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El baile de Navidad

 

 

A pesar del sinfín de deberes que les habían puesto a los de cuarto para Navidad, a Harry no le apetecía ponerse a tra­bajar al final del trimestre, y se pasó la primera semana de vacaciones disfrutando todo lo posible con sus compañeros. La torre de Gryffindor seguía casi tan llena como durante el trimestre, y parecía más pequeña, porque sus ocupantes ar­maban mucho más jaleo aquellos días. Fred y George ha­bían cosechado un gran éxito con sus galletas de canarios, y durante los dos primeros días de vacaciones la gente iba dejando plumas por todas partes. No tuvo que pasar mucho tiempo, sin embargo, para que los de Gryffindor aprendie­ran a tratar con muchísima cautela cualquier cosa de comer que les ofrecieran los demás, por si había una galleta de ca­narios oculta, y George le confesó a Harry que estaban desa­rrollando un nuevo invento. Harry decidió no aceptar nunca de ellos ni una pipa de girasol. No se le olvidaba lo de Dudley y el caramelo longuilinguo.

En aquel momento nevaba copiosamente en el castillo y sus alrededores. El carruaje de Beauxbatons, de color azul claro, parecía una calabaza enorme, helada y cubier­ta de escarcha, junto a la cabaña de Hagrid, que a su lado era como una casita de chocolate con azúcar glasé por en­cima, en tanto que el barco de Durmstrang tenía las porti­llas heladas y los mástiles cubiertos de escarcha. Abajo, en las cocinas, los elfos domésticos se superaban a sí mismos con guisos calientes y sabrosos, y postres muy ricos. La única que encontraba algo de lo cual quejarse era Fleur Delacour.

—Toda esta comida de «Hogwag» es demasiado pesa­da —la oyeron decir una noche en que salían tras ella del Gran Comedor (Ron se ocultaba detrás de Harry, para que Fleur no lo viera)—. ¡No voy a «podeg lusig» la túnica!

—¡Ah, qué tragedia! —se burló Hermione cuando Fleur salía al vestíbulo—. Vaya ínfulas, ¿eh?

—¿Con quién vas a ir al baile, Hermione?

Ron le hacía aquella pregunta en los momentos más inesperados para ver si, al pillarla por sorpresa, conseguía que le contestara. Sin embargo, Hermione no hacía más que mirarlo con el entrecejo fruncido y responder:

—No te lo digo. Te reirías de mí.

—¿Bromeas, Weasley? —dijo Malfoy tras ellos—. ¡No me dirás que ha conseguido pareja para el baile! ¿La sangre sucia de los dientes largos?

Harry y Ron se dieron la vuelta bruscamente, pero Hermione saludó a alguien detrás de Malfoy:

—¡Hola, profesor Moody!

Malfoy palideció y retrocedió de un salto, buscándolo con la mirada, pero Moody estaba todavía sentado a la mesa de los profesores, terminándose el guiso.



—Eres un huroncito nervioso, ¿eh, Malfoy? —dijo Her­mione mordazmente, y ella, Harry y Ron empezaron a subir por la escalinata de mármol riéndose con ganas.

—Hermione —exclamó de repente Ron, sorprendido—, tus dientes...

—¿Qué les pasa?

—Bueno, que son diferentes... Lo acabo de notar.

—Claro que lo son. ¿Esperabas que siguiera con los col­millos que me puso Malfoy?

—No, lo que quiero decir es que son diferentes de como eran antes de la maldición de Malfoy. Están rectos y... de ta­maño normal.

Hermione les dirigió de repente una sonrisa maliciosa, y Harry también se dio cuenta: aquélla era una sonrisa muy distinta de la de antes.

—Bueno... cuando fui a que me los encogiera la señora Pomfrey, me puso delante un espejo y me pidió que dijera «ya» cuando hubieran vuelto a su tamaño anterior —expli­có—, y simplemente la dejé que siguiera un poco. —Sonrió más aún—. A mis padres no les va a gustar. Llevo años in­tentando convencerlos de que me dejaran disminuirlos, pero se empeñaban en que siguiera con el aparato. Ya sa­béis que son dentistas, y piensan que los dientes y la magia no deberían... ¡Mirad!, ¡ha vuelto Pigwidgeon!

El mochuelo de Ron, con un rollito de pergamino atado a la pata, gorjeaba como loco encima de la barandilla adorna­da con carámbanos. La gente que pasaba por allí lo señalaba y se reía, y unas chicas de tercero se pararon a observarlo.

—¡Ay, mira qué lechuza más chiquitita! ¿A que es pre­ciosa?

—¡Estúpido cretino con plumas! —masculló Ron, co­rriendo por la escalera para atraparlo—. ¡Hay que llevarle las cartas directamente al destinatario, y sin exhibirse por ahí!

Pigwidgeon gorjeó de contento, sacando la cabeza del puño de Ron. Las chicas de tercero parecían asustadas.

—¡Marchaos por ahí! —les espetó Ron, moviendo el puño en el que tenía atrapado a Pigwidgeon, que ululaba más feliz que nunca cada vez que Ron lo balanceaba en el aire—. Ten, Harry —añadió Ron en voz baja, desprendién­dole de la pata la respuesta de Sirius, mientras las chicas de tercero se iban muy escandalizadas.

Harry se la guardó en el bolsillo, y se dieron prisa en subir a la torre de Gryffindor para leerla.

En la sala común todos estaban demasiado ocupados celebrando las vacaciones para fijarse en ellos. Harry, Ron y Hermione se sentaron lejos de todo el mundo, junto a una ventana oscura que se iba llenando poco a poco de nieve, y Harry leyó en voz alta:

 

Querido Harry:

Mi enhorabuena por haber superado la prueba del dragón. ¡El que metió tu nombre en el cáliz, quienquiera que fuera, no debe de estar nada satis­fecho! Yo te iba a sugerir una maldición de conjun­tivitis, ya que el punto más débil de los dragones son los ojos...

 

—Eso es lo que hizo Krum —susurró Hermione.

 

... pero lo que hiciste es todavía mejor: estoy impresionado.

Aun así, no te confíes, Harry. Sólo has supera­do una prueba. El que te hizo entrar en el Torneo tiene muchas más posibilidades de hacerte daño, si eso es lo que pretende. Ten los ojos abiertos (espe­cialmente si está cerca ese del que hemos hablado), y procura no meterte en problemas.

Escríbeme. Sigo queriendo que me informes de cualquier cosa extraordinaria que ocurra.

Sirius

 

—Lo mismo que Moody —comentó Harry en voz baja, volviendo a meterse la carta dentro de la túnica—. «¡Alerta permanente!» Cualquiera pensaría que camino con los ojos cerrados, pegándome contra las paredes.

—Pero tiene razón, Harry —repuso Hermione—: toda­vía te quedan dos pruebas. La verdad es que tendrías que echarle un vistazo a ese huevo y tratar de resolver el enigma que encierra.

—¡Para eso tiene siglos, Hermione! —espetó Ron—. ¿Una partida de ajedrez, Harry?

