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Los mortífagos

 

 

Voldemort apartó la vista de Harry y empezó a examinar su propio cuerpo. Las manos eran como grandes arañas blan­cas; con los largos dedos se acarició el pecho, los brazos, la cara. Los rojos ojos, cuyas pupilas eran alargadas como las de un gato, refulgieron en la oscuridad. Levantó las manos y flexionó los dedos con expresión embelesada y exultante. No hizo el menor caso de Colagusano, que se retorcía san­grando por el suelo, ni de la enorme serpiente, que otra vez había aparecido y daba vueltas alrededor de Harry, emi­tiendo sutiles silbidos. Voldemort deslizó una de aquellas manos de dedos anormalmente largos en un bolsillo de la túnica, y sacó una varita mágica. También la acarició sua­vemente, y luego la levantó y apuntó con ella a Colagusano, que se elevó en el aire y fue a estrellarse contra la tumba a la que Harry estaba atado. Cayó a sus pies y quedó allí, des­madejado y llorando. Voldemort volvió hacia Harry sus ro­jos ojos, y soltó una risa sin alegría, fría, aguda.

La túnica de Colagusano tenía manchas sanguinolen­tas, pues éste se había envuelto con ella el muñón del brazo.

—Señor... —rogó con voz ahogada—, señor... me prome­tisteis... me prometisteis...

—Levanta el brazo —dijo Voldemort con desgana.

—¡Ah, señor... gracias, señor...!

Alargó el muñón ensangrentado, pero Voldemort volvió a reírse.

—¡El otro brazo, Colagusano!

—Amo, por favor... por favor...

Voldemort se inclinó hacia él y tiró de su brazo izquier­do. Le retiró la manga por encima del codo, y Harry vio algo en la piel, algo como un tatuaje de color rojo intenso: una ca­lavera con una serpiente que le salía de la boca, la misma imagen que había aparecido en el cielo en los Mundiales de quidditch: la Marca Tenebrosa. Voldemort la examinó cui­dadosamente, sin hacer caso del llanto incontrolable de Co­lagusano.

—Ha retornado —dijo con voz suave—. Todos se ha­brán dado cuenta... y ahora veremos... ahora sabremos...

Apretó con su largo índice blanco la marca del brazo de Colagusano.

La cicatriz volvió a dolerle, y Colagusano dejó escapar un nuevo alarido. Voldemort retiró los dedos de la marca de Colagusano, y Harry vio que se había vuelto de un negro azabache.

Con expresión de cruel satisfacción, Voldemort se ir­guió, echó atrás la cabeza y contempló el oscuro cemente­rio.

—Al notarlo, ¿cuántos tendrán el valor de regresar? —susurró, fijando en las estrellas sus brillantes ojos ro­jos—. ¿Y cuántos serán lo bastante locos para no hacerlo?

Comenzó a pasear de un lado a otro ante Harry y Colagusano, barriendo el cementerio con los ojos sin cesar. Des­pués de un minuto volvió a mirar a Harry, y una cruel sonrisa torció su rostro de serpiente.



—Estás sobre los restos de mi difunto padre, Harry —dijo con un suave siseo—. Era muggle y además idiota... como tu querida madre. Pero los dos han tenido su utilidad, ¿no? Tu madre murió para defenderte cuando eras niño... A mi padre lo maté yo, y ya ves lo útil que me ha sido des­pués de muerto.

Voldemort volvió a reírse. Seguía paseando, observán­dolo todo mientras andaba, en tanto la serpiente describía círculos en la hierba.

—¿Ves la casa de la colina, Potter? En ella vivió mi pa­dre. Mi madre, una bruja que vivía en la aldea, se enamoró de él. Pero mi padre la abandonó cuando supo lo que era ella: no le gustaba la magia.

»La abandonó y se marchó con sus padres muggles an­tes incluso de que yo naciera, Potter, y ella murió dándome a luz, así que me crié en un orfanato muggle... pero juré en­contrarlo... Me vengué de él, de este loco que me dio su nom­bre, Tom Ryddle.

Siguió paseando, dirigiendo sus rojos ojos de una tum­ba a otra.

—Lo que son las cosas: yo reviviendo mi historia fami­liar... —dijo en voz baja—. Vaya, me estoy volviendo sen­timental... ¡Pero mira, Harry! Ahí vuelve mi verdadera familia...

El aire se llenó repentinamente de ruido de capas. Por entre las tumbas, detrás del tejo, en cada rincón umbrío, se aparecían magos, todos encapuchados y con máscara. Y uno a uno se iban acercando lenta, cautamente, como si apenas pudieran dar crédito a sus ojos. Voldemort permaneció en silencio, aguardando a que llegaran junto a él. Entonces uno de los mortífagos cayó de rodillas, se arrastró hacia Vol­demort y le besó el bajo de la negra túnica.

—Señor... señor... —susurró.

Los mortífagos que estaban tras él hicieron lo mismo. Todos se le fueron acercando de rodillas, y le besaron la tú­nica antes de retroceder y levantarse para formar un círcu­lo silencioso en torno a la tumba de Tom Ryddle, de forma que Harry, Voldemort y Colagusano, que yacía en el suelo sollozando y retorciéndose, quedaron en el centro. Dejaban huecos en el círculo, como si esperaran que apareciera más gente. Voldemort, sin embargo, no parecía aguardar a na­die más. Miró a su alrededor los rostros encapuchados y, aunque no había viento, un ligero temblor recorrió el círcu­lo, haciendo crujir las túnicas.

—Bienvenidos, mortífagos —dijo Voldemort en voz baja—. Trece años... trece años han pasado desde la última vez que nos encontramos. Pero seguís acudiendo a mi lla­mada como si fuera ayer... ¡Eso quiere decir que seguimos unidos por la Marca Tenebrosa!, ¿no es así?

