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Indebido de la Magia

Ministerio de Magia

 

Harry leyó la carta con rapidez tres veces seguidas. Aquel angustioso nudo que se le había formado en el pecho se aflojó un tanto con el alivio de saber que todavía no lo habían expulsado definitivamente, aunque sus temores no habían desaparecido, ni mucho menos. Todo parecía depender de la vista del 12 de agosto.

—¿Y bien? —preguntó tío Vernon, devolviendo a Harry a la realidad—. ¿Qué pasa ahora? ¿Te han condenado a algo? ¿Existe la pena de muerte entre tu gente? —añadió, esperanzado, como si se le acabara de ocurrir esa idea.

—Tengo que ir a una vista[37] —explicó Harry.

—¿Y allí te condenarán?

—Supongo que sí.

—Entonces no perderé la esperanza —aseguró tío Vernon con crueldad.

—Bueno, si eso es todo... —dijo Harry poniéndose en pie. Estaba deseando quedarse a solas para pensar y quizá para enviarle una carta a Ron, a Hermione o a Sirius.

—¡No, claro que no es todo! —bramó tío Vernon—. ¡Siéntate inmediatamente!

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Harry con impaciencia.

—¡Dudley! —gritó tío Vernon—. ¡Quiero saber exactamente qué le ha ocurrido a mi hijo!

—¡Muy bien! —chilló Harry, y la rabia que sentía hizo que de la punta de su varita, que todavía tenía en la mano, saltaran chispas rojas y doradas. Los tres Dursley, acobardados, se encogieron—. Dudley y yo estábamos en el callejón que conecta la calle Magnolia y el paseo Glicinia —explico Harry; hablaba deprisa, intentando no perder los estribos—. Dudley estaba vacilándome[38] y yo saqué mi varita, pero no la utilicé. Entonces aparecieron dos Dementores...

—Pero ¿qué son los dementoides? —preguntó tío Vernon furioso—. ¿Qué hacen?

—Ya os lo he dicho: te quitan toda la alegría que tienes dentro —respondió Harry—, y si tienen ocasión te besan y...

—¿Que te besan? —lo interrumpió tío Vernon con los ojos fuera de las órbitas—. ¿Que te besan?

—Así llaman al hecho de que te saquen el alma por la boca.

Tía Petunia soltó un débil grito.

—¿El alma? No le habrán quitado... Él todavía tiene su...

Agarró a Dudley por los hombros y lo sacudió, como si pretendiera oír el alma de su hijo repiqueteando en el interior del cuerpo del chico.

—Claro que no le han quitado el alma. Si lo hubieran hecho ya os habríais dado cuenta —respondió Harry exasperado.

—Tú los ahuyentaste, ¿verdad, hijo? —-inquirió tío Vernon con ímpetu, como quien se esfuerza por devolver la conversación a un plano que domina—. Les diste su merecido, ¿verdad?



—A los Dementores no puedes darles su merecido —sentenció Harry entre dientes.

—Entonces, ¿cómo es que está bien? —rugió tío Vernon—. ¿Por qué no está vacío?

—Porque utilicé el encantamiento patronus...

¡ZUUUM! Con un fragor, un aleteo y una pequeña nube de polvo, una cuarta lechuza salió a toda velocidad de la chimenea de la cocina.

—¡Por todos los demonios! —gritó tío Vernon, arrancándose los pelos del bigote, algo que no se había visto obligado a hacer durante mucho tiempo—. ¡No quiero ver más lechuzas en mi casa, no pienso tolerarlo, te lo advierto!

Pero Harry ya había cogido el pergamino que la lechuza llevaba atado a una pata. Estaba tan seguro de que aquella carta tenía que ser de Dumbledore y de que en ella lo explicaba todo (los Dementores, la señora Figg, lo que tramaba el Ministerio, y cómo él, Dumbledore, pensaba solucionar la situación) que, por primera vez en su vida, se llevó una desilusión al ver la caligrafía de Sirius. Sin prestar atención a la perorata que tío Vernon estaba soltando sobre las lechuzas, y entrecerrando los ojos para protegerse de otra nube de polvo que la última había provocado al colarse por la chimenea, Harry leyó el mensaje de Sirius:

Arthur acaba de contarnos lo que ha sucedido. No vuelvas a salir de la casa, pase lo que pase.

El contenido de la carta le pareció a Harry una reacción tan inapropiada ante lo ocurrido aquella noche que le dio la vuelta al pergamino buscando el resto del texto, pero no encontró ni una sola palabra más.

Y notaba que estaba volviendo a perder la calma. ¿Acaso nadie pensaba felicitarlo por haber derrotado él solo a dos Dementores? Tanto el señor Weasley como Sirius estaban actuando como si Harry se hubiera portado mal y como si estuvieran reservándose la reprimenda hasta que pudieran determinar el alcance de los daños ocasionados.

—... una bananada, quiero decir, una bandada de lechuzas entrando y saliendo de mi casa. No pienso tolerarlo, chico, no voy a...

—No puedo impedir que vengan lechuzas —le espetó Harry al mismo tiempo que arrugaba la carta de Sirius con la mano.

—¡Quiero saber la verdad de lo que ha pasado esta noche! —bramó tío Vernon—. Si han sido los Demendadores los que le han hecho daño a Dudley, ¿por qué te han expulsado? ¡Has hecho eso que tú ya sabes, lo has admitido!

Harry respiró hondo para tranquilizarse. Empezaba a dolerle otra vez la cabeza. Lo que más deseaba era salir de la cocina y perder de vista a los Dursley.

—Hice el encantamiento patronus para librarme de los Dementores —explicó, obligándose a conservar la calma—. Es lo único que funciona con ellos.

—Pero ¿qué hacían esos dementoides en Little Whinging? —preguntó tío Vernon con indignación.

—Eso no puedo decírtelo —respondió Harry cansinamente—. No tengo ni idea.

Las punzadas que notaba en la cabeza eran cada vez más fuertes, y le molestaba mucho la intensa luz de los fluorescentes de la cocina. Su enfado iba disminuyendo poco a poco. Estaba agotado, exhausto. Los Dursley lo miraban fijamente.

—Es por tu culpa —afirmó tío Vernon con energía—. Tiene algo que ver contigo, chico, estoy seguro. Si no, ¿por qué iban a venir aquí? ¿Qué iban a estar haciendo en ese callejón? Es evidente que eres el único..., el único... —Al parecer no lograba pronunciar la palabra «mago»—. El único ya sabes qué en varios kilómetros a la redonda.

—No sé a qué han venido.

