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La locura del señor Crouch 4 page

Salieron en silencio y cerraron la puerta. Al cabo de un minuto más o menos dejaron de oírse, procedentes del corre­dor de abajo, los secos golpes de la pata de palo de Moody. Harry miró a su alrededor.

—Hola, Fawkes —saludó.

Fawkes, el fénix del profesor Dumbledore, estaba posa­do en su percha de oro, al lado de la puerta. Era del tamaño de un cisne, con un magnifico plumaje dorado y escarlata. Lo saludó agitando en el aire su larga cola y mirándolo con ojos entornados y tiernos.

Harry se sentó en una silla delante del escritorio de Dumbledore. Durante varios minutos se quedó allí, contem­plando a los antiguos directores del colegio, que resoplaban en sus retratos, mientras pensaba en lo que acababa de oír y se pasaba distraídamente los dedos por la cicatriz: ya no le dolía.

Se sentía mucho más tranquilo hallándose en el des­pacho de Dumbledore y sabiendo que no tardaría en ha­blar con él de su sueño. Harry miró la pared que había tras el escritorio: el Sombrero Seleccionador, remendado y an­drajoso, descansaba sobre un estante. Junto a él había una urna de cristal que contenía una magnífica espada de plata con grandes rubíes incrustados en la empuñadura; Harry la reconoció como la espada que él mismo había sa­cado del Sombrero Seleccionador cuando se hallaba en segundo. Aquélla era la espada de Godric Gryffindor, el fundador de la casa a la que pertenecía Harry. La estaba contemplando, recordando cómo había llegado en su ayu­da cuando lo daba todo por perdido, cuando vio que sobre la urna de cristal temblaba un punto de luz plateada. Bus­có de dónde provenía aquella luz, y vio un brillante rayito que salía de un armario negro que había a su espalda, con la puerta entreabierta. Harry dudó, miró a Fawkes y luego se levantó; atravesó el despacho y abrió la puerta del ar­mario.

Había allí una vasija de piedra poco profunda, con ta­llas muy raras alrededor del borde: eran runas y símbolos que Harry no conocía. La luz plateada provenía del conteni­do de la vasija, que no se parecía a nada que Harry hubiera visto nunca. No hubiera podido decir si aquella sustancia era un líquido o un gas: era de color blanco brillante, platea­do, y se movía sin cesar. La superficie se agitó como el agua bajo el viento, para luego separarse formando nubecillas que se arremolinaban. Daba la sensación de ser luz licuada, o viento solidificado: Harry no conseguía comprenderlo.

Quiso tocarlo, averiguar qué tacto tenía, pero casi cua­tro años de experiencia en el mundo mágico le habían ense­ñado que era muy poco prudente meter la mano en un recipiente lleno de una sustancia desconocida, así que sacó la varita de la túnica, echó una ojeada nerviosa al despacho, volvió a mirar el contenido de la vasija y lo tocó con la varita. La superficie de aquella cosa plateada comenzó a girar muy rápido.



Harry se inclinó más, metiendo la cabeza en el armario. La sustancia plateada se había vuelto transparente, parecía cristal. Miró dentro esperando distinguir el fondo de piedra de la vasija, y en vez de eso, bajo la superficie de la misterio­sa sustancia, vio una enorme sala, una sala que él parecía observar desde una cúpula de cristal.

Estaba apenas iluminada, y Harry pensó que incluso podía ser subterránea, porque no tenía ventanas, sólo antor­chas sujetas en argollas como las que iluminaban los muros de Hogwarts. Bajando la cara de forma que la nariz le quedó a tres centímetros escasos de aquella sustancia cristalina, vio que delante de cada pared había varias filas de bancos, tanto más elevados cuanto más cercanos a la pared, en los que se encontraban sentados muchos brujos de ambos sexos. En el centro exacto de la sala había una silla vacía. Algo en ella le producía inquietud. En los brazos de la silla había unas cade­nas, como si al ocupante de la silla se lo soliera atar a ella.