Echó atrás su terrible cabeza y aspiró, abriendo los agu­jeros de la nariz, que tenían forma de rendijas.

—Huelo a culpa —dijo—. Hay un hedor a culpa en el ambiente.

Un segundo temblor recorrió el círculo, como si cada uno de sus integrantes sintiera la tentación de retroceder pero no se atreviera.

—Os veo a todos sanos y salvos, con vuestros poderes intactos... ¡qué apariciones tan rápidas!... y me pregunto: ¿por qué este grupo de magos no vino en ayuda de su señor, al que juraron lealtad eterna?

Nadie habló. Nadie se movió salvo Colagusano, que no dejaba de sollozar por su brazo sangrante.

—Y me respondo —susurró Voldemort—: debieron de pensar que yo estaría acabado, que me había ido. Volvieron ante mis enemigos, adujeron que habían actuado por ino­cencia, por ignorancia, por encantamiento...

»Y entonces me pregunto a mí mismo: ¿cómo pudieron creer que no volvería? ¿Cómo pudieron creerlo ellos, que sabían las precauciones que yo había tomado, tiempo atrás, para preservarme de la muerte? ¿Cómo pudieron creerlo ellos, que habían sido testigos de mi poder, en los tiempos en que era más poderoso que ningún otro mago vivo?

»Y me respondo: quizá creyeron que existía alguien aún más fuerte, alguien capaz de derrotar incluso a lord Volde­mort. Tal vez ahora son fieles a ese alguien... ¿tal vez a ese paladín de la gente común, de los sangre sucia y de los mug­gles, Albus Dumbledore?

A la mención del nombre de Dumbledore, los integran­tes del círculo se agitaron, y algunos negaron con la cabeza o murmuraron algo.

Voldemort no les hizo caso.

—Me resulta decepcionante. Lo confieso, me siento de­cepcionado...

Uno de los hombres avanzó hacia Voldemort, rom­piendo el círculo. Temblando de pies a cabeza, cayó a sus pies.

—¡Amo! —gritó—. ¡Perdonadme, señor! ¡Perdonadnos a todos!

Voldemort rompió a reír. Levantó la varita.

—¡Crucio!

El mortífago que estaba en el suelo se retorció y gritó. Harry pensó que los aullidos llegarían a las casas vecinas. «Que venga la policía —pensó desesperado—; cualquiera, quien sea...»

Voldemort levantó la varita. El mortífago torturado ya­cía en el suelo, jadeando.

—Levántate, Avery —dijo Voldemort con suavidad—. Levántate. ¿Ruegas clemencia? Yo no tengo clemencia. Yo no olvido. Trece largos años... Te exigiré que me pagues por estos trece años antes de perdonarte. Colagusano ya ha pa­gado parte de su deuda, ¿no es así, Colagusano?

Bajó la vista hacia éste, que seguía sollozando.

—No volviste a mí por lealtad sino por miedo a tus anti­guos amigos. Mereces el dolor, Colagusano. Lo sabes, ¿ver­dad?

—Sí, señor —gimió Colagusano—. Por favor, señor, por favor...

—Aun así, me ayudaste a recuperar mi cuerpo —dijo fríamente Voldemort, mirándolo sollozar en la hierba—. Aunque eres inútil y traicionero, me ayudaste... y lord Vol­demort recompensa a los que lo ayudan.

Volvió a levantar la varita e hizo con ella una floritura en el aire. Un rayo de lo que parecía plata derretida salió brillando de ella. Sin forma durante un momento, adquirió luego la de una brillante mano humana, de color semejante a la luz de la luna, que descendió y se adhirió a la muñeca sangrante de Colagusano.

Los sollozos de éste se detuvieron de pronto. Respi­rando irregular y entrecortadamente, levantó la cabeza y contempló la mano de plata como si no pudiera creerlo. Se había unido al brazo limpiamente, sin señales, como si se hubiera puesto un guante resplandeciente. Flexionó los brillantes dedos y luego, temblando, cogió del suelo una pequeña ramita seca y la estrujó hasta convertirla en polvo.

—Señor —susurró—. Señor... es hermosa... Gracias... mil gracias.

Avanzó de rodillas y besó el bajo de la túnica de Volde­mort.

—Que tu lealtad no vuelva a flaquear, Colagusano —le advirtió Voldemort.

—No, mi señor... nunca.

Colagusano se levantó y ocupó su lugar en el círculo, sin dejar de mirarse la mano nueva. En la cara aún le brillaban las lágrimas. Voldemort se acercó entonces al hombre que estaba a la derecha de Colagusano.

—Lucius, mi escurridizo amigo —susurró, deteniéndose ante él—. Me han dicho que no has renunciado a los viejos modos, aunque ante el mundo presentas un rostro respeta­ble. Tengo entendido que sigues dispuesto a tomar la inicia­tiva en una sesión de tortura de muggles. Sin embargo, nunca intentaste encontrarme, Lucius. Tu demostración en los Mundiales de quidditch estuvo bien, divertida, me atre­vería a decir... pero ¿no hubieras hecho mejor en emplear tus energías en encontrar y ayudar a tu señor?

—Señor, estuve en constante alerta —dijo con rapidez la voz de Malfoy, desde debajo de la capucha—. Si hubiera visto cualquier señal vuestra, una pista sobre vuestro para­dero, habría acudido inmediatamente a vuestro lado. Nada me lo habría impedido...