Pero tras las palabras de tío Vernon, el agotado cerebro de Harry se había puesto de nuevo en funcionamiento. ¿Por qué habían ido los Dementores a Little Whinging? ¿Cómo iba a ser una casualidad que hubieran aparecido en el callejón donde estaba Harry? ¿Los había enviado alguien? ¿Había perdido el Ministerio de la Magia el control de los Dementores? ¿Habían abandonado Azkaban y se habían unido a Voldemort, como Dumbledore había vaticinado?

—¿Esos Desmembradores vigilan una prisión de bichos raros? —preguntó tío Vernon siguiendo trabajosamente el hilo de las ideas del muchacho.

—Sí —confirmó Harry.

Si al menos dejara de dolerle la cabeza, si al menos pudiera salir de la cocina y subir a su oscuro dormitorio y pensar...

—¡Aja! ¡Venían a detenerte! —exclamó tío Vernon con el aire triunfante de quien ha llegado a una conclusión irrefutable—. Seguro que es eso, ¿verdad, chico? ¡Estás huyendo de la justicia!

—Claro que no —dijo Harry moviendo la cabeza como si ahuyentara una mosca; su mente iba a toda velocidad.

—Entonces, ¿por qué...?

—Debe de haberlos enviado él —sugirió Harry con un hilo de voz, más para sí que para tío Vernon.

—¿Cómo dices? ¿Que debe de haberlos enviado quién?

—Lord Voldemort —dijo Harry.

Reparó en lo extraño que resultaba que los Dursley, que se encogían, hacían muecas y chillaban cada vez que escuchaban palabras como «mago», «magia» o «varita», pudieran oír el nombre del mago más malvado de todos los tiempos sin alterarse lo más mínimo.

—Lord... Espera un momento —dijo tío Vernon, con la cara contraída, al mismo tiempo que en sus ojos de cerdito brillaba una chispa de comprensión—. No es la primera vez que oigo ese nombre... Ése fue el que...

—Asesinó a mis padres, sí —confirmó Harry.

—Pero desapareció —objetó tío Vernon con impaciencia, sin pararse a pensar que el asesinato de los padres de Harry pudiera ser un tema delicado—. Aquel tipo gigantesco lo dijo. Desapareció.

—Ha vuelto —sentenció Harry con rotundidad.

Era rarísimo estar allí de pie, en la aséptica cocina de tía Petunia, entre la nevera último modelo y el televisor de pantalla plana, hablando como si tal cosa de lord Voldemort con tío Vernon. Parecía que la llegada de los Dementores a Little Whinging había abierto una brecha en el enorme aunque invisible muro que separaba el mundo implacablemente no mágico de Privet Drive y el que había al otro lado. En cierto modo, las dos vidas de Harry se habían fusionado y todo había quedado patas arriba; los Dursley estaban pidiéndole detalles sobre el mundo mágico, y la señora Figg conocía a Albus Dumbledore; los Dementores se cernían sobre Little Whinging, y quizá Harry no regresara a Hogwarts. El dolor de cabeza del muchacho iba en aumento.

—¿Que ha vuelto? —susurró tía Petunia.

Miraba a Harry como nunca lo había hecho. Y de pronto, por primera vez en su vida, Harry se dio plena cuenta de que tía Petunia era la hermana de su madre. No habría sabido explicar por qué esa idea lo sacudió tan fuerte en aquel preciso instante. Lo único que sabía era que él no era la única persona de las que había en la cocina que intuía lo que podía significar que lord Voldemort hubiera regresado. Tía Petunia jamás lo había mirado de aquella manera y en ese momento no tenía entrecerrados los grandes ojos claros (completamente distintos de los de su hermana), con una expresión de asco o de enojo, sino muy abiertos y asustados. La ficción que tía Petunia había mantenido durante toda la vida de Harry (que la magia no existía y que no había otro mundo más que el que ella habitaba con tío Vernon) parecía haberse derrumbado.

—Sí —confirmó Harry, dirigiéndose a tía Petunia—. Volvió hace un mes. Yo lo vi.

Las manos de tía Petunia se posaron sobre los anchos hombros de Dudley, cubiertos con su ropa de cuero, y los apretaron.

—Espera un momento —intervino tío Vernon, mirando a su esposa, luego a Harry y luego otra vez a tía Petunia, aparentemente atónito y desconcertado por el entendimiento que parecía haber surgido entre tía y sobrino—. Un momento. ¿Dices que ese lord Voldcomosellame ha vuelto?

—Sí.

—El que mató a tus padres.

—Sí.

—¿Y ahora ha empezado a enviarte Desmembradores?

—Eso parece —respondió Harry.

—Entiendo —dijo tío Vernon. Miró a su esposa, que estaba tremendamente pálida, y luego a Harry, al mismo tiempo que se subía la cintura de los pantalones. Harry tuvo la impresión de que su tío se inflaba y de que su enorme rostro morado se dilataba ante sus ojos—. Bueno, ya no me cabe duda —aseguró, y siguió inflándose, mientras la camisa se le tensaba más y más—. ¡Ya puedes largarte de esta casa, chico[39]!

—¿Qué? —dijo Harry.

—Ya me has oído. ¡FUERA! —gritó tío Vernon, tan fuerte que hasta tía Petunia y Dudley dieron un brinco—. ¡FUERA! ¡FUERA! ¡Debí hacer esto hace muchos años! ¡Lechuzas que se pasean por aquí como si tal cosa, pudines que explotan, medio salón destrozado, la cola de Dudley, Marge flotando por el techo y ese Ford Anglia volador! ¡FUERA! ¡LARGO! ¡Se acabó! ¡Has pasado a la historia! No vas a quedarte aquí si hay un loco que te persigue, ni vas a poner en peligro la vida de mi esposa y de mi hijo, ni vas a causarnos más problemas. ¡Si piensas seguir los pasos de tus padres, es asunto tuyo! ¡LARGO DE AQUÍ!

Harry se quedó clavado donde estaba. Tenía las cartas del Ministerio, del señor Weasley y de Sirius arrugadas en la mano izquierda. «No vuelvas a salir de la casa, pase lo que pase. NO SALGAS DE LA CASA DE TUS TÍOS.»

—¡Ya me has oído! —insistió tío Vernon, y se inclinó hacia delante hasta que su enorme y morada cara quedó tan cerca de la de Harry que éste notó las salpicaduras de saliva en el rostro—. ¡Andando! ¡Hace media hora estabas deseando marcharte! ¡Pues adelante! ¡Lárgate de aquí y no vuelvas a pisar nuestra casa jamás! No sé por qué te acogimos en su día; Marge tenía razón, debimos enviarte al orfanato. Fuimos demasiado blandos contigo, creímos que podríamos rehabilitarte, creímos que podríamos convertirte en una persona normal, pero estabas podrido desde el principio, y ya estoy harto. ¡Lechuzas!

