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Una prueba inesperada

 

 

—¡Potter!, ¡Weasley!, ¿queréis atender?

La irritada voz de la profesora McGonagall restalló como un látigo en la clase de Transformaciones del jueves, y tanto Harry como Ron se sobresaltaron.

La clase estaba acabando. Habían terminado el traba­jo: las gallinas de Guinea que habían estado transformando en conejillos de Indias estaban guardadas en una jaula grande colocada sobre la mesa de la profesora McGonagall (el conejillo de Neville todavía tenía plumas), y habían co­piado de la pizarra el enunciado de sus deberes («Describe, poniendo varios ejemplos, en qué deben modificarse los en­cantamientos transformadores al llevar a cabo cambios en especies híbridas»). La campana iba a sonar de un momento a otro. Cuando Harry y Ron, que habían estado luchando con dos de las varitas de pega de Fred y George a modo de espadas, levantaron la vista, Ron sujetaba un loro de hoja­lata, y Harry, una merluza de goma.

—Ahora que Potter y Weasley tendrán la amabilidad de comportarse de acuerdo con su edad —dijo la profesora McGonagall dirigiéndoles a los dos una mirada de enfado cuando la cabeza de la merluza de Harry cayó al suelo (súbi­tamente cortada por el pico del loro de hojalata de Ron) —, tengo que deciros algo a todos vosotros.

»Se acerca el baile de Navidad: constituye una parte tradicional del Torneo de los tres magos y es al mismo tiem­po una buena oportunidad para relacionarnos con nuestros invitados extranjeros. Al baile sólo irán los alumnos de cuarto en adelante, aunque si lo deseáis podéis invitar a un estudiante más joven...

Lavender Brown dejó escapar una risita estridente. Parvati Patil le dio un codazo en las costillas, haciendo un duro esfuerzo por no reírse también, y las dos miraron a Harry. La profesora McGonagall no les hizo caso, lo cual le pareció injusto a Harry, ya que a Ron y a él sí que los había regañado.

—Será obligatoria la túnica de gala —prosiguió la profesora McGonagall—. El baile tendrá lugar en el Gran Comedor, comenzará a las ocho en punto del día de Navidad y terminará a medianoche. Ahora bien... —La profe­sora McGonagall recorrió la clase muy despacio con la mirada—. El baile de Navidad es por supuesto una oportunidad para que todos echemos una cana al aire —dijo, en tono de desaprobación.

Lavender se rió más fuerte, poniéndose la mano en la boca para ahogar el sonido. Harry comprendió dónde esta­ba aquella vez lo divertido: la profesora McGonagall, que llevaba el pelo recogido en un moño muy apretado, no pa­recía haber echado nunca una cana al aire, en ningún sen­tido.

—Pero eso no quiere decir —prosiguió la profesora McGonagall— que vayamos a exigir menos del comporta­miento que esperamos de los alumnos de Hogwarts. Me disgustaré muy seriamente si algún alumno de Gryffindor deja en mal lugar al colegio.



Sonó la campana, y se formó el habitual revuelo mien­tras recogían las cosas y se echaban las mochilas al hombro.

La profesora McGonagall llamó por encima del albo­roto:

—Potter, por favor, quiero hablar contigo.

Dando por supuesto que aquello tenía algo que ver con su merluza de goma descabezada, Harry se acercó a la mesa de la profesora con expresión sombría.

La profesora McGonagall esperó a que se hubiera ido el resto de la clase, y luego le dijo:

—Potter, los campeones y sus parejas...

—¿Qué parejas? —preguntó Harry.

La profesora McGonagall lo miró recelosa, como si pen­sara que intentaba tomarle el pelo.

—Vuestras parejas para el baile de Navidad, Potter —dijo con frialdad—. Vuestras parejas de baile.

Harry sintió que se le encogían las tripas.

—¿Parejas de baile? —Notó cómo se ponía rojo—. Yo no bailo —se apresuró a decir.

—Sí, claro que bailas —replicó algo irritada la profeso­ra McGonagall—. Eso era lo que quería decirte. Es tradi­ción que los campeones y sus parejas abran el baile.

Harry se imaginó de repente a sí mismo con sombrero de copa y frac, acompañado de alguna chica ataviada con el tipo de vestido con volantes que tía Petunia se ponía siem­pre para ir a las fiestas del jefe de tío Vernon.