¿Dónde estaba aquel misterioso lugar? No parecía que perteneciera a Hogwarts: nunca había visto en el castillo una sala como aquélla. Además, la multitud que la ocupaba se hallaba compuesta exclusivamente de adultos, y Harry sabía que no había tantos profesores en Hogwarts. Parecían estar esperando algo, pensó, aunque no les veía más que los sombreros puntiagudos. Todos miraban en la misma direc­ción, sin hablar.

Como la vasija era circular, y la sala que veía, cuadra­da, Harry no distinguía lo que había en los cuatro rincones. Se inclinó un poco más, ladeando la cabeza para poder ver...

La punta de la nariz tocó la extraña sustancia.

El despacho de Dumbledore se sacudió terriblemente. Harry fue propulsado de cabeza a la sustancia de la vasija...

Pero no dio de cabeza contra el suelo de piedra: se notó caer por entre algo negro y helado, como si un remolino os­curo lo succionara...

Y, de repente, se hallaba sentado en uno de los últimos bancos de la sala que había dentro de la vasija, un banco más elevado que los otros. Miró hacia arriba esperando ver la cúpula de cristal a través de la que había estado mirando, pero no había otra cosa que piedra oscura y maciza.

Respirando con dificultad, Harry observó a su alrede­dor. Ninguno de los magos y brujas de la sala (y eran al menos doscientos) lo miraba. Ninguno de ellos parecía haberse dado cuenta de que un muchacho de catorce años acababa de caer del techo y se había sentado entre ellos. Harry se volvió hacia el mago que tenía a su lado, y profirió un grito de sorpresa que retumbó en toda la silenciosa sala.

Estaba sentado justo al lado de Albus Dumbledore.

—¡Profesor! —dijo Harry en una especie de susurro ahogado—, lo lamento... yo no pretendía... Sólo estaba mi­rando la vasija que había en su armario... Yo... ¿Dónde esta­mos?

Pero Dumbledore no respondió ni se inmutó. Hizo caso omiso de Harry. Como todos los demás, estaba vuelto hacia el rincón más alejado de la sala, en el que había una puerta.

Harry miró a Dumbledore desconcertado, luego a toda la multitud que observaba en silencio, y de nuevo a Dum­bledore. Y entonces comprendió...

Ya en otra ocasión se había encontrado en un lugar en el que nadie lo veía ni oía. En aquella oportunidad había caído, a través de la página de un diario encantado, en la memoria de otra persona. O mucho se equivocaba, o algo parecido había vuelto a ocurrir.

Levantó la mano derecha, dudó un momento y la movió con brío delante de la cara de Dumbledore, que ni parpadeó, ni lo miró, ni hizo movimiento alguno. Y eso, le pareció a Harry, despejaba cualquier duda. Dumbledore no lo hubie­ra pasado por alto de aquella manera. Se encontraba dentro de la memoria de alguien, y aquél no era el Dumbledore ac­tual. Sin embargo, tampoco podía hacer muchísimo tiempo de aquello, porque el Dumbledore sentado a su lado ya tenía el pelo plateado. Pero ¿qué lugar era aquél? ¿Qué era lo que aguardaban todos aquellos magos?

Observó con detenimiento. La sala, tal como había su­puesto al observarla desde arriba, era seguramente subte­rránea: pensó que, de hecho, tenía más de mazmorra que de sala. La atmósfera del lugar era sórdida e intimidatoria. No había cuadros en las paredes, ni ningún otro tipo de decora­ción, sólo aquellas apretadas filas de bancos que se eleva­ban escalonadamente hacia las paredes, colocados para que todo el mundo tuviera una clara visión de la silla de las ca­denas.

Antes de que Harry pudiera llegar a una conclusión so­bre el lugar en que se encontraba, oyó pasos. Se abrió la puerta del rincón, y entraron tres personas... O, por lo me­nos, uno de ellos era una persona, porque los otros dos, que lo flanqueaban, eran dementores.

