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La primicia de Rita Skeeter 4 page

—¿Qué? —exclamó Ron, sorprendido, mientras su se­gundo almohadón salía por el aire rotando, rebotaba en la lámpara del techo y caía pesadamente sobre la mesa de Flitwick—. Harry... ¡a lo mejor Moody cree que fue Snape el que puso tu nombre en el cáliz de fuego!

—Vamos, Ron—dijo Hermione, escéptica—, ya creímos en cierta ocasión que Snape intentaba matar a Harry, y re­sultó que le estaba salvando la vida, ¿recuerdas?

Mientras hablaba, repelió un cojín, que se fue volando por el aula y aterrizó en la caja a la que se suponía que esta­ban apuntando todos. Harry miró a Hermione, pensando... Era verdad que Snape le había salvado la vida en una oca­sión, pero lo raro era que no había duda alguna de que lo odiaba, lo odiaba tal como había odiado a su padre cuando estudiaban juntos. Le encantaba quitarle puntos a Gryffin­dor por su causa, y nunca había dejado escapar la ocasión de castigarlo, e incluso de sugerir que lo expulsaran del co­legio.

—Me da igual lo que diga Moody —siguió Hermione—. Dumbledore no es tonto. No se equivocó al confiar en Ha­grid y en el profesor Lupin, aunque hay muchos que no les habrían dado trabajo; así que ¿por qué no va a tener razón también con Snape, aunque sea un poco...

—... diabólico? —se apresuró a decir Ron—. Vamos, Hermione, a ver, ¿por qué le registran el despacho todos esos buscadores de magos tenebrosos?

—¿Y por qué se hace el enfermo el señor Crouch? —pre­guntó a su vez Hermione—. Es un poco raro que no pueda venir al baile de Navidad pero que, cuando le apetece, se meta en el castillo en medio de la noche.

—Lo que pasa es que le tienes manía a Crouch por lo de esa elfina, Winky —dijo Ron lanzando un cojín contra la ventana.

—Y tú sólo quieres creer que Snape trama algo —con­testó Hermione metiendo el suyo en la caja.

—Yo me conformaría con saber qué hizo Snape en su primera oportunidad, si es que va ya por la segunda —dijo Harry en tono grave. Para su sorpresa, el cojín cruzó el aula sin desviarse y aterrizó de forma impecable sobre el de Her­mione.

 

 

Para cumplir el encargo de Sirius de ser informado sobre cualquier cosa rara que ocurriera en Hogwarts, Harry le envió aquella noche una lechuza parda con una carta en la que le explicaba todo lo referente a la incursión del señor Crouch en el despacho de Snape y la conversación entre éste y Moody. Luego dedicó toda la atención al problema más apremiante que tenía a la vista: cómo sobrevivir bajo el agua durante una hora el día 24 de febrero.

A Ron le parecía bien la idea de volver a utilizar el encan­tamiento convocador: Harry le había hablado de las escafan­dras, y Ron no veía ningún inconveniente a la idea de que Harry llamara una desde la ciudad muggle más próxima. Hermione le echó el plan por los suelos al señalarle que, en el improbable caso de que Harry lograra desenvolverse con ella en el plazo de una hora, lo descalificarían con toda seguridad por quebrantar el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos: era demasiado pedir que ningún muggle viera la es­cafandra cruzando el aire en veloz vuelo hacia Hogwarts.



—Por supuesto, la solución ideal sería que te transfor­maras en un submarino o algo así —comentó ella—. ¡Si hu­biéramos dado ya la transformación humana! Pero no creo que empecemos a verla hasta sexto, y si uno no sabe muy bien cómo es la cosa, el resultado puede ser un desastre...

—Sí, ya. No me hace mucha gracia andar por ahí con un periscopio que me salga de la cabeza. A lo mejor, si atacara a alguien delante de Moody, él podría convertirme en uno...

—Sin embargo, no creo que te diera a escoger en qué convertirte —respondió Hermione con seriedad—. No, creo que lo mejor será utilizar algún tipo de encantamiento.

De forma que Harry, diciéndose que pronto habría acu­mulado bastantes sesiones de biblioteca para el resto de su vida, se volvió a enfrascar en polvorientos volúmenes, buscando algún embrujo que capacitara a un ser humano para sobrevivir sin oxígeno. Pero, a pesar de que él, Ron y Her­mione investigaron durante los mediodías, las noches y los fines de semana, y aunque Harry solicitó a la profesora McGonagall un permiso para usar la Sección Prohibida, y hasta le pidió ayuda a la irritable señora Pince, que tenía aspecto de buitre, no encontraron nada en absoluto que ca­pacitara a Harry para sumergirse una hora en el agua y vi­vir para contarlo.