La quinta lechuza salió disparada de la chimenea, tan deprisa que chocó contra el suelo antes de volver a emprender el vuelo con un fuerte aullido. Harry levantó las manos para coger la carta, que iba en un sobre de color escarlata, pero el pájaro pasó volando por encima de su cabeza y se dirigió hacia tía Petunia, que soltó un chillido y se agazapó, tapándose la cara con los brazos. La lechuza dejó caer el sobre rojo sobre la cabeza de tía Petunia, dio media vuelta y volvió a colarse por la chimenea.

Harry se abalanzó sobre su tía para arrebatarle la carta, pero tía Petunia se le adelantó.

—Puedes abrirla si quieres —dijo Harry—, pero de todos modos oiré lo que pone. Es un vociferador[40].

—¡Suelta eso, Petunia! —rugió tío Vernon—. ¡No lo toques, podría ser peligroso!

—Va dirigida a mí —se excusó tía Petunia con voz trémula—. ¡Va dirigida a mí, Vernon, mira! Señora Petunia Dursley, La Cocina, Privet Drive Número Cuatro...

Contuvo la respiración, horrorizada. El sobre rojo había empezado a echar humo.

—¡Ábrelo! —le pidió Harry—. ¡Ábrelo ya! De todos modos ocurrirá.

—No.

A tía Petunia le temblaba la mano. Miró frenéticamente alrededor, como si buscara una ruta de huida, pero era demasiado tarde: el sobre empezó a arder. Tía Petunia gritó y lo soltó con rapidez.

Se oyó una voz imponente que resonaba en el reducido espacio de la cocina; salía de la carta en llamas, que había quedado sobre la mesa.

—«Recuerda mi última... Petunia.»

Tía Petunia estaba a punto de desmayarse. Se sentó en la silla, junto a Dudley, y se tapó la cara con las manos. Los restos del sobre fueron quedando reducidos a cenizas en medio de un profundo silencio.

—¿Qué es eso? —preguntó tío Vernon con voz ronca—. ¿Qué...? No... ¡Petunia!

Tía Petunia no dijo nada. Dudley miraba a su madre, estupefacto y con la boca abierta, mientras el silencio lo envolvía todo en una espiral horrenda. Harry observaba a su tía completamente perplejo y sentía que la cabeza le palpitaba como si estuviera a punto de estallar.

—Petunia, querida —empezó tío Vernon con timidez—. Pe-Petunia...

Ella levantó la cabeza. Todavía temblaba. Tragó saliva y dijo con un hilo de voz:

—El chico... El chico tendrá que quedarse aquí, Vernon.

—¿Cómo dices?

—Que se queda —repitió ella sin mirar a Harry, y se puso de nuevo en pie.

—Pero si... Petunia...

—Si lo echamos, los vecinos hablarán —añadió tía Petunia. Estaba recuperando su tono enérgico e irascible, aunque seguía muy pálida—. Nos harán preguntas incómodas, querrán saber adonde ha ido. Tendremos que quedárnoslo.

Tío Vernon estaba desinflándose como un neumático pinchado.

—Pero Petunia, querida...

Tía Petunia no le hizo caso. Se volvió hacia Harry y le ordenó:

—Vas a quedarte en tu habitación. No salgas de casa. Y ahora vete a la cama.

Harry no se movió de donde estaba.

—¿Quién te ha enviado ese vociferador?

—No hagas preguntas —le espetó tía Petunia.

—-¿Estás en contacto con algún mago?

—¡Te he dicho que te vayas a la cama!

—¿Qué significaba? ¿Recuerda mi última qué?

—¡A la cama!

—¿Cómo es que...?

—¡Ya has oído a tu tía! ¡Sube a acostarte!


La avanzadilla[41]

 

 

«Me han atacado unos Dementores y es posible que me expulsen de Hogwarts. Quiero saber qué está pasando y cuándo voy a poder salir de aquí.»

Harry copió esas palabras en tres hojas de pergamino diferentes en cuanto llegó al escritorio de su oscura habitación. Dirigió la primera a Sirius, la segunda a Ron y la tercera a Hermione. Hedwig, su lechuza, había salido a cazar; su jaula estaba vacía sobre el escritorio. Harry se puso a dar vueltas por su dormitorio, esperando que regresara; notaba la cabeza a punto de estallar y tenía tantas cosas en que pensar que no creía que pudiera dormir, aunque le escocían los ojos de cansancio. También le dolía la espalda de llevar a rastras a Dudley hasta la casa, y los dos chichones que tenía en la cabeza (el que se había hecho al chocar contra la ventana y el del puñetazo que le había pegado su primo) le producían un punzante dolor.

No paraba de dar vueltas por el cuarto, consumido de ira y frustración, rechinando los dientes y con los puños apretados; y cada vez que pasaba por delante de la ventana, lanzaba enfurecidas miradas al cielo salpicado de estrellas. Alguien había enviado a los Dementores para que lo capturaran, la señora Figg y Mundungus Fletcher lo seguían en secreto, había sido expulsado de Hogwarts, estaba pendiente una vista en el Ministerio de la Magia... Y pese a todo nadie le decía qué estaba ocurriendo.

¿Y qué demonios significaba aquel vociferador? ¿De quién era aquella voz tan horrible y amenazadora que había resonado en la cocina?

¿Por qué continuaba atrapado allí sin información? ¿Por qué todos lo trataban como si fuera un niño travieso? «No hagas más magia, quédate en casa...»

Al pasar por delante del baúl del colegio le pegó una patada, pero en lugar de aliviar con ello la rabia que sentía, se encontró aún peor porque ahora tenía que sumar el fuerte dolor del dedo gordo del pie al del resto del cuerpo.

Justo cuando pasaba cojeando por delante de la ventana, Hedwig entró volando con un débil batir de alas, como un pequeño fantasma.

—¡Ya era hora! —gruñó Harry cuando el pájaro se posó con suavidad encima de su jaula—. ¡Ya puedes soltar eso, tengo trabajo para ti!

Los grandes, redondos y ambarinos ojos de Hedwig lo miraron llenos de reproche por encima de la rana muerta que sujetaba con el pico.

—Ven aquí —le ordenó Harry. Cogió los tres pequeños rollos de pergamino y se los ató a la escamosa pata con una correa de cuero—. Lleva esto a Sirius, a Ron y a Hermione y no vuelvas aquí sin unas buenas respuestas. Si es necesario, picotéalos hasta que hayan escrito unos mensajes decentemente largos. ¿Entendido?

Hedwig emitió un amortiguado ululato sin soltar la rana.

—En marcha, pues —dijo Harry.

