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La primicia de Rita Skeeter 2 page

Harry, en su interior, se mostró de acuerdo con su amigo

—Esos duendes no parecían muy amistosos —comentó Hermione, sorbiendo la cerveza de mantequilla—. ¿Qué ha­rían aquí?

—Según Bagman, buscar a Crouch —explicó Harry—. Sigue enfermo. No ha ido a trabajar.

—A lo mejor lo está envenenando Percy —sugirió Ron—. Probablemente piensa que, si Crouch la palma, a él lo nombrarán director del Departamento de Cooperación Mágica Internacional.

Hermione le dirigió a Ron una mirada que quería signi­ficar «no se bromea sobre esas cosas», y dijo:

—Es curioso que los duendes busquen al señor Crouch... Normalmente tratarían con el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas.

—Pero Crouch sabe un montón de lenguas —le recordó Harry—. A lo mejor buscan un intérprete.

—¿Ahora te preocupas por los duendecitos? —inquirió Ron—. ¿Estás pensando en fundar la S.P.A.D.A.,o algo así? ¿La Sociedad Protectora de los Asquerosos Duendes Aton­tados?

—Ja, ja, ja —replicó Hermione con sarcasmo—. Los duendes no necesitan protección. ¿No os habéis enterado de lo que ha contado el profesor Binns sobre las revueltas de los duendes?

—No —respondieron al unísono Harry y Ron.

—Bueno, pues son perfectamente capaces de tratar con los magos —dijo Hermione sorbiendo más cerveza de man­tequilla—. Son muy listos. No son como los elfos domésti­cos, que nunca defienden sus derechos.

—¡Oh! —exclamó Ron, mirando hacia la puerta.

Acababa de entrar Rita Skeeter. Aquel día llevaba una túnica amarillo plátano y las uñas pintadas de un impac­tante color rosa, e iba acompañada de su barrigudo fotógra­fo. Pidió bebidas, y junto con su fotógrafo pasó por en medio de la multitud hasta una mesa cercana a la de Harry, Ron y Hermione, que la miraban mientras se acercaba. Hablaba rápido y parecía muy satisfecha por algo.

—.. no parecía muy contento de hablar con nosotros, ¿verdad, Bozo? ¿Por qué será, a ti qué te parece? ¿Y qué hará con todos esos duendes tras él? ¿Les estaría enseñando la al­dea? ¡Qué absurdo! Siempre ha sido un mentiroso. ¿Estará tramando algo? ¿Crees que deberíamos investigar un poco? El infortunado ex director de Deportes Mágicos, Ludo Bag­man... Ése es un comienzo con mucha garra, Bozo: sólo nece­sitamos encontrar una historia a la altura del titular.

—¿Qué, tratando de arruinar la vida de alguien más? —preguntó Harry en voz muy alta.

Algunos se volvieron a mirar. Al ver quién le hablaba, Rita Skeeter abrió mucho los ojos, escudados tras las gafas con incrustaciones.



—¡Harry! —dijo sonriendo—. ¡Qué divino! ¿Por qué no te sientas con nos...?

—No me acercaría a usted ni con una escoba de diez metros —contestó Harry furioso—. ¿Por qué le ha hecho eso a Hagrid?

Rita Skeeter levantó sus perfiladísimas cejas.

—Nuestros lectores tienen derecho a saber la verdad, Harry. Sólo cumplo con mi...

—¿Y qué más da que sea un semigigante? —gritó Harry—. ¡Él no tiene nada de malo!

Toda la taberna se había sumido en el silencio. La seño­ra Rosmerta observaba desde detrás de la barra, sin darse cuenta de que el pichel que llenaba de hidromiel rebosaba.

La sonrisa de Rita Skeeter vaciló muy ligeramente, pero casi de inmediato tiró de los músculos de la cara para volver a fijarla en su lugar. Abrió el bolso de piel de cocodri­lo, sacó la pluma a vuelapluma y le preguntó:

—¿Me concederías una entrevista para hablarme del Hagrid que tú conoces?, ¿el hombre que hay detrás de los músculos?, ¿sobre vuestra inaudita amistad y las razones que hay para ella? ¿Crees que puede ser para ti algo así como un sustituto del padre?