—Y aun así escapaste de la Marca Tenebrosa cuando un fiel mortífago la proyectó en el aire el verano pasado —lo interrumpió Voldemort con suavidad, y el señor Mal­foy dejó bruscamente de hablar—. Sí, lo sé todo, Lucius. Me has decepcionado... Espero un servicio más leal en el futuro.

—Por supuesto, señor, por supuesto... Sois misericor­dioso, gracias.

Voldemort se movió, y se detuvo mirando fijamente al hueco que separaba a Malfoy del siguiente hombre, en el que hubieran cabido bien dos personas.

—Aquí deberían encontrarse los Lestrange —dijo Vol­demort en voz baja—. Pero están en Azkaban, sepultados en vida. Fueron fieles, prefirieron Azkaban a renunciar a mí... Cuando asaltemos Azkaban, los Lestrange recibirán más honores de los que puedan imaginarse. Los dementores se unirán a nosotros: son nuestros aliados naturales. Y lla­maremos a los gigantes desterrados. Todos mis vasallos de­votos volverán a mí, y un ejército de criaturas a quienes todos temen...

Siguió su recorrido. Pasaba ante algunos mortífagos sin decir nada, pero se detenía ante otros y les hablaba:

—Macnair... Colagusano me ha dicho que ahora te de­dicas a destruir bestias peligrosas para el Ministerio de Ma­gia. Pronto dispondrás de mejores víctimas, Macnair. Lord Voldemort te proveerá de ellas.

—Gracias, señor... gracias —musitó Macnair.

—Y aquí —Voldemort llegó ante las dos figuras más grandes— tenemos a Crabbe. Esta vez lo harás mejor, ¿no, Crabbe? ¿Y tú, Goyle?

Se inclinaron torpemente, musitando:

—Sí, señor...

—Así será, señor...

—Te digo lo mismo que a ellos, Nott —dijo Voldemort en voz baja, desplazándose hasta una figura encorvada que estaba a la sombra del señor Goyle.

—Señor, me postro ante vos. Soy vuestro más fiel servi­dor...

—Eso espero —repuso Voldemort.

Llegó ante el hueco más grande de todos, y se quedó mi­rándolo con sus rojos ojos, inexpresivos, como si pudiera ver a los que faltaban.

—Y aquí tenemos a seis mortífagos desaparecidos... tres de ellos muertos en mi servicio. Otro, demasiado cobar­de para venir, lo pagará. Otro que creo que me ha dejado para siempre... ha de morir, por supuesto. Y otro que sigue siendo mi vasallo más fiel, y que ya se ha reincorporado a mi servicio.

Los mortífagos se agitaron. Harry vio que se dirigían miradas unos a otros a través de las máscaras.

—Ese fiel vasallo está en Hogwarts, y gracias a sus es­fuerzos ha venido aquí esta noche nuestro joven amigo...

»Sí —continuó Voldemort, y una sonrisa le torció la boca sin labios, mientras los ojos de todos se clavaban en Harry—. Harry Potter ha tenido la bondad de venir a mi fiesta de re­nacimiento. Me atrevería a decir que es mi invitado de honor.

Se hizo el silencio. Luego, el mortífago que se encontra­ba a la derecha de Colagusano avanzó, y la voz de Lucius Malfoy habló desde debajo de la máscara.

—Amo, nosotros ansiamos saber... Os rogamos que nos digáis... como habéis logrado... este milagro... cómo habéis logrado volver con nosotros...

—Ah, ésa es una historia sorprendente, Lucius —con­testó Voldemort—. Una historia que comienza... y termina... con el joven amigo que tenemos aquí.

Se acercó a Harry con desgana, y ambos fueron enton­ces el centro de atención. La serpiente seguía dando vueltas alrededor de Harry.

—Naturalmente, sabéis que a este muchacho lo han llamado «mi caída» —dijo Voldemort suavemente, clavan­do sus rojos ojos en Harry; la cicatriz empezó a dolerle tanto que éste estuvo a punto de chillar de dolor—. Todos sabéis que, la noche en que perdí mis poderes y mi cuerpo, había querido matarlo. Su madre murió para salvarlo, y sin saberlo fue para él un escudo que yo no había previsto... No pude tocarlo.

Voldemort levantó uno de sus largos dedos blancos, y lo puso muy cerca de la mejilla de Harry.

—Su madre dejó en él las huellas de su sacrificio... esto es magia antigua; tendría que haberlo recordado, no me ex­plico cómo lo pasé por alto... Pero no importa: ahora sí que puedo tocarlo.

Harry sintió el contacto de la fría yema del dedo largo y blanco, y creyó que la cabeza le iba a estallar de dolor.

Voldemort rió suavemente en su oído; luego retiró el dedo y siguió dirigiéndose a los mortífagos.

—Me equivoqué, amigos, lo admito. Mi maldición fue desviada por el loco sacrificio de la mujer y rebotó contra mí. Aaah... un dolor por encima de lo imaginable, amigos. Nada hubiera podido prepararme para soportarlo. Fui arrancado del cuerpo, quedé convertido en algo que era menos que espíritu, menos que el más sutil de los fantasmas... y, sin embargo, seguía vivo. Lo que fui entonces, ni siquiera yo lo sé... Yo, que he ido más lejos que nadie en el camino hacia la inmortalidad. Vosotros conocéis mi meta: conquistar la muerte. Y entonces fui puesto a prueba, y resultó que algu­no de mis experimentos funcionó bien... porque no llegué a morir aunque la maldición debiera haberme matado. No obstante, quedé tan desprovisto de poder como la más débil criatura viva, y sin ningún recurso que me ayudara... por­que no tenía cuerpo, y cualquier hechizo que pudiera haberme ayudado requería la utilización de una varita.