—Sí, vale —contestó Harry, que, al observar la expre­sión de Hermione, añadió—: Vamos, ¿cómo me iba a concen­trar con todo este ruido? Creo que ni el huevo se oiría.

—Supongo que no —reconoció ella suspirando, y se sen­tó a ver la partida, que culminó con un emocionante jaque mate de Ron ejecutado con un par de temerarios peones y un alfil muy violento.

 

 

El día de Navidad, Harry tuvo un despertar muy sobresal­tado. Levantó los párpados preguntándose qué era lo que lo había despertado, y vio unos ojos muy grandes, redondos y verdes que lo miraban desde la oscuridad, tan cerca que casi tocaban los suyos.

—¡Dobby! —gritó Harry, apartándose tan aprisa del elfo que casi se cae de la cama—. ¡No hagas eso!

—¡Dobby lo lamenta, señor! —chilló nervioso el elfo, que retrocedió de un salto y se tapó la boca con los largos dedos—. ¡Dobby sólo quería desearle a Harry Potter feliz Navidad y traerle un regalo, señor! ¡Harry Potter le dio permiso a Dobby para venir a verlo de vez en cuando, se­ñor!

—Sí, muy bien —dijo Harry, con la respiración aún al­terada, mientras el ritmo cardíaco recuperaba la normali­dad—. Pero la próxima vez sacúdeme el hombro o algo así. No te inclines sobre mí de esa manera...

Harry descorrió las colgaduras de su cama adoselada, cogió las gafas que había dejado sobre la mesita de noche y se las puso. Su grito había despertado a Ron, Seamus, Dean y Neville, y todos espiaban a través de sus colgaduras con ojos de sueño y el pelo revuelto.

—¿Te ha atacado alguien, Harry? —preguntó Seamus medio dormido.

—¡No, sólo es Dobby! —susurró Harry—. Vuelve a dor­mir.

—¡Ah... los regalos! —dijo Seamus, viendo el montón de paquetes que tenía a los pies de la cama.

Ron, Dean y Neville decidieron que, ya que se habían despertado, podían aprovechar para abrir los regalos. Harry se volvió hacia Dobby, que seguía de pie junto a la cama, nervioso y todavía preocupado por el susto que le ha­bía dado a Harry. Llevaba una bola de Navidad atada a la punta de la cubretetera.

—¿Puede Dobby darle el regalo a Harry Potter? —pre­guntó con timidez.

—Claro que sí —contestó Harry—. Eh... yo también tengo algo para ti.

Era mentira. No había comprado nada para Dobby, pero abrió rápidamente el baúl y sacó un par de calcetines enrollados y llenos de bolitas. Eran los más viejos y feos que tenía, de color amarillo mostaza, y habían pertenecido a tío Vernon. La razón de que tuvieran tantas bolitas era que Harry los usaba desde hacia más de un año para proteger el chivatoscopio. Lo desenvolvió y le entregó los calcetines a Dobby, diciendo:

—Perdona, se me olvidó empaquetarlos.

Pero Dobby estaba emocionado.

—¡Los calcetines son lo que más le gusta a Dobby, se­ñor! ¡Son sus prendas favoritas! —aseguró, quitándose los que llevaba, tan dispares, y poniéndose los de tío Vernon—. Ahora ya tengo siete, señor. Pero, señor... —dijo abriendo los ojos al máximo después de subirse los calcetines hasta las perneras del pantalón corto—, en la tienda se han equi­vocado, Harry Potter: ¡son del mismo color!

—¡Harry, cómo no te diste cuenta de eso! —intervino Ron, sonriendo desde su cama, que se hallaba ya cubierta de papeles de regalo—. Pero ¿sabes una cosa, Dobby? Mira, aquí tienes. Toma estos dos, y así podrás mezclarlos con los de Harry. Y aquí tienes el jersey.

Le entregó a Dobby un par de calcetines de color violeta que acababa de desenvolver, y el jersey tejido a mano que le había enviado su madre.

Dobby se sentía abrumado.

—¡El señor es muy gentil! —chilló con los ojos empa­ñados en lágrimas y haciéndole a Ron una reverencia—. Dobby sabía que el señor tenía que ser un gran mago, siendo el mejor amigo de Harry Potter, pero no sabía que fuera además tan generoso de espíritu, tan noble, tan des­prendido...

—Sólo son calcetines —repuso Ron, que se había rubo­rizado un tanto, aunque al mismo tiempo parecía bastante complacido—. ¡Ostras, Harry! —Acababa de abrir el regalo de Harry, un sombrero de los Chudley Cannons—. ¡Qué guay! —Se lo encasquetó en la cabeza, donde no combinaba nada bien con el color del pelo.

Dobby le entregó entonces un pequeño paquete a Harry, que resultó ser... un par de calcetines.

—¡Dobby los ha hecho él mismo, señor! —explicó el elfo muy contento—. ¡Ha comprado la lana con su sueldo, señor!

El calcetín izquierdo era rojo brillante con un dibujo de escobas voladoras; el derecho era verde con snitchs.

—Son... son realmente... Bueno, Dobby, muchas gra­cias —le dijo Harry poniéndoselos, con lo que Dobby estuvo a punto otra vez de derramar lágrimas de felicidad.

—Ahora Dobby tiene que irse, señor. ¡Ya estamos pre­parando la cena de Navidad! —anunció el elfo, y salió a toda prisa del dormitorio, diciendo adiós a los otros al pa­sar.

Los restantes regalos de Harry fueron mucho más sa­tisfactorios que los extraños calcetines de Dobby, con la ob­via excepción del regalo de los Dursley, que consistía en un pañuelo de papel con el que batían su propio récord de mez­quindad. Harry supuso que aún se acordaban del caramelo longuilinguo. Hermione le había regalado un libro que se titulaba Equipos de quidditch de Gran Bretaña e Irlanda; Ron, una bolsa rebosante de bombas fétidas; Sirius, una prác­tica navaja con accesorios para abrir cualquier cerradura y deshacer todo tipo de nudos, y Hagrid, una caja bien gran­de de chucherías que incluían todos los favoritos de Harry: grageas multisabores de Bertie Bott, ranas de chocolate, chicle superhinchable y meigas fritas. Estaba también, por supuesto, el habitual paquete de la señora Weasley, que in­cluía un jersey nuevo (verde con el dibujo de un dragón: Harry supuso que Charlie le había contado todo lo del colacuerno) y un montón de pastelillos caseros de Navidad.

Harry y Ron encontraron a Hermione en la sala común y bajaron a desayunar juntos. Se pasaron casi toda la ma­ñana en la torre de Gryffindor, disfrutando de los regalos, y luego bajaron al Gran Comedor para tomar un magnífico al­muerzo que incluyó al menos cien pavos y budines de Navi­dad, junto con montones de petardos sorpresa.