Hermione se levantó de pronto, agarrando la cerveza de mantequilla como si fuera una granada.

—¡Es usted una mujer horrible! —le dijo con los dientes apretados—. No le importa nada con tal de conseguir su histo­ria, ¿verdad? Cualquiera valdrá, ¿eh? Hasta Ludo Bagman...

—Siéntate, estúpida, y no hables de lo que no entiendes —contestó fríamente Rita Skeeter, arrojándole a Hermione una dura mirada—. Yo sé cosas sobre Ludo Bagman que te pondrían los pelos de punta... y casi les iría bien —añadió, observando el pelo de Hermione.

—Vámonos —dijo Hermione—. Vamos, Harry... Ron.

Salieron. Mucha gente los observó mientras se iban. Harry miró atrás al llegar a la puerta: la pluma a vuelaplu­ma de Rita Skeeter estaba fuera del bolso y se deslizaba de un lado a otro por encima de un pedazo de pergamino puesto sobre la mesa.

—Ahora la tomará contigo, Hermione —dijo Ron con voz baja y preocupada mientras subían la calle, deshacien­do el camino por el que habían llegado.

—¡Que lo intente! —replicó Hermione con voz chillona. Temblaba de rabia—. ¡Ya verá! ¿Conque soy una estúpida? Pagará por esto. Primero Harry, luego Hagrid...

—No hay que hacer enfadar a Rita Skeeter —añadió Ron nervioso—. Te lo digo en serio, Hermione. Te buscará algo para ponerte en evidencia...

—¡Mis padres no leen El Profeta, así que no me va a me­ter miedo! —contestó Hermione, dando tales zancadas que a Harry y Ron les costaba trabajo seguirla. La última vez que Harry había visto a Hermione tan enfadada, le había pe­gado una bofetada a Draco Malfoy—. ¡Y Hagrid no va a seguir escondiendo la cabeza! ¡Nunca tendría que haber permitido que lo alterara esa imitación de ser humano! ¡Vamos!

Hermione echó a correr y precedió a sus amigos duran­te todo el camino de vuelta por la carretera, a través de las verjas flanqueadas por cerdos alados y de los terrenos del colegio, hacia la cabaña de Hagrid.

Las cortinas seguían corridas, y al acercarse oyeron los ladridos de Fang.

—¡Hagrid! —gritó Hermione, aporreando la puerta de­lantera—. ¡Ya está bien, Hagrid! ¡Sabemos que estás ahí dentro! ¡A nadie le importa que tu madre fuera una giganta! ¡No puedes permitir que esa asquerosa de Skeeter te haga esto! ¡Sal, Hagrid, deja de...!

Se abrió la puerta. Hermione dijo «hacer el... » y se calló de repente, porque acababa de encontrarse cara a cara no con Hagrid sino con Albus Dumbledore.

—Buenas tardes —saludó el director en tono agrada­ble, sonriéndoles.

—Que... que... queríamos ver a Hagrid —dijo Hermione con timidez.

—Sí, lo suponía—repuso Dumbledore con ojos risue­ños—. ¿Por qué no entráis?

—Ah... eh... bien —aceptó Hermione.

Los tres amigos entraron en la cabaña. En cuanto Harry cruzó la puerta, Fang se abalanzó sobre él ladrando como loco, e intentó lamerle las orejas. Harry se libró de Fang y miró a su alrededor.

Hagrid estaba sentado a la mesa, en la que había dos tazas de té. Parecía hallarse en un estado deplorable. Tenía manchas en la cara, y los ojos hinchados, y, en cuanto al cabello, se había pasado al otro extremo: lejos de intentar dominarlo, en aquellos momentos parecía un entramado de alambres.

—Hola, Hagrid —saludó Harry.

Hagrid levantó la vista.

—... la —respondió, con la voz muy tomada.