»Sólo recuerdo que me obligué a mí mismo a existir, sin desfallecer. Me establecí en un lugar alejado, en un bosque, y esperé... Sin duda, alguno de mis fieles mortífagos trata­ría de encontrarme... alguno de ellos vendría y practicaría la magia que yo no podía, para devolverme a un cuerpo. Pero esperé en vano.

Un estremecimiento recorrió de nuevo el círculo de los mortífagos. Voldemort dejó que aquel estremecimiento cre­ciera horriblemente antes de continuar:

—Sólo conservaba uno de mis poderes: el de ocupar los cuerpos de otros. Pero no me atrevía a ir a donde hubiera abundancia de humanos, porque sabía que los aurores se­guían buscándome por el extranjero. En ocasiones habité el cuerpo de animales (por supuesto, las serpientes fueron mis preferidos), pero en ellos no estaba mucho mejor que siendo puro espíritu, porque sus cuerpos son poco aptos para reali­zar magia... y, además, mi posesión de ellos les acortaba la vida. Ninguno duró mucho.

»Luego... hace cuatro años... encontré algo que parecía asegurarme el retorno. Un mago joven y confiado vagaba por el camino del bosque que había convertido en mi hogar. Era la oportunidad con la que había estado soñando, pues se trataba de un profesor del colegio de Dumbledore. Fue fá­cil doblegarlo a mi voluntad... Me trajo de vuelta a este país, y después de un tiempo ocupé su cuerpo para vigilarlo de cerca mientras cumplía mis órdenes. Pero el plan falló: no logré robar la piedra filosofal. Perdí la oportunidad de ase­gurarme la vida inmortal. Una vez más, Harry Potter frus­tró mi intento...

Volvió a hacerse el silencio. Nada se movía, ni siquiera las hojas del tejo. Los mortífagos estaban completamente inmóviles, y en las máscaras les brillaban los ojos, fijos en Voldemort y en Harry.

—Mi vasallo murió cuando dejé su cuerpo, y yo quedé tan debilitado como antes —prosiguió Voldemort—. Volví a mi lejano refugio temiendo que nunca recuperaría mis po­deres. Sí, aquéllos fueron mis peores días: no podía esperar encontrarme otro mago cuyo cuerpo pudiera ocupar... y ya había perdido toda esperanza de que mis mortífagos se preocuparan por lo que hubiera sido de mí.

Uno o dos de los enmascarados hicieron gestos de inco­modidad, pero Voldemort no hizo caso.

—Y entonces, no hace ni un año, cuando ya había aban­donado toda esperanza, sucedió al fin: un vasallo volvió a mí. Colagusano, aquí presente, que había fingido su propia muerte para huir de la justicia, fue descubierto y decidió volver junto a su señor. Me buscó por el país en que se rumo­reaba que me había ocultado... ayudado, claro, por las ratas que fue encontrando por el camino. Colagusano tiene una curiosa afinidad con las ratas, ¿no es así? Sus sucios ami­guitos le dijeron que, en las profundidades de un bosque al­banés, había un lugar que evitaban, en el que animales pequeños como ellas habían encontrado la muerte al que­dar poseídos por una sombra oscura.

»Pero su viaje de regreso a mí no careció de tropiezos, ¿verdad, Colagusano? Porque una noche, hambriento, en las lindes del mismo bosque en que esperaba encontrarme, paró imprudentemente en una posada para comer algo... ¿y a quién diríais que halló allí? A la mismísima Bertha Jor­kins, una bruja del Ministerio de Magia.

»Ahora veréis cómo el hado favorece a lord Voldemort: aquél podría haber sido el final de Colagusano y de mi últi­ma esperanza de regeneración, pero Colagusano (demos­trando una presencia de ánimo que nunca habría esperado hallar en él) convenció a Bertha Jorkins de que lo acompa­ñara a un paseo a la luz de la luna; la dominó... y la trajo hasta mí. Y Bertha Jorkins, que podría haberlo echado todo a perder, resultó ser un regalo mejor del que hubiera podi­do soñar... porque, con un poco de persuasión, se convirtió en una verdadera mina de información.

»Fue ella la que me dijo que el Torneo de los tres magos tendría lugar en Hogwarts durante este curso, y también la que me habló de un fiel mortífago que estaría deseando ayu­darme, si conseguía ponerme en contacto con él. Me dijo mu­chas cosas... pero los medios que utilicé a fin de romper el encantamiento que le habían echado para borrarle la memo­ria fueron demasiado fuertes, y, cuando le hube sacado toda la información útil, tenía la mente y el cuerpo en tan mal es­tado que no había arreglo posible. Ya me había servido. No podía encarnarme en su cuerpo, así que me deshice de ella.

Voldemort sonrió con su horrenda sonrisa. Sus rojos ojos tenían una mirada cruel y extraviada.

—El cuerpo de Colagusano, por supuesto, era poco ade­cuado para mi encarnación, puesto que todos lo creían muerto y, de ser visto, atraería demasiado la atención. Sin embargo, él fue el vasallo que yo necesitaba, dotado de un cuerpo que puso a mi servicio. Y, aunque no es un gran mago, pudo seguir las instrucciones que le daba y que me fueron devolviendo a un cuerpo, al mío propio, aunque débil y rudimentario; un cuerpo que podía habitar mientras aguardaba los ingredientes esenciales para el verdadero re­nacimiento... Uno o dos encantamientos de mi invención, un poco de ayuda de mi querida Nagini... —los ojos de Vol­demort se dirigieron a la serpiente, que no dejaba de dar vueltas—, una poción elaborada con sangre de unicornio, y el veneno de reptil que Nagini nos proporcionó... y retomé enseguida una forma casi humana, y me encontré lo bas­tante fuerte para viajar.