Por la tarde salieron del castillo: la nieve se hallaba tal cual había caído, salvo por los caminos abiertos por los estu­diantes de Durmstrang y Beauxbatons desde sus moradas al castillo. En lugar de participar en la pelea de bolas de nie­ve entre Harry y los Weasley, Hermione prefirió contem­plarla, y a las cinco les anunció que volvía al castillo para prepararse para el baile.

—Pero ¿te hacen falta tres horas? —se extrañó Ron, mi­rándola sin comprender. Pagó su distracción recibiendo un bolazo de nieve arrojado por George que le pegó con fuerza en un lado de la cabeza—. ¿Con quién vas? —le gritó a Her­mione cuando ya se iba; pero ella se limitó a hacer un gesto con la mano y entró en el castillo.

No había cena de Navidad porque el baile incluía un ban­quete, así que a las siete, cuando se hacía dificil acertar a alguien, dieron por terminada la batalla de bolas de nieve y volvieron a la sala común del castillo. La Señora Gorda esta­ba sentada en su cuadro, acompañada por su amiga Violeta, y las dos parecían estar algo piripis. En el suelo del cuadro había un montón de cajitas vacías de bombones de licor.

—¡«Cuces de lolores», eso es! —dijo la Señora Gorda con una risita tonta en respuesta a la contraseña, mientras les abría para que pasaran.

Harry, Ron, Seamus, Dean y Neville se pusieron la tú­nica de gala en el dormitorio, todos un poco cohibidos, pero ninguno tanto como Ron, que se miraba en la luna del rin­cón con expresión de terror. Su túnica se parecía más a un vestido de mujer que a cualquier otro tipo de prenda, y la cosa no tenía remedio. En un desesperado intento de hacer­la parecer más varonil, utilizó un encantamiento seccionador en el cuello y los puños. No funcionó mal del todo: al menos se había desprendido de las puntillas, aunque el tra­bajo no resultaba perfecto y los bordes se deshilachaban mientras bajaba la escalera.

—No me cabe en la cabeza que hayáis conseguido a las dos chicas más guapas del curso —susurró Dean.

—Magnetismo animal —replicó Ron de mal humor, ti­rándose de los hilos sueltos de los puños.

La sala común tenía un aspecto muy extraño, llena de gente vestida de diferentes colores en lugar del usual monocromatismo negro. Parvati aguardaba a Harry al pie de la escalera. Estaba realmente muy guapa, con su túnica de un rosa impactante, el pelo negro en una larga trenza entrela­zada con oro y unas pulseras también de oro que le brilla­ban en las muñecas. Harry dio gracias de que no le hubiera entrado la risa tonta.

—Estás... guapa —dijo algo cohibido.

—Gracias —respondió ella—. Padma te espera en el vestíbulo —le indicó a Ron.

—Bien —contestó Ron, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está Hermione?

Parvati se encogió de hombros y le dijo a Harry:

—¿Quieres que bajemos?

—Vale —aceptó Harry, lamentando no poder quedarse en la sala común.

Fred le guiñó un ojo a Harry cuando éste pasó a su lado para salir por el hueco del retrato.

También el vestíbulo estaba abarrotado de estudiantes que se arremolinaban en espera de que dieran las ocho en punto, hora a la que se abrirían las puertas del Gran Come­dor. Los que habían quedado con parejas pertenecientes a diferentes casas las buscaban entre la multitud. Parvati vio a su hermana Padma y la condujo hasta donde estaban Harry y Ron.

—Hola —saludó Padma, que estaba tan guapa como Parvati con su túnica de color azul turquesa brillante. No parecía demasiado entusiasmada con su pareja de baile. Lo miró de arriba abajo, y sus oscuros ojos se detuvieron en el cuello y los puños deshilachados de la túnica de gala de Ron.

—Hola —contestó Ron sin mirarla, pues seguía buscan­do entre la multitud—. ¡Oh, no...!

Se inclinó un poco para ocultarse detrás de Harry por­que pasaba por allí Fleur Delacour, imponente con su túni­ca de satén gris plateado y acompañada por Roger Davies, el capitán del equipo de quidditch de Ravenclaw. Cuando pasaron, Ron volvió a enderezarse y a mirar por encima de las cabezas de la multitud.

—¿Dónde estará Hermione? —repitió.

Llegaron unos cuantos de Slytherin subiendo la escale­ra desde su sala común, que era una de las mazmorras. Malfoy iba al frente. Llevaba una túnica negra de terciopelo con cuello alzado, y Harry pensó que le daba aspecto de cura. De su brazo iba Pansy Parkinson, con una túnica de color rosa pálido con muchos volantes. Tanto Crabbe como Goyle iban de verde: parecían cantos rodados cubiertos de musgo, y, como Harry se alegró de comprobar, ninguno de ellos ha­bía logrado encontrar pareja.

Se abrieron las puertas principales de roble, y todo el mundo se volvió para ver entrar a los alumnos de Durmstrang con el profesor Karkarov. Krum iba al frente del gru­po, acompañado por una muchacha preciosa vestida con túnica azul a la que Harry no conocía. Por encima de las cabezas pudo ver que una parte de la explanada que había delante del castillo la habían transformado en una especie de gruta llena de luces de colores. En realidad eran cientos de pequeñas hadas: algunas posadas en los rosales que habían sido conjurados allí, y otras revoloteando sobre unas estatuas que parecían representar a Papá Noel con sus renos.

En ese momento los llamó la voz de la profesora McGo­nagall:

—¡Los campeones por aquí, por favor!

Sonriendo, Parvati se acomodó las pulseras. Ella y Harry se despidieron de Ron y Padma, y avanzaron. Sin de­jar de hablar, la multitud se apartó para dejarlos pasar. La profesora McGonagall, que llevaba una túnica de tela esco­cesa roja y se había puesto una corona de cardos bastante fea alrededor del ala del sombrero, les pidió que esperaran a un lado de la puerta mientras pasaban todos los demás: ellos entrarían en procesión en el Gran Comedor cuando el resto de los alumnos estuviera sentado. Fleur Delacour y Roger Davies se pusieron al lado de las puertas: Davies parecía tan aturdido por la buena suerte de ser la pareja de Fleur que apenas podía quitarle los ojos de encima. Cedric y Cho esta­ban también junto a Harry, quien no los miró para no tener que hablar con ellos. Entonces volvió a mirar a la chica que acompañaba a Krum. Y se quedó con la boca abierta.

Era Hermione.

Pero estaba completamente distinta. Se había hecho algo en el pelo: ya no lo tenía enmarañado, sino liso y bri­llante, y lo llevaba recogido por detrás en un elegante moño. La túnica era de una tela añil vaporosa, y su porte no era el de siempre, o tal vez fuera simplemente la ausencia de la veintena de libros que solía cargar a la espalda. Ella también sonreía (con una sonrisa nerviosa, a decir verdad), pero la disminución del tamaño de sus incisivos era más eviden­te que nunca. Harry se preguntó cómo no se había dado cuenta antes.

—¡Hola, Harry! —saludó ella—. ¡Hola, Parvati!