Hedwig echó a volar de inmediato. En cuanto la lechuza hubo salido por la ventana, Harry se tumbó en la cama sin desvestirse y se quedó mirando el oscuro techo. Por si fuera poco con los deprimentes sentimientos que experimentaba, encima se sentía culpable por haber sido antipático con Hedwig; la lechuza era la única amiga que tenía en el número cuatro de Privet Drive. Pero ya haría las paces con ella, cuando llegara con las respuestas de Sirius, Ron y Hermione.

Seguro que le contestaban enseguida; no podrían hacer caso omiso de un ataque de Dementores. Probablemente al día siguiente, al despertar, encontraría tres gruesas cartas llenas de muestras de solidaridad y de planes para su inmediato traslado a La Madriguera. Y con esa reconfortante idea, el sueño se apoderó de él sofocando cualquier otro pensamiento.

 

Pero Hedwig no regresó a la mañana siguiente. Harry pasó el día entero en su habitación y sólo salió para ir al cuarto de baño. En tres ocasiones, tía Petunia le introdujo comida en el dormitorio a través de la gatera que tío Vernon había instalado tres veranos atrás. Cada vez que Harry la oía acercarse, intentaba interrogarla sobre el vociferador, pero si hubiera interrogado al pomo[42] de la puerta habría obtenido las mismas respuestas. Por lo demás, los Dursley ni se acercaron a su habitación. Harry comprendió que no valía la pena forzarlos a soportar su compañía; con otra pelea no conseguiría nada, salvo quizá enfadarse tanto que acabaría haciendo más magia ilegal.

Así pasaron tres días. Harry tenía altibajos: algunas veces se sentía lleno de una impaciente energía que le impedía concentrarse en nada, y entonces recorría el dormitorio, furioso con todos por permitir que sufriera en medio de tanta confusión; otras veces lo dominaba un letargo tan absoluto que podía estar una hora seguida tumbado en la cama con la mirada perdida y muerto de miedo ante la perspectiva de una vista en el Ministerio.

¿Y si fallaban en su contra? ¿Y si lo expulsaban del colegio y le partían la varita por la mitad? ¿Qué haría entonces, adonde iría? No podía volver a vivir siempre con los Dursley, y menos ahora que conocía aquel otro mundo, el mundo al que pertenecía en realidad. ¿Podría irse a vivir con Sirius, como su padrino había sugerido un año atrás, antes de que se viera obligado a huir de las autoridades? ¿Permitirían a Harry vivir allí solo, dado que todavía era menor de edad? ¿Había sido su infracción del Estatuto Internacional del Secreto lo bastante grave para que lo encerraran en una celda en Azkaban? Cada vez que ese pensamiento volvía a aparecer en su mente, Harry se levantaba de la cama y se ponía a pasear otra vez por la habitación.

La cuarta noche después de la partida de Hedwig, Harry estaba tendido en la cama, en una de sus fases de apatía, contemplando el techo. Tenía la exhausta mente casi en blanco cuando su tío entró en la habitación. Harry giró despacio la cabeza y lo miró. Tío Vernon llevaba puesto su mejor traje y la expresión de su rostro era de inmensa suficiencia.

—Salimos —anunció.

—¿Cómo dices?

—Que nosotros, es decir, tu tía, Dudley y yo, salimos.

—Muy bien —respondió Harry sin ánimo, y volvió a mirar el techo.

—Prohibido salir de la habitación hasta que volvamos.

—Vale[43].

—Prohibido tocar el televisor, el equipo de música o cualquier otra cosa.

—De acuerdo.

—Prohibido robar comida de la nevera.

—Entendido.

—Voy a cerrar tu puerta con llave.

—Como quieras.

Tío Vernon lanzó a Harry una mirada de odio, desconfiando de la actitud resignada de su sobrino; salió de la habitación pisando fuerte y cerró la puerta tras él. Harry oyó que la llave giraba en la cerradura y los pesados pasos de tío Vernon, que bajaba la escalera. Transcurridos unos minutos, oyó cómo se cerraban las puertas de un coche, el rugido de un motor y el inconfundible sonido del coche saliendo de la entrada de la casa.

A Harry no le importaba que los Dursley se hubieran marchado. Para él tanto daba que estuvieran en la casa como que no. Ni siquiera pudo reunir la energía suficiente para levantarse y encender la luz de su dormitorio. La habitación fue quedándose a oscuras mientras él seguía tumbado escuchando los sonidos nocturnos que entraban por la ventana, que Harry tenía todo el rato abierta a la espera del dichoso momento en que regresara Hedwig.

La casa, en ese instante vacía, crujía a su alrededor. Las cañerías gorgoteaban. Harry seguía tumbado, sumido en la indiferencia, sin pensar en nada, suspendido en la tristeza.

De pronto oyó claramente un estrépito en la cocina. Se incorporó con brusquedad y aguzó el oído. Los Dursley no podían haber regresado todavía, era demasiado pronto, y además Harry no había oído su coche.

Hubo silencio durante unos segundos, y entonces se oyeron voces.

«Ladrones», pensó Harry, y se levantó de la cama; pero enseguida se le ocurrió que los ladrones habrían hablado en voz baja, y quienquiera que fuese el que estaba en la cocina no se molestaba en bajar la voz.

Se apresuró a coger la varita mágica de la mesilla de noche y se plantó delante de la puerta de su dormitorio escuchando con atención. De repente dio un respingo, pues la cerradura pegó un fuerte chasquido y la puerta se abrió de par en par.

Harry se quedó inmóvil, mirando a través del umbral hacia el oscuro rellano del piso de arriba; aguzó el oído por si se producían más ruidos, pero no captó nada. Vaciló un momento y luego salió de su habitación, deprisa y en silencio, y se colocó al final de la escalera.

El corazón se le subió a la garganta. Abajo, en el oscuro vestíbulo, había gente; sus siluetas se destacaban contra el resplandor de las farolas que entraba por la puerta de cristal de la calle. Eran ocho o nueve, y todos, si no se equivocaba, estaban mirándolo.

—Baja la varita, muchacho; a ver si le vas a sacar un ojo a alguien —dijo una voz queda y gruñona.

El corazón de Harry latía con violencia. Conocía aquella voz, pero no bajó la varita.

—¿Profesor Moody? —preguntó con tono inseguro.

—No sé si debes llamarme «profesor» —gruñó la voz—; nunca llegué a enseñar gran cosa, ¿no? Baja, queremos verte bien.

Harry bajó un poco la varita, pero sin dejar de asirla con fuerza, y no se movió. Tenía motivos de sobra para desconfiar. Hacía poco que había convivido durante nueve meses con quien él creía que era Ojoloco Moody, para luego enterarse de que no era Moody, sino un impostor; un impostor que, además, previamente a que lo desenmascararan, había intentado matar a Harry. Pero antes de que el muchacho pudiera tomar una decisión sobre qué debía hacer, otra voz, un poco ronca, subió flotando por la escalera.

