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La poción de la verdad

 

 

Harry cayó de bruces, y el olor del césped le penetró por la nariz. Había cerrado los ojos mientras el traslador lo trans­portaba, y seguía sin abrirlos. No se movió. Parecía que le hu­bieran cortado el aire. La cabeza le daba vueltas sin parar, y se sentía como si el suelo en que yacía fuera la cubierta de un barco. Para sujetarse, se aferró con más fuerza a las dos cosas que estaba agarrando: la fría y bruñida asa de la Copa de los tres magos, y el cuerpo de Cedric. Tenía la impresión de que si los soltaba se hundiría en las tinieblas que envolvían su cerebro. El horror sufrido y el agotamiento lo mantenían pegado al suelo, respirando el olor del césped, aguardando a que alguien hiciera algo... a que algo sucediera... Notaba un dolor vago e incesante en la cicatriz de la frente.

El estrépito lo ensordeció y lo dejó más confundido: ha­bía voces por todas partes, pisadas, gritos... Permaneció donde estaba, con el rostro contraído, como si fuera una pe­sadilla que pasaría...

Un par de manos lo agarraron con fuerza y lo volvieron boca arriba.

—¡Harry!, ¡Harry!

Abrió los ojos.

Miraba al cielo estrellado, y Albus Dumbledore se en­contraba a su lado, agachado. Los rodeaban las sombras os­curas de una densa multitud de personas que se empujaban en el intento de acercarse más. Harry notó que el suelo, bajo su cabeza, retumbaba con los pasos.

Había regresado al borde del laberinto. Podía ver las gradas que se elevaban por encima de él, las formas de la gente que se movía por ellas, y las estrellas en lo alto.

Harry soltó la Copa, pero agarró a Cedric aún con más fuerza. Levantó la mano que le quedaba libre y cogió la mu­ñeca de Dumbledore, cuyo rostro se desenfocaba por momentos.

—Ha retornado —susurró Harry—. Ha retornado. Vol­demort.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?

El rostro de Cornelius Fudge apareció sobre Harry vuelto del revés. Parecía blanco y consternado.

—¡Dios... Dios mío, Diggory! —exclamó—. ¡Está muer­to, Dumbledore!

Aquellas palabras se reprodujeron, y las sombras que los rodeaban se las repetían a los de atrás, y luego otros las gritaron, las chillaron en la noche: «¡Está muerto!», «¡Está muerto!», «¡Cedric Diggory está muerto!».

—Suéltalo, Harry —oyó que le decía la voz de Fudge, y notó dedos que intentaban separarlo del cuerpo sin vida de Cedric, pero Harry no lo soltó.

Entonces se acercó el rostro de Dumbledore, que seguía borroso.

—Ya no puedes hacer nada por él, Harry. Todo acabó. Suéltalo.



—Quería que lo trajera —musitó Harry: le parecía im­portante explicarlo—. Quería que lo trajera con sus padres...

—De acuerdo, Harry... Ahora suéltalo.

Dumbledore se inclinó y, con extraordinaria fuerza para tratarse de un hombre tan viejo y delgado, levantó a Harry del suelo y lo puso en pie. Harry se tambaleó. Le iba a esta­llar la cabeza. La pierna herida no soportaría más tiempo el peso de su cuerpo. Alrededor de ellos, la multitud daba em­pujones, intentando acercarse, apretando contra él sus oscu­ras siluetas.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué le ocurre? ¡Diggory está muerto!

—¡Tendrán que llevarlo a la enfermería! —dijo Fudge en voz alta—. Está enfermo, está herido... Dumbledore, los padres de Diggory están aquí, en las gradas...

—Yo llevaré a Harry, Dumbledore, yo lo llevaré...

—No, yo preferiría...

—Amos Diggory viene corriendo, Dumbledore. Viene para acá... ¿No crees que tendrías que decirle, antes de que vea...?

—Quédate aquí, Harry.

Había chicas que gritaban y lloraban histéricas. La es­cena vaciló ante los ojos de Harry...

—Ya ha pasado, hijo, vamos... Te llevaré a la enfermería.

—Dumbledore me dijo que me quedara —objetó Harry. La cicatriz de la frente lo hacía sentirse a punto de vomitar. Las imágenes se le emborronaban aún más que antes.

—Tienes que acostarte. Vamos, ven...

Y alguien más alto y más fuerte que Harry empezó a llevarlo, tirando de él por entre la aterrorizada multitud. Harry oía chillidos y gritos ahogados mientras el hombre se abría camino por entre ellos, llevándolo al castillo. Cruza­ron la explanada y dejaron atrás el lago con el barco de Durmstrang. Harry ya no oía más que la pesada respiración del hombre que lo ayudaba a caminar.

—¿Qué ha ocurrido, Harry? —le preguntó el hombre al fin, ayudándolo a subir la pequeña escalinata de piedra.

Bum, bum, bum. Era Ojoloco Moody.

—La Copa era un traslador —explicó, mientras atrave­saban el vestíbulo—. Nos dejó en un cementerio... y Volde­mort estaba allí... lord Voldemort.

Bum, bum, bum. Iban subiendo por la escalinata de mármol...

—¿Que el Señor Tenebroso estaba allí? ¿Y qué ocurrió entonces?

—Mató a Cedric... lo mataron...

—¿Y luego?

Bum, bum, bum. Avanzaban por el corredor...

—Con una poción... recuperó su cuerpo...

—¿El Señor Tenebroso ha recuperado su cuerpo? ¿Ha retornado?

—Y llegaron los mortífagos... y luego nos batimos...

—¿Que te batiste con el Señor Tenebroso?

—Me escapé... La varita... hizo algo sorprendente... Vi a mis padres... Salieron de su varita...

—Pasa, Harry... Aquí, siéntate. Ahora estarás bien. Bé­bete esto...

Harry oyó que una llave hurgaba en la cerradura, y se encontró una taza en las manos.

—Bébetelo... Te sentirás mejor. Vamos a ver, Harry: quiero que me cuentes todo lo que ocurrió exactamente...

Moody lo ayudó a tragar la bebida. Harry tosió por el ardor que la pimienta le dejó en la garganta. El despacho de Moody y el propio Moody aparecieron entonces mucho más claros a sus ojos. Estaba tan pálido como Fudge, y tenía ambos ojos fijos, sin parpadear, en el rostro de Harry:

—¿Ha retornado Voldemort, Harry? ¿Estás seguro? ¿Cómo lo hizo?

—Cogió algo de la tumba de su padre, algo de Colagusa­no y algo mío —dijo Harry. Su cabeza se aclaraba; la cicatriz ya no le dolía tanto. Veía con claridad el rostro de Moody, aunque el despacho estaba oscuro. Aún oía los gritos que llegaban del distante campo de quidditch.

—¿Qué fue lo que el Señor Tenebroso cogió de ti? —pre­guntó Moody.

—Sangre —dijo Harry, levantando el brazo. La manga de la túnica estaba rasgada por donde la había cortado Co­lagusano con la daga.

Moody profirió un silbido largo y sutil.

—¿Y los mortífagos? ¿Volvieron?

—Sí —contestó Harry—. Muchos...

—¿Cómo los trató? —preguntó en voz baja—. ¿Los per­donó?

