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La primicia de Rita Skeeter 1 page

 

 

Todos se levantaron tarde el 26 de diciembre. La sala co­mún de Gryffindor se encontraba más silenciosa de lo que había estado últimamente, y muchos bostezos salpicaban las desganadas conversaciones. El pelo de Hermione vol­vía a estar tan enmarañado como siempre, y ella confesó que había empleado grandes cantidades de poción alisadora; «pero es demasiado lío para hacerlo todos los días», añadió con sensatez mientras rascaba detrás de las orejas a Crooks­hanks, que ronroneaba.

Ron y Hermione parecían haber llegado al acuerdo de no tocar más el tema de su disputa. Volvían a ser muy ama­bles el uno con el otro, aunque algo formales. Ron y Harry la pusieron al tanto de la conversación entre Madame Maxime y Hagrid, pero ella no pareció encontrar tan sorprendente la noticia de que Hagrid era un semigigante.

—Bueno, ya me lo imaginaba —dijo encogiéndose de hombros—. Sabía que no podía ser un gigante puro, por­que miden unos siete metros de altura. Pero, la verdad, esa histeria con los gigantes... No creo que todos sean tan horribles. Son los mismos prejuicios que tiene la gente contra los hombres lobo. No es más que intolerancia, ¿verdad?

Daba la impresión de que a Ron le hubiera gustado dar una respuesta mordaz, pero tal vez no quería empezar otra discusión, porque se contentó con negar con la cabeza cuan­do Hermione no lo veía.

Había llegado el momento de pensar en los deberes que no habían hecho durante la primera semana de vacaciones. Una vez pasado el día de Navidad, todo el mundo se sentía desinflado. Todo el mundo salvo Harry, que otra vez comen­zaba a preocuparse.

El problema era que, una vez terminadas las fiestas, el 24 de febrero parecía mucho más cercano, y aún no había he­cho nada para descifrar el enigma que encerraba el huevo de oro. Así pues, empezó a sacar el huevo del baúl cada vez que subía al dormitorio; lo abría y lo escuchaba con atención, es­perando que algo cobrara sentido de repente. Trataba de pensar a qué le recordaba aquel sonido, aparte de a una treintena de sierras musicales, pero nunca había oído nada que se le pareciera. Cerró el huevo, lo agitó vigorosamente y lo volvió a abrir para comprobar si el sonido había cambiado, pero no era así. Intentó hacerle al huevo varias preguntas, gritando por encima de los gemidos, pero no le respondía. Incluso tiró el huevo a la otra punta del dormitorio, aunque no creyó que fuera a servirle de nada.

Harry no olvidaba la pista que le había dado Cedric, pero los sentimientos de antipatía que éste le inspiraba entonces le hacían rechazar aquella ayuda siempre que fuera posible. En cualquier caso, le parecía que, si de ver­dad Cedric hubiera querido echarle una mano, habría sido algo más explícito. Él, Harry, le había explicado qué era exactamente a lo que se iba a enfrentar en la primera prueba... mientras que la idea que Cedric tenía de justa co­rrespondencia consistía en aconsejarle que se tomara un baño. Bueno, él no necesitaba esa birria de ayuda, y menos de alguien que iba por los corredores cogido de la mano de Cho. Y así llegó el primer día del segundo trimestre, y Harry se fue a clase con el habitual peso de los libros, per­gaminos y plumas, más el peso en el estómago de la preo­cupación por el enigma del huevo, como si también lo llevara de un lado a otro.



Todavía había una gruesa capa de nieve alrededor del colegio, y las ventanas del invernadero estaban cubiertas de un vaho tan espeso que no se podía ver nada por ellas en la clase de Herbología. Con aquel tiempo nadie tenía mu­chas ganas de que llegara la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas, aunque, como dijo Ron, los escregutos seguramen­te los harían entrar en calor, ya fuera por tener que cazarlos o porque arrojarían fuego con la suficiente intensidad para prender la cabaña de Hagrid.