—Creo que nos hará falta más té —dijo Dumbledore, cerrando la puerta tras ellos.

Sacó la varita e hizo una floritura con ella, y en medio del aire apareció, dando vueltas, una bandeja con el servicio de té y un plato de bizcochos. Dumbledore la hizo posarse sobre la mesa, y todos se sentaron. Hubo una breve pausa, y luego el director dijo:

—¿Has oído por casualidad lo que gritaba la señorita Granger, Hagrid?

Hermione se puso algo colorada, pero Dumbledore le sonrió y prosiguió:

—Parece ser que Hermione, Harry y Ron aún quieren ser amigos tuyos, a juzgar por la forma en que intentaban echar la puerta abajo.

—¡Por supuesto que sí! —exclamó Harry mirando a Ha­grid—. Te tiene que importar un bledo lo que esa vaca... Perdón, profesor —añadió apresuradamente, mirando a Dumbledore.

—Me he vuelto sordo por un momento y no tengo la me­nor idea de qué es lo que has dicho —dijo Dumbledore, jugan­do con los pulgares y mirando al techo.

—Eh... bien —dijo Harry mansamente—. Sólo quería decir... ¿Cómo pudiste pensar, Hagrid, que a nosotros po­día importarnos lo que esa... mujer escribió de ti?

Dos gruesas lágrimas se desprendieron de los ojos color azabache de Hagrid y cayeron lentamente sobre la barba enmarañada.

—Aquí tienes la prueba de lo que te he estado diciendo, Hagrid —dijo Dumbledore, sin dejar de mirar al techo—. Ya te he mostrado las innumerables cartas de padres que te recuerdan de cuando estudiaron aquí, diciéndome en tér­minos muy claros que, si yo te despidiera, ellos tomarían cartas en el asunto.

—No todos —repuso Hagrid con voz ronca—. No todos los padres quieren que me quede.

—Realmente, Hagrid, si lo que buscas es la aprobación de todo el mundo, me temo que te quedarás en esta cabaña durante mucho tiempo —replicó Dumbledore, mirando se­veramente por encima de los cristales de sus gafas de media luna—. Desde que me convertí en el director de este colegio no ha pasado una semana sin que haya recibido al menos una lechuza con quejas por la manera en que llevo las cosas. Pero ¿qué tendría que hacer? ¿Encerrarme en mi estudio y negarme a hablar con nadie?

—Ya... pero tú no eres un semigigante —contestó Ha­grid con voz ronca.

—¡Hagrid, mira los parientes que tengo yo! —dijo Harry furioso—. ¡Mira a los Dursley!

—Bien observado —aprobó el profesor Dumbledore—. Mi propio hermano, Aberforth, fue perseguido por practicar encantamientos inapropiados en una cabra. Salió todo en los periódicos, pero ¿crees que Aberforth se escondió? ¡No lo hizo! ¡Siguió con lo suyo, como de costumbre, con la cabeza bien alta! La verdad es que no estoy seguro de que sepa leer, así que tal vez no fuera cuestión de valentía...

—Vuelve a las clases, Hagrid —pidió Hermione en voz baja—. Vuelve, por favor: te echamos de menos.

Hagrid tragó saliva. Nuevas lágrimas se derramaron por sus mejillas hasta la barba. Dumbledore se levantó.

—Me niego a aceptar tu dimisión, Hagrid, y espero que vuelvas al trabajo el lunes —dijo—. Nos veremos en el Gran Comedor para desayunar, a las ocho y media. No quiero ex­cusas. Buenas tardes a todos.

Dumbledore salió de la cabaña, deteniéndose sólo para rascarle las orejas a Fang. Cuando la puerta se hubo cerra­do tras él, Hagrid comenzó a sollozar tapándose la cara con las manos, del tamaño de ruedas de coche. Hermione le dio unas palmadas en el brazo, y al final Hagrid levantó la vis­ta, con los ojos enrojecidos, y dijo:

—Dumbledore es un gran hombre... un gran hombre...

