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El colacuerno húngaro

 

 

La perspectiva de hablar cara a cara con Sirius fue lo úni­co que ayudó a Harry a pasar las siguientes dos semanas, la única luz en un horizonte que nunca había estado tan oscuro. Se le había pasado ya un poco el horror de verse a sí mismo convertido en campeón del colegio, y su lugar empezaba a ocuparlo el miedo a las pruebas a las que ten­dría que enfrentarse. La primera de ellas estaba cada vez más cerca. Se la imaginaba agazapada ante él como un monstruo horrible que le cerraba el paso. Nunca había te­nido tantos nervios. Sobrepasaban con mucho lo que hu­biera podido sentir antes de un partido de quidditch, incluido el último, jugado contra Slytherin, en el que se habían disputado la Copa de quidditch. Le resultaba muy difícil pensar en el futuro, porque sentía que toda su vida lo había conducido a la primera prueba... y que terminaría con ella.

En realidad no creía que Sirius lograra hacerlo sentirse mejor en lo que se refería a ejecutar ante cientos de perso­nas un ejercicio desconocido de magia muy difícil y peligro­sa, pero la mera visión de un rostro amigo lo ayudaría. Harry le mandó la respuesta diciéndole que se encontraría al lado de la chimenea de la sala común a la hora propuesta, y que Hermione y él pasaban mucho tiempo discutiendo planes para obligar a los posibles rezagados a salir de allí la noche en cuestión. En el peor de los casos, estaban dispues­tos a tirar una bolsa de bombas fétidas, aunque esperaban no tener que recurrir a nada de eso, porque si Filch los pilla­ba los despellejaría.

Mientras tanto, la vida en el castillo se había hecho aún menos llevadera para Harry, porque Rita Skeeter había pu­blicado su artículo sobre el Torneo de los tres magos, que re­sultó ser no tanto un reportaje sobre el Torneo como una biografía de Harry bastante alterada. La mayor parte de la primera página la ocupaba una fotografía de Harry, y el ar­tículo (que continuaba en las páginas segunda, sexta y sép­tima) no trataba más que de Harry. Los nombres (mal es­critos) de los campeones de Durmstrang y Beauxbatons no aparecían hasta la última línea del artículo, y a Cedric no se lo mencionaba en ningún lugar.

El artículo había aparecido diez días antes, y, cada vez que se acordaba de él, Harry todavía sentía ardores de estó­mago provocados por la vergüenza. El artículo de Rita Skee­ter lo retrataba diciendo un montón de cosas que él no recordaba haber dicho nunca, y menos aún en aquel cuarto de la limpieza.

 

Supongo que les debo mi fuerza a mis padres. Sé que estarían orgullosos de mí si pudieran verme en este momento... Sí, algunas noches aún lloro por ellos, no me da vergüenza confesarlo... Sé que no puedo sufrir ningún daño en el Torneo porque ellos me protegen...



 

Pero Rita Skeeter no se había conformado con transfor­mar sus «eh...» en frases prolijas y empalagosas. También había entrevistado a otra gente sobre él.

 

Finalmente, Harry ha hallado el amor en Hog­warts: Colin Creevey, su íntimo amigo, asegura que a Harry raramente se lo ve sin la compañía de una tal Hermione Granger, una muchacha de sorpren­dente belleza, hija de muggles y que, como Harry, está entre los mejores estudiantes del colegio.

 

Desde que había aparecido el artículo, Harry tuvo que soportar que la gente (especialmente los de Slytherin) le citaran frases al cruzarse con él en los pasillos e hicieran co­mentarios despectivos.

—¿Quieres un pañuelo, Potter, por si te entran ganas de llorar en clase de Transformaciones?

—¿Desde cuándo has sido tú uno de los mejores estu­diantes del colegio, Potter? ¿O se refieren a un colegio fun­dado por ti y Longbottom?

—¡Eh, Harry!

Más que harto, Harry se detuvo en el corredor y empezó a gritar antes de acabar de volverse:

—Sí, he estado llorando por mi madre muerta hasta quedarme sin lágrimas, y ahora me voy a seguir...

—No... Sólo quería decirte... que se te cayó la pluma.

Era Cho. Harry se puso colorado.

—Ah, perdona —susurró él, recuperando la pluma.

—Buena suerte el martes —le deseó Cho—. Espero de verdad que te vaya bien.

Harry se sintió como un idiota.

A Hermione también le había tocado su ración de dis­gustos, pero aún no había empezado a gritar a los que se le acercaban sin ninguna mala intención. De hecho, a Harry le admiraba la manera en que ella llevaba la situación.

—¿De sorprendente belleza? ¿Ella? —chilló Pansy Par­kinson la primera vez que la tuvo cerca después de la apari­ción del artículo de Rita Skeeter—. ¿Comparada con quién?, ¿con un primate?