Pero Harry acababa de recordar repentinamente. Ten­dría que habérselo dicho a Dumbledore, tendría que haber­lo hecho enseguida...

—¡Hay un mortífago en Hogwarts! Hay un mortífago aquí: fue el que puso mi nombre en el cáliz de fuego y se ase­guró de que llegara al final del Torneo...

Harry trató de levantarse, pero Moody lo empujó contra el respaldo.

—Ya sé quién es el mortífago —dijo en voz baja

—¿Karkarov? —preguntó Harry alterado—. ¿Dónde está? ¿Lo ha atrapado usted? ¿Lo han encerrado?

—¿Karkarov? —repitió Moody, riendo de forma extra­ña—. Karkarov ha huido esta noche, al notar que la Marca Tenebrosa le escocía en el brazo. Traicionó a demasiados fieles seguidores del Señor Tenebroso para querer volver a verlos... pero dudo que vaya lejos: el Señor Tenebroso sabe cómo encontrar a sus enemigos.

—¿Karkarov se ha ido? ¿Ha escapado? Pero entonces... ¿no fue él el que puso mi nombre en el cáliz?

—No —dijo Moody despacio—, no fue él. Fui yo.

Harry lo oyó pero no lo creyó.

—No, usted no lo hizo —replicó—. Usted no lo hizo... no pudo hacerlo...

—Te aseguro que sí —afirmó Moody, y su ojo mágico giró hasta fijarse en la puerta. Harry comprendió que se es­taba asegurando de que no hubiera nadie al otro lado. Al mismo tiempo, Moody sacó la varita y apuntó a Harry con ella—. Entonces, ¿los perdonó?, ¿a los mortífagos que que­daron en libertad, los que se libraron de Azkaban?

—¿Qué?

Harry miró la varita con que Moody le apuntaba: era una broma pesada, sin duda.

—Te he preguntado —repitió Moody en voz baja— si él perdonó a esa escoria que no se preocupó por buscarlo. Esos cobardes traidores que ni siquiera afrontaron Azkaban por él. Esos apestosos desleales e inútiles que tuvieron el sufi­ciente valor para hacer el idiota en los Mundiales de quid­ditch pero huyeron a la vista de la Marca Tenebrosa que yo hice aparecer en el cielo.

—¿Que usted...? ¿Qué está diciendo?

—Ya te lo expliqué, Harry, ya te lo expliqué. Si hay algo que odio en este mundo es a los mortífagos que han quedado en libertad. Le dieron la espalda a mi señor cuando más los necesitaba. Esperaba que los castigara, que los torturara. Dime que les ha hecho algo, Harry... —La cara de Moody se iluminó de pronto con una sonrisa demente—. Dime que re­conoció que yo, sólo yo le he permanecido leal... y dispuesto a arriesgarlo todo para entregarle lo que él más deseaba: a ti.

—Usted no lo hizo... No puede ser.

—¿Quién puso tu nombre en el cáliz de fuego, en repre­sentación de un nuevo colegio? Yo. ¿Quién espantó a todo aquel que pudiera hacerte daño o impedirte ganar el Tor­neo? Yo. ¿Quién animó a Hagrid a que te mostrara los dra­gones? Yo. ¿Quién te ayudó a ver la única forma de derrotar al dragón? ¡Yo!

El ojo mágico de Moody dejó de vigilar la puerta. Estaba fijo en Harry. Su boca torcida sonrió más malignamente que nunca.

—No fue fácil, Harry, guiarte por todas esas pruebas sin levantar sospechas. He necesitado toda mi astucia para que no se pudiera descubrir mi mano en tu éxito. Si lo hu­bieras conseguido todo demasiado fácilmente, Dumbledore habría sospechado. Lo importante era que llegaras al labe­rinto, a ser posible bien situado. Luego, sabía que podría li­brarme de los otros campeones y despejarte el camino. Pero también tuve que enfrentarme a tu estupidez. La segunda prueba... ahí fue cuando tuve más miedo de que fracasaras. Estaba muy atento a ti, Potter. Sabía que no habías desci­frado el enigma del huevo, así que tenía que darte otra pis­ta...

—No fue usted —dijo Harry con voz ronca—: fue Cedric el que me dio la pista.

—¿Y quién le dijo a Cedric que lo abriera debajo del agua? Yo. Sabía que te pasaría la información: la gente decente es muy fácil de manipular, Potter. Estaba seguro de que Cedric querría devolverte el favor de haberle dicho lo de los dragones, y así fue. Pero incluso entonces, Potter, incluso entonces pa­recía muy probable que fracasaras. Yo no te quitaba el ojo de encima... ¡Todas aquellas horas en la biblioteca! ¿No te diste cuenta de que el libro que necesitabas lo tenías en el dormi­torio? Yo lo hice llegar hasta allí muy pronto, se lo di a ese Longbottom, ¿no lo recuerdas? Las plantas acuáticas mági­cas del Mediterráneo y sus propiedades. Ese libro te habría explicado todo lo que necesitabas saber sobre las branquialgas. Suponía que le pedirías ayuda a todo el mundo. Long­bottom te lo habría explicado al instante. Pero no lo hiciste... no lo hiciste... Tienes una vena de orgullo y autosuficiencia que podría haberlo arruinado todo.

»¿Qué podía hacer? Pasarte información por medio de otra boca inocente. Me habías dicho en el baile de Navidad que un elfo doméstico llamado Dobby te había hecho un regalo. Así que llamé a ese elfo a la sala de profesores para que recogiera una túnica para lavar, y mantuve con la pro­fesora McGonagall una conversación sobre los retenidos, y sobre si Potter pensaría utilizar las branquialgas. Y tu amiguito el elfo se fue derecho al armario de Snape para pro­veerte...

La varita de Moody seguía apuntando directamente al corazón de Harry. Por encima de su hombro, en el reflector de enemigos colgado en la pared, vio que se acercaban unas formas nebulosas.

—Tardaste tanto en salir del lago, Potter, que creí que te habías ahogado. Pero, afortunadamente, Dumbledore tomó por nobleza tu estupidez y te dio muy buena nota. Qué respiro.

»Por supuesto, en el laberinto tuviste menos problemas de los que te correspondían —siguió—. Fue porque yo esta­ba rondando. Podía ver a través de los setos del exterior, y te quité mediante maldiciones muchos obstáculos del cami­no: aturdí a Fleur Delacour cuando pasó; le eché a Krum la maldición imperius para que eliminara a Diggory, y te dejé el camino expedito hacia la Copa.

Harry miró a Moody. No comprendía cómo era posible que el amigo de Dumbledore, el famoso auror, el que había atrapado a tantos mortífagos... No tenía sentido, ningún sentido.

Las nebulosas formas del reflector de enemigos se iban definiendo. Por encima del hombro de Moody vio la silueta de tres personas que se acercaban más y más. Pero Moody no las veía. Tenía su ojo mágico fijo en Harry.

—El Señor Tenebroso no consiguió matarte, Potter, que era lo que quería —susurró Moody—. Imagínate cómo me recompensará cuando vea que lo he hecho por él: yo te en­tregué (tú eras lo que más necesitaba para poderse regene­rar) y luego te maté por él. Recibiré mayores honores que ningún otro mortífago. Me convertiré en su partidario pre­dilecto, el más cercano... más cercano que un hijo...