—Yo no bailo —insistió.

—Es la tradición —declaró con firmeza la profesora McGonagall—. Tú eres campeón de Hogwarts, y harás lo que se espera de ti como representante del colegio. Así que encárgate de encontrar pareja, Potter.

—Pero... yo no...

—Ya me has oído, Potter —dijo la profesora McGona­gall en un tono que no admitía réplicas.

 

 

Una semana antes, Harry habría pensado que encontrar una pareja de baile era pan comido comparado con enfren­tarse a un colacuerno húngaro. Pero, habiendo ya pasado esto último, y teniendo que afrontar la perspectiva de pedir­le a una chica que bailara con él, le parecía que era preferi­ble volver a pasar por lo del colacuerno.

Harry nunca había visto que se apuntara tanta gente para pasar las Navidades en Hogwarts. Él siempre lo hacía, claro, porque la alternativa que le quedaba era regresar a Privet Drive, pero siempre había formado parte de una exi­gua minoría. Aquel año, en cambio, daba la impresión de que todos los alumnos de cuarto para arriba se iban a quedar, y todos parecían también obsesionados con el baile que se acercaba, sobre todo las chicas. Y era sorprendente des­cubrir de pronto cuántas chicas parecía haber en Hogwarts. Nunca se había dado cuenta de eso. Chicas que reían y cu­chicheaban por los corredores del castillo, chicas que esta­llaban en risas cuando los chicos pasaban por su lado, chicas emocionadas que cambiaban impresiones sobre lo que llevarían la noche de Navidad...

—¿Por qué van siempre en grupo? —se quejó Harry tras cruzarse con una docena aproximada de chicas que se reían y lo miraban—. ¿Cómo se supone que tiene que hacer uno para pedirle algo a una sola?

—¿Quieres echarle el lazo a una? —dijo Ron—. ¿Tienes alguna idea de con cuál lo vas a intentar?

Harry no respondió. Tenía muy claro a quién le hubiera gustado pedírselo, pero no conseguiría reunir el valor... Cho le llevaba un año, era preciosa, jugaba maravillosamente al quidditch y tenía mucho éxito entre la gente.

Ron parecía comprender qué era lo que le pasaba a Harry por la cabeza.

—Mira, no vas a tener ningún problema. Eres un cam­peón. Acabas de burlar al colacuerno húngaro. Me apuesto a que harían cola para bailar contigo.

En atención a su amistad recientemente reanudada, Ron redujo al mínimo la amargura de su voz. Y, para sor­presa de Harry, resultó que Ron tenía razón.

Al día siguiente, una chica de Hufflepuff con el pelo ri­zado que iba a tercero y con la que Harry no había hablado jamás le pidió que fuera al baile con ella. Harry se quedó tan sorprendido que dijo que no antes de pararse a pensar­lo. La chica se fue bastante dolida, y Harry tuvo que sopor­tar durante toda la clase de Historia de la Magia las burlas de Dean, Seamus y Ron a propósito de ella. Al día siguiente se lo pidieron otras dos, una de segundo y (para horror de Harry) otra de quinto que daba la impresión de que podría pegarle si se negaba.

—Pero si está muy bien —le dijo Ron cuando paró de reírse.

—Me saca treinta centímetros —contestó Harry, aún desconcertado—. ¿Te imaginas cómo será intentar bailar con ella?

Recordaba las palabras de Hermione sobre Krum: «¡Sólo les gusta porque es famoso!» Harry dudaba mucho que alguna de aquellas chicas que le habían pedido ser su pareja hubieran querido ir con él al baile si no hubiera sido campeón de Hogwarts. Luego se preguntó si eso le molesta­ría en caso de que se lo pidiera Cho.

En conjunto, Harry tenía que admitir que, incluso con la embarazosa perspectiva de tener que abrir el baile, su vida había mejorado mucho después de superar la primera prue­ba. Ya no le decían todas aquellas cosas tan desagradables por los corredores, y sospechaba que Cedric podía haber teni­do algo que ver: tal vez hubiera dicho a sus compañeros de Hufflepuff que lo dejaran en paz, en agradecimiento a la advertencia de Harry. También parecía haber por todas partes menos insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY». Por supuesto, Draco Malfoy seguía recitándole algún pasaje del artículo de Rita Skeeter a la menor oportunidad, pero cose­chaba cada vez menos risas por ello. Y, como para no entur­biar la felicidad de Harry, en El Profeta no había aparecido ninguna historia sobre Hagrid.