Parvati le dirigió a Hermione una mirada de descortés incredulidad. Y no era la única: cuando se abrieron las puer­tas del Gran Comedor, el club de fans de la biblioteca pasó por su lado con aire ofendido, dirigiendo a Hermione mira­das del más intenso odio. Pansy Parkinson la miró con la boca abierta al pasar con Malfoy, que ni siquiera fue capaz de encontrar un insulto con el que herirla. Ron, sin embar­go, pasó por su lado sin mirarla.

Cuando todos se hubieron acomodado en el Gran Come­dor, la profesora McGonagall les dijo que entraran detrás de ella, una pareja tras otra. Lo hicieron así, y todos cuantos estaban en el Gran Comedor los aplaudieron mientras cru­zaban la entrada y se dirigían a una amplia mesa redonda situada en un extremo del salón, donde se hallaban senta­dos los miembros del tribunal.

Habían recubierto los muros del Gran Comedor de es­carcha con destellos de plata, y cientos de guirnaldas de muérdago y hiedra cruzaban el techo negro lleno de estre­llas. En lugar de las habituales mesas de las casas había un centenar de mesas más pequeñas, alumbradas con faroli­llos, cada una con capacidad para unas doce personas.

Mientras Harry se esforzaba en no tropezar, Parvati parecía hallarse en la gloria: sonreía a todo el mundo, y lle­vaba a Harry con tanta determinación que él se sentía como un perro de exhibición al que la dueña obligara a mostrar sus habilidades en un concurso. Al acercarse a la mesa vio a Ron y a Padma. Ron observaba pasar a Hermio­ne con los ojos casi cerrados; Padma parecía estar de mal humor.

Dumbledore sonrió de contento cuando los campeones se acercaron a la mesa principal. La expresión de Karkarov, en cambio, recordaba más bien a la de Ron al ver acercarse a Krum y Hermione. Ludo Bagman, que aquella noche lle­vaba una túnica de color púrpura brillante con grandes estrellas amarillas, aplaudía con tanto entusiasmo como cualquiera de los alumnos. Y Madame Maxime, que había cambiado su habitual uniforme de satén negro por un vesti­do de seda suelto de color azul lavanda, aplaudía cortés­mente. Pero faltaba el señor Crouch, como no tardó en notar Harry. El quinto asiento de la mesa estaba ocupado por Percy Weasley.

Cuando los campeones y sus parejas llegaron a la mesa, Percy retiró un poco la silla vacía que había a su lado, miran­do a Harry. Éste entendió la indirecta y se sentó junto a Percy, que llevaba una reluciente túnica de gala de color azul marino, y lucía una expresión de gran suficiencia.

—Me han ascendido —dijo Percy antes de que a Harry le diera tiempo a preguntarle y con el mismo tono que hu­biera empleado para anunciar su elección como gobernador supremo del Universo—. Ahora soy el ayudante personal del señor Crouch, y he venido en representación suya.

—¿Por qué no ha venido él? —preguntó Harry. No le apetecía pasarse la cena escuchando una disertación sobre los culos de los calderos.

—Lamento tener que decir que el señor Crouch no se encuentra bien, nada bien. No se ha encontrado bien desde los Mundiales. No me sorprende: es el exceso de trabajo. No es tan joven como antes. Aunque sigue siendo brillante, des­de luego: su mente si que es la misma de siempre. Pero la Copa del Mundo resultó un fiasco para el Ministerio, y ade­más el señor Crouch sufrió un revés personal muy duro a causa del comportamiento indebido de su elfina doméstica, Blinky o como se llame. Como era natural, él la despidió in­mediatamente después del incidente; pero, bueno, aunque se las apaña, como yo digo, la verdad es que necesita que lo cuiden, y me temo que desde que ella no está en la casa su vida es mucho menos cómoda. Y a continuación tuvimos que preparar el Torneo, y luego vinieron las secuelas de los Mundiales, con esa repelente Skeeter dando guerra. Pobre hombre, está pasando unas Navidades tranquilas, bien merecidas. Estoy satisfecho de que supiera que contaba con al­guien de confianza para ocupar su lugar.

Harry estuvo muy tentado de preguntarle si el señor Crouch ya había dejado de llamarlo Weatherby, pero se con­tuvo.

Aún no había comida en los brillantes platos de oro; sólo unas pequeñas minutas delante de cada uno de ellos. Harry cogió la suya como dudando, y miró a su alrededor. No había camareros. Observó que Dumbledore leía su menú con detenimiento y luego le decía muy claramente a su plato:

—¡Chuletas de cerdo!

Y las chuletas de cerdo aparecieron sobre él. Captando la idea, los restantes comensales también pidieron a sus respectivos platos lo que deseaban. Harry le echó una mi­rada a Hermione para ver qué le parecía aquel nuevo y más complicado sistema de cena, que seguramente implicaría más trabajo para los elfos. Pero, por una vez, Hermione no parecía acordarse de la P.E.D.D.O.: estaba absorta en su charla con Viktor Krum, y ni siquiera parecía ver lo que co­mía.

Harry se dio cuenta de que hasta entonces no había oído hablar a Viktor, pero en aquel momento lo estaba ha­ciendo, y con mucho entusiasmo.

—Bueno, «nosotrros» tenemos también un castillo, no tan «grrande» como éste, ni tan «conforrtable», me «parrece» —le decía a Hermione—. Sólo tiene «cuatrro» pisos, y las chimeneas se «prrenden» únicamente por motivos mágicos. Pero los terrenos del colegio son aún más amplios que los de aquí, aunque en «invierrno» apenas tenemos luz, así que no los «disfrrutamos» mucho. «Perro» en «verrano» volamos a «diarrio», «sobrre» los lagos y las montañas.

—¡Para, para, Viktor! —dijo Karkarov, con una risa en la que no participaban sus fríos ojos—. No sigas dando más pistas, ¡o tu encantadora amiga sabrá exactamente dónde se encuentra el castillo!

Dumbledore sonrió, no sólo con la boca sino también con la mirada.

—Con todo ese secretismo, Igor, se podría pensar que no queréis visitas.

—Bueno, Dumbledore —dijo Karkarov, mostrando ple­namente sus dientes amarillos—, todos protegemos nues­tros dominios privados, ¿verdad? ¿No guardamos todos con celo los centros de saber en que se aprende lo que nos ha sido confiado? ¿No tenemos motivos para estar orgullosos de ser los únicos conocedores de los secretos de nuestro cole­gio? ¿No tenemos motivos para protegerlos?

—¡Ah, yo nunca pensaría que conozco todos los secretos de Hogwarts, Igor! —contestó Dumbledore en tono amisto­so—. Esta misma mañana, por ejemplo, me equivoqué al ir a los lavabos y me encontré en una sala de bellas proporcio­nes que no había visto nunca y que contenía una magnífica colección de orinales. Cuando volví para contemplarla más detenidamente, la sala había desaparecido. Pero tengo que estar atento a ver si la vuelvo a ver: tal vez sólo sea accesible a las cinco y media de la mañana, o aparezca cuando la luna está en cuarto creciente o menguante, o cuando el que pasa por allí tiene la vejiga excepcionalmente llena.