El ojo normal de Moody estaba desorbitado por la emo­ción, y el mágico seguía fijo en Harry. La puerta había queda­do cerrada con llave, y Harry sabía que jamás conseguiría alcanzar a tiempo su varita para poder salvarse.

—El Señor Tenebroso y yo tenemos mucho en común —dijo Moody, que en aquel momento parecía completamen­te loco, erguido frente a Harry y dirigiéndole una sonrisa malévola—: los dos, por ejemplo, tuvimos un padre muy de­cepcionante... mucho. Los dos hemos sufrido la humillación de llevar el nombre paterno, Harry. ¡Y los dos gozamos del placer... del enorme placer de matar a nuestro padre para asegurar el ascenso imparable de la Orden Tenebrosa!

—¡Usted está loco! —exclamó Harry, sin poder conte­nerse—, ¡está completamente loco!

—¿Loco yo? —dijo Moody, alzando la voz de forma in­controlada—. ¡Ya veremos! ¡Veremos quién es el que está loco, ahora que ha retornado el Señor Tenebroso y que yo es­taré a su lado! ¡Ha retornado, Harry Potter! ¡Tú no pudiste con él, y yo podré contigo!

Moody levantó la varita y abrió la boca. Harry metió la mano en la túnica...

¡Desmaius!

Hubo un rayo cegador de luz roja y, con gran estruendo, echaron la puerta abajo.

Moody cayó al suelo de espaldas. Harry, con los ojos aún fijos en el lugar en que se había encontrado la cara de Moody, vio a Albus Dumbledore, al profesor Snape y la pro­fesora McGonagall mirándolo desde el reflector de enemi­gos. Apartó la mirada del reflector, y los vio a los tres en el hueco de la puerta. Delante, con la varita extendida, estaba Dumbledore.

En aquel momento, Harry comprendió por vez primera por qué la gente decía que Dumbledore era el único mago al que Voldemort temía. La expresión de su rostro al observar el cuerpo inerte de Ojoloco Moody era más temible de lo que Harry hubiera podido imaginar. No había ni rastro de su be­névola sonrisa, ni del guiño amable de sus ojos tras los cris­tales de las gafas. Sólo había fría cólera en cada arruga de la cara. Irradiaba una fuerza similar a la de una hoguera.

Entró en el despacho, puso un pie debajo del cuerpo caí­do de Moody, y le dio la vuelta para verle la cara. Snape lo seguía, mirando el reflector de enemigos, en el que todavía resultaba visible su propia cara. Dirigió una mirada feroz al despacho.

La profesora McGonagall fue directamente hasta Harry.

—Vamos, Potter —susurró. Tenía crispada la fina línea de los labios como si estuviera a punto de llorar—. Ven con­migo, a la enfermería...

—No —dijo Dumbledore bruscamente.

—Tendría que ir, Dumbledore. Míralo. Ya ha pasado bastante por esta noche...

—Quiero que se quede, Minerva, porque tiene que com­prender. La comprensión es el primer paso para la acepta­ción, y sólo aceptando puede recuperarse. Tiene que saber quién lo ha lanzado a la terrible experiencia que ha padeci­do esta noche, y por qué lo ha hecho.

—Moody... —dijo Harry. Seguía sin poder creerlo—. ¿Cómo puede haber sido Moody?

—Éste no es Alastor Moody —explicó Dumbledore en voz baja—. Tú no has visto nunca a Alastor Moody. El ver­dadero Moody no te habría apartado de mi vista después de lo ocurrido esta noche. En cuanto te cogió, lo comprendí... y os seguí.

Dumbledore se inclinó sobre el cuerpo desmayado de Moody y metió una mano en la túnica. Sacó la petaca y un llavero. Entonces se volvió hacia Snape y la profesora McGonagall.

—Severus, por favor, ve a buscar la poción de la verdad más fuerte que tengas, y luego baja a las cocinas y trae a una elfina doméstica que se llama Winky. Minerva, sé tan amable de ir a la cabaña de Hagrid, donde encontrarás un perro grande y negro sentado en la huerta de las calabazas. Lleva el perro a mi despacho, dile que no tardaré en ir y lue­go vuelve aquí.

Si Snape o McGonagall encontraron extrañas aquellas instrucciones, lo disimularon, porque tanto uno como otra se volvieron de inmediato, y salieron del despacho. Dum­bledore fue hasta el baúl de las siete cerraduras, metió la primera llave en la cerradura correspondiente, y lo abrió. Contenía una gran cantidad de libros de encantamientos. Dumbledore cerró el baúl, introdujo la segunda llave en la segunda cerradura, y volvió a abrirlo: los libros habían desa­parecido, y lo que contenía el baúl era un gran surtido de chivatoscopios rotos, algunos pergaminos y plumas, y lo que parecía una capa invisible que en aquel momento era de co­lor plateado. Harry observó, pasmado, cómo Dumbledore metía la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta llaves en sus respectivas cerraduras, y volvía a abrir el baúl para revelar en cada ocasión diferentes contenidos. Luego introdujo la séptima llave, levantó la tapa, y Harry soltó un grito de sor­presa.

Había una especie de pozo, una cámara subterránea en cuyo suelo, a unos tres metros de profundidad, se hallaba el verdadero Ojoloco Moody, según parecía profundamente dor­mido, flaco y desnutrido. Le faltaba la pata de palo, la cuenca que albergaba su ojo mágico estaba vacía bajo el párpado, y en su pelo entrecano había muchas zonas ralas. Atónito, Harry pasó la vista del Moody que dormía en el baúl al Moody inconsciente que yacía en el suelo del despacho.

Dumbledore se metió en el baúl, se descolgó y cayó sua­vemente junto al Moody dormido. Se inclinó sobre él.

—Está desmayado... controlado por la maldición impe­rius... y se encuentra muy débil —dijo—. Naturalmente, ne­cesitaba conservarlo vivo. Harry, échame la capa del impostor: Alastor está helado. Tendrá que verlo la señora Pomfrey, pero creo que no se halla en peligro inminente.

Harry hizo lo que le pedía. Dumbledore cubrió a Moody con la capa, asegurándose de que lo tapaba bien, y volvió a salir del baúl. Luego cogió la petaca que estaba sobre el es­critorio, desenroscó el tapón y la puso boca abajo. Un líquido espeso y pegajoso salpicó al caer al suelo.

—Poción multijugos, Harry —explicó Dumbledore—. Ya ves qué simple y brillante. Porque Moody jamás bebe si no es de la petaca, todo el mundo lo sabe. Por supuesto, el impostor necesitaba tener a mano al verdadero Moody para poder seguir elaborando la poción. Mira el pelo... —Dum­bledore observó al Moody del baúl—. El impostor se lo ha estado cortando todo el año. ¿Ves dónde le falta? Pero me imagino que con la emoción de la noche nuestro falso Moody podría haberse olvidado de tomarla con la frecuencia nece­saria: a la hora, cada hora... ya veremos.

Dumbledore apartó la silla del escritorio y se sentó en ella, con los ojos fijos en el Moody inconsciente tendido en el suelo. Harry también lo miraba. Pasaron en silencio unos minutos...

