mediante una cuidadosa instrucción. Las ancestrales habilidades de la comunidad mágica deben ser transmitidas de generación en generación para que no se pierdan para siempre. El tesoro escondido del saber mágico acumulado por nuestros antepasados debe ser conservado, reabastecido y pulido por aquellos que han sido llamados a la noble profesión de la docencia.

Al llegar a ese punto la profesora Umbridge hizo una pausa y saludó con una pequeña inclinación de cabeza al resto de los profesores, pero ninguno le devolvió el saludo. Las oscuras cejas de la profesora McGonagall se habían contraído hasta tal punto que parecía un halcón, y a Harry no se le escapó la mirada de complicidad que intercambió con la profesora Sprout, mientras Umbridge carraspeaba otra vez y seguía con su perorata.

—Cada nuevo director o directora de Hogwarts ha aportado algo a la gran tarea de gobernar este histórico colegio, y así es como debe ser, pues si no hubiera progreso se llegaría al estancamiento y a la desintegración. Sin embargo, hay que poner freno al progreso por el progreso, pues muchas veces nuestras probadas tradiciones no aceptan retoques. Un equilibrio, por lo tanto, entre lo viejo y lo nuevo, entre la permanencia y el cambio, entre la tradición y la innovación...

Harry notó que su concentración disminuía, como si su cerebro se conectara y se desconectara. El silencio que siempre se apoderaba del Gran Comedor cuando hablaba Dumbledore estaba rompiéndose, pues los alumnos se acercaban unos a otros y juntaban las cabezas para cuchichear y reírse. En la mesa de Ravenclaw, Cho Chang charlaba la mar de animada con sus amigas. Unos cuantos asientos más allá, Luna Lovegood había sacado El Quisquilloso. Mientras tanto, en la mesa de Hufflepuff, Ernie Macmillan era uno de los pocos que seguían mirando fijamente a la profesora Umbridge, pero tenía los ojos vidriosos y Harry estaba seguro de que sólo fingía escuchar en un intento de hacer honor a la nueva insignia de prefecto que relucía en su pecho.

La profesora Umbridge no pareció reparar en la inquietud de su público. Harry tenía la impresión de que si se hubiera desatado una revuelta delante de sus narices, ella habría continuado, impasible, con su discurso. Los profesores, a pesar de todo, seguían escuchando con atención, y Hermione parecía pendiente de cada una de las palabras que pronunciaba, aunque, a juzgar por su expresión, no eran de su agrado.

—... porque algunos cambios serán para mejor, y otros, con el tiempo, se demostrará que fueron errores de juicio. Entre tanto se conservarán algunas viejas costumbres, y estará bien que así se haga, mientras que otras, desfasadas y anticuadas, deberán ser abandonadas. Sigamos adelante, así pues, hacia una nueva era de apertura, eficacia y responsabilidad, decididos a conservar lo que haya que conservar, perfeccionar lo que haya que perfeccionar y recortar las prácticas que creamos que han de ser prohibidas.

Y tras pronunciar esa última frase la mujer se sentó. Dumbledore aplaudió y los profesores lo imitaron, aunque Harry se fijó en que varios de ellos sólo juntaban las manos una o dos veces y luego paraban. Unos cuantos alumnos aplaudieron también, pero el final del discurso, del que en realidad sólo habían escuchado unas palabras, pilló desprevenidos a casi todos, y antes de que pudieran empezar a aplaudir como es debido, Dumbledore ya había dejado de hacerlo.

—Muchas gracias, profesora Umbridge, ha sido un discurso sumamente esclarecedor —dijo con una inclinación de cabeza—. Y ahora, como iba diciendo, las pruebas de quidditch se celebrarán...

—Sí, sí que ha sido esclarecedor —comentó Hermione en voz baja.

—No me irás a decir que te ha gustado —repuso Ron mirándola con ojos vidriosos—. Ha sido el discurso más aburrido que he oído jamás, y eso que he crecido con Percy.

—He dicho que ha sido esclarecedor, no que me haya gustado —puntualizó Hermione—. Ha explicado muchas cosas.

—¿Ah, sí? —dijo Harry con sorpresa—. A mí me ha parecido que tenía mucha paja[156].

—Había cosas importantes escondidas entre la paja[157] —replicó Hermione con gravedad.

—¿En serio? —se extrañó Ron, que no comprendía nada.