Harry resopló mirando su plato de gulasch. Percy frun­cía el entrecejo, pero Harry hubiera jurado que Dumbledore le había guiñado un ojo.

Mientras tanto, Fleur Delacour criticaba la decoración de Hogwarts hablando con Roger Davies.

—Esto no es nada —decía, echando una despectiva mi­rada a los centelleantes muros del Gran Comedor—. En Na­vidad, en el palacio de Beauxbatons tenemos «escultugas» de hielo en todo el salón «comedog». «Pog» supuesto, no se «deguiten»: son como «enogmes» estatuas de diamante, «bgillando pog» todos lados. Y la comida es sencillamente «sobegbia». Y tenemos «cogos» de ninfas de «madega» que nos cantan «seguenatas mientgas» comemos. En los salones no hay ni una de estas feas «agmadugas», y si «entgaga» en Beauxbatons un poltergeist lo «expulsaguíamos» de inme­diato —añadió, dando un golpe en la mesa con la mano.

Roger Davies la miraba con expresión pasmada, y no acertaba a apuntar con el tenedor cuando pretendía metér­selo en la boca. Harry tenía la impresión de que Davies es­taba demasiado ocupado mirando a Fleur para enterarse de lo que ella decía.

—Tienes toda la razón —dijo apresuradamente, pegando otro golpe en la mesa con la mano—: de inmediato, sí señor.

Harry echó una mirada al Gran Comedor. Hagrid se hallaba sentado a una de las otras mesas de profesores. Ha­bía vuelto a ponerse el horrible traje peludo de color marrón y miraba a la mesa en que Harry se encontraba. Harry lo vio saludar con la mano, y que Madame Maxime, con sus cuentas de ópalo que brillaban a la luz de las velas, le devol­vía el saludo.

Hermione le enseñaba a Krum a pronunciar bien su nombre. Él seguía diciendo «Ez-miope».

—Her... mi... o... ne —decía ella, despacio y claro.

—Herr... mio... ne.

—Se acerca bastante —aprobó ella, mirando a Harry y sonriendo.

Cuando se acabó la cena, Dumbledore se levantó y pidió a los alumnos que hicieran lo mismo. Entonces, a un movi­miento suyo de varita, las mesas se retiraron y alinearon junto a los muros, dejando el suelo despejado, y luego hizo aparecer por encantamiento a lo largo del muro derecho un tablado. Sobre él aparecieron una batería, varias guitarras, un laúd, un violonchelo y algunas gaitas.

Las Brujas de Macbeth subieron al escenario entre aplausos entusiastas. Eran todas melenudas, e iban vesti­das muy modernas, con túnicas negras llenas de desgarro­nes y aberturas. Cogieron sus instrumentos, y Harry, que las miraba con tanto interés que no advertía lo que se aveci­naba, comprendió de repente que los farolillos de todas las otras mesas se habían apagado y que los campeones y sus parejas estaban de pie.

—¡Vamos! —le susurró Parvati—, ¡se supone que tene­mos que bailar!

Al levantarse, Harry tropezó con la túnica. Las Brujas de Macbeth empezaron a tocar una melodía lenta, triste. Harry fue hasta la parte más iluminada del salón, evitando cuidadosamente mirar a nadie (aunque vio a Seamus y Dean, que lo saludaban con una risita), y, al momento si­guiente, Parvati le agarró las manos, le colocó una en su cintura y le agarró la otra fuertemente.

No era tan terrible como había temido, pensó Harry, dando vueltas lentamente casi sin desplazarse (Parvati lo llevaba). Miraba por encima de la gente, que muy pronto empezó a unirse al baile, de forma que los campeones deja­ron de ser el centro de atención. Neville y Ginny bailaban junto a ellos: vio que Ginny hacia muecas de dolor con bas­tante frecuencia, cada vez que Neville la pisaba. Dumbledo­re bailaba con Madame Maxime. Era tan pequeño para ella, que apenas llegaba con la punta de su alargado sombrero a hacerle cosquillas en la barbilla, pero ella se movía con bas­tante gracia para el tamaño que tenía. Ojoloco Moody baila­ba muy torpemente con la profesora Sinistra, que parecía temer a la pata de palo.

—Bonitos calcetines, Potter —le dijo Moody al pasar a su lado, viendo con su ojo mágico a través de la túnica de Harry.

—¡Eh... sí! Dobby el elfo los tejió para mí —le respondió Harry, sonriendo.

—¡Es tan siniestro! —susurró Parvati, cuando Moody se alejaba golpeando en el suelo con la pata de palo—. ¡Creo que ese ojo no debería estar permitido!

Harry escuchó con alivio el trémolo final de la gaita. Las Brujas de Macbeth dejaron de tocar, los aplausos vol­vieron a retumbar en el Gran Comedor y Harry soltó inme­diatamente a Parvati.

—Vamos a sentarnos, ¿vale?

—¡Ah, pero si ésta es muy bonita! —dijo ella cuando Las Brujas de Macbeth empezaron a tocar una nueva pieza, mucho más rápida que la anterior.

—A mí no me gusta —mintió Harry, y salió de la zona de baile delante de Parvati.

Pasaron por al lado de Fred y Angelina, los cuales bai­laban de forma tan entusiasta que la gente se apartaba por miedo a resultar herida, y se acercaron a la mesa en que estaban Padma y Ron.

—¿Qué hay? —le preguntó Harry a Ron, sentándose y abriendo una botella de cerveza de mantequilla.

Ron no respondió. No quitaba ojo a Hermione y a Krum, que bailaban cerca de ellos. Padma estaba sentada con las piernas y los brazos cruzados, moviendo un pie al compás de la música. De vez en cuando le dirigía una mirada asesina a Ron, que no le hacía el menor caso. Parvati se sentó junto a Harry y cruzó también brazos y piernas. Al cabo de unos mi­nutos se le acercó un chico de Beauxbatons para preguntar­le si quería bailar con él.

—No te importa, ¿verdad, Harry? —le preguntó Par­vati.

—¿Qué? —dijo Harry, observando a Cho y Cedric.

—Olvídalo —le espetó Parvati, y se marchó con el chico de Beauxbatons. No volvió al terminar la canción.

Hermione se acercó y se sentó en la silla que Parvati había dejado. Estaba un poco sofocada de tanto bailar.

—Hola —la saludó Harry.

Ron no dijo nada.

—Hace calor, ¿no? —comentó Hermione abanicándose con la mano—. Viktor acaba de ir por bebidas.

—¿Viktor? —dijo Ron con furia contenida—. ¿Todavía no te ha pedido que lo llames «Vicky»?

Hermione lo miró sorprendida.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Si no lo sabes, no te lo voy a explicar —replicó Ron mordazmente.

Hermione interrogó con la mirada a Harry, que se enco­gió de hombros.

—Ron, ¿qué...?