—No parecía muy interesada en criaturas mágicas, en realidad —les contó Hagrid durante la última clase del tri­mestre, cuando Harry, Ron y Hermione le preguntaron cómo le había ido en la entrevista con Rita Skeeter.

Para alivio de ellos, Hagrid abandonó la idea del con­tacto directo con los escregutos, y aquel día se guarecieron simplemente tras la cabaña y se sentaron a una mesa de ca­balletes a preparar una selección de comida fresca con la que tentarlos.

—Sólo quería hablar de ti, Harry —continuó Hagrid en voz baja—. Bueno, yo le dije que somos amigos desde que fui a buscarte a casa de los Dursley. «¿Nunca ha tenido que re­gañarlo en cuatro años?», me preguntó. «¿Nunca le ha dado guerra en clase?» Yo le dije que no, y a ella no le hizo ningu­na gracia. Creo que quería que le dijera que eres horrible, Harry.

—Claro que sí —corroboró Harry, echando unos cuan­tos trozos de hígado de dragón en una fuente de metal, y co­giendo el cuchillo para cortar un poco más—. No puede seguir pintándome como un héroe trágico, porque se harta­rían.

—Ahora quiere un nuevo punto de vista, Hagrid —opinó Ron, mientras cascaba huevos de salamandra—. ¡Tendrías que haberle dicho que Harry era un criminal demente!

—¡Pero no lo es! —dijo Hagrid, realmente sorprendido.

—Debería haber ido a hablar con Snape —comentó Harry en tono sombrío—. Le puede decir lo que quiere oír sobre mí en cualquier momento: «Potter no ha hecho otra cosa que traspasar límites desde que llegó a este cole­gio...»

—¿Ha dicho eso? —se asombró Hagrid, mientras Ron y Hermione se reían—. Bueno, habrás desobedecido alguna norma, Harry, pero en realidad eres bueno.

—Gracias, Hagrid —le dijo Harry sonriendo.

—¿Vas a ir al baile de Navidad, Hagrid? —quiso saber Ron.

—Creo que me daré una vuelta por allí, sí —contestó Hagrid con voz ronca—. Será una buena fiesta, supongo. Tú vas a abrir el baile, ¿no, Harry? ¿Con quién vas a bailar?

—Aún no tengo con quién —contestó Harry, sintiéndo­se enrojecer de nuevo.

Hagrid no insistió.

Cada día de la última semana del trimestre fue más bu­llicioso que el anterior. Por todas partes corrían los rumores sobre el baile de Navidad, aunque Harry no daba crédito ni a la mitad de ellos. Por ejemplo, decían que Dumbledore le ha­bía comprado a la señora Rosmerta ochocientos barriles de hidromiel con especias. Parecía ser verdad, sin embargo, lo de que había contratado a Las Brujas de Macbeth. Harry no sabía quiénes eran exactamente porque nunca había tenido una radio mágica; pero, viendo el entusiasmo de los que ha­bían crecido escuchando la CM (los Cuarenta Magistrales), suponía que debían de ser un grupo musical muy famoso.

Algunos profesores, como el pequeño Flitwick, desistie­ron de intentar enseñarles gran cosa al ver que sus mentes estaban tan claramente situadas en otro lugar. En la clase del miércoles los dejó jugar, y él se pasó la mayor parte de la hora comentando con Harry lo perfecto que le había salido el encantamiento convocador que había usado en la prime­ra prueba del Torneo de los tres magos. Otros profesores no fueron tan generosos. Nada apartaría al profesor Binns, por ejemplo, de avanzar pesadamente a través de sus apuntes sobre las revueltas de los duendes. Dado que Binns no ha­bía permitido que su propia muerte alterara el programa, todos supusieron que una tontería como la Navidad no lo iba a distraer lo más mínimo. Era sorprendente cómo podía conseguir que incluso unos altercados sangrientos y fieros como las revueltas de los duendes sonaran igual de aburri­dos que el informe de Percy sobre los culos de los calderos. También McGonagall y Moody los hicieron trabajar hasta el último segundo de clase, y Snape antes hubiera adoptado a Harry que dejarlos jugar durante una lección. Con una mirada muy desagradable les informó de que dedicaría la última clase del trimestre a un examen sobre antídotos.