—Como, por ejemplo, «hay que poner freno al progreso por el progreso». O «recortar las prácticas que creamos que han de ser prohibidas».

—¿Y eso qué significa? —preguntó Ron, impaciente.

—Te voy a decir lo que significa —respondió Hermione con tono amenazador—Significa que el Ministerio está inmiscuyéndose en Hogwarts.

De pronto se produjo un gran estrépito a su alrededor; era evidente que Dumbledore los había despedido a todos, porque los alumnos se habían puesto en pie y se disponían a salir del Gran Comedor. Hermione se levantó muy atolondrada.

—¡Ron, tenemos que enseñar a los de primero adonde deben ir!

—¡Ah, sí! —exclamó Ron, que lo había olvidado—. ¡Eh, eh, vosotros! ¡Enanos!

—¡Ron!

—Es que lo son, míralos... Son pequeñísimos.

—¡Ya lo sé, pero no puedes llamarlos enanos! ¡Los de primer año! —llamó Hermione con tono autoritario a los nuevos alumnos de su mesa—. ¡Por aquí, por favor!

Un grupo de alumnos desfiló con timidez por el espacio que había entre la mesa de Gryffindor y la de Hufflepuff; todos ponían mucho empeño en no colocarse a la cabeza del grupo. Realmente parecían muy pequeños; Harry estaba seguro de que él no lo parecía tanto cuando llegó por primera vez a Hogwarts. Les sonrió, y un muchacho rubio que estaba junto a Euan Abercrombie se quedó petrificado, le dio un codazo y le susurró algo al oído. Euan puso la misma cara de susto y miró de reojo a Harry, quien notó que su sonrisa resbalaba por su cara como una mancha de jugo fétido.

—Hasta luego —les dijo tristemente a Ron y a Hermione, y salió solo del Gran Comedor haciendo todo lo posible por ignorar los susurros, las miradas y los dedos que lo señalaban al pasar.

Mantuvo la mirada al frente mientras se abría paso entre la multitud que llenaba el vestíbulo, subió a toda prisa la escalera de mármol, tomó un par de atajos y no tardó en dejar atrás al resto de los alumnos.

Qué estupidez no haber imaginado que ocurriría algo así, pensó, furioso, mientras recorría los pasillos de los pisos superiores, que estaban casi vacíos. Claro que todo el mundo lo miraba; dos meses antes había salido del laberinto del Torneo de los tres magos con el cadáver de un compañero en los brazos y asegurando haber visto cómo lord Voldemort volvía al poder. Al finalizar el curso anterior no había tenido tiempo para dar explicaciones antes de que todos volvieran a sus casas (en caso de que hubiera querido dar al colegio un informe detallado de los terribles sucesos ocurridos en el cementerio).

Harry había llegado al final del pasillo que conducía a la sala común de Gryffindor y se había parado frente al retrato de la Señora Gorda cuando se dio cuenta de que no sabía la nueva contraseña.

—Esto... —comenzó a decir con desánimo, mirando fijamente a la Señora Gorda, que se alisó los pliegues del vestido de raso de color rosa y le devolvió una severa mirada.

—Si no me dices la contraseña, no entras —dijo con altanería.

—¡Yo la sé, Harry! —exclamó alguien que llegaba jadeando; Harry se dio la vuelta y vio que Neville corría hacia él—. ¿Sabes qué es? Por una vez no se me va a olvidar... —afirmó agitando el raquítico cactus que le había enseñado en el tren—. ¡Mimbulus mimbletonia!

—Correcto —dijo la Señora Gorda, y su retrato se abrió hacia ellos, como si fuera una puerta, y en la pared dejó a la vista un agujero redondo por el que entraron Harry y Neville.

La sala común de Gryffindor, una agradable habitación circular llena de destartaladas y blandas butacas y viejas y desvencijadas mesas, parecía más acogedora que nunca. Un fuego chisporroteaba alegremente en la chimenea y había varios alumnos calentándose las manos frente a él antes de subir a sus dormitorios; al otro lado de la estancia Fred y George Weasley estaban colgando algo en el tablón de anuncios. Harry les dijo adiós con la mano y fue directo hacia la puerta del dormitorio de los chicos; en ese momento no estaba de humor para charlar. Neville lo siguió.