Sin embargo, al llegar a la cabaña de su amigo encon­traron ante la puerta a una bruja anciana de pelo gris muy corto y barbilla prominente.

—Daos prisa, vamos, ya hace cinco minutos que sonó la campana —les gritó al verlos acercarse a través de la nieve.

—¿Quién es usted? —le preguntó Harry mirándola fija­mente—. ¿Dónde está Hagrid?

—Soy la profesora Grubbly-Plank —dijo con entusias­mo—, la sustituta temporal de vuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas.

—¿Dónde está Hagrid? —repitió Harry.

—Está indispuesto —respondió lacónicamente la mu­jer.

Hasta los oídos de Harry llegó una risa apenas audible pero desagradable. Se volvió. Estaban llegando Draco Malfoy y el resto de los de Slytherin. Todos parecían contentos, y nin­guno se sorprendía de ver a la profesora Grubbly-Plank.

—Por aquí, por favor —les dijo ésta, y se encaminó a grandes pasos hacia el potrero en que tiritaban los enormes caballos de Beauxbatons.

Harry, Ron y Hermione la siguieron volviendo la vista atrás, a la cabaña de Hagrid. Habían corrido todas las corti­nas. ¿Estaba allí Hagrid, solo y enfermo?

—¿Qué le pasa a Hagrid? —preguntó Harry, apresu­rándose para poder alcanzar a la profesora Grubbly-Plank.

—No te importa —respondió ella, como si pensara que él trataba de molestar.

—Sí me importa —replicó Harry acalorado—. ¿Qué le pasa?

La bruja no le hizo caso. Los condujo al otro lado del po­trero, donde descansaban los caballos de Beauxbatons, amontonados para protegerse del frío, y luego hacia un árbol que se alzaba en el lindero del bosque. Atado a él había un unicornio grande y muy bello.

Muchas de las chicas exclamaron «¡oooooooooooooh!» al ver al unicornio.

—¡Qué hermoso! —susurró Lavender Brown—. ¿Có­mo lo atraparía? ¡Dicen que son sumamente difíciles de coger!

El unicornio era de un blanco tan brillante que a su lado la nieve parecía gris. Piafaba nervioso con sus cascos dora­dos, alzando la cabeza rematada en un largo cuerno.

—¡Los chicos que se echen atrás! —exclamó con voz po­tente la profesora Grubbly-Plank, apartándolos con un bra­zo que le pegó a Harry en el pecho—. Los unicornios prefieren el toque femenino. Que las chicas pasen delante y se acerquen con cuidado. Vamos, despacio...

Ella y las chicas se acercaron poco a poco al unicornio, dejando a los chicos junto a la valla del potrero, observando.

En cuanto la profesora se alejó lo suficiente para no oír­los, Harry se dirigió a Ron.

—¿Qué crees que le pasa? ¿No habrá sido un escreg...?

—No, nadie lo ha atacado, Potter, si es lo que piensas —intervino Malfoy con voz suave—. No: lo que pasa es que le da vergüenza que vean su fea carota.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harry.

Malfoy metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó una página de periódico.

—Aquí tienes —dijo—. No sabes cómo lamento tener que enseñártelo, Potter.

Sonreía de satisfacción mientras Harry cogía la página, la desplegaba y la leía. Ron, Seamus, Dean y Neville mira­ban por encima de su hombro. Se trataba de un artículo encabezado con una foto en la que Hagrid tenía pinta de criminal.

 

EL GIGANTESCO ERROR DE DUMBLEDORE

 

Albus Dumbledore, el excéntrico director del Cole­gio Hogwarts de Magia y Hechicería, nunca ha te­nido miedo de contratar a gente controvertida, nos cuenta Rita Skeeter, corresponsal especial. En sep­tiembre de este año nombró profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras a Alastor Ojoloco Moody, el antiguo auror que, como todo el mundo sabe, es un cenizo y además se siente orgulloso de serlo; una decisión que causó gran sorpresa en el Ministerio de Magia, dado el bien conocido hábito que tiene Moody de atacar a cualquiera que haga un repenti­no movimiento en su presencia. Aun así, Ojoloco Moody parece un profesor bondadoso y responsable al lado del ser parcialmente humano que ha contra­tado Dumbledore para impartir la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas.