Luego, ante los propios ojos de Harry, la cara del hom­bre del suelo comenzó a cambiar: se borraron las cicatrices, la piel se le alisó, la nariz quedó completa y se achicó; la larga mata de pelo entrecano pareció hundirse en el cuero cabellu­do y volverse de color paja; de pronto, con un golpe sordo, se desprendió la pata de palo por el crecimiento de una pierna de carne; al segundo siguiente, el ojo mágico saltó de la cara reemplazado por un ojo natural, y rodó por el suelo, girando en todas direcciones.

Harry vio tendido ante él a un hombre de piel clara, algo pecoso, con una mata de pelo rubio. Supo quién era: lo había visto en el pensadero de Dumbledore, intentando con­vencer de su inocencia al señor Crouch mientras se lo lleva­ba una escolta de dementores... pero ya tenía arrugas en el contorno de los ojos y parecía mucho mayor...

Se oyeron pasos apresurados en el corredor. Snape vol­vía llevando a Winky. La profesora McGonagall iba justo detrás.

—¡Crouch! —exclamó Snape, deteniéndose en seco en el hueco de la puerta—. ¡Barty Crouch!

—¡Cielo santo! —dijo la profesora McGonagall, parán­dose y observando al hombre que yacía en el suelo.

A los pies de Snape, sucia, desaliñada, Winky también lo miraba. Abrió completamente la boca para dejar escapar un grito que les horadó los oídos:

—Amo Barty, amo Barty, ¿qué está haciendo aquí?

—Se lanzó al pecho del joven—. ¡Usted lo ha matado! ¡Usted lo ha matado! ¡Ha matado al hijo del amo!

—Sólo está desmayado, Winky —explicó Dumbledore—. Hazte a un lado, por favor. ¿Has traído la poción, Severus?

Snape le entregó a Dumbledore un frasquito de cristal que contenía un líquido totalmente incoloro: el suero de la verdad con el que había amenazado en clase a Harry. Dum­bledore se levantó, se inclinó sobre Crouch y lo colocó senta­do contra la pared, justo debajo del reflector de enemigos en el que seguían viéndose con claridad las imágenes de Dum­bledore, Snape y McGonagall. Winky seguía de rodillas, temblando, con las manos en la cara. Dumbledore le abrió al hombre la boca y echó dentro tres gotas. Luego le apuntó al pecho con la varita y ordenó:

¡Enervate!

El hijo de Crouch abrió los ojos. Tenía la cara laxa y la mirada perdida. Dumbledore se arrodilló ante él, de forma que sus rostros quedaron a la misma altura.

—¿Me oye? —le preguntó Dumbledore en voz baja.

El hombre parpadeó.

—Sí —respondió.

—Me gustaría que nos explicara —dijo Dumbledore con suavidad— cómo ha llegado usted aquí. ¿Cómo se escapó de Azkaban?

Crouch tomó aliento y comenzó a hablar con una voz apagada y carente de expresión:

—Mi madre me salvó. Sabía que se estaba muriendo, y persuadió a mi padre para que me liberara como último favor hacia ella. Él la quería como nunca me quiso a mí, así que accedió. Fueron a visitarme. Me dieron un bebedizo de poción multijugos que contenía un cabello de mi madre, y ella tomó la misma poción con un cabello mío. Cada uno ad­quirió la apariencia del otro.

Winky movía hacia los lados la cabeza, temblorosa.

—No diga más, amo Barty, no diga más, ¡o meten a su padre en un lío!

Pero Crouch volvió a tomar aliento y prosiguió en el mismo tono de voz:

—Los dementores son ciegos: sólo percibieron que ha­bían entrado en Azkaban una persona sana y otra moribun­da, y luego que una moribunda y otra sana salían. Mi padre me sacó con la apariencia de mi madre por si había prisione­ros mirando por las rejas.

»Mi madre murió en Azkaban poco después. Hasta el fi­nal tuvo cuidado de seguir bebiendo poción multijugos. Fue enterrada con mi nombre y mi apariencia. Todos creyeron que era yo.

Parpadeó.

—¿Y qué hizo su padre con usted cuando lo tuvo en casa?

—Representó la muerte de mi madre. Fue un funeral sencillo, privado. La tumba está vacía. Nuestra elfina doméstica me cuidó hasta que sané. Luego mi padre tuvo que ocultarme y controlarme. Usó una buena cantidad de en­cantamientos para mantenerme sometido. Cuando recobré las fuerzas, sólo pensé en encontrar otra vez a mi señor... y volver a su servicio.

—¿Qué hizo su padre para someterlo? —quiso saber Dumbledore.

—Utilizó la maldición imperius. Estuve bajo su control. Me obligó a llevar día y noche una capa invisible. Nuestra elfina doméstica siempre estaba conmigo. Era mi guardiana y protectora. Me compadecía. Persuadió a mi padre para que me hiciera de vez en cuando algún regalo: premios por mi buen comportamiento.

—Amo Barty, amo Barty —dijo Winky por entre las manos, sollozando—. No debería decir más, o tendremos problemas...

—¿No descubrió nadie que usted seguía vivo? —pre­guntó Dumbledore—. ¿No lo supo nadie aparte de su padre y la elfina?

—Sí. Una bruja del departamento de mi padre, Bertha Jorkins, llegó a casa con unos papeles para que mi padre los firmara. Mi padre no estaba en aquel momento, así que Winky la hizo pasar y volvió a la cocina, donde me encontra­ba yo. Pero Bertha Jorkins nos oyó hablar, y escuchó a es­condidas. Entendió lo suficiente para comprender quién se escondía bajo la capa invisible. Cuando mi padre volvió a casa, ella se le enfrentó. Para que olvidara lo que había averi­guado, le tuvo que echar un encantamiento desmemorizante muy fuerte. Demasiado fuerte: según mi padre, le dañó la memoria para siempre.

—¿Quién le mandó meter las narices en los asuntos de mi amo? —sollozó Winky—. ¿Por qué no nos dejó en paz?

—Hábleme de los Mundiales de quidditch —pidió Dum­bledore.

—Winky convenció a mi padre de que me llevara. Nece­sitó meses para persuadirlo. Hacía años que yo no salía de casa. Había sido un forofo del quidditch. «Déjelo ir!», le ro­gaba ella. «Puede ir con su capa invisible. Podrá ver el partido y le dará el aire por una vez.» Le dijo que era lo que hubiera querido mi madre. Le dijo que ella había muerto para darme la libertad, que no me había salvado para darme una vida de preso. Al final accedió.

»Fue cuidadosamente planeado: mi padre nos condujo a Winky y a mí a la tribuna principal bastante temprano. Winky diría que le estaba guardando un asiento a mi pa­dre. Yo me sentaría en él, invisible. Tendríamos que salir cuando todo el mundo hubiera abandonado la tribuna prin­cipal. Todo el mundo creería que Winky se encontraba sola.

»Pero Winky no sabía que yo recuperaba fuerzas. Empezaba a luchar contra la maldición imperius de mi pa­dre. Había momentos en que me liberaba de ella casi por completo. Aquél fue uno de esos momentos. Era como si des­pertara de un profundo sueño. Me encontré rodeado de gente, en medio del partido, y vi delante de mí una varita mágica que sobresalía del bolsillo de un muchacho. No me habían dejado tocar una varita desde antes de Azkaban. La robé. Winky no se enteró: tiene terror a las alturas, y se ha­bía tapado la cara.