Notó frío en las tripas. Los dementores, unas criaturas altas que ocultaban la cara bajo una capucha, se dirigieron muy lentamente hacia el centro de la sala, donde estaba la silla, agarrando cada uno, con sus manos de aspecto putre­facto, uno de los brazos del hombre. Éste parecía a punto de desmayarse, y Harry no se lo podía reprochar: no estando más que en la memoria de alguien, los dementores no le po­dían causar ningún daño, pero recordaba demasiado bien lo que hacían. La multitud se echó un poco para atrás cuando los dementores colocaron al hombre en la silla con las cade­nas para luego salir de la sala. La puerta se cerró tras ellos.

Harry observó al hombre que habían conducido hasta la silla, y vio que se trataba de Karkarov.

A diferencia de Dumbledore, Karkarov parecía mu­cho más joven: tenía negros el cabello y la perilla. No lle­vaba sus lustrosas pieles, sino una túnica delgada y raída.

Temblaba. Ante los ojos de Harry, las cadenas de los bra­zos de la silla emitieron un destello dorado y solas se enros­caron como serpientes en torno a sus brazos, sujetándolo a la silla.

—Igor Karkarov —dijo una voz seca que provenía de la izquierda de Harry. Éste se volvió y vio al señor Crouch de pie ante el banco que había a su lado. Crouch tenía el pelo oscuro, el rostro mucho menos arrugado, y parecía fuerte y enérgico—. Se lo ha traído a este lugar desde Azkaban para prestar declaración ante el Ministerio de Magia. Usted nos ha dado a entender que dispone de información importante para nosotros.

Sujeto a la silla como estaba, Karkarov se enderezó cuanto pudo.

—Así es, señor —dijo, y, aunque la voz le temblaba, Harry pudo percibir en ella el conocido deje empalagoso—. Quiero ser útil al Ministerio. Quiero ayudar. Sé... sé que el Ministerio está tratando de atrapar a los últimos partida­rios del Señor Tenebroso. Mi deseo es ayudar en todo lo que pueda...

Se escuchó un murmullo en los bancos. Algunos de los magos y brujas examinaban a Karkarov con interés, otros con declarado recelo. Harry oyó, muy claramente y procedente del otro lado de Dumbledore, una voz gruñona que le resultó conocida y que pronunció la palabra:

—Escoria.

Se inclinó hacia delante para ver quién estaba al otro lado de Dumbledore. Era Ojoloco Moody, aunque con aspec­to muy diferente. No tenía ningún ojo mágico, sino dos nor­males, ambos fijos en Karkarov y relucientes de rabia.

—Crouch va a soltarlo —musitó Moody dirigiéndose a Dumbledore—. Ha llegado a un trato con él. Me ha costado seis meses encontrarlo, y Crouch va a dejarlo marchar con tal de que pronuncie suficientes nombres nuevos. Si por mí fuera, oiríamos su información y luego lo mandaríamos de vuelta con los dementores.

Por su larga nariz aguileña, Dumbledore dejó escapar un pequeño resoplido en señal de desacuerdo.

—¡Ah!, se me olvidaba... No te gustan los dementores, ¿eh, Albus? —dijo Moody con sarcasmo.

—No —reconoció Dumbledore con tranquilidad—, me temo que no. Hace tiempo que pienso que el Ministerio se ha equivocado al aliarse con semejantes criaturas.

—Pero con escoria semejante... —replicó Moody en voz baja.

—Dice usted, Karkarov, que tiene nombres que ofrecer­nos —dijo el señor Crouch—. Por favor, déjenos oírlos.

—Tienen que comprender —se apresuró a decir Karka­rov— que El-que-no-debe-ser-nombrado actuaba siempre con el secretismo más riguroso... Prefería que nosotros... quiero decir, sus partidarios (y ahora lamento, muy profun­damente, haberme contado entre ellos)...

—No te enrolles —dijo Moody con desprecio.