Rubeus Hagrid, que admite que fue expulsado de Hogwarts cuando cursaba tercero, ha ocupado el puesto de guardabosque del colegio desde entonces, un trabajo en el que Dumbledore lo ha puesto de forma fija. El curso pasado, sin embargo, Hagrid utilizó su misterioso ascendiente sobre el director para obtener el cargo adicional de profesor de Cui­dado de Criaturas Mágicas, por encima de muchos candidatos mejor cualificados.

Hagrid, que es un hombre enorme y de aspecto feroz, ha estado utilizando su nueva autoridad para aterrorizar a los estudiantes que tiene a su cargo con una sucesión de horripilantes criaturas. Mientras Dumbledore hace la vista gorda, Hagrid ha conseguido lesionar a varios de sus alumnos du­rante una serie de clases que muchos admiten que resultan «aterrorizadoras».

«A mí me atacó un hipogrifo, y a mi amigo Vin­cent Crabbe le dio un terrible mordisco un gusara­jo», nos confiesa Draco Malfoy, un alumno de cuarto curso. «Todos odiamos a Hagrid, pero tene­mos demasiado miedo para decir nada.»

No obstante, Hagrid no tiene intención de ce­sar su campaña de intimidación. El mes pasado, en conversación con una periodista de El Profeta, ad­mitió haber creado por cruce unas criaturas a las que ha bautizado como «escregutos de cola explosi­va», un cruce altamente peligroso entre mantícoras y cangrejos de fuego. Por supuesto, la creación de nuevas especies de criaturas mágicas es una activi­dad que el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas siempre vigila de cerca. Hagrid, según parece, se considera por encima de tales restricciones insignificantes.

«Fue sólo como diversión», dice antes de apre­surarse a cambiar de tema.

Por si esto no fuera bastante, El Profeta ha des­cubierto recientemente que Hagrid no es, como ha pretendido siempre, un mago de sangre limpia. De hecho, ni siquiera es enteramente humano. Su ma­dre, revelamos en exclusiva, no es otra que la gi­ganta Fridwulfa, que en la actualidad se halla en paradero desconocido.

Brutales y sedientos de sangre, los gigantes llegaron a estar en peligro de extinción durante el pasado siglo por culpa de sus luchas fratricidas. Los pocos que sobrevivieron se unieron a las filas de El-que-no-debe-ser-nombrado, y fueron respon­sables de algunas de las peores matanzas de mug­gles que tuvieron lugar durante su reinado de terror.

En tanto que muchos de los gigantes que sirvie­ron a El-que-no-debe-ser-nombrado cayeron aba­tidos por aurores que luchaban contra las fuerzas oscuras, Fridwulfa no se hallaba entre ellos. Es posi­ble que se uniera a una de las comunidades de gigan­tes que perviven en algunas cadenas montañosas del extranjero. Pero, a juzgar por las travesuras que comete en las clases de Cuidado de Criaturas Mági­cas, el hijo de Fridwulfa parece haber heredado su naturaleza brutal.

Lo curioso es que, como todo Hogwarts sabe, Hagrid mantiene una amistad íntima con el mucha­cho que provocó la caída de Quien-ustedes-saben, y con ella la huida de la propia madre de Hagrid, como del resto de sus partidarios. Tal vez Harry Potter no se halle al corriente de la desagradable ver­dad sobre su enorme amigo, pero Albus Dumbledore tiene sin duda la obligación de asegurarse de que Harry Potter, al igual que sus compañeros, esté ad­vertido de los peligros que entraña la relación con semigigantes.

 

Harry terminó de leer y alzó los ojos hacia Ron, que con­templaba boquiabierto la página del periódico.

—¿Cómo se ha enterado? —susurró éste.

Pero no era eso lo que preocupaba a Harry.