Harry estaba empezando a sentir accesos de pánico, que ya le resultaban conocidos, y volvió a tener dificultad para concentrarse en las clases. El lago, que para Harry ha­bía sido siempre un elemento más de los terrenos del cole­gio, actuaba como un imán cada vez que en un aula se sentaba próximo a alguna ventana, y le atrapaba la mirada con su gran extensión de agua casi congelada de color gris hierro, cuyas profundidades oscuras y heladas empezaban a parecerle tan distantes como la luna.

Exactamente igual que había ocurrido antes de enfren­tarse al colacuerno, el tiempo se puso a correr como si al­guien hubiera embrujado los relojes para que fueran más aprisa. Faltaba una semana para el 24 de febrero (aún que­daba tiempo); cinco días (tenía que ir encontrando algo sin demora); tres días (¡por favor, que pueda encontrar algo!, ¡por favor!).

Cuando quedaban dos días, Harry volvió a perder el apetito. Lo único bueno del desayuno del lunes fue el regre­so de la lechuza parda que le había enviado a Sirius. Le arrancó el pergamino, lo desenrolló y vio la carta más corta que Sirius le había escrito nunca:

 

Envíame la lechuza de vuelta indicando la fecha de vuestro próximo permiso para ir a Hogsmeade.

 

Harry giró la hoja para ver si ponía algo más, pero esta­ba en blanco.

—Este fin de semana no, el siguiente —susurró Her­mione, que había leído la nota por encima del hombro de Harry—. Toma, ten mi pluma y envíale otra vez la le­chuza.

Harry anotó la fecha en el reverso de la carta de Sirius, la ató de nuevo a la pata de la lechuza parda y la vio re­montar el vuelo. ¿Qué esperaba? ¿Algún consejo sobre cómo sobrevivir bajo el agua? Había estado tan obcecado con contarle a Sirius todo lo relativo a Snape y Moody que se había olvidado por completo de mencionar el enigma del huevo.

—¿Para qué querrá saber lo del próximo permiso para ir a Hogsmeade? —preguntó Ron.

—No lo sé —dijo Harry desanimado. Se había esfuma­do la momentánea felicidad que lo había embargado al ver la lechuza—. Vamos, nos toca Cuidado de Criaturas Mági­cas.

Ya fuera porque Hagrid intentara compensarlos por los escregutos de cola explosiva, o porque sólo quedaran ya dos, o porque intentara demostrar que era capaz de hacer lo mis­mo que la profesora Grubbly-Plank, el caso es que desde su vuelta había proseguido las clases de ésta sobre los unicor­nios. Resultó que Hagrid sabía de unicornios tanto como de monstruos, aunque era evidente que encontraba decepcio­nante la carencia de colmillos venenosos.

Aquel día había logrado capturar dos potrillos de uni­cornio, que, a diferencia de los unicornios adultos, eran de color dorado. Parvati y Lavender se quedaron extasiadas al verlos, e incluso Pansy Parkinson tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular lo mucho que le gustaban.

—Son más fáciles de ver que los adultos —explicaba Hagrid a la clase—. Cuando tienen unos dos años de edad se vuelven de color plateado, y a los cuatro les sale el cuer­no. No se vuelven completamente blancos hasta que son plenamente adultos, más o menos a los siete años. De recién nacidos son más confiados... admiten incluso a los chicos. Vamos, acercaos un poco. Si queréis podéis acariciarlos... Dadles unos terrones de azúcar de ésos.

—¿Estás bien, Harry? —murmuró Hagrid, haciéndose a un lado, mientras la mayoría se arracimaba en torno a los potros.

—Sí.

—Pero un poco nervioso, ¿verdad?

—Un poco.

—Harry —dijo Hagrid apoyándole en el hombro su enorme mano, lo que hizo que las rodillas de Harry se dobla­ran bajo el peso—, me preocuparía por ti si no te hubiera visto enfrentarte a ese colacuerno. Pero ahora sé que eres capaz de cualquier cosa, así que no estoy nada preocupado. Lo harás muy bien. Ya has descifrado el enigma, ¿no?

Harry afirmó con la cabeza, pero al hacerlo lo acometió un loco impulso de confesar que no tenía ni idea de cómo aguantar una hora bajo el agua. Alzó la vista para mirar a Hagrid. Tal vez fuera de vez en cuando al lago para atender a las criaturas que vivían en él. Porque cuidaba de todos los animales de los terrenos del colegio...