—... no supiéramos los nombres de todos nuestros com­pañeros. Él era el único que nos conocía a todos.

—Muy inteligente por su parte, para evitar que gente como tú, Karkarov, pudiera delatarlos a todos —murmuró Moody.

—Aun así, usted dice que dispone de algunos nombres que ofrecernos —observó el señor Crouch.

—Sí... sí —contestó Karkarov entrecortadamente—. Y son nombres de partidarios importantes. Gente a la que vi con mis propios ojos cumpliendo sus órdenes. Ofrezco al Ministerio esta información como prueba de que renuncio a él plena y totalmente, y que me embarga un arrepenti­miento tan profundo que a duras penas puedo...

—¿Y esos nombres son...? —lo cortó el señor Crouch.

Karkarov tomó aire.

—Estaba Antonin Dolohov —declaró—. Lo... lo vi tortu­rar a un sinfín de muggles y... y de gente que no era partidaria del Señor Tenebroso.

—Y lo ayudaste a hacerlo —murmuró Moody.

—Ya hemos atrapado a Dolohov —dijo Crouch—. Fue apresado poco después de usted.

—¿De verdad? —exclamó Karkarov, abriendo los ojos—.Me... ¡me alegro de oírlo!

Pero no daba esa impresión. Harry se dio cuenta de que la noticia era para él un duro golpe, porque significa­ba que uno de los nombres que tenía preparados carecía de utilidad.

—¿Hay más? —preguntó Crouch con frialdad.

—Bueno, sí... estaba Rosier —se apresuró a decir Kar­karov—: Evan Rosier.

—Rosier ha muerto —explicó Crouch—. Lo atraparon también poco después que a usted. Prefirió resistir antes que entregarse, y murió en la lucha.

—Pero se llevó con él un trozo de mí —susurró Moody a la derecha de Harry. Lo miró de nuevo, y vio que le indicaba a Dumbledore el trozo que le faltaba en la nariz.

—Se... ¡se lo tenía merecido! —exclamó Karkarov, con una genuina nota de pánico en la voz.

Harry notó que empezaba a preocuparse por no poder dar al Ministerio ninguna información de utilidad. Los ojos de Karkarov se dirigieron a la puerta del rincón, tras la cual, sin duda, aguardaban los dementores.

—¿Alguno más? —preguntó Crouch.

—¡Sí! —dijo Karkarov—. ¡Estaba Travers, que ayudó a matar a los McKinnons! Mulciber... Su especialidad era la maldición imperius, ¡y obligó a un sinfín de personas a ha­cer cosas horrendas! ¡Rookwood, que era espía y le pasó a El-que-no-debe-ser-nombrado mucha información desde el mismo Ministerio!

Harry comprendió que, aquella vez, Karkarov había dado en el clavo. Hubo murmullos entre la multitud.

—¿Rookwood? —preguntó el señor Crouch, haciendo un gesto con la cabeza dirigido a una bruja sentada delante de él, que comenzó a escribir en un trozo de pergamino—. ¿Augustus Rookwood, del Departamento de Misterios?

—El mismo —confirmó Karkarov—. Creo que disponía de una red de magos ubicados en posiciones privilegiadas, tanto dentro como fuera del Ministerio, para recoger infor­mación...

—Pero a Travers y Mulciber ya los tenemos —dijo el se­ñor Crouch—. Muy bien, Karkarov. Si eso es todo, se lo de­volverá a Azkaban mientras decidimos...

—¡No! —gritó Karkarov, desesperado—. ¡Espere, tengo más!

A la luz de las antorchas, Harry pudo verlo sudar. Su blanca piel contrastaba claramente con el negro del cabello y la barba.

—¡Snape! —gritó—. ¡Severus Snape!

—Snape ha sido absuelto por esta Junta —replicó el se­ñor Crouch con frialdad—. Albus Dumbledore ha respondi­do por él.