—Sí que lo es —afirmó Ron—. ¿Me puedo tomar uno de estos bizcochos, Hagrid?

—Todos los que quieras —contestó Hagrid, secándose los ojos con el reverso de la mano—. Tiene razón, desde lue­go; todos tenéis razón: he sido un tonto. A mi padre le hubie­ra dado vergüenza la forma en que me he comportado... —Derramó más lágrimas, pero se las secó con decisión y dijo—: Nunca os he enseñado fotos de mi padre, ¿verdad? Aquí tengo una...

Hagrid se levantó, fue al aparador, abrió un cajón y sacó de él una foto de un mago de corta estatura. Tenía los mis­mos ojos negros de él, y sonreía sentado sobre el hombro de su hijo. Hagrid debía de medir entonces sus buenos dos me­tros y medio de altura, a juzgar por el manzano que había a su lado, pero su rostro era lampiño, joven, redondo y suave: seguramente no tendría más de once años.

—Fue tomada justo después de que entré en Hogwarts —dijo Hagrid con voz ronca—. Mi padre se sentía muy satisfecho... aunque yo no pudiera ser mago, porque mi madre... Ya sabéis. Naturalmente, nunca fui nada del otro mundo en esto de la magia, pero al menos no llegó a enterarse de mi expulsión. Murió cuando yo estaba en segundo.

»Dumbledore fue el único que me defendió después de que faltó mi padre. Me dio el puesto de guardabosque... Confía en la gente. Le da a todo el mundo una segunda opor­tunidad: eso es lo que lo diferencia de otros directores. Acep­tará a cualquiera en Hogwarts, mientras valga. Sabe que uno puede merecer la pena incluso aunque su familia no haya sido... bueno... del todo respetable. Pero hay quien no lo comprende. Los hay que siempre están contra uno... Los hay que pretenden que simplemente tienen esqueleto gran­de en vez de levantarse y decir: soy lo que soy, no me aver­güenzo. Mi padre me decía que no me avergonzara nunca, que había quien estaría contra mí, pero que no merecía la pena molestarse por ellos. Y tenía razón. He sido un idiota. Y, en cuanto a ella, no voy a volver a preocuparme, os lo pro­meto. Esqueleto grande... Ya le daré esqueleto grande.

Harry, Ron y Hermione se miraron nerviosos unos a otros. Harry antes se hubiera llevado de paseo a cincuenta escregutos que admitir ante Hagrid que había escuchado su conversación con Madame Maxime, pero Hagrid seguía ha­blando, aparentemente inconsciente de haber dicho algo ex­traño.

—¿Sabes una cosa, Harry? —dijo, apartando la mirada de la fotografía de su padre, con los ojos muy brillantes—. Cuando te vi por primera vez, me recordaste un poco a mí mismo. Tus padres muertos, y tú te sentías como si no te merecieras venir a Hogwarts, ¿recuerdas? ¡Y ahora mírate! ¡Campeón del colegio! —Miró a Harry un instante y luego dijo, muy serio—: ¿Sabes lo que me gustaría, Harry? Me gustaría que ganaras, de verdad. Eso les enseñaría a to­dos... que no hay que ser de sangre limpia para conseguirlo. No te tienes que avergonzar de lo que eres. Eso les enseña­ría que es Dumbledore el que tiene razón dejando entrar a cualquiera siempre y cuando sea capaz de hacer magia. ¿Cómo te va con ese huevo, Harry?

—Muy bien —dijo Harry—. Genial.

En el entristecido rostro de Hagrid se dibujó una am­plia sonrisa.

—Ése es mi chico... Muéstraselo, Harry, muéstrales quién eres. Véncelos.

No era lo mismo mentir a los demás que hacerlo con Ha­grid. Aquella tarde Harry volvió al castillo con Ron y Her­mione, incapaz de desvanecer la imagen de la expresión de contento en la cara de Hagrid cuando se lo había imaginado ganando el Torneo. El incomprensible huevo pesaba aque­lla noche más que nunca en la conciencia de Harry, y, cuan­do volvió a la cama, se había forjado un propósito muy claro: era ya hora de tragarse el orgullo y ver si la pista de Cedric conducía a alguna parte.