—Vas a ganar —masculló Hagrid, volviendo a darle pal­madas en el hombro, de forma que Harry sintió que se hun­día cinco centímetros en el suelo embarrado—. Lo sé. Lo presiento. ¡Vas a ganar, Harry!

No tuvo valor para borrar de la cara de Hagrid la feliz sonrisa de confianza. Fingiendo que se interesaba por los pequeños unicornios, hizo un esfuerzo para sonreír a su vez y se adelantó para acariciarles el cuello, como hacían todos.

 

 

La noche precedente a la segunda prueba, Harry se sintió como atrapado en una pesadilla. Se daba perfecta cuenta de que, aunque por algún milagro lograra hallar el encanta­miento adecuado, le sería muy difícil aprendérselo durante la noche. ¿Cómo había podido dejar que pasara aquello? ¿Por qué no habría empezado antes a plantearse el enigma del huevo? ¿Por qué se había permitido distraerse en las clases? ¿Y si algún profesor hubiera mencionado en alguna ocasión cómo respirar en el agua?

Él, Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encanta­mientos, ocultos unos de otros por enormes pilas de libros amontonados en la mesa. El corazón le daba un vuelco a Harry cada vez que encontraba en una página la palabra «agua», pero casi siempre era algo así como: «Prepare un li­tro de agua, doscientos gramos de hojas de mandrágora cor­tadas en juliana y una salamandra...»

—Creo que es imposible —declaró la voz de Ron desde el otro lado de la mesa—. No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento dese­cador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.

—Tiene que haber alguna manera —murmuró Hermio­ne, acercándose una vela. Tenía los ojos tan fatigados que escudriñaba la diminuta letra de Encantamientos y embru­jos antiguos caldos en el olvido con la nariz a tres dedos de distancia de la página—. Nunca habrían puesto una prueba que no se pudiera realizar.

—Ahora lo han hecho —replicó Ron—. Harry, lo que tienes que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritarles a las sirenas que te devuelvan lo que sea que te hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.

—¡Hay una manera de hacerlo! —insistió Hermione en­fadada—. ¡Tiene que haberla!

Parecía tomarse como una afrenta personal la falta de información útil que había sobre el tema en la biblioteca. Nunca le había fallado.

—Ya sé lo que tendría que haber hecho —dijo Harry, dejando descansar la cabeza en el libro Trucos ingeniosos para casos peliagudos—. Tendría que haber aprendido a hacerme animago como Sirius.

—¡Claro, así podrías convertirte en carpa cuando qui­sieras! —corroboró Ron.

—O en una rana —añadió Harry con un bostezo. Esta­ba exhausto.

—Lleva unos cuantos años convertirse en animago, y después hay que registrarse y todo eso —dijo Hermione va­gamente, echándole un vistazo al índice de Problemas mágicos extraordinarios y sus soluciones—. La profesora McGonagall nos lo dijo, ¿recordáis? Hay que registrarse en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, y decir en qué animal se convierte uno y con qué marcas, de qué color... para que no se pueda hacer mal uso de ello.

—Estaba hablando en broma, Hermione —le aclaró Harry cansinamente—. Ya sé que no me puedo convertir en rana mañana por la mañana.

—¡Ah, esto no sirve de nada! —se quejó Hermione ce­rrando de un golpe los Problemas mágicos extraordina­rios—. Pero ¡quién demonios va a querer hacerse tirabuzo­nes en los pelos de la nariz!

—A mí no me importaría —dijo la voz de Fred Weas­ley—. Daría que hablar, ¿no?

Harry, Ron y Hermione levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Ron.

—Buscaros —repuso George—. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.

—¿Por qué? —dijo Hermione, sorprendida.

—Ni idea... pero estaba muy seria —contestó Fred.

—Tenemos que llevaros a su despacho —explicó George.

Ron y Hermione miraron a Harry, que sintió un vuel­co en el estómago. ¿Iría a echarles una reprimenda? A lo mejor se había dado cuenta de lo mucho que lo ayudaban, cuando se suponía que tenía que arreglárselas él solo.

—Nos veremos en la sala común —le dijo Hermione a Harry al levantarse con Ron. Los dos parecían nerviosos—. Llévate todos los libros que puedas, ¿vale?

—Bien —asintió Harry, incómodo.