—¡No! —gritó Karkarov, tirando de las cadenas que lo ataban a la silla—. ¡Se lo aseguro! ¡Severus Snape es un mortífago!

Dumbledore se puso en pie.

—Ya he declarado sobre este asunto —dijo con cal­ma—. Es cierto que Severus Snape fue un mortífago. Sin embargo, se pasó a nuestro lado antes de la caída de lord Voldemort y se convirtió en espía a nuestro servicio, asu­miendo graves riesgos personales. Ahora no tiene de mortí­fago más que yo mismo.

Harry se volvió para mirar a Ojoloco Moody. A espaldas de Dumbledore, su expresión era de escepticismo.

—Muy bien, Karkarov —dijo Crouch fríamente—, ha sido de ayuda. Revisaré su caso. Mientras tanto volverá a Azkaban...

La voz del señor Crouch se apagó, y Harry miró a su alrededor. La mazmorra se disolvía como si fuera de humo, todo se desvanecía; sólo podía ver su propio cuerpo: todo lo demás era una oscuridad envolvente.

Y entonces volvió la mazmorra. Estaba sentado en un asiento distinto: de nuevo en el banco superior, pero esta vez a la izquierda del señor Crouch. La atmósfera parecía muy diferente: relajada, se diría que alegre. Los magos y brujas hablaban entre sí, casi como si se hallaran en algún evento deportivo. Una bruja sentada en las gradas del medio, enfrente de Harry, atrajo su atención. Tenía el pelo ru­bio y corto, llevaba una túnica de color fucsia y chupaba el extremo de una pluma de color verde limón: se trataba, sin duda alguna, de una Rita Skeeter más joven que la que co­nocía. Dumbledore se encontraba de nuevo sentado a su lado, pero vestido con una túnica diferente. El señor Crouch parecía más cansado y demacrado, pero también más temi­ble... Harry comprendió: se trataba de un recuerdo diferen­te, un día diferente, un juicio distinto.

Se abrió la puerta del rincón, y Ludo Bagman entró en la sala.

Pero no era el Ludo Bagman apoltronado y fondón, sino que se hallaba claramente en la cumbre de su carrera como jugador de quidditch: aún no tenía la nariz rota, y era alto, delgado y musculoso. Bagman parecía nervioso al sentarse en la silla de las cadenas; unas cadenas que no lo apresaron como habían hecho con Karkarov, y Bagman, tal vez anima­do por ello, miró a la multitud, saludó con la mano a un par de personas y logró esbozar una ligera sonrisa.

—Ludo Bagman, se lo ha traído ante la Junta de la Ley Mágica para responder de cargos relacionados con las activi­dades de los mortífagos —dijo el señor Crouch—. Hemos es­cuchado las pruebas que se han presentado contra usted, y nos disponemos a emitir un veredicto. ¿Tiene usted algo que añadir a su declaración antes de que dictemos sentencia?

Harry no daba crédito a sus oídos: ¿Ludo Bagman un mortífago?

—Solamente —dijo Bagman, sonriendo con embara­zo—, bueno, que sé que he sido bastante tonto.

Una o dos personas sonrieron con indulgencia desde los asientos. El señor Crouch no parecía compartir sus simpa­tías: miraba a Ludo Bagman con la más profunda severidad y desagrado.

—Nunca dijiste nada más cierto, muchacho —murmu­ró secamente alguien detrás de Harry, para que lo oyera Dumbledore. Miró y vio de nuevo a Moody—. Si no supiera que nunca ha tenido muchas luces, creería que una de esas bludgers le había afectado al cerebro...

—Ludovic Bagman, usted fue sorprendido pasando in­formación a los partidarios de lord Voldemort —dijo el se­ñor Crouch—. Por este motivo pido para usted un período de prisión en Azkaban de no menos de...

Pero de los bancos surgieron gritos de enfado. Algunos magos y brujas se habían puesto en pie y dirigían al señor Crouch gestos amenazadores alzando los puños.