—No pasa nada, Harry. Hemos venido a buscarte.

A Harry le dio un vuelco el corazón. También conocía esa voz, aunque hacía un año entero que no la oía.

—¿P-profesor Lupin? —dijo con incredulidad—. ¿Es usted?

—¿Por qué estamos aquí a oscuras? —preguntó una tercera voz, esta vez desconocida, de mujer—. ¡Lumos!

La punta de una varita se encendió e iluminó el vestíbulo con una luz mágica. Harry parpadeó. Las personas que había abajo estaban apiñadas alrededor del pie de la escalera, con la mirada fija en él; algunas estiraban el cuello para verlo mejor.

Remus Lupin era quien estaba más cerca de Harry. Aunque todavía era muy joven, Lupin parecía cansado y muy enfermo; tenía más canas que la última vez que lo había visto, y llevaba la túnica más remendada y raída que nunca. Con todo, sonreía abiertamente a Harry, quien intentó devolverle la sonrisa pese a la conmoción.

—¡Oh! Es como me lo imaginaba —dijo la bruja que mantenía la varita iluminada en alto. Parecía la más joven del grupo; tenía el pálido rostro en forma de corazón, ojos oscuros y centelleantes, y el cabello corto, de punta y de color violeta intenso—. ¿Qué hay[44], Harry?

—Sí, entiendo lo que quieres decir, Remus —terció un mago negro y calvo que estaba al fondo; tenía una voz grave y pausada y llevaba un arete de oro en la oreja—. Es clavado[45] a James.

—Salvo por los ojos —aportó otro mago de cabello plateado que hablaba con voz jadeante—. Los ojos son de Lily.

Ojoloco Moody, que tenía el cabello largo y entrecano y al que le faltaba un trozo de nariz, miraba con recelo a Harry, entrecerrando sus desiguales ojos. Un ojo era pequeño, oscuro y brillante como un abalorio; el otro era grande, redondo y de color azul eléctrico: el ojo mágico que podía ver a través de las paredes, de las puertas y lo que hubiera detrás del mismo Moody.

—¿Estás seguro de que es él, Lupin? —masculló—. Menudo problema vamos a tener si llevamos a un mortífago que se hace pasar por él. Tendríamos que preguntarle algo que sólo pueda saber el verdadero Potter. A menos que alguien haya traído Veritaserum[46].

—Harry, ¿qué forma adopta tu Patronus? —preguntó Lupin.

—La de un ciervo —contestó Harry nervioso.

—Es él, Ojoloco —dijo Lupin.

Consciente de que todos seguían mirándolo, Harry bajó la escalera guardando la varita en un bolsillo trasero de los vaqueros.

—¡No te pongas la varita ahí, muchacho! —bramó Moody—. ¿Y si se enciende? ¿No sabías que magos mucho mejores que tú han perdido una nalga?

—¿A quién conoces tú que haya perdido una nalga? —le preguntó con interés la mujer de cabello de color violeta.

—¡Eso ahora no importa, pero sácate la varita del bolsillo de atrás! —gruñó Ojoloco—. Es una norma elemental de seguridad de las que ya a nadie le importan. —Fue pisando fuerte hacia la cocina—. Y lo he visto con mis propios ojos —añadió de mal talante mientras la mujer de cabello violeta miraba al techo.

Lupin extendió un brazo y le estrechó la mano a Harry.

—¿Cómo estás? —le preguntó, mirándolo a los ojos.

—Bi-bien...

Harry no podía creer que aquello fuera real. Cuatro semanas sin ninguna noticia, ni la más pequeña insinuación de un plan para rescatarlo de Privet Drive, y de pronto había un montón de magos plantados con total naturalidad en el vestíbulo, como si hubieran concertado aquella visita hacía mucho tiempo. Miró a la gente que rodeaba a Lupin, que seguía contemplándolo con avidez. De pronto recordó que llevaba cuatro días sin peinarse.

—Yo... Tenéis mucha suerte de que los Dursley hayan salido... —farfulló.

—¿Suerte? ¡Ja! —dijo la mujer de cabello de color violeta—. He sido yo quien los ha quitado de en medio. Les he enviado una carta por correo muggle diciéndoles que habían sido preseleccionados para el Concurso de Jardines Suburbanos Mejor Cuidados de Inglaterra. Ahora van hacia la ceremonia de entrega de premios... O eso creen ellos.

Harry se imaginó por un momento la cara de tío Vernon cuando se diera cuenta de que no había ningún Concurso de Jardines Suburbanos Mejor Cuidados de Inglaterra.

—Bueno, nos vamos, ¿no? —preguntó Harry—. ¿Ya?

—Sí, enseguida —dijo Lupin—. Sólo estamos esperando a que nos den luz verde.

—¿Adonde vamos? ¿A La Madriguera? —inquirió Harry esperanzado.

—No, no vamos a La Madriguera —contestó Lupin, y le hizo señas al muchacho para que entrara en la cocina. El grupito de magos los siguieron; todavía miraban a Harry con curiosidad—. Eso sería demasiado arriesgado. Hemos montado el cuartel general en un lugar indetectable. Nos ha costado bastante tiempo...

En ese instante Ojoloco Moody estaba sentado a la mesa de la cocina, bebiendo de una petaca; su ojo mágico giraba en todas direcciones, deteniéndose en cada uno de los electrodomésticos de los Dursley.

—Éste es Alastor Moody, Harry —prosiguió Lupin, señalando a Moody.

—Sí, ya lo sé —dijo Harry incómodo, pues le resultó extraño que le presentaran a alguien a quien durante un año había creído conocer.

—Y ésta es Nymphadora...

—No me llames Nymphadora, Remus —protestó la joven bruja, estremeciéndose—. Me llamo Tonks.

—Nymphadora Tonks, que prefiere que la llamen por su apellido —terminó Lupin.

—Tú también lo preferirías si la necia de tu madre te hubiera puesto «Nymphadora» —farfulló Tonks.

—Y éste es Kingsley Shacklebolt. —Señaló al mago alto y negro, que inclinó la cabeza—. Elphias Doge. —El mago de la voz jadeante asintió—. Dedalus Diggle...

—Ya nos conocemos —gritó el excitable Diggle, quitándose el sombrero de copa de color violeta.

—Emmeline Vance. —Una bruja de porte majestuoso, que llevaba un chal verde esmeralda, inclinó la cabeza—. Sturgis Podmore. —Un mago con la mandíbula cuadrada y cabello grueso de color paja le guiñó un ojo—. Y Hestia Jones. —Una bruja de mejillas sonrosadas y cabello negro lo saludó con una mano desde el rincón de la tostadora.