—No hagas caso —dijo Hermione con gran dignidad ir­guiendo la cabeza y pasando con aire majestuoso por al lado de las chicas de Slytherin, que se reían como tontas—. Como si no existieran, Harry.

Pero Harry no podía pasar por alto las burlas. Ron no le había vuelto a hablar después de decirle lo del castigo de Snape. Harry había tenido la esperanza de que hicieran las paces durante las dos horas que tuvieron que pasarse en la mazmorra encurtiendo sesos de rata, pero coincidió que aquel día se publicó el artículo de Rita Skeeter, que pareció confirmar la creencia de Ron de que a Harry le encantaba ser el centro de atención.

Hermione estaba furiosa con los dos. Iba de uno a otro, tratando de conseguir que se volvieran a hablar, pero Harry se mantenía muy firme: sólo volvería a hablarle a Ron si éste admitía que Harry no se había presentado él mismo al Tor­neo y le pedía perdón por haberlo considerado mentiroso.

—Yo no fui el que empezó —dijo Harry testarudamen­te—. El problema es suyo.

—¡Tú lo echas de menos! —repuso Hermione perdiendo la paciencia—. Y sé que él te echa de menos a ti.

—¿Que lo echo de menos? —replicó Harry—. Yo no lo echo de menos...

Pero era una mentira manifiesta. Harry apreciaba mu­cho a Hermione, pero ella no era como Ron. Tener a Hermio­ne como principal amiga implicaba muchas menos risas y muchas más horas de biblioteca. Harry seguía sin dominar los encantamientos convocadores; parecía tener alguna tra­ba con respecto a ellos, y Hermione insistía en que sería de gran ayuda aprenderse la teoría. En consecuencia, pasaban mucho rato al mediodía escudriñando libros.

Viktor Krum también pasaba mucho tiempo en la bi­blioteca, y Harry se preguntaba por qué. ¿Estaba estudian­do, o buscando algo que le sirviera de ayuda para la primera prueba? Hermione se quejaba a menudo de la presencia de Krum, no porque le molestara, sino por los grupitos de chi­cas que lo espiaban escondidas tras las estanterías y que con sus risitas no la dejaban concentrarse.

—¡Ni siquiera es guapo! —murmuraba enfadada, ob­servando el perfil de Krum—. ¡Sólo les gusta porque es fa­moso! Ni se fijarían en él si no supiera hacer el amargo de Rosi.

—El «Amago de Wronski» —dijo Harry con los dientes apretados. Muy lejos de disfrutar corrigiéndole a Hermione aquel término de quidditch, sintió una punzada de tristeza al imaginarse la expresión que Ron habría puesto si hubie­ra oído lo del amargo de Rosi.

 

 

Resulta extraño pensar que, cuando uno teme algo que va a ocurrir y quisiera que el tiempo empezara a pasar más despacio, el tiempo suele pasar más aprisa. Los días que quedaban para la primera prueba transcurrieron tan veloz­mente como si alguien hubiera manipulado los relojes para que fueran a doble velocidad. A dondequiera que iba Harry lo acompañaba un terror casi incontrolable, tan omnipre­sente como los insidiosos comentarios sobre el artículo de El Profeta.

El sábado antes de la primera prueba dieron permiso a todos los alumnos de tercero en adelante para que visitaran el pueblo de Hogsmeade. Hermione le dijo a Harry que le iría bien salir del castillo por un rato, y Harry no necesitó mucha persuasión.

—Pero ¿y Ron? —dijo—. ¡No querrás que vayamos con él!

—Ah, bien... —Hermione se ruborizó un poco—. Pensé que podríamos quedar con él en Las Tres Escobas...

—No —se opuso Harry rotundamente.

—Ay, Harry, qué estupidez...

—Iré, pero no quedaré con Ron. Me pondré la capa invi­sible.

—Como quieras... —soltó Hermione—, pero me revien­ta hablar contigo con esa capa puesta. Nunca sé si te estoy mirando o no.

De forma que Harry se puso en el dormitorio la capa invisible, bajó la escalera y marchó a Hogsmeade con Her­mione.

Se sentía maravillosamente libre bajo la capa. Al entrar en la aldea vio a otros estudiantes, la mayor parte de los cuales llevaban insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY», aunque aquella vez, para variar, no vio horri­bles añadidos, y tampoco nadie le recordó el estúpido ar­tículo.

—Ahora la gente se queda mirándome a mí —dijo Her­mione de mal humor, cuando salieron de la tienda de golosi­nas Honeydukes comiendo unas enormes chocolatinas rellenas de crema—. Creen que hablo sola.

—Pues no muevas tanto los labios.

—Vamos, Harry, por favor, quítate la capa sólo un rato. Aquí nadie te va a molestar.

—¿No? —replicó Harry—. Vuélvete.