—¡Pero ya les he dicho que yo no tenía ni idea! —gritó Bagman de todo corazón por encima de la algarabía, abriendo más sus redondos ojos azules—. ¡Ni la más remota idea! Rookwood era un amigo de la familia... ¡Ni se me pasó por la cabeza que pudiera estar en tratos con Quien-ustedes-saben! ¡Yo creía que la información era para los nuestros! Y Rook­wood no paraba de ofrecerme un puesto en el Ministerio para cuando mis días en el quidditch hubieran concluido, ya sa­ben... No puedo seguir parando bludgers con la cabeza el resto de mi vida, ¿verdad?

Hubo risas entre la multitud.

—Se someterá a votación —declaró con frialdad el se­ñor Crouch. Se volvió hacia la derecha de la mazmorra—. El jurado tendrá la bondad de alzar la mano: los que estén a favor de la pena de prisión...

Harry miró hacia la derecha de la mazmorra: nadie le­vantaba la mano. Muchos de los magos y brujas de la parte superior de la sala empezaron a aplaudir. Una de las brujas del jurado se puso en pie.

—¿Sí? —preguntó Crouch.

—Simplemente, querríamos felicitar al señor Bagman por su espléndida actuación dentro del equipo de Inglaterra en el partido contra Turquía del pasado sábado —dijo la bruja con voz entrecortada.

El señor Crouch parecía furioso. En aquel momento, la mazmorra vibraba con los aplausos. Bagman respondió a ellos poniéndose en pie, inclinándose y sonriendo.

—Una infamia —dijo Crouch al sentarse junto a Dum­bledore, mientras Bagman salía de la sala—. Claro que Rookwood le iba a dar un puesto... El día en que Ludo Bagman entre en el Ministerio será un día muy triste...

Y la sala volvió a desvanecerse. Cuando reapareció, Harry observó a su alrededor. El y Dumbledore seguían sentados al lado del señor Crouch, pero el ambiente no po­día ser más distinto. El silencio era total, roto solamente por los secos sollozos de una bruja menuda y frágil que se hallaba al lado del señor Crouch. Con manos temblorosas, se apretaba un pañuelo contra la boca. Harry miró a Crouch y lo vio más demacrado y pálido que nunca. En la sien se apreciaban las contracciones de un nervio.

—Tráiganlos —ordenó, y su voz retumbó en la silencio­sa mazmorra.

La puerta del rincón volvió a abrirse. Aquella vez entra­ron seis dementores flanqueando a un grupo de cuatro per­sonas. Harry vio que todo el mundo se volvía a mirar al señor Crouch. Algunos cuchicheaban.

Los dementores colocaron al grupo en cuatro sillas con cadenas que habían puesto en el centro de la mazmorra. Ha­bía un hombre robusto que miró a Crouch inexpresivamente; otro hombre más delgado y de aspecto nervioso, cuyos ojos recorrían la multitud; una mujer con cabello negro, brillan­te y espeso, y párpados caídos, que se sentó en la silla de ca­denas como si fuera un trono, y un muchacho de unos veinte años que parecía petrificado: estaba temblando, y el pelo co­lor de paja le caía sobre la cara de piel blanca como la leche y pecosa. La bruja menuda sentada al lado de Crouch comenzó a balancearse hacia atrás y hacia delante en su asiento, lloriqueando sobre el pañuelo.

Crouch se levantó. Miró a los cuatro que tenía ante él con expresión de odio.

—Se los ha traído ante la Junta de la Ley Mágica —dijo pronunciando con claridad— para que podamos juzgarlos por crímenes tan atroces...

—Padre —suplicó el muchacho del pelo color paja—. Por favor, padre...

—... que raramente este juzgado ha oído otros seme­jantes —siguió Crouch, hablando más alto para ahogar la voz de su hijo—. Hemos oído las pruebas presentadas con­tra ustedes. Los cuatro están acusados de haber captura­do a un auror, Frank Longbottom, y haberlo sometido a la maldición cruciatus por creerlo en conocimiento del para­dero actual de su jefe exiliado, El-que-no-debe-ser-nom­brado...