Hacia las ocho, la señora Pince había apagado todas las luces y le metía prisa para que saliera de la biblioteca. Tam­baleándose por el peso de todos los libros que pudo coger, volvió a la sala común de Gryffindor, se llevó una mesa a un rincón y siguió buscando. No encontró nada en Magia dis­paratada para brujos disparatados, ni tampoco en Guía de la brujería medieval, ni una mención a proezas submarinas en la Antología de los encantamientos del siglo XVIII, ni en Los espantosos moradores de las profundidades, ni en Pode­res que no sabías que tenías y lo que puedes hacer con ellos ahora que te has enterado.

Crookshanks se subió al regazo de Harry y se ovilló, ronroneando. La sala común se fue vaciando poco a poco. No paraban de desearle suerte para la mañana siguiente con voces tan alegres y confiadas como la de Hagrid: todos pa­recían convencidos de que estaba a punto de llevar a cabo otra sorprendente actuación como la de la primera prueba. Harry no les podía contestar; sólo movía la cabeza de arri­ba abajo, como si tuviera una pelota de goma en mitad de la garganta. Cuando faltaban diez minutos para las doce de la noche, se quedó en la sala a solas con Crookshanks. Había mirado ya en todos los libros que tenía, y Ron y Her­mione seguían sin volver.

«Me rindo —se dijo a sí mismo—. No puedo. No tendré más remedio que bajar al lago mañana y decírselo a los jue­ces...»

Se imaginó explicando que no podía hacer la prueba: vio ante sí la cara de sorpresa de Bagman, sus ojos como platos; y la sonrisa de satisfacción de Karkarov, con sus dientes amarillos; casi oyó realmente decir a Fleur Dela­cour: «Lo sabía... Es demasiado joven, no es más que un niño»; vio a Malfoy, al frente de la multitud, exhibiendo la insignia donde decía «POTTER APESTA»; vio la cara de triste­za y decepción de Hagrid...

Olvidando que tenía a Crookshanks en el regazo, se le­vantó de repente. El gato bufó molesto al caer al suelo, le di­rigió a Harry una mirada de enfado y se marchó ofendido con su cola de cepillo levantada, pero en esos momentos Harry subía ya a toda prisa por la escalera de caracol que llevaba al dormitorio. Cogería la capa invisible y volvería a la biblioteca. Si no había más remedio, pasaría la noche en ella.

¡Lumos! —susurró Harry quince minutos después, al abrir la puerta de la biblioteca.

Con la luz de la punta de la varita encendida, pasó por entre las estanterías, cogiendo más libros: libros sobre male­ficios y encantamientos, sobre sirenas, tritones y monstruos marinos, sobre brujas y magos famosos, sobre inventos má­gicos, sobre cualquier cosa que pudiera incluir una referen­cia de pasada a la supervivencia bajo el agua. Se los llevó a una mesa y se puso a trabajar, hojeando los libros al delga­do haz de luz de la varita. De vez en cuando consultaba el reloj.

La una de la madrugada... las dos de la madrugada... la única forma de aguantar era repetirse una y otra vez: «En el próximo libro, lo encontraré en el próximo libro...»

 

 

La sirena del cuadro del baño de los prefectos se estaba riendo. Harry salía a flote como un corcho y se volvía a hun­dir en el agua espumosa que rodeaba la roca, mientras ella sujetaba la Saeta de Fuego por encima de la cabeza de él.

—¡Ven a cogerla! —le decía entre risas—. ¡Vamos, salta!

—¡No puedo! —respondía jadeando Harry, que intenta­ba alcanzar la Saeta de Fuego mientras hacía lo imposible por no hundirse—. ¡Dámela!

Pero ella se limité a punzarlo en un costado con el palo de la escoba, riéndose.

—Me haces daño... quita... ¡ay!

—¡Harry Potter debe despertar, señor!

—¡Deja de golpearme!

—¡Dobby debe golpear a Harry Potter para que despier­te, señor!

Abrió los ojos. Seguía en la biblioteca. La capa invisible se le había caído al dormirse, y la mejilla que tenía apoyada en el libro Donde hay una varita, hay una manera se le ha­bía pegado a la página. Se incorporó y se colocó bien las ga­fas, parpadeando ante la brillante luz del día.

—¡Harry Potter tiene que darse prisa! —chilló Dobby—. La segunda prueba comienza dentro de diez mi­nutos, y Harry Potter...

—¿Diez minutos? —repitió Harry con voz ronca—. ¿Diez... diez minutos?