 

 

El huevo y el ojo

 

 

Como Harry no sabía cuánto tiempo tendría que estar ba­ñándose para desentrañar el enigma del huevo de oro, deci­dió hacerlo de noche, cuando podría tomarse todo el tiempo que quisiera. Aunque no le hacía gracia aceptar más favo­res de Cedric, decidió también utilizar el cuarto de baño de los prefectos, porque muy pocos tenían acceso a él y era mu­cho menos probable que lo molestaran allí.

Harry planeó cuidadosamente su incursión. Filch, el conserje, lo había pillado una vez levantado de la cama y paseando en medio de la noche por donde no debía, y no quería repetir aquella experiencia. Desde luego, la capa invisible sería esencial, y para más seguridad Harry deci­dió llevar el mapa del merodeador, que, juntamente con la capa, constituía la más útil de sus pertenencias cuando se trataba de quebrantar normas. El mapa mostraba todo el castillo de Hogwarts, incluyendo sus muchos atajos y pasadizos secretos y, lo más importante de todo, señalaba a la gente que había dentro del castillo como minúsculas motas acompañadas de un cartelito con su nombre. Las motitas se movían por los corredores en el mapa, de forma que Harry se daría cuenta de antemano si alguien se aproximaba al cuarto de baño.

El jueves por la noche Harry fue furtivamente a su ha­bitación, se puso la capa, volvió a bajar la escalera y, exacta­mente como había hecho la noche en que Hagrid le mostró los dragones, esperó a que abrieran el hueco del retrato. Esta vez fue Ron quien esperaba fuera para darle a la Seño­ra Gorda la contraseña («Buñuelos de plátano»).

—Buena suerte —le susurró Ron, entrando en la sala común mientras Harry salía.

En aquella ocasión resultaba difícil moverse bajo la capa con el pesado huevo en un brazo y el mapa sujeto delante de la nariz con el otro. Pero los corredores estaban iluminados por la luz de la luna, vacíos y en silencio, y consultando el mapa de vez en cuando Harry se aseguraba de no encontrarse con nadie a quien quisiera evitar. Cuando llegó a la estatua de Boris el Desconcertado —un mago con pinta de andar perdi­do, con los guantes colocados al revés, el derecho en la mano izquierda y viceversa— localizó la puerta, se acercó a ella y, tal como le había indicado Cedric, susurró la contraseña:

—«Frescura de pino.»

La puerta chirrió al abrirse. Harry se deslizó por ella, echó el cerrojo después de entrar y, mirando a su alrededor, se quitó la capa invisible.

Su reacción inmediata fue pensar que merecía la pena llegar a prefecto sólo para poder utilizar aquel baño. Estaba suavemente iluminado por una espléndida araña llena de velas, y todo era de mármol blanco, incluyendo lo que pare­cía una piscina vacía de forma rectangular, en el centro de la habitación. Por los bordes de la piscina había unos cien grifos de oro, cada uno de los cuales tenía en la llave una joya de diferente color. Había asimismo un trampolín, y de las ventanas colgaban largas cortinas de lino blanco. En un rincón vio un montón de toallas blancas muy mullidas, y en la pared un único cuadro con marco dorado que representa­ba una sirena rubia profundamente dormida sobre una roca; el largo pelo, que le caía sobre el rostro, se agitaba cada vez que resoplaba.

Harry avanzó mirando a su alrededor. Sus pasos ha­cían eco en los muros. A pesar de lo magnífico que era el cuarto de baño, y de las ganas que tenía de abrir algunos de los grifos, no podía disipar el recelo de que Cedric le hubiera tomado el pelo. ¿En qué iba a ayudarlo aquello a averiguar el misterio del huevo? Aun así, puso al lado de la piscina la capa, el huevo, el mapa y una de las mullidas toallas, se arrodilló y abrió unos grifos.