—¡Amo Barty, es usted muy malo! —le reprochó Winky. Las lágrimas se le escurrían entre los dedos.

—O sea que usted cogió la varita —dijo Dumbledore—. ¿Qué hizo con ella?

—Volvimos a la tienda. Luego los oímos, oímos a los mortífagos, los que no habían estado nunca en Azkaban, los que nunca habían sufrido por mi señor, los que le dieron la espalda, los que no fueron esclavizados como yo, los que estaban libres para buscarlo pero no lo hacían, los que se conformaban con divertirse a costa de los muggles. Me des­pertaron sus voces. Hacía años que no tenía la mente tan despejada como en aquel momento, y me sentía furioso. Con la varita en mi poder, quise castigarlos por su desleal­tad. Mi padre había salido de la tienda para ir a defender a los muggles, y a Winky le daba miedo verme tan furioso, así que ella usó sus propias dotes mágicas para atarme a ella. Me sacó de la tienda y me llevó al bosque, lejos de los mortí­fagos. Traté de hacerla volver, porque quería regresar al campamento. Quería enseñarles a los mortífagos lo que sig­nificaba la lealtad al Señor Tenebroso, y castigarlos por no haberla observado. Con la varita que había robado proyecté en el aire la Marca Tenebrosa.

»Llegaron los magos del Ministerio, lanzando por to­das partes sus encantamientos aturdidores. Uno de esos encantamientos se coló por entre los árboles hasta donde nos encontrábamos Winky y yo. Quedamos los dos desma­yados y con las ataduras rotas por el rayo del encanta­miento.

»Cuando descubrieron a Winky, mi padre comprendió que yo tenía que estar cerca. Me buscó entre los arbustos donde la habían encontrado a ella y me halló echado en el suelo. Esperó a que se fueran los demás funcionarios, me volvió a lanzar la maldición imperius, y me llevó de vuelta a casa. A Winky la despidió porque no había impedido que yo robara la varita y casi me deja también escapar.

Winky exhaló un lamento de desesperación.

—Quedamos solos en la casa mi padre y yo. Y enton­ces... entonces... —la cabeza de Crouch dio un giro, y una mueca demente apareció en su rostro —mi señor vino a bus­carme.

»Llegó a casa una noche, bastante tarde, en brazos de su vasallo Colagusano. Había averiguado que yo seguía vivo. Había apresado en Albania a Bertha Jorkins, la había torturado y le había extraído mucha información: ella le ha­bló del Torneo de los tres magos y de que Moody, el viejo au­ror, iba a impartir clase en Hogwarts; luego la torturó hasta romper el encantamiento desmemorizante que mi padre le había echado, y ella le contó que yo me había escapado de Azkaban y que mi padre me tenía preso para impedir que fuera a buscar a mi señor. Y de esa forma supo que yo se­guía siéndole fiel... quizá más fiel que ningún otro. Mi señor trazó un plan basado en la información que Bertha le había pasado. Me necesitaba. Llegó a casa cerca de medianoche. Mi padre abrió la puerta.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Crouch, como si recordara el momento más agradable de su vida. A través de los dedos de Winky podían verse sus ojos desorbitados. Estaba demasiado asustada para hablar.

—Fue muy rápido: mi señor le echó a mi padre la maldi­ción imperius. A partir de ese momento fue mi padre el pre­so, el controlado. Mi señor lo obligó a ir al trabajo como de costumbre y a seguir actuando como si nada hubiera ocurri­do. Y yo quedé liberado. Desperté. Volvía a ser yo mismo, vivo como no lo había estado desde hacía años.

—¿Qué fue lo que lord Voldemort le pidió que hiciera?

—Me preguntó si estaba listo para arriesgarlo todo por él. Lo estaba. Ése era mi sueño, mi suprema ambición: ser­virle, probarme ante él. Me dijo que necesitaba situar en Hogwarts a un vasallo leal, un vasallo que hiciera pasar a Harry Potter todas las pruebas del Torneo de los tres magos sin que se notara, un vasallo que no lo perdiera de vista, que se asegurara de que conseguía la Copa, que convirtiera aquella copa en un traslador y capaz de llevar ante él a la primera persona que lo tocara. Pero antes...

—Necesitaba a Alastor Moody —dijo Albus Dumbledo­re. Le resplandecían los ojos azules, aunque la voz seguía impasible.

—Lo hicimos entre Colagusano y yo. De antemano ha­bíamos preparado la poción multijugos. Fuimos a la casa, Moody se resistió, provocó un verdadero tumulto. Justo a tiempo conseguimos reducirlo, así que lo metimos en un compartimiento de su propio baúl mágico, le arrancamos unos pelos y los echamos a la poción. Al beberla me convertí en su doble, le cogí la pata de palo y el ojo, y ya estaba listo para vérmelas con Arthur Weasley, que llegó para arreglar­lo todo con los muggles que habían oído el altercado. Cambié de sitio los contenedores de la basura y le dije a Weasley que había oído intrusos en el patio, andando entre los contene­dores. Luego guardé la ropa y los detectores de tenebrismo de Moody, los metí con él en el baúl y me vine a Hogwarts. Lo mantuve vivo y bajo la maldición imperius porque quería poder hacerle preguntas para averiguar cosas de su pasado y aprender sus costumbres, con la intención de engañar incluso a Dumbledore. Además, necesitaba su pelo para la po­ción multijugos. Los demás ingredientes eran fáciles. La piel de serpiente arbórea africana la robé de las mazmorras. Cuando el profesor de Pociones me encontró en su despacho, dije que tenía órdenes de registrarlo.

—¿Y qué hizo Colagusano después de que atacaron us­tedes a Moody? —preguntó Dumbledore.

—Se volvió para seguir cuidando a mi señor en mi casa y vigilando a mi padre.

—Pero su padre escapó —observó Dumbledore.

—Sí. Después de algún tiempo empezó a resistirse a la maldición imperius tal como había hecho yo. Había momen­tos en los que se daba cuenta de lo que ocurría. Mi señor pensó que ya no era seguro dejar que mi padre saliera de casa, así que lo obligó a enviar cartas diciendo que estaba enfermo. Sin embargo, Colagusano fue un poco negligente, y no lo vigiló bien. De forma que mi padre pudo escapar. Mi señor adivinó que se dirigiría a Hogwarts. Efectivamente, el propósito de mi padre era contárselo todo a Dumbledore, confesar. Venía dispuesto a admitir que me había sacado de Azkaban.

»Mi señor me envió noticia de la fuga de mi padre. Me dijo que lo detuviera costara lo que costara. Yo esperé, atento: utilicé el mapa que le había pedido a Harry Potter. El mapa que había estado a punto de echarlo todo a perder.

—¿Mapa? —preguntó rápidamente Dumbledore—, ¿qué mapa es ése?

—El mapa de Hogwarts de Potter. Potter me vio en él, una noche, robando ingredientes para la poción multijugos del despacho de Snape. Como tengo el mismo nombre que mi padre, pensó que se trataba de él. Le dije que mi padre odiaba a los magos tenebrosos, y Potter creyó que iba tras Snape. Esa noche le pedí a Potter su mapa.