Rita Skeeter y su amigo fotógrafo acababan de salir de la taberna Las Tres Escobas. Pasaron al lado de Hermione sin mirarla, hablando en voz baja. Harry tuvo que echarse contra la pared de Honeydukes para que Rita Skeeter no le diera con el bolso de piel de cocodrilo. Cuando se hubieron alejado, Harry comentó:

—Deben de estar alojados en el pueblo. Apuesto a que han venido para presenciar la primera prueba.

Mientras hablaba, notó como si el estómago se le llenara de algún líquido segregado por el pánico. Pero no dijo nada de aquello: él y Hermione no habían hablado mucho de lo que se avecinaba en la primera prueba, y Harry tenía la impresión de que Hermione no quería pensar en ello.

—Se ha ido —dijo Hermione, mirando la calle principal a través de Harry—. ¿Qué tal si vamos a tomar una cerveza de mantequilla a Las Tres Escobas? Hace un poco de frío, ¿no? ¡No es necesario que hables con Ron! —añadió irritada, interpretando correctamente su silencio.

La taberna Las Tres Escobas estaba abarrotada de gente, en especial de alumnos de Hogwarts que disfruta­ban de su tarde libre, pero también de una variedad de magos que difícilmente se veían en otro lugar. Harry su­ponía que, al ser Hogsmeade el único pueblo exclusiva­mente de magos de toda Gran Bretaña, debía de haberse convertido en una especie de refugio para criaturas tales como las arpías, que no estaban tan dispuestas como los magos a disfrazarse.

Era dificil moverse por entre la multitud con la capa in­visible, y muy fácil pisar a alguien sin querer, lo que origina­ba embarazosas situaciones. Harry fue despacio, arrimado a la pared, hasta una mesa vacía que había en un rincón, mientras Hermione se encargaba de pedir las bebidas. En su recorrido por la taberna, Harry vio a Ron, que estaba sen­tado con Fred, George y Lee Jordan. Resistiendo el impulso de propinarle una buena colleja, consiguió llegar a la mesa y la ocupó.

Hermione se reunió con él un momento más tarde, y le metió bajo la capa una cerveza de mantequilla.

—Creo que parezco un poco boba, sentada aquí sola —susurró ella—. Menos mal que he traído algo que hacer.

Y sacó el cuaderno en que había llevado el registro de los miembros de la P.E.D.D.O. Harry vio su nombre y el de Ron a la cabeza de una lista muy corta. Parecía muy leja­no el día en que se habían puesto a inventar juntos aquellas predicciones y había aparecido Hermione y los había nom­brado secretario y tesorero respectivamente.

—No sé, a lo mejor tendría que intentar que la gente del pueblo se afiliara a la P.E.D.D.O. —dijo Hermione como si pensara en voz alta.

—Bueno —asintió Harry. Tomó un trago de cerveza de mantequilla tapado con la capa—. ¿Cuándo te vas a hartar de ese rollo de la P.E.D.D.O.?

—¡Cuando los elfos domésticos disfruten de un sueldo decente y de condiciones laborales dignas! —le contestó—. ¿Sabes?, estoy empezando a pensar que ya es hora de em­prender acciones más directas. Me pregunto cómo se puede entrar en las cocinas del colegio.

—No tengo ni idea. Pregúntales a Fred y George —dijo Harry.

Hermione se sumió en un silencio ensimismado mien­tras Harry se bebía su cerveza de mantequilla observando a la gente que había en la taberna. Todos parecían relajados y alegres. Ernie Macmillan y Hannah Abbott intercambia­ban los cromos de las ranas de chocolate en una mesa próxi­ma; ambos exhibían en sus capas las insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY». Al lado de la puerta vio a Cho y a un nu­meroso grupo de amigos de la casa Ravenclaw. Ella no lle­vaba ninguna insignia de apoyo a Cedric, lo cual lo animó un poco.

¡Qué no hubiera dado él por ser uno de aquellos que reían y charlaban sin otro motivo de preocupación que los deberes! Se imaginaba cómo se habría sentido allí si su nombre no hubiera salido en el cáliz de fuego. Para empe­zar, no llevaría la capa invisible. Tendría a Ron a su lado. Los tres estarían contentos, imaginando qué prueba mor­talmente peligrosa afrontarían el martes los campeones de los colegios. Tendría muchas ganas de que llegara el mar­tes, para verlos hacer lo que fuera y animar a Cedric como todos los demás, a salvo en su asiento prudentemente ale­jado...

Se preguntó cómo se sentirían los otros campeones. Las últimas veces que había visto a Cedric, éste estaba rodeado de admiradores y parecía nervioso pero entusiasmado.

Harry se encontraba a Fleur Delacour en los corredores de vez en cuando, y tenía el mismo aspecto de siempre, altane­ro e imperturbable. Y, en cuanto a Krum, se pasaba el tiem­po en la biblioteca, escudriñando libros.