—Es un puñetero —dijo amargamente Ron aquella no­che en la sala común de Gryffindor—. Colocarnos un exa­men el último día... Estropearnos el último cachito de trimestre con montones de cosas que repasar...

—Mmm... pero no veo que te estés agobiando mucho —replicó Hermione, mirándolo por encima de sus apuntes de Pociones.

Ron se entretenía levantando un castillo con los naipes explosivos, que era mucho más divertido que hacerlo con la baraja muggle porque el edificio entero podía estallar en cualquier momento.

—Es Navidad, Hermione —le recordó Harry. Estaba arrellanado en un butacón al lado de la chimenea, leyendo Volando con los Cannons por décima vez.

Hermione también lo miró a él con severidad.

—Creí que harías algo constructivo, Harry, aunque no quisieras estudiar los antídotos.

—¿Como qué? —inquirió Harry mientras observaba a Joey Jenkins, de los Cannons, lanzarle una bludger a un ca­zador de los Murciélagos de Ballycastle.

—¡Como pensar en ese huevo!

—Vamos, Hermione, tengo hasta el veinticuatro de fe­brero —le recordó Harry.

Había metido el huevo en el baúl del dormitorio y no lo había vuelto a abrir desde la fiesta que había seguido a la primera prueba. Después de todo, aún quedaban dos meses y medio hasta el día en que necesitaría saber qué significa­ba aquel gemido chirriante.

—¡Pero te podría llevar semanas averiguarlo! —objetó Hermione—. Y vas a quedar como un auténtico idiota si to­dos descifran la siguiente prueba menos tú.

—Déjalo en paz, Hermione. Se merece un descanso —dijo Ron. Y, al colocar en el techo del castillo las últimas dos cartas, el edificio entero estalló y le chamuscó las cejas.

—Muy guapo, Ron... Esas cejas te combinarán a la per­fección con la túnica de gala.

Eran Fred y George. Se sentaron a la mesa con Ron y Hermione mientras aquél evaluaba los daños.

—Ron, ¿nos puedes prestar a Pigwidgeon? —le pregun­tó George.

—No, está entregando una carta —contestó Ron—. ¿Por qué?

—Porque George quiere que sea su pareja de baile —re­puso Fred sarcásticamente.

—Pues porque queremos enviar una carta, so tonto —dijo George.

—¿A quién seguís escribiendo vosotros dos, eh? —pre­guntó Ron.

—Aparta las narices, Ron, si no quieres que se te cha­musquen también —le advirtió Fred moviendo la varita con gesto amenazador—. Bueno... ¿ya tenéis todos pareja para el baile?

—No —respondió Ron.

—Pues mejor te das prisa, tío, o pillarán a todas las guapas —dijo Fred.

—¿Con quién vas tú? —quiso saber Ron.

—Con Angelina —contestó enseguida Fred, sin pizca de vergüenza.

—¿Qué? —exclamó Ron, sorprendido—. ¿Se lo has pedi­do ya?

—Buena pregunta —reconoció Fred. Volvió la cabeza y gritó—: ¡Eh, Angelina!

Angelina, que estaba charlando con Alicia Spinnet cer­ca del fuego, se volvió hacia él.

—¿Qué? —le preguntó.

—¿Quieres ser mi pareja de baile?

Angelina le dirigió a Fred una mirada evaluadora.

—Bueno, vale —aceptó, y se volvió para seguir hablan­do con Alicia, con una leve sonrisa en la cara.

—Ya lo veis —les dijo Fred a Harry y Ron—: pan comi­do. —Se puso en pie, bostezó y añadió—: Tendremos que usar una lechuza del colegio, George. Vamos...

En cuanto se fueron, Ron dejó de tocarse las cejas y miró a Harry por encima de los restos del castillo, que ar­dían sin llama.

—Tendríamos que hacer algo, ¿sabes? Pedírselo a al­guien. Fred tiene razón: podemos acabar con un par de trols.

Hermione dejó escapar un bufido de indignación.

—¿Un par de qué, perdona?

—Bueno, ya sabes —dijo Ron, encogiéndose de hom­bros—. Preferiría ir solo que con... con Eloise Midgen, por ejemplo.

—Su acné está mucho mejor últimamente. ¡Y es muy simpática!

—Tiene la nariz torcida —objetó Ron.