»Ya no había esperanza de robar la piedra filosofal, por­que sabía que Dumbledore se habría ocupado de destruirla. Pero estaba deseando abrazar de nuevo la vida mortal, an­tes de buscar la inmortal. Así que me propuse expectativas más modestas: me conformaría con retornar a mi antiguo cuerpo, y a mi antigua fuerza.

»Sabía que para lograrlo (la poción que me ha revivido esta noche es una vieja joya de la magia oscura) necesitaría tres ingredientes muy poderosos. Bueno, uno de ellos ya es­taba a mano, ¿verdad, Colagusano? Carne ofrecida por un vasallo...

»El hueso de mi padre, naturalmente, nos obligaba a desplazarnos a este lugar, donde está enterrado. Pero la sangre de un enemigo... Si por Colagusano hubiera sido, ha­bría utilizado la de cualquier mago, ¿verdad? Cualquier mago que me odiara... ¡y hay tantos que todavía lo hacen! Pero yo sabía a quién tenía que usar si quería ser aun más fuerte de lo que había sido antes de mi caída: quería la san­gre de Harry Potter, quería la sangre del que me había des­provisto de fuerza trece años antes, para que la persistente protección que una vez le dio su madre residiera también en mis venas.

»Pero ¿cómo atrapar a Harry Potter? Porque ha estado mejor protegido de lo que incluso él imagina, protegido por medios ingeniados hace tiempo por Dumbledore, cuando se ocupó del futuro del muchacho. Dumbledore invocó magia muy antigua para asegurarse de que el niño no sufría daño mientras se hallaba al cuidado de sus parientes. Ni siquiera yo podía tocarlo allí... Luego, naturalmente, estaban los Mundiales de quldditch. Pensé que su protección se debilita­ría en el estadio, lejos de sus parientes y de Dumbledore, pero yo todavía no me encontraba lo bastante fuerte para intentar secuestrarlo en medio de una horda de magos del Ministerio. Y después el muchacho volvería a Hogwarts, donde desde la mañana a la noche estaría bajo la nariz aguileña de ese loco amigo de los muggles. Así que ¿cómo podía atraparlo?

»Pues, por supuesto, aprovechándome de la informa­ción de Bertha: usando a mi único mortífago fiel, estableci­do en Hogwarts, para asegurarme de que el nombre del muchacho entraba en el cáliz de fuego, usándolo para ase­gurarme de que el muchacho ganaba el Torneo... de que era el primero en tocar la copa, la Copa que mi mortífago habría convertido en un traslador que lo traería aquí, lejos de la protección de Dumbledore, a mis brazos expectantes. Y aquí está... el muchacho que todos vosotros creíais que había sido «mi caída».

Voldemort avanzó lentamente, y volvió su rostro a Harry. Levantó su varita.

¡Crucio!

Fue un dolor muy superior a cualquier otro que Harry hubiera sufrido nunca: los huesos le ardieron, la cabeza pa­recía que se le iba a partir por la cicatriz, los ojos le daban vueltas como locos. Deseó que terminara... perder el conoci­miento... morir...

Y luego cesó. Su cuerpo quedó colgado, sin fuerzas, de las cuerdas que lo ataban a la lápida del padre de Volde­mort, y miró aquellos brillantes ojos rojos a través de una especie de niebla. Las carcajadas de los mortífagos resona­ban en la noche.

—Creo que veis lo estúpido que es pensar que este niño haya sido alguna vez más fuerte que yo —dijo Voldemort—. Pero no quiero que queden dudas en la mente de nadie.

Harry Potter se libró de mí por pura suerte. Y ahora demos­traré mi poder matándolo, aquí y ahora, delante de todos vosotros, sin un Dumbledore que lo ayude ni una madre que muera por él. Le daré una oportunidad. Tendrá que luchar, y no os quedará ninguna duda de quién de nosotros es el más fuerte. Sólo un poquito más, Nagini —susurró, y la ser­piente se retiró deslizándose por la hierba hacia los mortífagos—. Ahora, Colagusano, desátalo y devuélvele la varita.

 

 

Priori incantatem

 

 

Colagusano se acercó a Harry, que intentó sacudirse su aturdimiento y apoyar en los pies el peso del cuerpo antes de que le desataran las cuerdas. Colagusano levantó su nueva mano plateada, le sacó la bola de tela de la boca, y luego, de un solo golpe, cortó todas las ataduras que sujeta­ban a Harry a la lápida.

Durante una fracción de segundo, Harry podría haber pensado en huir, pero la pierna herida le temblaba, y los mortífagos cerraban filas, tapando los huecos de los que fal­taban y formando un cerco más apretado en torno a Volde­mort y él. Colagusano se dirigió hacia el lugar en que yacía el cuerpo de Cedric, y regresó con la varita de Harry, que le puso con brusquedad en la mano, sin mirarlo, para volver luego a ocupar su sitio en el círculo de mortífagos.

—¿Te han dado clases de duelo, Harry Potter? —pre­guntó Voldemort con voz melosa. Sus rojos ojos brillaban a través de la oscuridad.

Aquellas palabras le hicieron recordar a Harry, como si se tratara de una vida anterior, el club de duelo al que había asistido brevemente en Hogwarts dos años antes... Todo cuanto había aprendido en él era el encantamiento de desarme, Expelliarmus. ¿Y qué utilidad podría tener quitarle la varita a Voldemort, si es que conseguía hacer­lo, cuando estaba rodeado de mortífagos y serían por lo menos treinta contra uno? Nunca había aprendido nada que fuera adecuado para aquel momento. Sabía que se iba a enfrentar a aquello contra lo que siempre los había prevenido Moody: la maldición Avada Kedavra, que no se podía interceptar. Y Voldemort tenía razón: aquella vez su madre no se encontraba allí para morir por él. Estaba completamente desprotegido...