—¿Qué quieres decir con eso de «todos odiamos a Ha­grid»? —le espetó a Malfoy—. ¿Qué son todas estas menti­ras acerca de que a ése —y señaló a Crabbe— le dio un terrible mordisco un gusarajo? ¡Ni siquiera tienen dientes!

Crabbe se reía por lo bajo, muy satisfecho de sí mismo.

—Bien, creo que esto debería poner fin a la carrera do­cente de ese zoquete —declaró Malfoy con ojos brillantes—. Un semigigante... ¡Y pensar que yo suponía que se había tragado una botella de crecehuesos cuando era joven! A los padres esto no les va a hacer ninguna gracia: ahora todos tendrán miedo de que se coma a sus hijos, ja, ja...

—¡Mald...!

—¿Estáis atendiendo, por ahí?

La voz de la profesora Grubbly-Plank llegó hasta ellos; las chicas se arracimaban en torno al unicornio, acariciándo­lo. Harry sentía tanta ira que el artículo de El Profeta le tem­blaba en las manos mientras se volvía con la mirada perdida hacia el unicornio, cuyas propiedades mágicas enumeraba en aquel instante la profesora en voz alta, para que los chicos también se enteraran.

—¡Espero que se quede esta mujer! —dijo Parvati Patil al terminar la clase, cuando todos se dirigían hacia el castillo para la comida—. Esto se parece más a lo que yo me ima­ginaba de Cuidado de Criaturas Mágicas: criaturas hermo­sas como los unicornios, no monstruos...

—¿Y qué me dices de Hagrid? —replicó Harry enfada­do, subiendo la pequeña escalinata.

—¿Hagrid? —contestó Parvati con dureza—. Puede se­guir siendo guardabosque, ¿no?

Desde el baile, Parvati se había mostrado muy fría con Harry. Éste reconocía que debería haberse mostrado más atento con su compañera de baile; pero, después de todo, ella no lo había pasado nada mal. De hecho, le contaba a todo el mundo que estuviera dispuesto a escucharla que se había citado con el chico de Beauxbatons en Hogsmeade el siguiente día que tuvieran permiso para ir allí.

—Ha sido una buena clase —comentó Hermione cuan­do entraron en el Gran Comedor—. Yo no sabía ni la mitad de las cosas que la profesora Grubbly-Plank nos ha dicho so­bre los unic...

—¡Mira esto! —la cortó Harry, y le puso bajo la nariz el artículo de El Profeta.

Hermione leyó con la boca abierta. Reaccionó exacta­mente igual que Ron.

—¿Cómo se ha podido enterar esa espantosa Skeeter? ¿Creéis que se lo diría Hagrid?

—No —contestó Harry, que se abrió camino hasta la mesa de Gryffindor y se echó sobre una silla, furioso—. Ni siquiera nos lo dijo a nosotros. Supongo que le pondría de los nervios que Hagrid no quisiera decirle un montón de co­sas negativas sobre mí, y se ha dedicado a hurgar para des­quitarse con él.

—Tal vez lo oyó decírselo a Madame Maxime durante el baile —sugirió Hermione en voz baja.

—¡La habríamos visto en el jardín! —objetó Ron—. Además, se supone que no puede volver a entrar en el cole­gio. Hagrid dijo que Dumbledore se lo había prohibido...

—A lo mejor tiene una capa invisible —dijo Harry, sirviéndose en el plato un cazo de guiso de pollo, con tanta fu­ria contenida que lo salpicó por todas partes—. Es el tipo de cosas que haría, ¿no?: ocultarse entre los arbustos para es­piar a la gente.

—¿Como tú y Ron, te refieres? —preguntó Hermione.

—¡Nosotros no pretendíamos oír! —repuso Ron indigna­do—. ¡No nos quedó otro remedio! ¡El muy tonto, hablando sobre la giganta de su madre donde cualquiera podía oírlo!

—Tenemos que ir a verlo —dijo Harry—. Esta noche, después de Adivinación. Para decirle que queremos que vuelva... ¿Tú quieres que vuelva? —le preguntó a Hermio­ne.