Miró su reloj. Dobby tenía razón: eran las nueve y vein­te. Un enorme peso muerto le cayó del pecho al estómago.

—¡Aprisa, Harry Potter! —lo apremió Dobby, tirándole de la manga—. ¡Se supone que tiene que bajar al lago con los otros campeones, señor!

—Es demasiado tarde, Dobby —dijo Harry desespe­ranzado—. No puedo afrontar la prueba, porque no sé como...

—¡Harry Potter afrontará la prueba! —exclamó el elfo con su aguda vocecita—. Dobby sabía que Harry no había encontrado el libro adecuado, así que Dobby lo ha hecho por él.

—¿Qué? Pero tú no sabes en qué consiste la segunda prueba.

—¡Claro que Dobby lo sabe, señor! Harry Potter tiene que entrar en el lago, buscar su prenda...

—¿Buscar mi qué?

—... y liberarla de las sirenas y los tritones.

—¿Qué quiere decir «prenda»?

—Su prenda, señor, su prenda. ¡La prenda que le dio este jersey a Dobby!

Dobby tiraba del encogido jersey de color rojo oscuro que llevaba encima de los pantalones cortos.

—¿Qué? —dijo Harry con un hilo de voz—. ¿Tienen... tienen a Ron?

—¡Lo que Harry Potter más puede valorar, señor! —chilló Dobby—. Y pasada una hora...

—«... ¡negras perspectivas!» —recitó Harry, mirando horrorizado al elfo—; «demasiado tarde, ya no habrá salida...» ¿Qué tengo que hacer, Dobby?

—¡Tiene que comerse esto, señor! —dijo el elfo, y, metién­dose la mano en el bolsillo de los pantalones, sacó una bola de algo que parecían viscosas colas de rata de color gris verdo­so—. Justo antes de entrar en el lago, señor: ¡branquialgas!

—¿Para qué? —preguntó Harry, mirando las bran­quialgas.

—¡Gracias a ellas, Harry Potter podrá respirar bajo el agua, señor!

—Dobby —le dijo Harry frenético—, escucha... ¿estás seguro de eso?

No era fácil olvidar que la última vez que Dobby había intentado ayudarlo había acabado sin huesos en el brazo derecho.

—¡Dobby está completamente seguro, señor! —contestó el elfo muy serio—. Dobby oye cosas, señor. Es un elfo do­méstico, y recorre el castillo encendiendo chimeneas y fre­gando suelos. Dobby oyó a la profesora McGonagall y al profesor Moody en la sala de profesores, hablando sobre la próxima prueba... ¡Dobby no puede permitir que Harry Pot­ter pierda su prenda!

Las dudas de Harry quedaron despejadas. Poniéndose en pie de un salto, se quitó la capa invisible, la guardó en la mochila, cogió las branquialgas y se las metió en el bolsillo, y luego salió a toda velocidad de la biblioteca, con Dobby pi­sándole los talones.

—¡Dobby tiene que volver a las cocinas, señor! —chilló Dobby al entrar en el corredor—. Si no, se darán cuenta de que no está. ¡Buena suerte, Harry Potter, señor, buena suerte!

—¡Hasta luego, Dobby! —gritó Harry, que echó a correr lo más aprisa que podía por el corredor, y luego bajó los pel­daños de la escalera de tres en tres.

En el vestíbulo se encontró con algunos rezagados que dejaban el Gran Comedor después de desayunar y, traspa­sando las puertas de roble, se dirigían al lago para contem­plar la segunda prueba. Se quedaron mirando a Harry, que pasó a su lado como una flecha, arrollando a Colin y Dennis Creevey al sortear de un salto la breve escalinata de piedra, para luego salir al frío y claro exterior.

Al bajar a la carrera por la explanada, vio que las mis­mas tribunas que habían rodeado en noviembre el cercado de los dragones estaban ahora dispuestas a lo largo de una de las orillas del lago. Las gradas, llenas a rebosar, se reflejaban en el agua. El eco de la algarabía de la emocionada multitud se propagaba de forma extraña por la superficie del agua y llegaba hasta la orilla por la que Harry corría a toda veloci­dad hacia el tribunal, que estaba sentado en el borde del lago a una mesa cubierta con tela dorada. Cedric, Fleur y Krum se hallaban junto a la mesa, y lo observaban acercarse.

—Estoy... aquí... —dijo sin aliento Harry, que patinó en el barro al tratar de detenerse en seco y salpicó sin querer la túnica de Fleur.