—Ya veo —exclamó Hermione enfureciéndose—. Así que, básicamente, vas a intentar ir con la chica más gua­pa que puedas, aunque sea un espanto como persona.

—Eh... bueno, sí, eso suena bastante bien —dijo Ron.

—Me voy a la cama —espetó Hermione, y sin decir otra palabra salió para la escalera que llevaba al dormitorio de las chicas.

 

 

Deseosos de impresionar a los visitantes de Beauxbatons y Durmstrang, los de Hogwarts parecían determinados a engalanar el castillo lo mejor posible en Navidad. Cuando estuvo lista la decoración, Harry pensó que era la más sor­prendente que había visto nunca en el castillo: a las ba­randillas de la escalinata de mármol les habían añadido carámbanos perennes; los acostumbrados doce árboles de Navidad del Gran Comedor estaban adornados con todo lo imaginable, desde luminosas bayas de acebo hasta búhos auténticos, dorados, que ululaban; y habían embrujado las armaduras para que entonaran villancicos cada vez que al­guien pasaba por su lado. Era impresionante oír Adeste, fideles... cantado por un yelmo vacío que no sabía más que la mitad de la letra. En varias ocasiones, Filch, el conserje, tuvo que sacar a Peeves de dentro de las armaduras, donde se ocultaba para llenar los huecos de los villancicos con ver­sos de su invención, siempre bastante groseros.

Y Harry aún no había invitado a Cho al baile. Él y Ron se estaban poniendo muy nerviosos aunque, como Harry ob­servó, sin pareja. Ron no haría tanto el ridículo como él, por­que se suponía que Harry tenía que abrir el baile con los demás campeones.

—Supongo que siempre quedará Myrtle la Llorona —comentó en tono lúgubre, refiriéndose al fantasma que habitaba en los servicios de las chicas del segundo piso.

—Tendremos que hacer de tripas corazón, Harry —le dijo Ron el viernes por la mañana, en un tono que sugería que se proponían asaltar una fortaleza inexpugnable—. Antes de que volvamos esta noche a la sala común, tenemos que haber conseguido pareja, ¿vale?

—Eh... vale —asintió Harry.

Pero cada vez que vio a Cho aquel día (durante el re­creo, y luego a la hora de la comida, y una vez más cuando iba a Historia de la Magia) estaba rodeada de amigas. ¿Es que no iba sola a ninguna parte? ¿Podría pillarla por sor­presa de camino a los servicios? Pero no: también a los ser­vicios iba acompañada de una escolta de cuatro o cinco chicas. Aunque, si no se daba prisa, se adelantaría algún otro.

Le costó concentrarse en el examen de antídotos, y por eso se olvidó de añadir el ingrediente principal (un bezoar), por lo que Snape le puso un cero. Pero no le preocupó: esta­ba demasiado absorto reuniendo valor para lo que se dispo­nía a hacer. Cuando sonó la campana, cogió la mochila y salió corriendo de la mazmorra.

—Nos vemos en la cena— les dijo a Ron y Hermione, y se abalanzó escaleras arriba.

Sólo tendría que preguntarle a Cho si podía hablar con ella, eso era todo... Se apresuró por los abarrotados corredo­res en su busca, y (antes incluso de lo que esperaba) la en­contró saliendo de una clase de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—Eh... Cho... ¿Podría hablar un momento contigo? Tendrían que prohibir las risas tontas, pensó Harry fu­rioso cuando todas las chicas que estaban con Cho empeza­ron a reírse. Ella, sin embargo, no lo hizo.

—Claro —dijo, y lo siguió adonde no podían oírlos sus compañeras de clase.

Harry se volvió a mirarla y el estómago le dio una sacu­dida, como si bajando una escalera se hubiera saltado un es­calón sin darse cuenta.

—Eh... —balbuceó.

No podía pedírselo. No podía. Pero tenía que hacerlo. Cho lo miraba, y parecía desconcertada. Se le trabó la len­gua.

—¿Quieresveviralmailecombigo?

—¿Cómo? —dijo Cho.

—¿Que... querrías venir al baile conmigo? —le pregun­tó Harry. ¿Por qué tenía que ponerse rojo? ¿Por qué?

—¡Ah! —exclamó Cho, y se puso roja ella también—. ¡Ah, Harry, lo siento muchísimo! —Y parecía verdad—. Ya me he comprometido con otro.

—¡Ah! —dijo Harry.