—Yo... bueno, no voy a fingir que no me haya gustado este agradable cambio, tener por una vez una clase de Cui­dado de Criaturas Mágicas como Dios manda... ¡pero quiero que vuelva Hagrid, por supuesto que sí! —se apresuró a añadir Hermione, temblando ante la furiosa mirada de Harry.

De forma que esa noche, después de cenar, los tres vol­vieron a salir del castillo y se fueron por los helados terrenos del colegio hacia la cabaña de Hagrid. Llamaron a la puerta, y les respondieron los atronadores ladridos de Fang.

—¡Somos nosotros, Hagrid! —gritó Harry, aporreando la puerta—. ¡Abre!

No respondió. Oyeron a Fang arañar la puerta, que­jumbroso, pero ésta siguió cerrada. Llamaron durante otros diez minutos, y Ron incluso golpeó en una de las ventanas, pero no obtuvieron respuesta.

—¿Por qué nos evita? —se lamentó Hermione, cuando finalmente desistieron y emprendieron el regreso al cole­gio—. Espero que no crea que a nosotros nos importa que sea un semigigante.

Pero parecía que a Hagrid sí le importaba, porque no vieron ni rastro de él en toda la semana. No hizo acto de pre­sencia en la mesa de los profesores a las horas de comer, no lo vieron ir a cumplir con sus obligaciones como guardabos­que, y la profesora Grubbly-Plank siguió haciéndose cargo de las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas. Malfoy se relamía de gusto siempre que podía.

—¿Se ha perdido vuestro amigo el híbrido? —le susu­rraba a Harry siempre que había algún profesor cerca, para que éste no pudiera tomar represalias—. ¿Se ha perdido el hombre elefante?

Había una visita programada a Hogsmeade para mediados de enero. Hermione se sorprendió mucho de que Harry pensara ir.

—Pensé que querrías aprovechar la oportunidad de te­ner la sala común en silencio —comentó—. Tienes que po­nerte en serio a pensar en el enigma.

—¡Ah...! Creo... creo que ya estoy sobre la pista —min­tió Harry.

—¿De verdad? —dijo Hermione, impresionada—. ¡Bien hecho!

La sensación de culpa le provocó un retortijón de tripas, pero no hizo caso. Después de todo, todavía le quedaban cin­co semanas para meditar en el enigma, y eso era como cinco siglos. Además, si iba a Hogsmeade, tal vez pudiera encon­trarse con Hagrid y persuadirlo de que volviera.

Él, Ron y Hermione salieron del castillo el sábado, y atravesaron el campo húmedo y frío en dirección a las ver­jas. Al pasar junto al barco anclado en el lago, vieron salir a cubierta a Viktor Krum, sin otra prenda de ropa que el ba­ñador. A pesar de su delgadez debía de ser bastante fuerte, porque se subió a la borda, estiró los brazos y se tiró al lago.

—¡Está loco! —exclamó Harry, mirando fijamente el re­negrido pelo de Krum cuando su cabeza asomó en el medio del lago—. ¡Es enero, debe de estar helado!

—Hace mucho más frío en el lugar del que viene —co­mentó Hermione—. Supongo que para él está tibia.

—Sí, pero además está el calamar gigante —señaló Ron. No parecía preocupado, más bien esperanzado.

Hermione notó el tono de su voz, y le puso mala cara.

—Es realmente majo, ¿sabéis? —dijo ella—. No es lo que uno podría pensar de alguien de Durmstrang. Me ha di­cho que esto le gusta mucho más.

Ron no dijo nada. No había mencionado a Viktor Krum desde el baile, pero el 26 de diciembre Harry había encon­trado bajo la cama un brazo en miniatura que tenía toda la pinta de haber sido desgajado de alguna figura que llevara la túnica de quidditch del equipo de Bulgaria.