Harry se acordó de Sirius, y el tenso y apretado nudo que parecía tener en el estómago se le aflojó un poco. Ha­blaría con él doce horas más tarde, porque aquélla era la noche en que habían acordado verse junto a la chimenea de la sala común. Eso suponiendo que todo fuera bien, a diferencia de lo que había ocurrido últimamente con todo lo demás.

—¡Mira, es Hagrid! —dijo Hermione.

De entre la multitud se destacaba la parte de atrás de su enorme cabeza llena de greñas (afortunadamente, había abandonado las coletas). Harry se preguntó por qué no lo había visto nada más entrar, siendo Hagrid tan grande; pero, al ponerse en pie para ver mejor, se dio cuenta de que Hagrid se hallaba inclinado, hablando con el profesor Moody. Hagrid tenía ante él su acostumbrado y enorme pi­chel, pero Moody bebía de la petaca. La señora Rosmerta, la guapa dueña de la taberna, no ponía muy buena cara ante aquello: miraba a Moody con recelo mientras recogía las co­pas de las mesas de alrededor. Probablemente le parecía un insulto a su hidromiel con especias, pero Harry conocía el motivo: Moody les había dicho a todos durante su última clase de Defensa Contra las Artes Oscuras que prefería pre­pararse siempre su propia comida y bebida, porque a los magos tenebrosos les resultaba muy fácil envenenar una bebida en un momento de descuido.

Mientras Harry los observaba, Hagrid y Moody se le­vantaron para irse. Harry le hizo un gesto con la mano a Hagrid, pero luego recordó que éste no podía verlo. Moody, sin embargo, se detuvo y miró con su ojo mágico hacia el rin­cón en que se encontraba él. Le dio a Hagrid una palmada en la región lumbar (porque no podía llegar al hombro), le susurró algo y, a continuación, uno y otro se dirigieron a la mesa de Harry y Hermione.

—¿Va todo bien, Hermione? —le preguntó Hagrid en voz alta.

—Hola —respondió Hermione, sonriendo.

Moody se acercó a la mesa cojeando y se inclinó al lle­gar. Harry pensó que estaba leyendo el cuaderno de la P.E.D.D.O. hasta que le dijo:

—Bonita capa, Potter.

Harry lo miró muy sorprendido. A unos centímetros de distancia, el trozo de nariz que le faltaba a Moody era espe­cialmente evidente. Moody sonrió.

—¿Su ojo es capaz de... quiero decir, es usted capaz de...?

—Sí, mi ojo ve a través de las capas invisibles —contes­tó Moody en voz baja—. Es una cualidad que me ha sido muy útil en varias ocasiones, te lo aseguro.

Hagrid también le sonreía a Harry. Éste sabía que Ha­grid no lo veía, pero era evidente que Moody le había expli­cado dónde estaba.

Hagrid se inclinó haciendo también como que leía el cuaderno de la P.E.D.D.O. y le dijo en un susurro tan bajo que sólo pudo oírlo Harry:

—Harry, ven a verme a la cabaña esta noche. Ponte la capa. —Y luego, incorporándose, añadió en voz alta—: Me alegro de verte, Hermione. —Guiñó un ojo, y se fue. Moody lo siguió.

—¿Para qué querrá que vaya a verlo esta noche? —dijo Harry, muy sorprendido.

—¿Eso te ha dicho? —se extrañó Hermione—. Me pre­gunto qué se trae entre manos. No sé si deberías ir, Harry... —Miró a su alrededor nerviosa y luego dijo entre dientes—: Podrías llegar tarde a tu cita con Sirius.

Era verdad que ir a ver a Hagrid a medianoche supon­dría tener que apresurarse después para llegar a la una a la sala común de Gryffindor. Hermione le sugirió que le envia­ra a Hagrid un mensaje con Hedwig diciéndole que no podía acudir (siempre y cuando la lechuza aceptara llevar la nota, claro). Pero Harry pensó que sería mejor hacerle una visita rápida para ver qué quería. Tenía bastante curiosidad, por­que Hagrid no le había pedido nunca que fuera a visitarlo tan tarde.

 

 

A las once y media de esa noche, Harry, que había hecho como que se iba temprano a la cama, volvió a ponerse la capa invisible y bajó la escalera hasta la sala común. Sólo unas pocas personas quedaban en ella. Los hermanos Cree­vey se habían hecho con un montón de insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY», e intentaban encantarlas para que di­jeran «Apoya a HARRY POTTER», pero hasta aquel momento lo único que habían conseguido era que se quedaran atasca­das en POTTER APESTA. Harry pasó a su lado de camino al re­trato y esperó aproximadamente un minuto mirando el reloj. Luego Hermione le abrió el retrato de la Señora Gorda, tal como habían convenido. Él lo traspasó subrepticiamente y le susurró un «¡gracias!» antes de irse.

Los terrenos del colegio estaban envueltos en una oscuri­dad total. Harry bajó por la explanada hacia la luz que brilla­ba en la cabaña de Hagrid. También el interior del enorme carruaje de Beauxbatons se hallaba iluminado. Mientras lla­maba a la puerta de la cabaña, Harry oyó hablar a Madame Maxime dentro de su carruaje.