—¿Dónde estabas? —inquirió una voz severa y autori­taria—. ¡La prueba está a punto de dar comienzo!

Miró hacia el lugar del que provenía la voz. Era Percy Weasley, sentado a la mesa del tribunal. Nuevamente falta­ba el señor Crouch.

—¡Bueno, bueno, Percy! —dijo Ludo Bagman, que parecía muy contento de ver a Harry—. ¡Dejémoslo que recupere el aliento!

Dumbledore le sonrió, pero Karkarov y Madame Maxi­me no parecían nada contentos de verlo... Por las caras, re­sultaba obvio que habían pensado que no aparecería.

Se inclinó hacia delante poniendo las manos en las rodi­llas, y respiró hondo. Tenía flato en el costado, que le dolía como un cuchillo clavado entre las costillas, pero no había tiempo para esperar a que se le pasara. Ludo Bagman iba en aquel momento entre los campeones, espaciándolos por la orilla del lago a una distancia de tres metros. Harry quedó en un extremo, al lado de Krum, que se había puesto el bañador y sostenía en la mano la varita.

—¿Todo bien, Harry? —susurró Bagman, distanciándo­lo un poco más de Krum—. ¿Tienes algún plan?

—Sí —musitó Harry, frotándose las costillas.

Bagman le dio un apretón en el hombro y volvió a la mesa del tribunal. Apuntó a la garganta con la varita como había hecho en los Mundiales, dijo «¡Sonorus!», y su voz re­tumbó por las oscuras aguas hasta las tribunas.

—Bien, todos los campeones están listos para la segun­da prueba, que comenzará cuando suene el silbato. Dispo­nen exactamente de una hora para recuperar lo que se les ha quitado. Así que, cuando cuente tres: uno... dos... ¡tres!

El silbato sonó en el aire frío y calmado. Las tribunas se convirtieron en un hervidero de gritos y aplausos. Sin pa­rarse a mirar lo que hacían los otros campeones, Harry se quitó zapatos y calcetines, sacó del bolsillo el puñado de branquialgas, se lo metió en la boca y entró en el lago.

El agua estaba tan fría que sintió que la piel de las pier­nas le quemaba como si hubiera entrado en fuego. A medida que se adentraba, la túnica empapada le pesaba cada vez más. El agua ya le llegaba a las rodillas, y los entumecidos pies se deslizaban por encima de sedimentos y piedras pla­nas y viscosas. Masticaba las branquialgas con toda la prisa y fuerza de que era capaz. Eran desagradablemente gomo­sas, como tentáculos de pulpo. Cuando el agua helada le lle­gaba a la cintura, se detuvo, tragó las branquialgas y esperó a que sucediera algo.

Se dio cuenta de que había risas entre la multitud, y sa­bía que debía de parecer tonto, entrando en el agua sin mos­trar ningún signo de poder mágico. En la parte del cuerpo que aún no se le había mojado tenía carne de gallina. Medio sumergido en el agua helada y con la brisa levantándole el pelo, empezó a tiritar. Evitó mirar hacia las tribunas. La risa se hacía más fuerte, y los de Slytherin lo silbaban y abucheaban...

Entonces, de repente, sintió como si le hubieran tapado la boca y la nariz con una almohada invisible. Intentó respi­rar, pero eso hizo que la cabeza le diera vueltas. Tenía los pulmones vacíos, y notaba un dolor agudo a ambos lados del cuello.

Se llevó las manos a la garganta, y notó dos grandes ra­jas justo debajo de las orejas, agitándose en el aire frío: ¡eran agallas! Sin pararse a pensarlo, hizo lo único que te­nía sentido en aquel momento: se echó al agua.

El primer trago de agua helada fue como respirar vida. La cabeza dejó de darle vueltas. Tomó otro trago de agua, y notó cómo pasaba suavemente por entre las branquias y le enviaba oxígeno al cerebro. Extendió las manos y se las miró: parecían verdes y fantasmales bajo el agua, y le habían nacido membranas entre los dedos. Se retorció para verse los pies desnudos: se habían alargado y tam­bién les habían salido membranas: era como si tuviera aletas.

El agua ya no parecía helada. Al contrario, resultaba agradablemente fresca y muy fácil de atravesar... Harry nadó, asombrándose de lo lejos y rápido que lo propulsa­ban por el agua sus pies con aspecto de aletas, y también de lo claramente que veía, y de que no necesitara parpadear. Se había alejado tanto de la orilla que ya no veía el fondo. Se hundió en las profundidades.


Date: 2015-12-11; view: 459


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