Se dio cuenta enseguida de que el agua llevaba incorpo­rados diferentes tipos de gel de baño, aunque eran geles dis­tintos de cualesquiera que hubiera visto Harry antes. Por uno de los grifos manaban burbujas de color rosa y azul del tamaño de balones de fútbol; otro vertía una espuma blanca como el hielo y tan espesa que Harry pensó que podría so­portar su peso si hacia la prueba; de un tercero salía un va­por de color púrpura muy perfumado que flotaba por la superficie del agua. Harry se divirtió un rato abriendo y ce­rrando los grifos, disfrutando especialmente de uno cuyo chorro rebotaba por la superficie del agua formando gran­des arcos. Luego, cuando la profunda piscina estuvo llena de agua, espuma y burbujas (lo que, considerando su tama­ño, llevó un tiempo muy corto), Harry cerró todos los grifos, se quitó la bata, el pijama y las zapatillas, y se metió en el agua.

Era tan profunda que apenas llegaba con los pies al fon­do, e hizo un par de largos antes de volver a la orilla y que­darse mirando el huevo. Aunque era muy agradable nadar en un agua caliente llena de espuma, mientras por todas partes emanaban vapores de diferentes colores, no le vino a la cabeza ninguna idea brillante ni saltó ninguna chispa de repentina comprensión.

Harry alargó los brazos, levantó el huevo con las ma­nos húmedas y lo abrió. Los gemidos estridentes llenaron el cuarto de baño, reverberando en los muros de mármol, pero sonaban tan incomprensibles como siempre, si no más debido al eco. Volvió a cerrarlo, preocupado porque el sonido pudiera atraer a Filch y preguntándose si no sería eso precisamente lo que había pretendido Cedric. Y enton­ces alguien habló y lo sobresaltó hasta tal punto que dejó caer el huevo, el cual rodó estrepitosamente por el suelo del baño.

—Yo que tú lo metería en el agua.

Del susto, Harry acababa de tragarse una considerable cantidad de burbujas. Se irguió, escupiendo, y vio el fantas­ma de una chica de aspecto muy triste sentado encima de uno de los grifos con las piernas cruzadas. Era Myrtle la Llorona, a la que usualmente se oía sollozar en la cañería de uno de los váteres tres pisos más abajo.

—¡Myrtle! —exclamó Harry, molesto—. ¡Yo... yo no lle­vo nada!

La espuma era tan densa que aquello realmente no importaba mucho, pero tenía la desagradable sensación de que Myrtle lo había estado espiando desde que había entrado.

—Cuando te ibas a meter cerré los ojos —dijo ella pes­tañeando tras sus gruesas gafas—. Hace siglos que no vie­nes a verme.

—Sí, bueno... —dijo Harry, doblando ligeramente las rodillas para asegurarse de que Myrtle sólo pudiera verle la cabeza—. Se supone que no puedo entrar en tu cuarto de baño, ¿no? Es de chicas.

—Eso no te importaba mucho —dijo Myrtle con voz tris­te—. Antes te pasabas allí todo el tiempo.

Era cierto, aunque sólo había sido porque Harry, Ron y Hermione habían considerado que los servicios de Myrtle, cerrados entonces por avería, eran un lugar ideal para ela­borar en secreto la poción multijugos, una poción prohibida que había convertido a Harry y Ron durante una hora en ré­plicas vivas de Crabbe y Goyle, con lo que pudieron colarse furtivamente en la sala común de Slytherin.

—Me gané una reprimenda por entrar en él —contestó Harry, lo que era verdad a medias: Percy lo había pillado saliendo en una ocasión de los lavabos de Myrtle—. Después de eso no he querido volver.

—¡Ah, ya veo! —dijo Myrtle malhumorada, toque­teándose un grano de la barbilla—. Bueno... da igual... Yo metería el huevo en el agua. Eso es lo que hizo Cedric Diggory.