—¿Eres tú, Harry? —susurró Hagrid, abriendo la puerta.

—Sí —respondió Harry, que entró en la cabaña y se de­sembarazó de la capa—. ¿Por qué me has hecho venir?

—Tengo algo que mostrarte —repuso Hagrid.

Parecía muy emocionado. Llevaba en el ojal una flor que parecía una alcachofa de las más grandes. Por lo visto, había abandonado el uso de aceite lubricante, pero era evidente que había intentado peinarse, porque en el pelo se veían varias púas del peine rotas.

—¿Qué vas a mostrarme? —dijo Harry con recelo, pre­guntándose si habrían puesto huevos los escregutos o si Hagrid habría logrado comprarle a otro extraño en alguna taberna un nuevo perro gigante de tres cabezas.

—Cúbrete con la capa, ven conmigo y no hables —le in­dicó Hagrid—. No vamos a llevar a Fang, porque no le gus­taría...

—Escucha, Hagrid, no puedo quedarme mucho... Tengo que estar en el castillo a la una.

Pero Hagrid no lo escuchaba. Abrió la puerta de la caba­ña y se internó en la oscuridad a zancadas. Harry lo siguió aprisa y, para su sorpresa, advirtió que Hagrid lo llevaba hacia el carruaje de Beauxbatons.

—Hagrid, ¿qué...?

—¡Shhh! —lo acalló Hagrid, y llamó tres veces a la puerta que lucía las varitas doradas cruzadas.

Abrió Madame Maxime. Un chal de seda cubría sus vo­luminosos hombros. Al ver a Hagrid, sonrió.

—¡Ah, Hagrid! ¿Ya es la «hoga»?

—«Bon suar» —le dijo Hagrid, dirigiéndole una sonrisa y ofreciéndole la mano para ayudarla a bajar los escalones dorados.

Madame Maxime cerró la puerta tras ella. Hagrid le ofreció el brazo, y se fueron bordeando el potrero donde des­cansaban los gigantescos caballos alados de Madame Ma­xime. Harry, sin entender nada, corría para no quedarse atrás. ¿Quería Hagrid mostrarle a Madame Maxime? Podía verla cuando quisiera: jamás pasaba inadvertida.

Pero daba la impresión de que Madame Maxime estaba tan en ascuas como Harry, porque un rato después pregun­tó alegremente:

—¿Adónde me llevas, Hagrid?

—Esto te gustará —aseguró Hagrid—. Merece la pena, confía en mí. Pero no le digas a nadie que te lo he mostrado, ¿eh? Se supone que no puedes verlo.

—Descuida —le dijo Madame Maxime, luciendo sus largas y negras pestañas al parpadear.

Y siguieron caminando. Harry los seguía, cada vez más nervioso y mirando el reloj continuamente. Hagrid debía de tener en mente alguna de sus disparatadas ideas, que podía hacerlo llegar tarde a su cita. Si no llegaban pronto a donde fuera, daría media vuelta para volver al castillo y dejaría a Hagrid disfrutando con Madame Maxime su paseo a la luz de la luna.

Pero entonces, cuando habían avanzado tanto por el pe­rímetro del bosque que ya no se veían ni el castillo ni el lago, Harry oyó algo. Delante había hombres que gritaban. Lue­go oyó un bramido ensordecedor...

Hagrid llevó a Madame Maxime junto a un grupo de ár­boles y se detuvo. Harry caminó aprisa a su lado. Durante una fracción de segundo pensó que lo que veía eran hogue­ras y a hombres que corrían entre ellas. Luego se quedó con la boca abierta.

¡Dragones!

Rugiendo y resoplando, cuatro dragones adultos enor­mes, de aspecto fiero, se alzaban sobre las patas posteriores dentro de un cercado de gruesas tablas de madera. A quince metros del suelo, las bocas llenas de colmillos lanzaban to­rrentes de fuego al negro cielo de la noche. Uno de ellos, de color azul plateado con cuernos largos y afilados, gruñía e intentaba morder a los magos que tenía a sus pies; otro ver­de se retorcía y daba patadas contra el suelo con toda su fuerza; uno rojo, con un extraño borde de pinchos dorados alrededor de la cara, lanzaba al aire nubes de fuego en for­ma de hongo; el cuarto, negro y gigantesco, era el que estaba más próximo a ellos.

Al menos treinta magos, siete u ocho para cada dragón, trataban de controlarlos tirando de unas cadenas engan­chadas a los fuertes collares de cuero que les rodeaban el cuello y las patas. Fascinado, Harry levantó la vista y vio los ojos del dragón negro, con pupilas verticales como las de los gatos, totalmente desorbitados; si se debía al miedo o a la ira, Harry lo ignoraba. Los bramidos de la bestia eran espeluznantes.