Harry inclinó la cabeza torpemente ante cada uno de ellos a medida que se los presentaban. Le habría gustado que no lo miraran; le parecía que, de pronto, lo habían subido a un escenario. También se preguntaba por qué había tantos magos.

—Una sorprendente cantidad de personas se ofrecieron voluntarias para venir a buscarte —explicó Lupin como si le hubiera leído el pensamiento; las comisuras de su boca temblaron ligeramente.

—Sí... Bueno, cuantos más, mejor —agregó Moody en tono misterioso—. Somos tu guardia, Potter.

—Sólo estamos esperando que nos den la señal de que podemos marcharnos sin peligro —dijo Lupin, y miró por la ventana de la cocina—. Nos quedan unos quince minutos.

—Estos muggles son muy limpios, ¿verdad? —comentó la bruja que se llamaba Tonks, que observaba a su alrededor examinando la cocina con gran interés—. Mi padre es muggle y es un dejado. Supongo que habrá de todo, como ocurre con los magos.

—Pues... sí —contestó Harry—. Oiga —añadió, volviéndose hacia Lupin—, ¿qué está pasando? No he tenido noticias de nadie. ¿Qué hace Vo...?

Varios magos y brujas hicieron extraños ruidos silbantes; Dedalus Diggle volvió a quitarse el sombrero y Moody gruñó:

—¡Silencio!

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—Aquí no podemos hablar de eso, es demasiado arriesgado —dijo Moody, dirigiendo su ojo normal hacia Harry. El mágico seguía clavado en el techo—. Maldita sea —añadió con enojo, y se llevó una mano al ojo mágico—. Se atasca continuamente desde que lo usó aquel canalla.

Y dicho eso se quitó el ojo, lo cual produjo un desagradable ruido de succión, como el de un desatascador en un fregadero[47].

—Ojoloco, ya sabes que eso que estás haciendo es asqueroso, ¿verdad? —comentó Tonks con desparpajo.

—¿Me das un vaso de agua, Harry? —pidió Moody.

Harry fue hacia el lavaplatos, sacó un vaso limpio y lo llenó de agua en el fregadero, sin dejar de sentirse atentamente observado por el grupo de magos. Sus insistentes miradas empezaban a fastidiarlo.

—Salud —dijo Moody cuando Harry le entregó el vaso. Metió el ojo mágico en el agua y lo empujó varias veces con un dedo; el ojo cabeceó mirando a los presentes uno por uno—. Necesito una visibilidad de trescientos sesenta grados para el viaje de regreso.

—¿Cómo vamos a ir... a donde sea que vayamos? —preguntó Harry.

—En las escobas —contestó Lupin—. Es la única forma. Eres demasiado joven para aparecerte, deben de estar vigilando la Red Flu y no vamos a jugárnosla[48] montando un traslador no autorizado.

—Remus dice que vuelas muy bien —comentó Kingsley Shacklebolt con su voz grave.

—Vuela de maravilla —afirmó Lupin, que estaba mirando su reloj—. Bueno, será mejor que subas a hacer el equipaje, Harry. Tenemos que estar preparados cuando llegue la señal.

—Voy a ayudarte —dijo Tonks alegremente.

Siguió a Harry hasta el vestíbulo y subió con él la escalera, mirando alrededor con gran curiosidad e interés.

—Qué sitio tan raro —comentó—. Está demasiado limpio, no sé si me entiendes. Es poco natural. Ah, esto está mejor —añadió cuando entraron en la habitación de Harry y él encendió la luz.

Su habitación, en efecto, estaba mucho más desordenada que el resto de la casa. Confinado allí durante cuatro días y de muy mal humor, Harry no se había molestado en recoger nada. Casi todos los libros que tenía estaban esparcidos por el suelo, donde había intentado distraerse con cada uno de ellos, pero luego los había ido dejando tirados; tampoco había limpiado la jaula de Hedwig, que empezaba a oler mal; y su baúl estaba abierto, dejando ver un revoltijo de prendas muggles y túnicas de mago desparramadas a su alrededor por el suelo.

Harry empezó a recoger libros y los metió muy deprisa en su baúl. Tonks se detuvo frente al armario abierto de Harry para mirar con ojo crítico la imagen que le devolvía el espejo de la cara interna de la puerta.

—Creo que el color violeta no es el que más me favorece —comentó con aire pensativo, tirando de un puntiagudo mechón de cabello—. ¿No crees que me da un aire un poco paliducho?

—Pues... —dijo Harry mirándola por encima de la cubierta de Equipos de quidditch de Gran Bretaña e Irlanda.

—Sí, no cabe duda —afirmó Tonks con rotundidad. A continuación cerró con fuerza los ojos dibujando una expresión crispada, como si intentara recordar algo. Un segundo más tarde, su cabello se había vuelto de un tono rosa chicle.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Harry, mirándola de hito en hito, cuando Tonks abrió los ojos.

—Soy una metamorfomaga —contestó ella, y volvió a mirarse en el espejo, girando la cabeza para verla desde todos los ángulos—. Quiere decir que puedo cambiar mi aspecto a mi antojo —añadió al ver en el espejo la expresión de perplejidad de Harry, que se hallaba detrás de ella—. Nací así. Obtuve un sobresaliente en Ocultación y Disfraces en el curso de Auror sin estudiar ni gota[49]. Fue genial.

—¿Eres una Auror? —preguntó Harry impresionado. La carrera de cazador de magos tenebrosos era la única que él se había planteado hacer cuando terminara los estudios en Hogwarts.

—Sí —respondió Tonks con orgullo—. Kingsley también lo es, aunque él tiene un rango superior. Yo sólo hace un año que terminé la carrera. Estuve a punto de suspender[50] Sigilo y Rastreo. Soy tremendamente patosa[51]; ¿no me has oído romper un plato cuando hemos llegado?

—¿Se puede aprender a ser metamorfomago? —preguntó Harry, incorporándose, sin acordarse en absoluto de que tenía que hacer el equipaje.

Tonks chasqueó la lengua.

—Seguro que a veces te gustaría ocultar esa cicatriz, ¿verdad?

Sus ojos buscaron la cicatriz con forma de rayo que Harry tenía en la frente.

—Sí, claro —murmuró Harry, y se dio la vuelta. No le gustaba que la gente le mirara la cicatriz.

—Bueno, me temo que tendrás que aprender de la forma más dura —dijo Tonks—. Hay muy pocos metamorfomagos, y no se hacen, sino que nacen. Casi todos los magos han de usar una varita mágica, o pociones, para alterar su aspecto. Pero debemos movernos, Harry; se supone que estamos haciendo el equipaje —añadió con aire culpable, mirando el desorden que había alrededor.

—Sí, sí —coincidió él, y recogió unos cuantos libros más.