—¿También lo espiaste a él? —exclamó Harry indigna­do—. ¿Te dedicas a venir aquí por las noches para ver ba­ñarse a los prefectos?

—A veces —respondió Myrtle con picardía—, pero eres el primero al que le dirijo la palabra.

—Me siento honrado —dijo Harry—. ¡Tápate los ojos! Se aseguró de que las gafas de Myrtle estaban lo su­ficientemente cubiertas antes de salir del baño, envolverse firmemente la toalla alrededor del cuerpo e ir a recoger el huevo.

Cuando Harry hubo vuelto al agua, Myrtle miró a tra­vés de los dedos y lo apremió:

—Vamos... ¡ábrelo bajo el agua!

Harry hundió el huevo por debajo de la superficie de es­puma y lo abrió. Aquella vez no se oyeron gemidos: surgía de él un canto compuesto de gorgoritos, un canto cuyas pa­labras era incapaz de apreciar.

—Tendrás que sumergir también la cabeza —le indicó Myrtle, que parecía encantada con aquello de dar órde­nes—. ¡Vamos!

Harry tomó aire y se sumergió. Y entonces, sentado en el suelo de mármol de la bañera llena de burbujas, oyó un coro de voces misteriosas que cantaban desde el huevo abierto en sus manos:

 

Donde nuestras voces suenan, ven a buscarnos,

que sobre la tierra no se oyen nuestros cantos.

Y estas palabras medita mientras tanto,

pues son importantes, ¡no sabes cuánto!:

Nos hemos llevado lo que más valoras,

y para encontrarlo tienes una hora.

Pasado este tiempo ¡negras perspectivas!

demasiado tarde, ya no habrá salida.

 

Harry se dejó impulsar hacia arriba por el agua, rompió la superficie de espuma y se sacudió el pelo de los ojos.

—¿Lo has oído? —preguntó Myrtle.

—Sí... «Donde nuestras voces suenan, ven a buscar­nos...» No sé si me convencen... Espera, quiero escuchar de nuevo. —Y volvió a sumergirse.

Tuvo que escuchar la canción otras tres veces para me­morizarla. Luego se quedó un rato flotando, haciendo un es­fuerzo por pensar, mientras Myrtle lo observaba sentada.

—Tengo que ir en busca de gente que no puede utilizar su voz sobre la tierra —dijo pensativamente—. Eh... ¿quién puede ser?

—Eres de efecto retardado, ¿no?

Nunca había visto a Myrtle la Llorona tan contenta, ex­cepto el día en que la dosis de poción multijugos de Hermio­ne le había dejado la cara peluda y cola de gato.

Harry miró a su alrededor, meditando. Si sólo se podían oír las voces bajo el agua, entonces era lógico que pertene­cieran a criaturas submarinas. Así se lo dijo a Myrtle la Llo­rona, que sonrió satisfecha.

—Bueno, eso es lo que pensaba Diggory —le explicó—. Estuvo ahí quieto, hablando solo sobre el tema durante un montón de tiempo. Un montón de tiempo, hasta que desa­parecieron casi todas las burbujas...

—Criaturas submarinas... —reflexionó Harry en voz alta—. Myrtle, ¿qué criaturas viven en el lago, aparte del calamar gigante?

—¡Uf; de todo! He bajado algunas veces, cuando no me queda más remedio porque alguien tira de la cadena inespe­radamente...

Tratando de no imaginarse a Myrtle la Llorona bajando hacia el lago por una cañería acompañada del contenido del váter, Harry le preguntó:

—Bueno, ¿hay algo allí que tenga voz humana? Espe­ra... —Harry se acababa de fijar en el cuadro de la sirena dormida—. Myrtle, ¿hay sirenas allí?

—¡Muy bien! —alabó ella muy contenta—. ¡A Diggory le llevó mucho más tiempo! Y eso que ella estaba despier­ta... —con una expresión de disgusto en la cara, Myrtle se­ñaló con la cabeza a la sirena del cuadro—, riéndose como una tonta, pavoneándose y aleteando.


Date: 2015-12-11; view: 537


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