—¡No te acerques, Hagrid! —advirtió un mago desde la valla, tirando de la cadena—. ¡Pueden lanzar fuego a una distancia de seis metros, ya lo sabes! ¡Y a este colacuerno lo he visto echarlo a doce!

—¿No es hermoso? —dijo Hagrid con voz embelesada.

—¡Es peligroso! —gritó otro mago—. ¡Encantamientos aturdidores, cuando cuente tres!

Harry vio que todos los cuidadores de los dragones sa­caban la varita.

¡Desmaius! —gritaron al unísono.

Los encantamientos aturdidores salieron disparados en la oscuridad como bengalas y se deshicieron en una llu­via de estrellas al chocar contra la escamosa piel de los dragones.

Harry observó que el más próximo se balanceaba peli­grosamente sobre sus patas traseras y abría completamente las fauces en un aullido mudo. Las narinas parecían haberse quedado de repente desprovistas de fuego, aunque seguían echando humo. Luego, muy despacio, se desplomó. Varias toneladas de dragón dieron en el suelo con un golpe que pa­reció hacer temblar los árboles que había tras ellos.

Los cuidadores de los dragones bajaron las varitas y se acercaron a las derribadas criaturas que estaban a su cargo, cada una de las cuales era del tamaño de un cerro. Se dieron prisa en tensar las cadenas y asegurarlas con estacas de hie­rro, que clavaron en la tierra utilizando las varitas.

—¿Quieres echar un vistazo más de cerca? —le pregun­tó Hagrid a Madame Maxime, embriagado de emoción.

Se acercaron hasta la valla, seguidos por Harry. En aquel momento se volvió el mago que le había aconsejado a Hagrid que no se acercara, y Harry descubrió quién era: Charlie Weasley.

—¿Va todo bien, Hagrid? —preguntó, jadeante, acer­cándose para hablar con él—. Ahora no deberían darnos problemas. Les dimos una dosis adormecedora para traer­los, porque pensamos que sería preferible que despertaran en la oscuridad y tranquilidad de la noche, pero ya has visto que no les hizo mucha gracia, ninguna gracia...

—¿De qué razas son, Charlie? —inquirió Hagrid miran­do al dragón más cercano, el negro, con algo parecido a la re­verencia.

El animal tenía los ojos entreabiertos, y debajo del arrugado párpado negro se veía una franja de amarillo bri­llante.

—Éste es un colacuerno húngaro —explicó Charlie—. Por allí hay un galés verde común, que es el más pequeño; un hocicorto sueco, que es el azul plateado, y un bola de fue­go chino, el rojo.

Charlie miró a Madame Maxime, que se alejaba si­guiendo el borde de la empalizada para ir a observar los dragones adormecidos.

—No sabía que la ibas a traer, Hagrid —dijo Charlie, ceñudo—. Se supone que los campeones no tienen que saber nada de lo que les va a tocar, y ahora ella se lo dirá a su alumna, ¿no?

—Sólo pensé que le gustaría verlos. —Hagrid se encogió de hombros, sin dejar de mirar embelesado a los dragones.

—¡Vaya cita romántica, Hagrid! —exclamó Charlie con sorna.

—Cuatro... uno para cada campeón, ¿no? ¿Qué tendrán que hacer?, ¿luchar contra ellos?

—No, sólo burlarlos, según creo —repuso Charlie—. Estaremos cerca, por si la cosa se pusiera fea, y tendremos preparados encantamientos extinguidores. Nos pidieron que fueran hembras en período de incubación, no sé por qué... Pero te digo una cosa: no envidio al que le toque el colacuer­no. Un bicho fiero de verdad. La cola es tan peligrosa como el cuerno, mira.

Charlie señaló la cola del colacuerno, y Harry vio que estaba llena de largos pinchos de color bronce.

Cinco de los compañeros de Charlie se acercaron en aquel momento al colacuerno llevando sobre una manta una nidada de enormes huevos que parecían de granito gris, y los colocaron con cuidado al lado del animal. A Hagrid se le escapó un gemido de anhelo.

—Los tengo contados, Hagrid —le advirtió Charlie con severidad. Luego añadió—: ¿Qué tal está Harry?

—Bien —respondió Hagrid, sin apartar los ojos de los huevos.

—Pues espero que siga bien después de enfrentarse con éstos —comentó Charlie en tono grave, mirando por encima del cercado—. No me he atrevido a decirle a mi madre lo que le esperaba en la primera prueba, porque ya le ha dado un ataque de nervios pensando en él... —Charlie imitó la voz casi histérica de su madre—: «¡Cómo lo dejan participar en el Torneo, con lo pequeño que es! ¡Creí que iba a haber un poco de seguridad, creí que iban a poner una edad mínima!» Se puso a llorar a lágrima viva con el artículo de El Profeta. «¡Todavía llora cuando piensa en sus padres! ¡Nunca me lo hubiera imaginado! ¡Pobrecillo!»