—Saludémonos con una inclinación, Harry —dijo Volde­mort, agachándose un poco, pero sin dejar de presentar a Harry su cara de serpiente—. Vamos, hay que comportarse como caballeros... A Dumbledore le gustaría que hicieras gala de tus buenos modales. Inclínate ante la muerte, Harry.

Los mortífagos volvieron a reírse. La boca sin labios de Voldemort se contorsionó en una sonrisa. Harry no se incli­nó. No iba a permitir que Voldemort se burlara de él antes de matarlo... no iba a darle esa satisfacción...

—He dicho que te inclines —repitió Voldemort, alzando la varita.

Harry sintió que su columna vertebral se curvaba como empujada firmemente por una mano enorme e invisible, y los mortífagos rieron más que antes.

—Muy bien —dijo Voldemort con voz suave, y, cuando levantó la varita, la presión que empujaba a Harry hacia abajo desapareció—. Ahora da la cara como un hombre. Tieso y orgulloso, como murió tu padre...

»Señores, empieza el duelo.

Voldemort levantó la varita una vez más, y, antes de que Harry pudiera hacer nada para defenderse, recibió de nuevo el impacto de la maldición cruciatus. El dolor fue tan intenso, tan devastador, que olvidó dónde estaba: era como si cuchillos candentes le horadaran cada centímetro de la piel, y la cabeza le fuera a estallar de dolor. Gritó más fuerte de lo que había gritado en su vida.

Y luego todo cesó. Harry se dio la vuelta y, con dificul­tad, se puso en pie. Temblaba tan incontrolablemente como Colagusano después de cortarse la mano. En su tambaleo llegó hasta el muro de mortífagos, que lo empujaron hacia Voldemort.

—Un pequeño descanso —dijo Voldemort, dilatando de emoción las alargadas rendijas de la nariz—, una breve pausa... Duele, ¿verdad, Harry? No querrás que lo repita, ¿a que no?

Harry no respondió. Moriría como Cedric. Aquellos ojos rojos despiadados se lo estaban diciendo: iba a morir, y no podía hacer nada para evitarlo. Pero a lo que no estaba dis­puesto era a doblegarse. No iba a obedecer a Voldemort... no iba a implorarle...

—Te he preguntado si quieres que lo repita —dijo Vol­demort con voz suave—. ¡Respóndeme! ¡Imperio!

Y, por tercera vez en su vida, Harry sintió la sensación de que su mente se vaciaba de todo pensamiento... Era una ben­dición, no pensar; era como flotar, soñar... Di simplemente «no, por piedad»... Di «no, por piedad»... Simplemente dilo...

«No lo haré —dijo otra voz más fuerte desde la parte de atrás de la cabeza—; no responderé.. .»

Di «no, por piedad»...

«No lo haré, no lo diré...»

Di «no, por piedad»...

—¡NO LO HARÉ!

Y estas palabras brotaron de la boca de Harry. Retum­baron en el cementerio, y la somnolencia desapareció tan de repente como si le hubieran echado un jarro de agua fría. Pero regresaron inmediatamente los dolores que la maldi­ción cruciatus le había dejado en todo el cuerpo, y la con­ciencia del lugar y la situación en que se encontraba.

—¿No lo harás? —dijo Voldemort en voz baja, y los mor­tífagos no se rieron aquella vez—. ¿No dirás «no, por pie­dad»? Harry, la obediencia es una virtud que me gustaría enseñarte antes de matarte... ¿tal vez con otra pequeña do­sis de dolor?

Voldemort levantó la varita, pero aquella vez Harry es­taba listo: con los reflejos adquiridos en los entrenamientos de quidditch, se echó al suelo a un lado. Rodó hasta quedar a cubierto detrás de la lápida de mármol del padre de Volde­mort, y la oyó resquebrajarse al recibir la maldición dirigida a él.

—No vamos a jugar al escondite, Harry —dijo la voz sua­ve y fría de Voldemort, acercándose más entre las risas de los mortífagos—. No puedes esconderte de mí. ¿Es que es­tás cansado del duelo? ¿Preferirías que terminara ya, Harry? Sal, Harry... sal y da la cara. Será rápido... puede que m si quiera sea doloroso, no lo sé... ¡Como nunca me he muerto...!

Harry permaneció agachado tras la lápida, compren­diendo que había llegado su fin. No había esperanza... nadie iba a ayudarlo. Y, al oír a Voldemort acercarse aún más, sólo supo una cosa que escapaba al miedo y a la razón: que no iba a morir agachado como un niño que jugara al escon­dite, ni iba a morir arrodillado a los pies de Voldemort. Mo­riría de pie como su padre, intentando defenderse aunque no hubiera defensa posible.

Antes de que Voldemort asomara la cabeza de serpien­te por el otro lado de la lápida, Harry se había levantado; agarraba firmemente la varita con una mano, la blandía ante él, y se abalanzaba al encuentro de Voldemort para en­frentarse con él cara a cara.

Voldemort estaba listo. Al tiempo que Harry gritaba «¡Expelliarmus!», Voldemort lanzó su «¡Avada Kedavra!».

De la varita de Voldemort brotó un chorro de luz verde en el preciso momento en que de la de Harry salía un rayo de luz roja, y ambos rayos se encontraron en medio del aire. Repentinamente, la varita de Harry empezó a vibrar como si la recorriera una descarga eléctrica. La mano se le había agarrotado, y no habría podido soltarla aunque hubiera querido. Un estrecho rayo de luz que no era de color rojo ni verde, sino de un dorado intenso y brillante, conectó las dos varitas, y Harry, mirando el rayo con asombro, vio que tam­bién los largos dedos de Voldemort aferraban una varita que no dejaba de vibrar.