»Durante una semana esperé a que mi padre llegara a Hogwarts. Al fin, una noche, el mapa me lo mostró entrando en los terrenos del castillo. Me puse la capa invisible y bajé a su encuentro. Iba por el borde del bosque. Entonces llega­ron Potter y Krum. Aguardé. No podía hacerle daño a Pot­ter porque mi señor lo necesitaba, pero cuando fue a buscar a Dumbledore aproveché para aturdir a Krum. Y maté a mi padre.

—¡Nooooo! —gimió Winky—. ¡Amo Barty, amo Barty!, ¿qué está diciendo?

—Usted mató a su padre —dijo Dumbledore, en el mis­mo tono suave—. ¿Qué hizo con el cuerpo?

—Lo llevé al bosque y lo cubrí con la capa invisible. Llevaba conmigo el mapa: vi en él a Potter entrar corriendo en el castillo y tropezarse con Snape, y luego a Dumbledore con ellos. Entonces Potter sacó del castillo a Dumbledore. Yo volví a salir del bosque, di un rodeo y fui a su encuentro como si llegara del castillo. Le dije a Dumbledore que Snape me había indicado adónde iban.

»Dumbledore me pidió que fuera en busca de mi padre, así que volví junto a su cadáver, miré el mapa y, cuando todo el mundo se hubo ido, lo transformé en un hueso... y lo enterré cubierto con la capa invisible en el trozo de tierra recién cavada delante de la cabaña de Hagrid.

Entonces se hizo un silencio total salvo por los conti­nuados sollozos de Winky.

Luego dijo Dumbledore:

—Y esta noche...

—Me ofrecí a llevar la Copa del torneo al laberinto an­tes de la cena —musitó Barty Crouch—. La transformé en un traslador. El plan de mi señor ha funcionado: ha recobrado sus antiguos poderes y me cubrirá de más honores de los que pueda soñar un mago.

La sonrisa demente volvió a transformar sus rasgos, y la cabeza cayó inerte sobre un hombro mientras Winky so­llozaba y se lamentaba a su lado.

 

 

Caminos separados

 

 

Dumbledore se levantó y miró un momento a Barty Crouch con desagrado. Luego alzó otra vez la varita e hizo salir de ella unas cuerdas que lo dejaron firmemente atado. Se diri­gió entonces a la profesora McGonagall.

—Minerva, ¿te podrías quedar vigilándolo mientras subo con Harry?

—Desde luego —respondió ella. Daba la impresión de que sentía náuseas, como si acabara de ver vomitar a al­guien. Sin embargo, cuando sacó la varita y apuntó con ella a Barty Crouch, su mano estaba completamente firme.

—Severus, por favor, dile a la señora Pomfrey que ven­ga —indicó Dumbledore—. Hay que llevar a Alastor Moody a la enfermería. Luego baja a los terrenos, busca a Corne­lius Fudge y tráelo acá. Supongo que querrá oír personal­mente a Crouch. Si quiere algo de mí, dile que estaré en la enfermería dentro de media hora.

Snape asintió en silencio y salió del despacho.

—Harry... —llamó Dumbledore con suavidad.

Harry se levantó y volvió a tambalearse. El dolor de la pierna, que no había notado mientras escuchaba a Crouch, acababa de regresar con toda su intensidad. También se dio cuenta de que temblaba. Dumbledore lo cogió del brazo y lo ayudó a salir al oscuro corredor.

—Antes que nada, quiero que vengas a mi despacho, Harry —le dijo en voz baja, mientras se encaminaban hacia el pasadizo—. Sirius nos está esperando allí.

Harry asintió con la cabeza. Lo invadían una especie de aturdimiento y una sensación de total irrealidad, pero no hizo caso: estaba contento de encontrarse así. No quería pensar en nada de lo que había sucedido después de tocar la Copa de los tres magos. No quería repasar los recuerdos, demasiado fres­cos y tan claros como si fueran fotografías, que cruzaban por su mente: Ojoloco Moody dentro del baúl, Colagusano desplo­mado en el suelo y agarrándose el muñón del brazo, Volde­mort surgiendo del caldero entre vapores, Cedric... muerto, Cedric pidiéndole que lo llevara con sus padres...

—Profesor —murmuró—, ¿dónde están los señores Diggory?

—Están con la profesora Sprout —dijo Dumbledore. Su voz, tan impasible durante todo el interrogatorio de Barty Crouch, tembló levemente por vez primera—. Es la jefa de la casa de Cedric, y es quien mejor lo conocía.

Llegaron ante la gárgola de piedra. Dumbledore pro­nunció la contraseña, se hizo a un lado, y él y Harry subie­ron por la escalera de caracol móvil hasta la puerta de roble. Dumbledore la abrió.

Sirius se encontraba allí, de pie. Tenía la cara tan páli­da y demacrada como cuando había escapado de Azkaban. Cruzó en dos zancadas el despacho.

—¿Estás bien, Harry? Lo sabía, sabía que pasaría algo así. ¿Qué ha ocurrido?

Las manos le temblaban al ayudar a Harry a sentarse en una silla, delante del escritorio.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, más apremiante.

Dumbledore comenzó a contarle a Sirius todo lo que ha­bía dicho Barty Crouch. Harry sólo escuchaba a medias. Estaba tan agotado que le dolía hasta el último hueso, y lo único que quería era quedarse allí sentado, que no lo moles­taran durante horas y horas, hasta que se durmiera y no tuviera que pensar ni sentir nada más.

Oyó un suave batir de alas. Fawkes, el fénix, había aban­donado la percha y se había ido a posar sobre su rodilla.

—Hola, Fawkes —lo saludó Harry en voz baja. Acarició sus hermosas plumas de color oro y escarlata. Fawkes abrió y cerró los ojos plácidamente, mirándolo. Había algo recon­fortante en su cálido peso.

Dumbledore dejó de hablar. Sentado al escritorio, mira­ba fijamente a Harry, pero éste evitaba sus ojos. Se disponía a interrogarlo. Le haría revivirlo todo.

—Necesito saber qué sucedió después de que tocaste el traslador en el laberinto, Harry —le dijo.

—Podemos dejarlo para mañana por la mañana, ¿no, Dumbledore? —se apresuró a observar Sirius. Le había puesto a Harry una mano en el hombro—. Dejémoslo dor­mir. Que descanse.

Lo embargó un sentimiento de gratitud hacia Sirius, pero Dumbledore desoyó su sugerencia y se inclinó hacia él. Muy a desgana, Harry levantó la cabeza y encontró aque­llos ojos azules.

—Harry, si pensara que te haría algún bien inducién­dote al sueño por medio de un encantamiento y permitien­do que pospusieras el momento de pensar en lo sucedido esta noche, lo haría —dijo Dumbledore con amabilidad—. Pero me temo que no es así. Adormecer el dolor por un rato te haría sentirlo luego con mayor intensidad. Has mostrado más valor del que hubiera creído posible: te rue­go que lo muestres una vez más contándonos todo lo que sucedió.

El fénix soltó una nota suave y trémula. Tembló en el aire, y Harry sintió como si una gota de líquido caliente se le deslizara por la garganta hasta el estómago, calentándolo y tonificándolo.