Dean Thomas y Seamus Finnigan ya habían llegado al dormitorio y habían empezado a cubrir las paredes que había junto a sus camas con pósters y fotografías. Cuando Harry abrió la puerta estaban hablando, pero se interrumpieron en cuanto lo vieron. El chico se preguntó si estarían hablando de él, y luego se preguntó también si tendría paranoias[158].

—¡Hola! —los saludó, y después se dirigió hacia su baúl y lo abrió.

—¡Hola, Harry! —respondió Dean, que estaba poniéndose un pijama con los colores del West Ham—. ¿Has pasado un buen verano?

—No ha estado mal —masculló Harry, pues le habría llevado toda la noche hacer un verdadero relato de sus vacaciones, y no estaba preparado para afrontarlo—. ¿Y tú?

—Sí, muy bueno —contestó Dean con una risita—. Mejor que el de Seamus, desde luego. Estaba contándomelo.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado, Seamus? —preguntó Neville mientras colocaba con mucho cuidado su Mimbulus mimbletonia sobre su mesilla de noche.

Seamus no contestó enseguida; estaba complicándose mucho la vida para asegurarse de que su póster del equipo de quidditch de los Kenmare Kestrels quedara completamente recto. Al fin contestó, aunque todavía estaba de espaldas a Harry.

—Mi madre no quería que volviera.

—¿Qué dices? —Harry, que se disponía a quitarse la túnica, se quedó parado.

—No quería que volviera a Hogwarts. Seamus se dio la vuelta y sacó el pijama de su baúl, pero sin mirar a Harry.

—Pero ¿por qué? —preguntó éste, perplejo. Sabía que la madre de Seamus era bruja y por lo tanto no entendía por qué tenía una actitud más propia de los Dursley.

Seamus no contestó hasta que hubo terminado de abotonarse el pijama.

—Bueno —respondió con voz tranquila—, supongo que... por ti.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Harry rápidamente.

El corazón le latía muy deprisa y tenía la extraña sensación de que algo se le caía encima.

—Bueno —continuó Seamus, esquivando la mirada de su compañero—, es que... Esto... Bueno, no sólo por ti, sino también por Dumbledore...

—¿Se ha creído lo que cuenta El Profeta? —se extrañó Harry—. ¿Cree que soy un mentiroso y que Dumbledore es un viejo chiflado?

Seamus levantó la cabeza y miró a Harry.

—Sí, más o menos.

Harry no dijo nada. Tiró su varita encima de la mesilla de noche, se quitó la túnica, la metió de cualquier manera en el baúl y sacó el pijama. Estaba harto; harto de que todos se quedaran mirándolo y hablaran de él a sus espaldas. Si los demás lo supieran, si tuvieran una leve idea de lo que era ser siempre el centro de atención... La estúpida de la señora Finnigan no se enteraba de nada, pensó rabioso.

Se metió en la cama, pero cuando iba a correr las cortinas del dosel, Seamus dijo:

—Oye..., ¿qué pasó aquella noche? La noche en que..., ya sabes, cuando..., lo de Cedric Diggory y todo eso...

Seamus parecía nervioso y expectante al mismo tiempo. Dean, que estaba inclinado sobre su baúl intentando sacar una zapatilla, se quedó de pronto muy quieto y Harry comprendió que estaba escuchándolos.

—¿Por qué me lo preguntas? —replicó Harry—. Sólo tienes que leer El Profeta como tu madre, ¿no? Así podrás enterarte de todo lo que quieras saber.

—No te metas con mi madre —le espetó Seamus.

—Me meto con cualquiera que me llame mentiroso —contestó Harry.

—¡No me hables así!

—Te hablo como me da la gana —estalló Harry; se estaba poniendo tan furioso que agarró la varita, que había dejado en la mesilla de noche—. Si tienes algún inconveniente en compartir dormitorio conmigo, ve y pídele a McGonagall que te cambie... Así tu madre no tendrá que preocuparse por ti...

—¡Deja a mi madre en paz, Potter!

—¿Qué pasa aquí?

Ron acababa de entrar por la puerta. Con los ojos como platos, miró primero a Harry, que estaba arrodillado en la cama apuntando con la varita a Seamus, y luego a Seamus, que estaba de pie con los puños levantados.

—¡Está metiéndose con mi madre! —gritó Seamus.

—¿Qué? —se extrañó Ron—. Harry nunca haría eso. Conocimos a tu madre y nos cayó muy bien...