Harry ya tenía suficiente. Confiando en que Hagrid no lo echaría de menos, distraído como estaba con la compañía de cuatro dragones y de Madame Maxime, se volvió en si­lencio y emprendió el camino de vuelta al castillo.

No sabía si se alegraba o no de haber visto lo que le es­peraba. Tal vez así era mejor, porque había pasado la pri­mera impresión. Tal vez si se hubiera encontrado con los dragones por primera vez el martes se habría desmayado ante el colegio entero... aunque quizá se desmayara de to­das formas. Se enfrentaría armado con su varita mágica, que en aquel momento no le parecía nada más que un pali­to, contra un dragón de quince metros de altura, cubierto de escamas y de pinchos y que echaba fuego por la boca. Y ten­dría que burlarlo, observado por todo el mundo: ¿cómo?

Se dio prisa en bordear el bosque. Disponía de quince minutos escasos para llegar junto a la chimenea donde lo aguardaría Sirius, y no recordaba haber tenido nunca tantos deseos de hablar con alguien como en aquel momento. Pero entonces, de repente, chocó contra algo muy duro.

Se cayó hacia atrás con las gafas torcidas y agarrándose la capa.

—¡Ah!, ¿quién está ahí? —dijo una voz.

Harry se apresuró a cerciorarse de que la capa lo cubría por completo, y se quedó tendido completamente inmóvil, observando la silueta del mago con el que había chocado. Reconoció la barbita de chivo: era Karkarov.

—¿Quién está ahí? —repitió Karkarov, receloso, escu­driñando en la oscuridad.

Harry permaneció quieto y en silencio. Después de un minuto o algo así, Karkarov pareció pensar que debía de ha­ber chocado con algún tipo de animal. Buscaba a la altura de su cintura, tal vez esperando encontrar un perro. Luego se internó entre los árboles y se dirigió hacia donde se halla­ban los dragones.

Muy despacio y con mucho cuidado, Harry se incorporó y reemprendió el camino hacia Hogwarts en la oscuridad, tan rápido como podía sin hacer demasiado ruido.

No le cabía ninguna duda respecto a los propósitos de Karkarov. Había salido del barco a hurtadillas para averi­guar en qué consistía la primera tarea. Tal vez hubiera visto a Hagrid y a Madame Maxime por las inmediaciones del bosque: no eran difíciles de ver en la distancia. Todo lo que tendría que hacer sería seguir el sonido de las voces y, como Madame Maxime, se enteraría de qué era lo que les reservaban a los campeones. Parecía que el único cam­peón que el martes afrontaría algo desconocido sería Ce­dric.

Harry llegó al castillo, entró a escondidas por la puerta principal y empezó a subir la escalinata de mármol. Estaba sin aliento, pero no se atrevió a ir más despacio: le quedaban menos de cinco minutos para llegar junto al fuego.

—«¡Tonterías!» —le dijo casi sin voz a la Señora Gorda, que dormitaba en su cuadro tapando la entrada.

—Si tú lo dices... —susurró medio dormida, sin abrir los ojos, y el cuadro giró para dejarlo pasar.

Harry entró. La sala común estaba desierta y, dado que olía como siempre, concluyó que Hermione no había tenido que recurrir a las bombas fétidas para asegurarse de que no quedara nadie allí.

Harry se quitó la capa invisible y se echó en un butacón que había delante de la chimenea. La sala se hallaba en pe­numbra, sin otra iluminación que las llamas. Al lado, en una mesa, brillaban a la luz de la chimenea las insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY» que los Creevey habían trata­do de mejorar. Ahora decía en ellas: «POTTER APESTA DE VERDAD.» Harry volvió a mirar al fuego y se sobresaltó.

La cabeza de Sirius estaba entre las llamas. Si Harry no hubiera visto al señor Diggory de la misma manera en la cocina de los Weasley, aquella visión le habría dado un sus­to de muerte. Pero, en vez de ello, Harry sonrió por primera vez en muchos días, saltó de la silla, se agachó junto a la chi­menea y saludó:

—¿Qué tal estás, Sirius?

Sirius estaba bastante diferente de como Harry lo recor­daba. Cuando se habían despedido, Sirius tenía el rostro de­macrado y el pelo largo y enmarañado. Pero ahora llevaba el pelo corto y limpio, tenía el rostro más lleno y parecía más jo­ven, mucho más parecido a la única foto que Harry poseía de él, que había sido tomada en la boda de sus padres.

—No te preocupes por mí. ¿Qué tal estás tú? —le pre­guntó Sirius con el semblante grave.

—Yo estoy...

Durante un segundo intentó decir «bien», pero no pudo. Antes de darse cuenta, estaba hablando como no lo había hecho desde hacía tiempo: de cómo nadie le creía cuando de­cía que no se había presentado al Torneo, de las mentiras de Rita Skeeter en El Profeta, de cómo no podía pasar por los corredores del colegio sin recibir muestras de desprecio... y de Ron, de la desconfianza de Ron, de sus celos...