Y entonces (nada podría haber preparado a Harry para aquello) sintió que sus pies se alzaban del suelo. Tanto él como Voldemort estaban elevándose en el aire, y sus varitas seguían conectadas por el hilo de luz dorada. Se alejaron de la lápida del padre de Voldemort, y fueron a aterrizar en un claro de tierra sin tumbas. Los mortífagos gritaban pidién­dole instrucciones a Voldemort mientras, seguidos por la serpiente, volvían a reunirse y a formar el círculo en torno a ellos. Algunos sacaron las varitas.

El rayo dorado que conectaba a Harry y Voldemort se escindió. Aunque las varitas seguían conectadas, mil rami­ficaciones se desprendieron trazando arcos por encima de ellos, y se entrelazaron a su alrededor hasta dejarlos ence­rrados en una red dorada en forma de campana, una especie de jaula de luz, fuera de la cual los mortífagos merodeaban como chacales, profiriendo gritos que llegaban adentro amortiguados.

—¡No hagáis nada! —les gritó Voldemort a los mortí­fagos.

Harry vio que tenía los ojos completamente abiertos de sorpresa ante lo que estaba ocurriendo, y que forcejea­ba en un intento de romper el hilo de luz que seguía unien­do las varitas. Harry agarró la suya con más fuerza utilizando ambas manos, y el hilo dorado permaneció in­tacto.

—¡No hagáis nada a menos que yo os lo mande! —volvió a gritar Voldemort.

Y, entonces, un sonido hermoso y sobrenatural llenó el aire... Procedía de cada uno de los hilos de la red finamente tejida en torno a Harry y Voldemort. Era un sonido que Harry pudo reconocer, aunque antes sólo lo había oído una vez: era el canto del fénix.

Para Harry era un sonido de esperanza... lo más hermo­so y acogedor que había oído en su vida. Sentía como si el canto estuviera dentro de él en vez de rodearlo. Era un sonido que lo conectaba a Dumbledore, como si un amigo le ha­blara al oído...

No rompas la conexión.

«Lo sé —le dijo Harry a la música—, ya sé que no debo.» Pero, en cuanto lo hubo pensado, se convirtió en algo bas­tante más difícil de cumplir. Su varita empezó a vibrar más fuerte que antes... y el rayo que lo unía a Voldemort había cambiado también: era como si unos guijarros de luz se des­lizaran de un lado a otro del rayo que unía las varitas. Harry notó que su varita se sacudía en el interior de su mano mientras los guijarros comenzaban a deslizarse hacia su lado lenta pero incesantemente. La dirección del movi­miento del rayo era de Voldemort hacia él, y notaba que su varita vibraba con enorme fuerza...

Cuando el más próximo de los guijarros de luz se acercó a la varita de Harry, la madera que tenía entre los dedos se puso tan caliente que a Harry le dio miedo que se prendiera. Cuanto más se acercaba el guijarro, con más fuerza vibraba la varita de Harry. Tuvo la certeza de que, en cuanto tocara la varita, ésta se desharía. Parecía a punto de hacerse astillas entre sus dedos...

Concentró cada célula de su cerebro en obligar al guija­rro a retroceder hacia Voldemort, con el canto del fénix en los oídos y los ojos furiosos, fijos. Lentamente, muy lenta­mente, los guijarros se fueron deteniendo, y luego, con la mis­ma lentitud, comenzaron a desplazarse en sentido opuesto... y entonces fue la varita de Voldemort la que empezó a vibrar con terrible fuerza. Voldemort parecía anonadado y casi te­meroso.

Uno de los guijarros de luz temblaba a unos centíme­tros de distancia de la varita de Voldemort. Harry no sabía por qué lo hacía, no sabía qué podría sacar de aquello... pero se concentró como nunca en su vida en obligar a aquel guija­rro de luz a ir hacia la varita de Voldemort, y despacio, muy despacio, el guijarro se movió a través del hilo dorado, tem­bló por un momento, y luego hizo contacto.

De inmediato, la varita de Voldemort prorrumpió en es­tridentes alaridos de dolor. A continuación (los rojos ojos de Voldemort se abrieron de terror) una mano de humo denso surgió de la punta de la varita y se desvaneció: el espectro de la mano que le había dado a Colagusano. Más gritos de dolor, y luego empezó a brotar de la punta de la varita de Voldemort algo mucho más grande, algo gris que parecía hecho de un humo casi sólido. Formó una cabeza... a la que siguieron el pecho y los brazos: era el torso de Cedric Diggory.

Esto conmocionó a Harry de tal manera, que si en algún momento podría haber soltado la varita habría sido aquél, pero el instinto se lo impidió, de manera que el rayo de luz dorada siguió intacto, aunque el espeso espectro gris de Ce­dric Diggory (¿era un espectro?, ¡parecía corpóreo!) salió en su totalidad de la punta de la varita de Voldemort como de un túnel muy estrecho. Y aquella sombra de Cedric se puso de pie, miró a ambos lados el rayo de luz dorada, y habló:

—¡Aguanta, Harry! —dijo.

La voz resonó distante. Harry miró a Voldemort, que contemplaba atónito la escena, con los ojos abiertos como platos. Aquello lo había cogido tan de sorpresa como a Harry. Éste oyó los apagados gritos de terror de los mortífa­gos, que rondaban fuera de la campana dorada.