Qué raro: un momento antes, las tripas se le retorcían como culebras; pero de repente parecía que las tripas se hu­bieran ido a otra parte.

—Bueno, no te preocupes —añadió.

—Lo siento muchísimo —repitió ella.

—No pasa nada —aseguró Harry.

Se quedaron mirándose, y luego dijo Cho:

—Bueno...

—Sí... —contestó Harry.

—Bueno, hasta luego —se despidió Cho, que seguía muy colorada.

Sin poder contenerse, Harry la llamó.

—¿Con quién vas?

—Con Cedric —dijo ella—. Con Cedric Diggory.

—Ah, bien —respondió Harry.

Y volvió a notar las tripas. Parecía como si durante su breve ausencia hubieran ido a llenarse de plomo.

Olvidándose por completo de la cena, volvió lenta­mente a la torre de Gryffindor, y la voz de Cho le retumbó en los oídos con cada paso que daba: «Con Cedric... Con Cedric Diggory.» Cedric había empezado a caerle bastante bien, y había estado dispuesto a olvidar que le hubiera ga­nado al quidditch, y que fuera guapo, y que lo quisiera todo el mundo, y que fuera el campeón favorito de casi to­dos. Pero en aquel momento comprendió que Cedric era un guapito inepto que no tenía bastante cerebro para lle­nar un dedal.

—«Luces de colores» —le dijo a la Señora Gorda con la voz apagada. Habían cambiado la contraseña el día ante­rior.

—¡Sí, cielo, por supuesto! —gorjeó ella, acomodándose su nueva cinta de oropel al tiempo que lo dejaba pasar.

Al entrar en la sala común, Harry miró a su alrededor y para sorpresa suya vio que Ron estaba sentado en un rincón alejado, pálido como un muerto. Ginny se hallaba sentada a su lado, hablando con él en voz muy baja.

—¿Qué pasa, Ron? —dijo Harry al llegar junto a ellos.

Ron lo miró con expresión de horror.

—¿Por qué lo hice? —exclamó con desesperación—. ¡No puedo entender por qué lo hice!

—¿El qué? —le preguntó Harry.

—Eh... simplemente le pidió a Fleur Delacour que fue­ra al baile con él —explicó Ginny, que parecía estar a punto de sonreír, pero se contuvo y le dio a Ron una palmada de apoyo moral en el brazo.

—¿Que tú qué? —dijo Harry.

—¡No puedo entender por qué lo hice! —repitió Ron—. ¿A qué he jugado? Había gente (estaba todo lleno) y me volví loco... ¡Con todo el mundo mirando! Simplemente la adelan­té en el vestíbulo. Estaba hablando con Diggory. Y entonces me vino el impulso... ¡y se lo pedí!

Ron gimió y se tapó la cara con las manos. Siguió ha­blando, aunque apenas se entendía lo que decía.

—Me miró como si yo fuera una especie de holotúrido. Ni siquiera me respondió. Y luego... no sé... recuperé el sen­tido y eché a correr.

—Es en parte una veela —dijo Harry—. Tenías razón: su abuela era veela. No es culpa tuya. Estoy seguro de que llegaste cuando estaba desplegando todos sus encantos para atraer a Diggory, y te hicieron efecto a ti. Pero ella pierde el tiempo. Diggory va con Cho Chang.

Ron levantó la mirada.

—Le acabo de pedir que sea mi pareja —añadió Harry con voz apagada—, y me lo ha dicho.

De pronto, Ginny había dejado de sonreír.

—Esto es una estupidez —afirmó Ron—. Somos los úni­cos que quedamos sin pareja. Bueno, además de Neville. ¿A que no adivinas a quién se lo pidió él? ¡A Hermione!

—¿Qué? —exclamó Harry, completamente anonadado por aquella impactante noticia.

—¡Lo que oyes! —dijo Ron, y recobró parte del color al empezar a reírse—. ¡Me lo contó después de Pociones! Dijo que ella siempre ha sido muy buena con él, que siempre lo ha ayudado con el trabajo y todo eso... Pero ella le contestó que ya tenía pareja. ¡Ja! ¡Como si eso fuera posible! Lo que pasa es que no quería ir con Neville... Porque, claro, ¿quién sería capaz de ir con él?

—¡No digas eso! —dijo Ginny enfadada—. No te rías...

Justo en aquel momento entró Hermione por el hueco del retrato.