Mientras recorrían la calle principal, cubierta de nieve enfangada, Harry estuvo muy atento por si vislumbraba a Hagrid, y propuso visitar Las Tres Escobas después de ase­gurarse de que éste no estaba en ninguna tienda.

La taberna se hallaba tan abarrotada como siempre, pero un rápido vistazo a todas las mesas reveló que Ha­grid no se encontraba allí. Desanimado, Harry fue hasta la barra con Ron y Hermione, le pidió a la señora Rosmer­ta tres cervezas de mantequilla, y lamentó no haberse quedado en Hogwarts escuchando los gemidos del huevo de oro.

—Pero ¿es que ese hombre no va nunca a trabajar? —susurró Hermione de repente—. ¡Mirad!

Señaló el espejo que había tras la barra, y Harry vio a Ludo Bagman allí reflejado, sentado en un rincón oscuro con unos cuantos duendes. Bagman les hablaba a los duendes en voz baja y muy despacio, y ellos lo escuchaban con los brazos cruzados y miradas amenazadoras.

Harry se dijo que era bastante raro que Bagman estu­viera allí, en Las Tres Escobas, un fin de semana, cuando no había ningún acontecimiento relacionado con el Torneo y, por lo tanto, nada que juzgar. Miró el reflejo de Bagman. Parecía de nuevo tenso, tanto como lo había estado en el bosque aquella noche antes de que apareciera la Marca Tenebrosa. Pero en aquel momento Bagman miró hacia la ba­rra, vio a Harry y se levantó.

—¡Un momento, sólo un momento! —oyó que les decía a los duendes, y Bagman se apresuró a acercarse a él cruzan­do la taberna—. ¡Harry! ¿Cómo estás? —lo saludó; había re­cuperado su sonrisa infantil—. ¡Tenía ganas de encontrarme contigo! ¿Va todo bien?

—Sí, gracias —respondió Harry.

—Me pregunto si podría decirte algo en privado, Harry —dijo Bagman—. ¿Nos podríais disculpar un momento?

—Eh... vale —repuso Ron, y se fue con Hermione en busca de una mesa.

Bagman condujo a Harry hasta el rincón de la taberna más alejado de la señora Rosmerta.

—Bueno, sólo quería felicitarte por tu espléndida ac­tuación ante el colacuerno húngaro, Harry —dijo Bag­man—. Fue realmente soberbia.

—Gracias —contestó Harry, pero sabía que aquello no era todo lo que Bagman quería decirle, porque sin duda po­día haberlo felicitado delante de Ron y Hermione.

Sin embargo, Bagman no parecía tener ninguna prisa por hablar. Harry lo vio mirar por el espejo a los duendes, que a su vez los observaban a ellos en silencio con sus ojos oscuros y rasgados.

—Una absoluta pesadilla —dijo Bagman en voz baja al notar que Harry también observaba a los duendes—. Su in­glés no es muy bueno... Es como volver a entendérselas con todos los búlgaros en los Mundiales de quidditch... pero al menos aquéllos utilizaban unos signos que cualquier otro ser humano podía entender. Estos parlotean duendigonza... y yo sólo sé una palabra en duendigonza: bladvak, que significa «pico de cavar». Y no quiero utilizarla por miedo a que crean que los estoy amenazando. —Se rió con una risa breve y retumbante.

—¿Qué quieren? —preguntó Harry, notando que los duendes no dejaban de vigilar a Bagman.

—Eh... bueno... —dijo Bagman, que de pronto pareció muy nervioso—. Buscan a Barty Crouch.

—¿Y por qué lo buscan aquí? —se extrañó Harry—. Estará en el Ministerio, en Londres, ¿no?

—Eh... en realidad no tengo ni idea de dónde está —re­conoció Bagman—. Digamos que... ha dejado de acudir al trabajo. Ya lleva ausente dos semanas. El joven Percy, su ayudante, asegura que está enfermo. Parece que ha estado enviando instrucciones por lechuza mensajera. Pero te rue­go que no le digas nada de esto a nadie, porque Rita Skeeter mete las narices por todas partes, y es capaz de convertir la enfermedad de Barty en algo siniestro. Probablemente di­ría que ha desaparecido como Bertha Jorkins.