—¡Es de Durmstrang! —soltó Ron—. ¡Compite contra Harry! ¡Contra Hogwarts! Tú, tú estás... —Ron estaba ob­viamente buscando palabras lo bastante fuertes para describir el crimen de Hermione— ¡confraternizando con el enemigo, eso es lo que estás haciendo!

Hermione se quedó boquiabierta.

—¡No seas idiota! —contestó al cabo—. ¡El enemigo! No comprendo... ¿Quién era el que estaba tan emocionado cuan­do lo vio llegar? ¿Quién era el que quería pedirle un autógra­fo? ¿Quién tiene una miniatura suya en el dormitorio?

Ron prefirió no hacer caso de aquello.

—Supongo que te pidió ser su pareja cuando los dos es­tabais en la biblioteca.

—Sí, así fue —respondió Hermione, y sus mejillas, que estaban ligeramente subidas de color, se pusieron de un rojo brillante—. ¿Y qué?

—¿Qué pasó? ¿Intentaste afiliarlo a la P.E.D.D.O.?

—¡No, nada de eso! ¡Si de verdad quieres saberlo, me dijo que había ido a la biblioteca todos los días para intentar hablar conmigo, pero que no había conseguido armarse del valor suficiente!

Hermione dijo esto muy aprisa, y se ruborizó tanto que su cara adquirió el mismo tono que la túnica de Parvati.

—Sí, bien, eso es lo que él dice —repuso Ron.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Pues está bien claro! Él es alumno de Karkarov, ¿no? Sabe con quién vas... Intenta aproximarse a Harry, obtener información de él, o acercarse lo bastante para gafarlo.

Hermione reaccionó como si Ron le acabara de pegar una bofetada. Cuando al fin habló, le temblaba la voz.

—Para tu información, no me ha preguntado nada so­bre Harry, absolutamente nada.

Inmediatamente Ron cambió de argumento.

—¡Entonces es que espera que lo ayudes a desentrañar el enigma del huevo! Supongo que durante esas encantadoras sesiones de biblioteca os habéis dedicado a pensar juntos...

—¡Yo nunca lo ayudaría a averiguar lo del huevo! —re­plicó Hermione, ofendida—. Nunca. ¡Cómo puedes decir algo así...! Yo quiero que el Torneo lo gane Harry, y Harry lo sabe, ¿o no?

—Tienes una curiosa manera de demostrarlo —dijo Ron de forma despectiva.

—¡Se supone que la finalidad del Torneo es conocer ma­gos extranjeros y hacer amistad con ellos! —repuso Hermio­ne con voz chillona.

—¡No, no lo es! —gritó Ron—. ¡La finalidad es ganar!

La gente empezaba a mirarlos.

—Ron —dijo Harry en voz baja—, a mí no me parece mal que Hermione haya venido con Krum...

Pero Ron tampoco le hizo caso a Harry.

—¿Por qué no te vas a buscar a Vicky? —dijo—. Seguro que se pregunta dónde estás.

—¡No lo llames Vicky! —Hermione se puso en pie de un salto y salió como un huracán hacia la zona de baile, donde desapareció entre la multitud.

Con una mezcla de ira y satisfacción en la cara, Ron la vio irse.

—¿No vas a pedirme que bailemos? —le preguntó Padma.

—No —contestó Ron, sin dejar de mirar a Hermione.

—Muy bien —espetó Padma.

Se levantó y fue adonde estaban Parvati y el chico de Beauxbatons. Éste se dio tanta prisa en encontrar a otro ami­go para ella, que Harry habría jurado que lo había atraído con el encantamiento convocador.

—¿Dónde está Herr... mío... ne? —preguntó una voz.

Krum acababa de acercarse a la mesa con dos cervezas de mantequilla.

—Ni idea —respondió Ron con brusquedad, levantando la vista hacia él—. ¿Se te ha perdido?

Krum volvía a tener su gesto hosco.

—Bueno, si la veis, decidle que tengo las bebidas —dijo, y se fue con su paso desgarbado.

—Te has hecho amigo de Viktor Krum, ¿eh, Ron? —Percy se les había acercado y hablaba frotándose las ma­nos y haciendo ademanes pomposos—. ¡Estupendo! Ésa es la verdadera finalidad del Torneo, ¿sabes?, ¡la cooperación mágica internacional!

Para disgusto de Harry, Percy se apresuró a ocupar el sitio de Padma. En aquel momento la mesa principal se ha­llaba vacía: el profesor Dumbledore bailaba con la profesora Sprout; Ludo Bagman, con la profesora McGonagall; Mada­me Maxime y Hagrid ocupaban un buen espacio mientras valseaban por entre los estudiantes, y al profesor Karkarov no se lo veía por ningún lado. Cuando terminó la siguiente pieza todo el mundo volvió a aplaudir, y Harry vio que Ludo Bagman besaba la mano de la profesora McGonagall y re­gresaba entre la multitud, hasta que lo abordaron Fred y George.

—¿Qué creen que hacen, molestando a los miembros del Ministerio? —refunfuñó Percy, mirando con recelo a Fred y George—. No hay respeto...

Pero Ludo Bagman se desprendió de Fred y George en­seguida y, viendo a Harry, le hizo un gesto con la mano y se acercó a la mesa.

—Espero que mis hermanos no lo hayan importunado, señor Bagman —le dijo Percy de inmediato.

—¿Qué? ¡No, en absoluto, en absoluto! —repuso Bag­man—. No, sólo querían decirme algo sobre esas varitas de pega que han inventado. Me han preguntado si yo podría aconsejarlos sobre mercadotecnia. Les he prometido poner­los en contacto con un par de conocidos míos en la tienda de artículos de broma de Zonko...

A Percy aquello no le hizo ninguna gracia, y Harry estu­vo seguro de que se lo contaría a su madre en cuanto llega­ra a su casa. Daba la impresión de que los planes de Fred y George se habían hecho más ambiciosos de un tiempo a aquella parte, si esperaban vender al público.

Bagman abrió la boca para preguntarle algo a Harry, pero Percy lo distrajo.

—¿Qué tal le parece que va el Torneo, señor Bagman? Nuestro departamento está muy satisfecho. Por supuesto, fue lamentable el contratiempo con el cáliz de fuego —miró fugazmente a Harry—, pero desde entonces parece que todo ha ido bien, ¿no cree?

—¡Ah, sí! —dijo Bagman muy alegre—, todo ha resulta­do muy divertido. ¿Cómo le va al viejo Barty? Qué pena que no haya podido venir.

—¡Ah, sin duda el señor Crouch no tardará en volver a la carga! —repuso Percy imbuido de importancia—. Pero, mientras tanto, estoy más que deseoso de mejorar las cosas. Por supuesto, no todo consiste en asistir a bailes... —Rió despreocupadamente—. Me las he tenido que ver con asun­tos de todo tipo que han surgido en su ausencia. ¿No ha oído que han pillado a Alí Bashir intentando meter de contraban­do en el país un cargamento de alfombras voladoras? Y luego hemos estado intentando que los transilvanos firmen la Prohibición universal de los duelos. Tengo una entrevista con el director de su Departamento de Cooperación Mágica para el año nuevo...