—No seas tonto, iremos mucho más rápido si me encargo yo. ¡Bauleo! —gritó Tonks, agitando su varita con un amplio movimiento sobre el suelo. Libros, ropa, telescopio y balanza se levantaron y volaron en tropel hacia el baúl—. No ha quedado muy ordenado —observó Tonks al acercarse al baúl y echar un vistazo al enmarañado interior—. Mi madre tiene una habilidad especial para hacer que las cosas se coloquen en orden ellas solas, y hasta consigue que los calcetines se doblen correctamente; pero yo nunca he sabido cómo lo hace. Hay que dar una especie de coletazo[52]... —Agitó la varita, esperanzada.

Uno de los calcetines de Harry dio una débil sacudida y volvió a caer sobre el desorden del baúl.

—Bueno —dijo Tonks cerrando de golpe la tapa—, por lo menos está todo dentro. A esa jaula tampoco le vendría mal un repaso. —Apuntó con la varita a la jaula de Hedwig—. ¡Fregotego! —Desaparecieron unas cuantas plumas y los excrementos—. Eso está un poco mejor. Nunca he acabado de cogerle el tranquillo a[53] estos conjuros de las tareas domésticas. Bueno, ¿lo tienes todo? ¿El caldero? ¿La escoba? ¡Caramba! ¿Tienes una Saeta de Fuego?

Tonks abrió mucho los ojos al ver la escoba que Harry sujetaba con la mano derecha. Aquella escoba era su orgullo y su alegría, un regalo de Sirius, una escoba de profesional.

—Y yo todavía llevo una Cometa 260 —murmuró Tonks con envidia—. Vaya, vaya... ¿Todavía guardas la varita en los vaqueros? ¿Conservas las nalgas? Vale, nos vamos. ¡Baúl locomotor!

El baúl de Harry se elevó unos centímetros sobre el suelo. Sosteniendo la varita como si fuera una batuta de director de orquesta, Tonks hizo que el baúl cruzara volando la habitación y saliera por la puerta por delante de ellos; la bruja sostenía la jaula de Hedwig con la mano izquierda. Harry, que llevaba su escoba, la siguió por la escalera.

Entraron en la cocina y vieron que Moody ya había vuelto a ponerse el ojo, que después de la limpieza giraba tan rápido que Harry se mareó con sólo mirarlo. Kingsley Shacklebolt y Sturgis Podmore estaban examinando el microondas, y Hestia Jones se reía del pelapatatas[54] que había descubierto mientras hurgaba en los cajones. Lupin estaba sellando una carta dirigida a los Dursley.

—Excelente —dijo Lupin, levantando la cabeza al ver entrar a Tonks y a Harry—. Creo que nos queda un minuto. Tendríamos que salir al jardín para estar preparados. Harry, he dejado una carta a tus tíos diciéndoles que no se preocupen...

—No se preocuparán —aseguró Harry.

—... que estás a salvo...

—Eso sólo los deprimirá.

—... y que los verás el verano que viene.

—¿Es inevitable?

Lupin sonrió, pero no contestó a su pregunta.

—Ven aquí, muchacho —dijo Moody con brusquedad, haciéndole señas a Harry con la varita para que se acercara—. Tengo que desilusionarte.

—¿Que tiene que hacerme qué? —preguntó Harry nervioso.

—Un encantamiento desilusionador —explicó Moody mientras levantaba su varita—. Lupin dice que tienes una capa invisible, pero no te serviría mientras volamos; esto te disfrazará mejor. Allá vamos...

Le dio unos fuertes golpes en la coronilla, y Harry tuvo una extraña sensación, como si Moody le hubiera aplastado un huevo en la cabeza; a continuación, notó que unos fríos hilos recorrían su cuerpo desde el punto donde le había golpeado la varita.

—Muy bien, Ojoloco —celebró Tonks con admiración, contemplando la cintura de Harry.

Harry bajó la cabeza y se miró el cuerpo, o, mejor dicho, lo que había sido su cuerpo, pues ya no se parecía en nada a lo que era antes. No se había vuelto invisible, sino que había adoptado el color y la textura exactos de la cocina que tenía detrás. Por lo visto, se había convertido en un camaleón humano.

—Vámonos —urgió Moody, y abrió la puerta trasera con la varita para que todos salieran al jardín perfectamente cuidado de tío Vernon—. Una noche despejada —gruñó Moody, recorriendo el cielo con su ojo mágico—.

Habría preferido que estuviera un poco nublado. Bueno, tú —le gritó a Harry— vamos a volar en formación cerrada. Tonks irá delante de ti, así que no te separes de su cola. Lupin te cubrirá desde abajo. Yo iré detrás de ti. Los demás nos rodearán. No hemos de romper filas bajo ningún concepto, ¿entendido? Si alguno de nosotros muere...

—¿Puede pasar? —preguntó Harry con aprensión, pero Moody no le hizo caso.

—... los otros que sigan volando, sin parar y sin romper filas. Si nos liquidan a todos nosotros y tú sobrevives, Harry, la retaguardia está en estado de alerta para entrar en acción; sigue volando hacia el este y ellos se reunirán contigo.

—No seas tan jovial, Ojoloco, o el muchacho creerá que no estamos tomándonos esto en serio —intervino Tonks mientras ataba el baúl de Harry y la jaula de Hedwig a un arnés que colgaba de su escoba.

—Sólo le explico el plan al muchacho —gruñó Moody—. Nuestra misión consiste en entregarlo sano y salvo en el cuartel general, y si morimos en el intento...

—No va a morir nadie —terció Kingsley Shacklebolt con su voz grave y tranquilizadora.

—¡Montad en las escobas, ésa es la primera señal! —dijo Lupin, de repente, señalando el cielo.

Por encima de ellos, a lo lejos, una lluvia de brillantes chispas rojas había estallado entre las estrellas. Harry las reconoció al instante: eran chispas de varita. Pasó la pierna derecha por encima de su Saeta de Fuego, sujetó el mango con fuerza y notó que la escoba vibraba un poco, como si estuviera deseando tanto como él emprender el vuelo una vez más.

—¡Segunda señal, vámonos! —gritó Lupin cuando de nuevo estallaron chispas, esta vez verdes, por encima de sus cabezas.

Harry despegó con fuerza del suelo. El fresco aire nocturno le echó el pelo hacia atrás y los pulcros y cuidados jardines de Privet Drive empezaron a alejarse, encogiéndose rápidamente hasta formar un mosaico de cuadraditos verdes y negros, y la posible vista en el Ministerio desapareció de su mente, como si aquella ráfaga de aire la hubiera hecho salir de su cabeza. Tenía la sensación de que el corazón iba a explotarle de placer; volvía a volar, se alejaba volando de Privet Drive, como había soñado todo el verano, regresaba a casa... Durante unos maravillosos momentos, todos sus problemas quedaron reducidos a nada, se volvieron insignificantes en el inmenso y estrellado cielo.