—¿Se sabe algo de Bertha Jorkins? —preguntó Harry.

—No —contestó Bagman, recuperando su aspecto tenso—. He puesto a alguna gente en su busca —«¡A bue­na hora!», pensó Harry—, y todo resulta muy extraño. Hemos comprobado que llegó a Albania, porque allí se vio con su primo segundo. Y luego dejó la casa de su primo para trasladarse al sur a visitar a su tía. Pero parece que desa­pareció por el camino sin dejar rastro. Que me parta un rayo si comprendo dónde se ha metido. No parece el tipo de persona que se fugaría con alguien, por ejemplo... Pero ¿qué hacemos hablando de duendes y de Bertha Jorkins? Lo que quería preguntarte es cómo te va con el huevo de oro.

—Eh... no muy mal —mintió Harry.

Pero, al parecer, Bagman se dio cuenta de que Harry no era sincero.

—Escucha, Harry —dijo en voz muy baja—, todo esto me hace sentirme culpable. Te metieron en el Torneo, tú no te presentaste, y... —su voz se hizo tan sutil que Harry tuvo que inclinarse para escuchar— si puedo ayudarte, darte un empujoncito en la dirección correcta... Siento debilidad por ti... ¡La manera en que burlaste al dragón! Bueno, sólo espe­ro una indicación por tu parte.

Harry miró la cara de Bagman, redonda y sonrosada, y los azules ojos de bebé, completamente abiertos.

—Se supone que tenemos que descifrarlo por nosotros mismos, ¿no? —repuso, poniendo mucho cuidado en decirlo como sin darle importancia y que no sonara a una acusación contra el director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos.

—Bueno, sí —admitió Bagman—, pero... En fin, Harry, todos queremos que gane Hogwarts, ¿no?

—¿Le ha ofrecido ayuda a Cedric?

Bagman frunció levemente el entrecejo.

—No, no lo he hecho —reconoció—. Yo... bueno, como te dije, siento debilidad por ti. Por eso pensé en ofrecerte...

—Bueno, gracias —respondió Harry—, pero creo que ya casi lo tengo... Me faltan un par de días.

No sabía muy bien por qué rechazaba la ayuda de Bag­man. Tal vez fuera porque era para él casi un extraño, y aceptar su ayuda le parecía que estaba mucho más cerca de hacer trampas que si se la pedía a Ron, Hermione o Sirius.

Bagman parecía casi ofendido, pero no pudo decir mucho más porque en ese momento se acercaron Fred y George.

—Hola, señor Bagman —saludó Fred con entusias­mo—. ¿Podemos invitarlo?

—Eh... no —contestó Bagman, dirigiéndole a Harry una última mirada decepcionada—. No, muchachos, mu­chas gracias.

Fred y George se quedaron tan decepcionados como Bagman, que miraba a Harry como si éste lo hubiera de­fraudado.

—Bueno, tengo prisa —dijo—. Me alegro de veros a to­dos. Buena suerte, Harry.

Salió de la taberna a toda prisa. Los duendes se levan­taron de las sillas y fueron tras él. Harry se reunió con Ron y Hermione.

—¿Qué quería? —preguntó Ron en cuanto Harry se sentó.

—Quería ayudarme con el huevo de oro —explicó Harry.

—¡Eso no está bien! —exclamó Hermione muy sorpren­dida—. ¡Es uno de los jueces! Y además, tú ya lo tienes, ¿no?

—Eh... casi —repuso Harry.

—¡Bueno, no creo que a Dumbledore le gustara ente­rarse de que Bagman intenta convencerte de que hagas trampa! —opinó Hermione, con expresión muy reprobatoria—. ¡Espero que intente ayudar igual a Cedric!

—Pues no. Se lo he preguntado —respondió Harry.

—¿Y a quién le importa si a Diggory lo están ayudando? —dijo Ron.


Date: 2015-12-11; view: 573


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