—Vamos a dar una vuelta —le susurró Ron a Harry—. Huyamos de Percy...

Pretextando que iban a buscar más bebida, Harry y Ron dejaron la mesa, rodearon la zona de baile y salieron al vestíbulo. La puerta principal estaba abierta, y mientras bajaban la escalinata de piedra distinguieron el centelleo de las luces de colores repartidas por la rosaleda. Una vez abajo, se encontraron rodeados de arbustos, caminos ser­penteantes y grandes estatuas de piedra. Se oía el rumor del agua, probablemente de una fuente. Aquí y allá había gente sentada en bancos labrados. Harry y Ron tomaron uno de los caminos que zigzagueaba entre los rosales, y ape­nas habían recorrido un corto trecho cuando oyeron una voz tan conocida como desagradable:

—... no veo a qué viene tanto revuelo, Igor.

—¡No puedes negar lo que está pasando, Severus! —La voz de Karkarov sonaba nerviosa y muy baja, como si estuviera tomando precauciones para que nadie pudiera oírlo—. Ha empezado a ser cada vez más evidente durante los últimos meses, y estoy preocupado de verdad, no lo puedo negar...

—Entonces, huye —dijo la voz de Snape—. Huye: yo te disculparé. Pero yo me quedo en Hogwarts.

Snape y Karkarov doblaron la esquina. Snape llevaba la varita en la mano, e iba golpeando los rosales con una ex­presión de lo más malvada. Muchos de los rosales proferían chillidos, y de ellos surgían unas formas oscuras.

—¡Diez puntos menos para Hufflepuff, Fawcett! —gruñó Snape, cuando una chica pasó corriendo por su lado—. ¡Y diez puntos menos para Ravenclaw, Stebbins! —añadió cuando pasó tras ella un chico—. ¿Y qué hacéis vosotros dos? —pre­guntó al toparse de improviso con Ron y Harry.

Karkarov, según notó Harry, pareció asustado de ver­los allí. Se llevó nerviosamente la mano a la perilla y empe­zó a ensortijarse el pelo con un dedo.

—Estamos paseando —contestó Ron lacónicamente—. No va contra las normas, ¿o sí?

—¡Seguid paseando, entonces! —gruñó Snape, y los rozó al pasar con su larga capa negra, que se hinchaba tras él.

Karkarov lo siguió apresuradamente. Harry y Ron pro­siguieron su camino.

—¿Por qué estará tan preocupado Karkarov? —le cu­chicheó Ron.

—¿Y desde cuándo él y Snape se tratan de tú? —dijo Harry pensativamente.

Acababan de llegar hasta una estatua grande de pie­dra que representaba a un reno del que salían los surtido­res de una alta fuente. Sobre un banco de piedra se veía la oscura silueta de dos personas muy grandes que contem­plaban el agua a la luz de la luna. Y luego Harry oyó ha­blar a Hagrid:

—Lo supe en cuanto te vi —decía él, con la voz extraña­mente ronca.

Harry y Ron se quedaron de piedra. Daba la impresión de que no debían interrumpir aquella escena... Harry miró a su alrededor y hacia atrás por el camino, y vio a Fleur Dela­cour y Roger Davies medio ocultos en un rosal cercano. Le dio una palmada a Ron en el hombro y los señaló con un ges­to de cabeza, indicándole que podrían escabullirse fácilmen­te por aquel lado sin ser notados (Fleur y Davies parecían muy entretenidos), pero Ron, horrorizado al ver a Fleur y poniendo los ojos como platos, negó vigorosamente con la cabeza y tiró de Harry para ocultarse más entre las sombras, tras el reno.

—¿Qué es lo que supiste, «Hagguid»? —le preguntó Madame Maxime, con un evidente ronroneo en su suave voz.

Decididamente, Harry no quería escuchar aquello: sa­bía que a Hagrid le horrorizaría que lo oyeran (porque a él le pasaría lo mismo). Si hubiera podido, se habría tapado los oídos con los dedos y se habría puesto a canturrear bien fuerte, pero no era posible. En vez de eso, intentó interesarse en un escarabajo que caminaba por la espalda del reno, pero el escarabajo no conseguía ser lo bastante atrayente para que se dejaran de oír las palabras de Hagrid.

—Supe... supe que eras como yo... ¿Fue tu madre o tu padre?

—Eh... no entiendo lo que «quiegues decig», Hagrid.

—En mi caso fue mi madre —explicó Hagrid en voz baja—. Fue una de las últimas de Gran Bretaña. Natural­mente, no la recuerdo muy bien... Me abandonó, ya ves. Cuando yo tenía unos tres años. No era lo que se dice del tipo maternal. Bueno, lo llevan en su naturaleza, ¿no? No sé qué fue de ella... Tal vez haya muerto.

Madame Maxime no decía nada. Y Harry, a pesar de si mismo, apartó los ojos del escarabajo y echó un vistazo por encima de las astas del reno, escuchando... Nunca había oído a Hagrid hablar de su infancia.

—A mi padre se le partió el corazón cuando ella se fue. Mi padre era muy pequeño. Con seis años yo ya podía levan­tarlo y ponerlo encima del aparador si me enfadaba. Solía hacerlo reír... —La voz de Hagrid era profunda, pero de re­pente cambió porque lo embargó la emoción. Madame Maxi­me escuchaba sin moverse, según parecía con la vista fija en la fuente plateada—. Mi padre me crió... pero murió, cla­ro, justo después de que yo vine al colegio. Entonces, me las tuve que apañar por mí mismo. Aunque Dumbledore fue una gran ayuda: fue muy bueno conmigo... —Hagrid sacó un pa­ñuelo grande de seda de lunares y se sonó la nariz muy fuer­te—. Bueno... en fin... basta de hablar de mí. ¿Y tú? ¿De qué parte te viene?

Pero Madame Maxime acababa de ponerse repentina­mente en pie.

—Hace demasiado «fguío» —dijo, pero el tiempo no era tan frío como su voz—. Me «paguece» que voy a «entgag».

—¿Eh? —exclamó Hagrid, sin entender—. ¡No, no te vayas! ¡Yo no... nunca había conocido a otro!

—¿«Otgo» qué, exactamente? —preguntó Madame Ma­xime, con un tono gélido.

Harry le hubiera aconsejado a Hagrid que no respon­diera. Oculto en la sombra, apretó los dientes, esperando contra toda esperanza que no lo hiciera, pero de nada valía.

—¡Otro semigigante, por supuesto! —repuso Hagrid.

—¡Cómo te «atgueves»! —gritó Madame Maxime. Su voz resonó en el silencioso aire de la noche como la sirena de un barco. Tras él, Harry oyó a Fleur y Roger caerse de su ro­sal—. ¡Jamás en mi vida me han insultado así! ¿Semigigan­te? Moi? Yo... ¡yo soy de esqueleto grande!