—¡Todo a la izquierda, todo a la izquierda, hay un muggle mirando hacia arriba! —gritó de pronto Moody desde atrás. Tonks viró con brusquedad y Harry la siguió; vio cómo su baúl oscilaba peligrosamente detrás de la escoba de la bruja—. ¡Necesitamos más altitud! ¡Ascended cuatrocientos metros más!

El frío hizo que a Harry empezaran a llorarle los ojos a medida que seguían subiendo; en ese momento, debajo ya no veía nada más que las motitas de luz de las farolas y los faros de los coches. Quizá dos de aquellos minúsculos puntos de luz fueran los faros del coche de tío Vernon... Los Dursley debían de estar regresando a su casa, vacía ahora, rabiosos por el inexistente Concurso de Jardines... Aquella idea hizo reír a Harry, aunque su risa quedó apagada por el aleteo de las túnicas de los otros, los chasquidos del arnés que sujetaba su baúl y la jaula, y el rugido del viento en sus oídos, mientras volaban a toda velocidad. Hacía un mes que no se sentía tan vivo, tan feliz.

—¡Virando a la izquierda! —gritó Ojoloco—. ¡Pueblo al frente! —Giraron hacia la izquierda para evitar pasar por encima de la telaraña de luces que tenían a sus pies—. ¡Virad al sudeste y seguid subiendo; más allá hay unas nubes bajas en las que podemos perdernos! —gritó Moody.

—¡No nos hagas pasar entre nubes! —repuso Tonks enojada—. ¡Vamos a quedar empapados, Ojoloco!

Harry sintió alivio al oír decir eso, pues tenía las manos agarrotadas alrededor del mango de la Saeta de Fuego. Lamentó no haberse puesto una chaqueta; estaba empezando a temblar.

De vez en cuando rectificaban la trayectoria según las indicaciones de Ojoloco. Harry entornaba al máximo los ojos frente a aquella corriente de viento helado que empezaba a producirle dolor de oídos; sólo recordaba haber pasado tanto frío encima de una escoba en una ocasión, durante un partido de quidditch contra Hufflepuff, en su tercer año de colegio, que habían jugado en medio de una tormenta. La guardia de magos lo rodeaba continuamente como aves de presa gigantes. Harry perdió la noción del tiempo: ya no sabía cuánto rato llevaban volando, pero calculaba que por lo menos hacía una hora.

—¡Virad al sudoeste! —gritó Moody—. ¡Tenemos que evitar la autopista!

Harry estaba tan helado que pensó con nostalgia en los secos y calentitos interiores de los coches que circulaban por debajo; y luego, con más nostalgia aún, en cómo habría sido un viaje con polvos flu. Quizá resultara incómodo girar en las chimeneas, pero al menos con las llamas no pasabas frío... Kingsley Shacklebolt describió un círculo alrededor de Harry, mientras la calva y el pendiente[55] destellaban un poco bajo la luz de la luna... En ese momento Emmeline Vance iba a su derecha, con la varita en la mano, girando la cabeza a derecha e izquierda... Entonces ella también pasó volando por encima de Harry y la sustituyó Sturgis Podmore...

—¡Deberíamos volver un instante sobre nuestros pasos, sólo para asegurarnos de que no nos siguen! —gritó Moody.

—¿Te has vuelto loco, Ojoloco? —gritó Tonks desde delante—. ¡Estamos todos helados hasta el palo de la escoba! ¡Si seguimos desviándonos de nuestro camino no llegaremos ni la semana que viene! ¡Además, ya falta poco!

—¡Ha llegado el momento de iniciar el descenso! —anunció la voz de Lupin—. ¡Tonks, Harry, seguidme!

Harry siguió a Tonks en una caída en picado. Se dirigían hacia el grupo de luces más grande que había visto hasta entonces, un enorme y extenso entramado de líneas relucientes con trozos negros intercalados. Siguieron bajando hasta que Harry empezó a distinguir faros y farolas, chimeneas y antenas de televisión. Estaba deseando llegar al suelo, aunque tenía la impresión de que deberían descongelarlo para separarlo de su escoba.

—¡Allá vamos! —gritó Tonks, y unos segundos más tarde había aterrizado.

Harry tomó tierra[56] justo detrás de ella y desmontó en una parcela de hierba sin cortar, en medio de una pequeña plaza. Tonks ya había empezado a desabrochar el arnés que sujetaba el baúl de Harry. El chico, tembloroso, miró a su alrededor. Las sucias fachadas de los edificios no parecían muy acogedoras; algunas tenían los cristales de las ventanas rotos, y éstos brillaban débilmente reflejando la luz de las farolas; la pintura de muchas puertas estaba desconchada[57], y junto a varios portales se acumulaba la basura.

—¿Dónde estamos? —preguntó Harry, pero Lupin, en voz baja, dijo:

—Espera un minuto.

Moody hurgaba en su capa con las nudosas manos entumecidas por el frío.

—Ya lo tengo —masculló; a continuación, levantó algo que parecía un encendedor de plata y lo accionó.

La farola más cercana hizo «pum» y se apagó. Volvió a accionar el artilugio, y se apagó la siguiente; siguió accionándolo hasta que todas las farolas de la plaza se hubieron apagado y la única luz que quedó fue la que procedía de unas ventanas con las cortinas echadas y la de la luna en cuarto creciente.

—Me lo prestó Dumbledore —dijo Moody, guardándose el apagador en el bolsillo—. Por si algún muggle asoma la cabeza por la ventana, ¿sabes? Y ahora en marcha, deprisa.

Cogió a Harry por un brazo y lo guió por la parcela cubierta de hierba; cruzaron la calle y subieron a la acera. Lupin y Tonks los siguieron; transportaban el baúl de Harry entre los dos e iban flanqueados por el resto de la guardia, que llevaba las varitas en la mano.

De una de las ventanas del piso de arriba de la casa más cercana, salía música amortiguada. Un intenso olor a basura podrida se expandía desde el montón de bolsas de desperdicios que había al otro lado de una verja destrozada.

—Es aquí —murmuró Moody; le puso a Harry un trozo de pergamino en la desilusionada mano y acercó el extremo iluminado de su varita para que pudiera ver el texto—. Léelo rápido y memorízalo.

Harry miró el trozo de pergamino. La letra, de trazos estrechos, le resultaba vagamente familiar. El texto rezaba:

El cuartel general de la Orden del Fénix está ubicado en el número 12 de Grimmauld Place, en Londres.



Date: 2015-12-11; view: 494


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Una bandada de lechuzas | El número 12 de Grimmauld Place
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