Surgieron nuevos gritos de dolor de la varita, y luego algo más brotó de la punta: la densa sombra de una segunda cabeza, rápidamente seguida de los brazos y el torso. Un viejo al que Harry había visto en cierta ocasión en un sueño salía de la punta de la varita exactamente igual que había hecho Cedric... Su espectro, o su sombra, o lo que fuera, cayó junto al de Cedric y, apoyándose sobre su cayado, examinó con alguna sorpresa a Harry, a Voldemort, la red dorada y las varitas conectadas.

—Entonces, ¿era un mago de verdad? —dijo el viejo, fi­jándose en Voldemort—. Me mató, ése lo hizo... ¡Pelea bien, muchacho!

Pero ya estaba surgiendo una nueva cabeza... y aqué­lla, gris como una estatua de humo, era la de una mujer. Soportando las sacudidas con ambas manos para no soltar la varita, Harry la vio caer al suelo y levantarse como los otros, observando.

La sombra de Bertha Jorkins contempló con los ojos muy abiertos la batalla que tenía lugar ante ella.

—¡No sueltes! —le gritó, y su voz retumbó al igual que la de Cedric, como si llegara de muy lejos—. ¡No sueltes, Harry, no sueltes!

Ella y los otros dos fantasmas comenzaron a deambular por la parte interior de la campana dorada, mientras los mortífagos hacían algo parecido en la parte de fuera... Las víctimas de Voldemort cuchicheaban rodeando a los duelis­tas, le susurraban a Harry palabras de ánimo y le decían a Voldemort cosas que Harry no alcanzaba a oír.

Y entonces otra cabeza salió de la punta de la varita de Voldemort... Harry supo quién era en cuanto la vio, lo comprendió como si la hubiera estado esperando desde el momento en que Cedric había surgido de la varita, lo com­prendió porque la mujer que salía era la persona en la que más había pensado aquella noche...

La sombra de humo de una mujer joven de pelo largo cayó al suelo tal como había hecho Bertha, se levantó y lo miró... y Harry, con los brazos temblando furiosamente, devolvió la mirada al rostro fantasmal de su madre.

—Tu padre está en camino... —dijo ella en voz baja—. Quiere verte... Todo irá bien... ¡ánimo!...

Y entonces empezó a salir: primero la cabeza, luego el cuerpo, alto y de pelo alborotado como Harry. La forma eté­rea de James Potter brotó del extremo de la varita de Volde­mort, cayó al suelo y se puso de pie como su mujer. Se acercó a Harry, mirándolo, y le habló con la misma voz lejana y resonante que los otros, pero en voz baja, para que Voldemort, cuya cara estaba ahora lívida de terror al verse rodeado por sus víctimas, no pudiera oírlo:

—Cuando la conexión se rompa, desapareceremos al cabo de unos momentos... pero te daremos tiempo... Tienes que alcanzar el traslador, que te llevará de vuelta a Hog­warts. ¿Has comprendido, Harry?

—Sí —contestó éste jadeando, haciendo un enorme es­fuerzo por sostener la varita, que se le resbalaba entre los dedos.

—Harry —le cuchicheó la figura de Cedric—, lleva mi cuerpo, ¿lo harás? Llévales el cuerpo a mis padres...

—Lo haré —contestó Harry con el rostro tenso por el es­fuerzo.

—Prepárate —susurró la voz de su padre—. Prepárate para correr... ahora...

—¡YA! —gritó Harry.

No hubiera podido aguantar ni un segundo más. Le­vantó la varita con todas sus fuerzas, y el rayo dorado se partió. La jaula de luz se desvaneció y se apagó el canto del fénix, pero las víctimas de Voldemort no desaparecie­ron: lo cercaron para servirle a Harry de escudo.

Y Harry corrió como nunca lo había hecho en su vida, golpeando a dos mortífagos atónitos para abrirse paso. Corrió en zigzag por entre las tumbas, notando tras él las maldiciones que le arrojaban, oyéndolas pegar en las lápi­das: fue esquivando tumbas y maldiciones, dirigiéndose como una bala hacia el cuerpo de Cedric, olvidado por completo del dolor de la pierna, concentrado con todas sus fuer­zas en lo que tenía que hacer.

—¡Aturdidlo! —oyó gritar a Voldemort.

A tres metros de Cedric, Harry se parapetó tras un ángel de mármol para evitar los chorros de luz roja. La punta de una de las alas del ángel cayó rota al ser alcanzada por las maldiciones. Agarrando más fuerte la varita, salió corriendo.

¡Impedimenta! —gritó, apuntando con la varita por encima del hombro a los mortífagos que lo perseguían.

Por un grito amortiguado, pensó que había dado al me­nos a uno de ellos, pero no tenía tiempo de pararse a mirar. Saltó sobre la Copa y se echó al suelo al oír más maldiciones tras él. Nuevos chorros de luz le pasaron por encima de la cabeza mientras, tumbado, alargaba la mano para coger el brazo de Cedric.

—¡Apartaos! ¡Lo mataré! ¡Es mío! —chilló Voldemort.

La mano de Harry había aferrado a Cedric por la muñe­ca. Entre él y Voldemort se interponía una lápida, pero Ce­dric pesaba demasiado para arrastrarlo, y la Copa quedaba fuera de su alcance.

Los rojos ojos de Voldemort destellaron en la oscuridad. Harry lo vio curvar la boca en una sonrisa, y levantar la va­rita.

¡Accio! —gritó Harry, apuntando a la Copa de los tres magos con la varita.

La Copa voló por el aire hasta él. Harry la cogió por un asa.

Oyó el grito furioso de Voldemort en el mismo instante en que él sentía la sacudida bajo el ombligo que significaba que el traslador había funcionado: se alejaba de allí a toda velocidad en medio de un torbellino de viento y colores, y Cedric iba a su lado. Regresaban...

 

 


Date: 2015-12-11; view: 504


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