Respiró hondo y comenzó a hablar. Conforme lo hacía, parecían alzarse ante sus ojos las imágenes de todo cuanto había pasado aquella noche: vio la chispeante superficie de la poción que había revivido a Voldemort, vio a los mortífa­gos apareciéndose entre las tumbas, vio el cuerpo de Cedric tendido en el suelo a corta distancia de la Copa.

En una o dos ocasiones, Sirius hizo ademán de decir algo, sin dejar de aferrar con la mano el hombro de Harry, pero Dumbledore lo detuvo con un gesto, y Harry se alegró, porque, habiendo comenzado, era más fácil seguir. Hasta se sentía aliviado: era casi como si se estuviera sacando un ve­neno de dentro. Seguir hablando le costaba toda la entereza que era capaz de reunir, pero le parecía que, en cuanto hu­biera acabado, se sentiría mejor.

Sin embargo, cuando Harry contó que Colagusano le había hecho un corte en el brazo con la daga, Sirius dejó es­capar una exclamación vehemente, y Dumbledore se levan­tó tan de golpe que Harry se asustó. Rodeó el escritorio y le pidió que extendiera el brazo. Harry les mostró a ambos el lugar en que le había rasgado la túnica, y el corte que tenía debajo.

—Dijo que mi sangre lo haría más fuerte que la de cual­quier otro —explicó Harry—. Dijo que la protección que me otorgó mi madre... iría también a él. Y tenía razón: pudo to­carme sin hacerse daño, me tocó en la cara.

Por un breve instante, Harry creyó ver una expresión de triunfo en los ojos de Dumbledore. Pero un segundo des­pués estuvo seguro de habérselo imaginado, porque, cuando Dumbledore volvió a su silla tras el escritorio, parecía más viejo y más débil de lo que Harry lo había visto nunca.

—Muy bien —dijo, volviéndose a sentar—. Voldemort ha superado esa barrera. Prosigue, Harry, por favor.

Harry continuó: explicó cómo había salido Voldemort del caldero, y les repitió todo cuanto recordaba de su discur­so a los mortífagos. Luego relató cómo Voldemort lo había desatado, le había devuelto su varita y se había preparado para batirse.

Cuando llegó a la parte en que el rayo dorado de luz ha­bía conectado su varita con la de Voldemort, se notó la gar­ganta obstruida. Intentó seguir hablando, pero el recuerdo de lo que había surgido de la varita de Voldemort le anega­ba la mente. Podía ver a Cedric saliendo de ella, ver al viejo, a Bertha Jorkins... a su madre... a su padre...

Se alegró de que Sirius rompiera el silencio.

—¿Se conectaron las varitas? —dijo, mirando primero a Harry y luego a Dumbledore—. ¿Por qué?

Harry volvió a levantar la vista hacia Dumbledore, que parecía impresionado.

Priori incantatem —musitó.

Sus ojos miraron los de Harry, y fue casi como si hubie­ran quedado conectados por un repentino rayo de compren­sión.

—¿El efecto de encantamiento invertido? —preguntó Sirius.

—Exactamente —contestó Dumbledore—. La varita de Harry y la de Voldemort tienen el mismo núcleo. Cada una de ellas contiene una pluma de la cola del mismo fénix. De ese fénix, de hecho —añadió señalando al pájaro de color oro y escarlata que estaba tranquilamente posado sobre una rodilla de Harry.

—¿La pluma de mi varita proviene de Fawkes? —excla­mó Harry sorprendido.

—Sí —respondió Dumbledore—. En cuanto saliste de su tienda hace cuatro años, el señor Ollivander me escribió para decir que tú habías comprado la segunda varita.

—Entonces, ¿qué sucede cuando una varita se encuen­tra con su hermana? —quiso saber Sirius.

—Que no funcionan correctamente la una contra la otra —explicó Dumbledore—. Sin embargo, si los dueños de las varitas las obligan a combatir... tendrá lugar un efecto muy extraño: una de las varitas obligará a la otra a vomitar los en­cantamientos que ha llevado a cabo... en sentido inverso, pri­mero el más reciente, luego los que lo precedieron...

Miró interrogativamente a Harry, y éste asintió con la cabeza.

—Lo cual significa —añadió Dumbledore pensativa­mente, fijando los ojos en la cara de Harry— que tuvo que reaparecer Cedric de alguna manera.

Harry volvió a asentir.

—¿Volvió a la vida? —preguntó Sirius.

—Ningún encantamiento puede resucitar a un muerto —dijo Dumbledore apesadumbrado—. Todo lo que pudo ha­ber fue alguna especie de eco. Saldría de la varita una som­bra del Cedric vivo. ¿Me equivoco, Harry?

—Me habló —dijo Harry, y de repente volvió a tem­blar—. Me habló el... el fantasma de Cedric, o lo que fuera.

—Un eco que conservaba la apariencia y el carácter de Cedric —explicó Dumbledore—. Adivino que luego apare­cieron otras formas: víctimas menos recientes de la varita de Voldemort...

—Un viejo —dijo Harry, todavía con un nudo en la gar­ganta—. Y Bertha Jorkins. Y...

—¿Tus padres? —preguntó Dumbledore en voz baja.

—Sí —contestó Harry.

Sirius apretó tanto a Harry en el hombro que casi le ha­cía daño.

—Los últimos asesinatos que la varita llevó a cabo —dijo Dumbledore, asintiendo con la cabeza—, en orden in­verso. Naturalmente, habrían seguido apareciendo otros si hubieras mantenido la conexión. Muy bien, Harry: esos ecos... esas sombras... ¿qué hicieron?

Harry describió cómo las figuras que habían salido de la varita habían deambulado por el borde de la red dorada, cómo le dio la impresión de que Voldemort les tenía miedo, cómo la sombra de su padre le había indicado qué hacer y la de Cedric, su último deseo.

En aquel punto, Harry se dio cuenta de que no podía continuar. Miró a Sirius, y vio que se cubría la cara con las manos.

Harry advirtió de pronto que Fawkes había dejado su rodilla y había revoloteado hasta el suelo. Apoyó su hermo­sa cabeza en la pierna herida de Harry, y derramó sobre la herida que le había hecho la araña unas espesas lágrimas de color perla. El dolor desapareció. La piel recubrió lisa­mente la herida. Estaba curado.

—Te lo repito —dijo Dumbledore, mientras el fénix se elevaba en el aire y se volvía a posar en la percha que había al lado de la puerta—: esta noche has mostrado una valen­tía superior a lo que podríamos haber esperado de ti, Harry. La misma valentía de los que murieron luchando contra Voldemort cuando se encontraba en la cima de su poder. Has llevado sobre tus hombros la carga de un mago adulto, has podido con ella y nos has dado todo lo que podíamos esperar. Ahora te llevaré a la enfermería. No quiero que vayas esta noche al dormitorio. Te vendrán bien una po­ción para dormir y un poco de paz... Sirius, ¿te gustaría quedarte con él?

Sirius asintió con la cabeza y se levantó. Volvió a trans­formarse en el perro grande y negro, salió del despacho y bajó con ellos un tramo de escaleras hasta la enfermería.

Cuando Dumbledore abrió la puerta, Harry vio a la se­ñora Weasley, a Bill, Ron y Hermione rodeando a la señora Pomfrey, que parecía agobiada. Le estaban preguntando dónde se hallaba él y qué le había ocurrido.