—¿Por qué no habéis ido a cenar? —les preguntó al acercarse a ellos.

—Porque... (ah, dejad de reíros) porque les han dado ca­labazas a los dos —explicó Ginny.

Eso les paralizó la risa.

—Muchas gracias, Ginny —murmuró Ron con amargura.

—¿Están pilladas todas las guapas, Ron? —le dijo Her­mione con altivez—. ¿Qué, empieza a parecerte bonita Eloise Midgen? Bueno, no os preocupéis. Estoy segura de que en al­gún lugar encontraréis a alguien que quiera ir con vosotros.

Pero Ron estaba observando a Hermione como si de re­pente la viera bajo una luz nueva.

—Hermione, Neville tiene razón: tú eres una chica...

—¡Qué observador! —dijo ella ácidamente.

—¡Bueno, entonces puedes ir con uno de nosotros!

—No, lo siento —espetó Hermione.

—¡Oh, vamos! —insistió Ron—. Necesitamos una pare­ja: vamos a hacer el ridículo si no llevamos a nadie. Todo el mundo tiene ya pareja...

—No puedo ir con vosotros —repuso Hermione, rubori­zándose—, porque ya tengo pareja.

—¡Vamos, no te quedes con nosotros! —dijo Ron—. ¡Le dijiste eso a Neville para librarte de él!

—¿Ah, sí? —replicó Hermione, y en sus ojos brilló una mirada peligrosa—. ¡Que tú hayas tardado tres años en no­tarlo, Ron, no quiere decir que nadie se haya dado cuenta de que soy una chica!

Ron la miró. Luego volvió a sonreír.

—Vale, vale, ya sabemos que eres una chica. ¿Y ahora quieres venir?

—¡Ya os lo he dicho! —exclamó Hermione muy enfada­da—. ¡Tengo pareja!

Y volvió a salir como un huracán hacia el dormitorio de las chicas.

—Es mentira —afirmó Ron, viéndola irse.

—No, no lo es —dijo Ginny en voz baja.

—Entonces, ¿con quién va? —preguntó Ron bruscamente.

—Yo no os lo voy a decir. Eso es cosa de ella —contestó Ginny.

—Bueno —dijo Ron, que parecía extraordinariamente desconcertado—, esto es ridículo. Ginny, tú puedes ir con Harry, y yo...

—No puedo —lo cortó Ginny, y también se puso colora­da—. Soy la pareja de... de Neville. Me lo pidió después de que Hermione le dijera que no, y yo pensé... bueno... si no es con él no voy a poder ir, porque aún no estoy en cuarto. —Parecía muy triste—. Creo que voy a bajar a cenar —con­cluyó. Se levantó y se fue por el hueco del retrato, con la ca­beza gacha.

Ron miró a Harry.

—¿Qué mosca les ha picado? —preguntó.

Pero Harry acababa de ver entrar por el hueco del re­trato a Parvati y Lavender. Había llegado el momento de emprender acciones drásticas.

—Espera aquí —le pidió a Ron. Se levantó, fue hacia Parvati y le preguntó:

—Parvati, ¿te gustaría ir al baile conmigo?

A Parvati le dio un ataque de risa. Harry esperó que se le pasara cruzando los dedos dentro del bolsillo de la túnica.

—Sí. Vale —contestó al final, poniéndose muy roja.

—Gracias —dijo Harry, aliviado—. Lavender... ¿quie­res ir con Ron?

—Ella es la pareja de Seamus —respondió Parvati, y las dos se rieron más que antes.

Harry suspiró.

—¿Sabéis de alguien que pueda ir con Ron? —preguntó, bajando la voz para que Ron no pudiera oírlo.

—¿Qué tal Hermione Granger? —sugirió Parvati.

—Ya tiene pareja.

Parvati se sorprendió mucho.

—Oh... ¿quién es?

Harry se encogió de hombros.

—Ni idea —repuso—. ¿Qué me decís de Ron?

—Bueno... —dijo Parvati pensativamente—, tal vez mi hermana... Padma, ya sabes, de Ravenclaw. Si quieres se lo pregunto.

—Sí, te lo agradezco —respondió Harry—. Me lo dices, ¿vale?

Y volvió con Ron pensando que aquel baile daba más quebraderos de cabeza que otra cosa, y rogando con todas sus fuerzas que Padma Patil no tuviera la nariz torcida.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 541


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