—¡Yo no, padre! —gritó el muchacho encadenado—. Yo no, padre, lo juro. ¡No vuelvas a enviarme con los dementores...!

—Se los acusa también —continuó el señor Crouch— de haber usado la maldición cruciatus contra la mujer de Frank Longbottom cuando él no les proporcionó la informa­ción. Planearon restaurar en el poder a El-que-no-debe-ser-nombrado, y volver a la vida de violencia que presumi­blemente llevaron ustedes mientras él fue poderoso. Ahora pido al jurado...

—¡Madre! —gritó el muchacho, y la bruja menuda que estaba junto a Crouch sollozó con más fuerza—. ¡No lo de­jes, madre! ¡Yo no lo hice, yo no fui!

—Pido a los miembros del jurado —prosiguió el señor Crouch— que levanten las manos si creen, como yo, que es­tos crímenes merecen la cadena perpetua en Azkaban.

Todos a la vez, los magos y brujas del lado de la dere­cha, levantaron las manos. La multitud de la parte superior prorrumpió en aplausos, tal cual habían hecho con Bagman, con el entusiasmo plasmado en la cara. El muchacho gritó con desesperación:

—¡No, madre, no! ¡Yo no lo hice, no lo hice, no sabía! ¡No me envíes allí, no lo dejes!

Los dementores volvieron a entrar en la sala. Los tres compañeros del muchacho se levantaron con serenidad de las sillas. La mujer de los párpados caídos miró a Crouch y vociferó:

—¡El Señor Tenebroso se alzará de nuevo, Crouch! ¡Echadnos a Azkaban: podemos esperar! ¡Se alzará de nue­vo y vendrá a buscarnos, nos recompensará más que a nin­gún otro de sus partidarios! ¡Sólo nosotros le hemos sido fieles! ¡Sólo nosotros hemos tratado de encontrarlo!

El muchacho, en cambio, se debatía contra los demen­tores, aun cuando Harry notó que el frío poder absorbente de éstos empezaba a afectarlo. La multitud los insultaba, algunos puestos en pie, mientras la mujer salía de la sala con decisión y el muchacho seguía luchando.

—¡Soy tu hijo! —le gritó al señor Crouch—. ¡Soy tu hijo!

—¡Tú no eres hijo mío! —chilló el señor Crouch, con los ojos repentinamente desorbitados—. ¡Yo no tengo ningún hijo!

La bruja menuda que estaba a su lado lanzó un gemido ahogado y se desplomó en el asiento. Se había desmayado. Crouch no parecía haberse dado cuenta.

—¡Lleváoslos! —ordenó Crouch a los dementores, salpi­cando saliva—. ¡Lleváoslos, y que se pudran allí!

—¡Padre, padre, yo no tengo nada que ver! ¡No! ¡No! ¡Por favor, padre!

—Creo, Harry, que ya es hora de volver a mi despacho —le dijo alguien al oído.

Se sobresaltó. Miró a un lado y luego al otro.

Había un Albus Dumbledore sentado a su derecha, que observaba cómo se llevaban los dementores al hijo de Crouch, y otro Albus Dumbledore a su izquierda, mirán­dolo a él.

—Vamos —le dijo el Dumbledore de la izquierda, aga­rrándolo del codo.

Harry notó que se elevaba en el aire; la mazmorra se desvaneció. Por un instante la oscuridad fue total, y luego sintió como si diera una voltereta a cámara lenta y se posa­ra de pronto sobre sus pies en lo que parecía la luz cegadora del soleado despacho de Dumbledore. La vasija de piedra brillaba en el armario, delante de él, y a su lado se encontra­ba Albus Dumbledore.

—Profesor —dijo Harry con voz entrecortada—, sé que no debería... Yo no pretendía... La puerta del armario esta­ba algo abierta y...


Date: 2015-12-11; view: 443


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