Todos se abalanzaron sobre ellos cuando entraron, y la señora Weasley soltó una especie de grito amortiguado:

—¡Harry!, ¡ay, Harry!

Fue hacia él, pero Dumbledore se interpuso.

—Molly —le dijo levantando la mano—, por favor, escú­chame un momento. Harry ha vivido esta noche una horri­ble experiencia. Y acaba de revivirla para mí. Lo que ahora necesita es paz y tranquilidad, y dormir. Si quiere que estéis con él —añadió, mirando también a Ron, Hermione y Bill—, podéis quedaros, pero no quiero que le preguntéis nada has­ta que esté preparado para responder, y desde luego no esta noche.

La señora Weasley mostró su conformidad con un gesto de la cabeza. Estaba muy pálida. Se volvió hacia Ron, Her­mione y Bill con expresión severa, como si ellos estuvieran metiendo bulla, y les dijo muy bajo:

—¿Habéis oído? ¡Necesita tranquilidad!

—Dumbledore —dijo la señora Pomfrey, mirando fija­mente el perro grande y negro en el que se había convertido Sirius—, ¿puedo preguntar qué...?

—Este perro se quedará un rato haciéndole compañía a Harry —dijo sencillamente Dumbledore—. Te aseguro que está extraordinariamente bien educado. Esperaremos a que te acuestes, Harry.

Harry sintió hacia Dumbledore una indecible gratitud por pedirles a los otros que no le hicieran preguntas. No era que no quisiera estar con ellos, pero la idea de explicarlo todo de nuevo, de revivirlo una vez más, era superiora sus fuerzas.

—Volveré en cuanto haya visto a Fudge, Harry —dijo Dumbledore—. Me gustaría que mañana te quedaras aquí hasta que me haya dirigido al colegio.

Salió. Mientras la señora Pomfrey lo llevaba a una cama próxima, Harry vislumbró al auténtico Moody acosta­do en una cama al final de la sala. Tenía el ojo mágico y la pata de palo sobre la mesita de noche.

—¿Qué tal está? —preguntó Harry.

—Se pondrá bien —aseguró la señora Pomfrey, dándole un pijama a Harry y rodeándolo de biombos.

El se quitó la ropa, se puso el pijama, y se acostó. Ron, Hermione, Bill y la señora Weasley se sentaron a ambos lados de la cama, y el perro negro se colocó junto a la cabecera. Ron y Hermione lo miraban casi con cautela, como si los asustara.

—Estoy bien —les dijo—. Sólo que muy cansado.

A la señora Weasley se le empañaron los ojos de lágri­mas mientras le alisaba la colcha de la cama, sin que hicie­ra ninguna falta.

La señora Pomfrey, que se había marchado aprisa al despacho, volvió con una copa y una botellita de poción de color púrpura.

—Tendrás que bebértela toda, Harry —le indicó—. Es una poción para dormir sin soñar.

Harry tomó la copa y bebió unos sorbos. Enseguida le en­tró sueño: todo a su alrededor se volvió brumoso, las lámpa­ras que había en la enfermería le hacían guiños amistosos a través de los biombos que rodeaban su cama, y sintió como si su cuerpo se hundiera más en la calidez del colchón de plu­mas. Antes de que pudiera terminar la poción, antes de que pudiera añadir otra palabra, la fatiga lo había vencido.

 

 

Harry despertó en medio de tal calidez y somnolencia que no abrió los ojos, esperando volver a dormirse. La sala se­guía a oscuras: estaba seguro de que aún era de noche y de que no había dormido mucho rato.

Luego oyó cuchicheos a su alrededor.

—¡Van a despertarlo si no se callan!

—¿Por qué gritan así? No habrá ocurrido nada más, ¿no?

Harry abrió perezosamente los ojos. Alguien le había quitado las gafas. Pudo distinguir junto a él las siluetas bo­rrosas de la señora Weasley y de Bill. La señora Weasley es­taba de pie.

—Es la voz de Fudge —susurraba ella—. Y ésa es la de Minerva McGonagall, ¿verdad? Pero ¿por qué discuten?

Harry también los oía: gente que gritaba y corría hacia la enfermería.

—Ya sé que es lamentable, pero da igual, Minerva —decía Cornelius Fudge en voz alta.

—¡No debería haberlo metido en el castillo! —gritó la profesora McGonagall—. Cuando se entere Dumbledore...

Harry oyó abrirse de golpe las puertas de la enfermería. Sin que nadie se diera cuenta, porque todos miraban hacia la puerta mientras Bill retiraba el biombo, Harry se sentó y se puso las gafas.

Fudge entró en la sala con paso decidido. Detrás de él iban Snape y la profesora McGonagall.

—¿Dónde está Dumbledore? —le preguntó Fudge a la señora Weasley.

—Aquí no —respondió ella, enfadada—. Esto es una enfermería, señor ministro. ¿No cree que sería mejor...?

Pero la puerta se abrió y entró Dumbledore en la sala.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió bruscamente, pasando la vista de Fudge a la profesora McGonagall—. ¿Por qué es­táis molestando a los enfermos? Minerva, me sorprende que tú... Te pedí que vigilaras a Barty Crouch...

—¡Ya no necesita que lo vigile nadie, Dumbledore! —gritó ella—. ¡Gracias al ministro!

Harry no había visto nunca a la profesora McGonagall tan fuera de sí: tenía las mejillas coloradas, los puños apre­tados y temblaba de furia.

—Cuando le dijimos al señor Fudge que habíamos atra­pado al mortífago responsable de lo ocurrido esta noche —dijo Snape en voz baja—, consideró que su seguridad per­sonal estaba en peligro. Insistió en llamar a un dementor para que lo acompañara al castillo. Y subió con él al despa­cho en que Barty Crouch...

—¡Le advertí que usted no lo aprobaría, Dumbledore! —exclamó la profesora McGonagall—. Le dije que usted nunca permitiría la entrada de un dementor en el castillo, pero...

—¡Mi querida señora! —bramó Fudge, que de igual ma­nera parecía más enfadado de lo que Harry lo había visto nunca—. Como ministro de Magia, me compete a mí decidir si necesito escolta cuando entrevisto a alguien que puede resultar peligroso...

Pero la voz de la profesora McGonagall ahogó la de Fudge:

—En cuanto ese... ese ser entró en el despacho —gritó ella, temblorosa y señalando a Fudge— se echó sobre Crouch y... y...

Harry sintió un escalofrío, en tanto la profesora McGo­nagall buscaba palabras para explicar lo sucedido. No nece­sitaba que ella terminara la frase, pues sabía qué era lo que debía de haber hecho el dementor: le habría administrado a Barty Crouch su beso fatal. Le habría aspirado el alma por la boca. Estaría peor que muerto.

—¡Pero, por todos los santos, no es una pérdida tan gra­ve! —soltó Fudge—. ¡Según parece, es responsable de unas cuantas muertes!

—Pero ya no podrá declarar, Cornelius —repuso Dum­bledore. Miró a Fudge con severidad, como si lo v


Date: 2015-12-11; view: 478


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Los mortífagos | Capítulo 2: Spinner's End
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