Se marchó furiosa. A medida que pasaba, apartando enojada los arbustos, se levantaban en el aire enjambres de hadas multicolores. Hagrid permaneció sentado en el banco, mirándola. Estaba demasiado oscuro para ver su expresión. Luego, aproximadamente un minuto después, se levantó y se fue a grandes zancadas, no de regreso al castillo sino atravesando los oscuros terrenos de camino a su cabaña.

—Vamos —le dijo Harry a Ron en voz muy baja—, vá­monos.

Pero Ron no se movió.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry mirándolo.

Ron tenía una expresión realmente muy seria.

—¿Lo sabías —susurró—, lo de que Hagrid fuera un se­migigante?

—No —contestó Harry, encogiéndose de hombros—. ¿Y qué?

Al ver la mirada de Ron comprendió enseguida que una vez más estaba revelando su ignorancia respecto del mundo mágico. Criado con los Dursley, había muchas cosas que to­dos los magos conocían y que para él continuaban siendo un secreto, aunque aquellas revelaciones se iban haciendo me­nos frecuentes conforme iba pasando cursos. En aquel mo­mento, sin embargo, se dio cuenta de que la mayoría de los magos no habría dicho «¿y qué?» al averiguar que uno de sus amigos tenía como madre a una giganta.

—Te lo explicaré dentro —contestó Ron en voz baja—. Vamos...

Fleur y Roger Davies habían desaparecido, probable­mente metiéndose en algún hueco aún más íntimo entre los arbustos. Harry y Ron volvieron al Gran Comedor. Parvati y Padma estaban sentadas a una mesa distante, entre una multitud de chicos de Beauxbatons, y Hermione seguía bai­lando con Krum. Harry y Ron ocuparon una mesa bastante alejada de la zona de baile.

—¿Y? —le preguntó Harry a Ron—. ¿Cuál es el proble­ma con los gigantes?

—Bueno, que son, son... —Ron se esforzó por hallar las palabras adecuadas—. No son muy agradables —concluyó de forma poco convincente.

—¿Y eso qué más da? —observó Harry—. ¡Hagrid sí que lo es!

—Ya lo sé, pero... caray, no me extraña que lo manten­ga en secreto —dijo Ron, sacudiendo la cabeza—. Siempre creí que alguien le había echado un encantamiento aumen­tador cuando era niño, o algo así. No quería mencionarlo...

—Pero ¿qué problema hay porque su madre fuera una giganta? —inquirió Harry.

—Bueno, ninguno para los que lo conocemos, porque sabemos que no es peligroso —dijo Ron pensativamente—. Pero... los gigantes son muy fieros, Harry. Como Hagrid dijo, lo llevan en su naturaleza. Son como los trols: les gusta matar; todo el mundo lo sabe. Pero ya no queda ninguno en Gran Bretaña.

—¿Qué les ocurrió?

—Bueno, se estaban extinguiendo, y luego los aurores mataron a muchos. Pero se supone que quedan gigantes en otros países... la mayor parte ocultos en las montañas.

—No sé a quién piensa Maxime que engaña —comentó Harry, observando a Madame Maxime sentada sola en la mesa principal, con aspecto muy sombrío—. Si Hagrid es un semigigante, ella desde luego también lo es. Esqueleto grande... Sólo los dinosaurios tienen un esqueleto mayor que el de ella.

Harry y Ron se pasaron el resto del baile en su rincón hablando sobre los gigantes, sin ningunas ganas de bailar. Harry intentaba no mirar a Cho y Cedric: hacerlo le producía un enorme deseo de dar patadas.

Cuando a la medianoche terminaron de tocar Las Bru­jas de Macbeth, todo el mundo les dedicó un fuerte aplauso antes de emprender el camino hacia el vestíbulo. Muchos se quejaban de que el baile no durara más, pero Harry estaba muy contento de irse a la cama. Por lo que se refería a él, la noche no había sido muy divertida.

Fuera, en el vestíbulo, Harry y Ron vieron a Hermione despedirse de Krum antes de que volviera al barco. Ella le dirigió a Ron una mirada gélida, y pasó por su lado al subir la escalinata de mármol sin decirle nada. Harry y Ron la siguieron, pero a mitad de la escalinata Harry oyó que al­guien lo llamaba:

—¡Eh... Harry!

Era Cedric Diggory. Harry vio que Cho lo esperaba aba­jo, en el vestíbulo.

—¿Sí? —dijo Harry con frialdad, cuando Cedric hubo subido hasta donde estaba él.

Parecía que Cedric no quería decir nada delante de Ron, así que éste se encogió de hombros, malhumorado, y si­guió subiendo la escalinata.

—Escucha... —dijo Cedric en voz muy baja cuando Ron se perdió de vista—. Te debo una por haberme dicho lo de los dragones. ¿Tu huevo de oro gime cuando lo abres?

—Sí —contestó Harry.

—Bien... toma un baño, ¿vale?

—¿Qué?

—Que tomes un baño y... eh... te lleves el huevo contigo, y... eh... reflexiona sobre las cosas en el agua caliente. Te ayudará a pensar... Hazme caso.

Harry se quedó mirándolo.

—Y otra cosa —añadió Cedric—: usa el baño de los pre­fectos. Es la cuarta puerta a la izquierda de esa estatua de Boris el Desconcertado del quinto piso. La contraseña es «Frescura de pino». Tengo que irme... Me quiero despedir.

Volvió a sonreír a Harry y bajó la escalera apresurada­mente hasta donde estaba Cho.

Harry regresó solo a la torre de Gryffindor. Aquél era un consejo muy extraño. ¿Por qué un baño podía ayudarlo a desentrañar el enigma del huevo? ¿Le tomaba el pelo Ce­dric? ¿Trataba de hacerlo quedar en ridículo, para valer más a los ojos de Cho?

La Señora Gorda y su amiga Violeta dormitaban en el cuadro. Harry tuvo que gritar «¡Luces de colores!» para des­pertarlas, y cuando lo hizo se mostraron muy enfadadas. Entró en la sala común y vio a Hermione y Ron envueltos en una violenta disputa. Se gritaban a tres metros de distan­cia, los dos rojos como tomates.

—Bueno, pues si no te gusta, ya sabes cuál es la solu­ción, ¿no? —gritó Hermione; el pelo se le estaba despren­diendo de su elegante moño, y tenía la cara tensa de ira.

—¿Ah, sí? —le respondió Ron—, ¿cuál es?

—¡La próxima vez que haya un baile, pídeme que sea tu pareja antes que ningún otro, y no como último recurso!

Ron movió la boca sin articular ningún sonido, como una carpa fuera del agua, mientras Hermione se daba me­dia vuelta y subía como un rayo la escalera que llevaba al dormitorio. Ron se volvió hacia Harry.

—Bueno —balbuceó, atónito—, bueno... ahí está la prueba... Hasta ella se da cuenta de que no tiene razón.

Harry no le contestó. Estaba demasiado contento de ha­ber vuelto a ser amigo de Ron para decir lo que pensaba jus­to en aquel momento. Pero sabía que Hermione tenía mucha más razón que él.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 496


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