—¡Eso fue antes de que empezara a creer al pie de la letra todo lo que dice sobre mí ese asqueroso periódico! —exclamó Harry a grito pelado.

—¡Oh! —dijo Ron, que empezaba a comprender—. Ya veo...

—¿Sabes qué? —chilló Seamus acaloradamente, lanzando a Harry una mirada cargada de veneno—. Tiene razón, no quiero compartir dormitorio con él; está loco.

—Eso está fuera de lugar, Seamus —aseguró Ron, cuyas orejas comenzaban a ponerse coloradas, lo cual siempre indicaba peligro.

—¿Fuera de lugar, dices? —chilló Seamus, que a diferencia de Ron estaba poniéndose muy pálido—. Tú te crees todas las chorradas[159] que cuenta sobre Quien-tú-sabes, ¿no? Te tragas todo lo que cuenta, ¿verdad?

—¡Pues sí[160]! —contestó Ron muy alterado.

—Entonces tú también estás loco —afirmó Seamus con desprecio.

—¿Ah, sí? ¡Pues mira, amigo, por desgracia para ti, además de estar loco soy prefecto! —dijo Ron señalándose la insignia con un dedo—. ¡Así que, si no quieres que te castigue, vigila lo que dices[161]!

Durante unos instantes pareció que Seamus creía que un castigo era un precio razonable por decir lo que en aquellos momentos le pasaba por la cabeza; sin embargo, hizo un ruidito desdeñoso con la boca, se dio la vuelta, se metió en la cama de un brinco y cerró las cortinas con tanta violencia que se desengancharon y cayeron formando un polvoriento montón en el suelo. Ron miró desafiante a Seamus y luego miró a Dean y a Neville.

—¿Hay alguien más cuyos padres tengan algún problema con Harry? —preguntó con agresividad.

—Mis padres son muggles —dijo Dean encogiéndose de hombros—. No saben nada de ninguna muerte ocurrida en Hogwarts porque no soy tan idiota como para contárselo.

—¡No sabes cómo es mi madre, es capaz de sonsacarle lo que sea a cualquiera! —le espetó Seamus—. Además, tus padres no reciben El Profeta. No se han enterado de que a nuestro director lo han echado del Wizengamot y de la Confederación Internacional de Magos porque está perdiendo la cabeza...

—Mi abuela dice que eso son tonterías —intervino Neville—. Afirma que el que está perdiendo los papeles[162] es El Profeta, y no Dumbledore. Así que ha cancelado la suscripción. Nosotros creemos en Harry —concluyó con rotundidad. Luego se metió en la cama y se tapó con las sábanas hasta la barbilla. Miró a Seamus con cara de sabiondo y añadió—: Mi abuela siempre ha dicho que Quien-tú-sabes regresaría algún día, y asegura que si Dumbledore dice que ha vuelto, es que ha vuelto.

En ese momento Harry sintió una oleada de gratitud hacia Neville. Nadie más dijo nada, y Seamus cogió su varita mágica, reparó las cortinas de la cama y desapareció tras ellas. Dean también se acostó, se dio la vuelta y se quedó callado. Neville, que al parecer tampoco tenía nada más que añadir, miraba con cariño su cactus, débilmente iluminado por la luz de la luna.

Harry se quedó tumbado mientras Ron iba de aquí para allá, alrededor de la cama de al lado, poniendo sus cosas en orden. A Harry le había afectado mucho la discusión con Seamus, que siempre le había caído muy bien. ¿Quién más iba a insinuar que mentía o que estaba trastornado?

¿Habría tenido que soportar Dumbledore algo parecido aquel verano, cuando primero lo echaron del Wizengamot y luego de la Confederación Internacional de Magos? ¿Acaso estaba enfadado con Harry y por eso llevaba meses sin hablar con él? A fin de cuentas, ambos estaban metidos en aquel lío; Dumbledore había creído a Harry, había defendido su versión de los hechos ante el colegio en pleno y luego ante la comunidad de los magos. Cualquiera que pensara que Harry era un mentiroso debía creer lo mismo de Dumbledore, o que lo habían engañado...

«Al final se sabrá que tenemos razón», pensó Harry, que se sentía muy desgraciado, mientras Ron se metía en la cama y apagaba la última vela que quedaba encendida en el dormitorio. Luego se preguntó cuántos ataques como el de Seamus debería soportar antes de que llegara ese momento.



Date: 2015-12-11; view: 556


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