—... y ahora Hagrid acaba de enseñarme lo que me toca en la primera prueba, y son dragones, Sirius. ¡No voy a con­tarlo! —terminó desesperado.

Sirius lo observó con ojos preocupados, unos ojos que aún no habían perdido del todo la expresión adquirida en la cárcel de Azkaban: una expresión embotada, como de hechi­zado. Había dejado que Harry hablara sin interrumpirlo, pero en aquel momento dijo:

—Se puede manejar a los dragones, Harry, pero de eso hablaremos dentro de un minuto. No dispongo de mucho tiempo... He allanado una casa de magos para usar la chi­menea, pero los dueños podrían volver en cualquier mo­mento. Quiero advertirte algunas cosas.

—¿Qué cosas? —dijo Harry, sintiendo crecer su deses­peración. ¿Era posible que hubiera algo aún peor que los dragones?

—Karkarov —explicó Sirius—. Era un mortífago, Harry. Sabes lo que son los mortífagos, ¿verdad?

—Sí...

—Lo pillaron y estuvo en Azkaban conmigo, pero lo deja­ron salir. Estoy seguro de que por eso Dumbledore quería te­ner un auror en Hogwarts este curso... para que lo vigilara. Moody fue el que atrapó a Karkarov y lo metió en Azkaban.

—¿Dejaron salir a Karkarov? —preguntó Harry, sin en­tender por qué podían haber hecho tal cosa—. ¿Por qué lo dejaron salir?

—Hizo un trato con el Ministerio de Magia —repuso Sirius con amargura—. Aseguró que estaba arrepentido, y empezó a cantar... Muchos entraron en Azkaban para ocu­par su puesto, así que allí no lo quieren mucho; eso te lo pue­do asegurar. Y, por lo que sé, desde que salió no ha dejado de enseñar Artes Oscuras a todos los estudiantes que han pa­sado por su colegio. Así que ten cuidado también con el cam­peón de Durmstrang.

—Vale —asintió Harry, pensativo—. Pero ¿quieres de­cir que Karkarov puso mi nombre en el cáliz? Porque, si lo hizo, es un actor francamente bueno. Estaba furioso cuando salí elegido. Quería impedirme a toda costa que participara.

—Sabemos que es un buen actor —dijo Sirius— por­que convenció al Ministerio de Magia para que lo dejara li­bre. Además he estado leyendo con atención El Profeta, Harry...

—Tú y el resto del mundo —comentó Harry con amargura.

—... y, leyendo entre líneas el artículo del mes pasado de esa Rita Skeeter, parece que Moody fue atacado la noche anterior a su llegada a Hogwarts. Sí, ya sé que ella dice que fue otra falsa alarma —añadió rápidamente Sirius, viendo que Harry estaba a punto de hablar—, pero yo no lo creo. Estoy convencido de que alguien trató de impedirle que en­trara en Hogwarts. Creo que alguien pensó que su trabajo sería mucho más dificil con él de por medio. Nadie se toma el asunto demasiado en serio, porque Ojoloco ve intrusos con demasiada frecuencia. Pero eso no quiere decir que haya perdido el sentido de la realidad: Moody es el mejor auror que ha tenido el Ministerio.

—¿Qué quieres decir? ¿Que Karkarov quiere matarme? Pero... ¿por qué?

Sirius dudó.

—He oído cosas muy curiosas. Últimamente los mortí­fagos parecen más activos de lo normal. Se desinhibieron en los Mundiales de quidditch, ¿no? Alguno conjuró la Marca Tenebrosa... y además... ¿has oído lo de esa bruja del Minis­terio de Magia que ha desaparecido?

—¿Bertha Jorkins?

—Exactamente... Desapareció en Albania, que es don­de sitúan a Voldemort los últimos rumores. Y ella estaría al tanto del Torneo de los tres magos, ¿verdad?

—Sí, pero... no es muy probable que ella fuera en busca de Voldemort, ¿no? —dijo Harry.

—Escucha, yo conocí a Bertha Jorkins —repuso Sirius con tristeza—. Coincidimos en Hogwarts, aunque iba unos años por delante de tu padre y de mí. Y era idiota. Muy bu­lliciosa y sin una pizca de cerebro. No es una buena combi­nación, Harry. Me temo que sería muy fácil de atraer a una trampa.

—Así que... ¿Voldemort podría haber averiguado algo sobre el Torneo? —preguntó Harry—. ¿Eso es lo que quieres decir? ¿Crees que Karkarov podría haber venido obedecien­do sus órdenes?

—No lo sé —reconoció Sirius—, la verdad es que no lo sé... No me pega que Karkarov vuelva a Voldemort a no ser que Voldemort sea lo bastante fuerte para protegerlo. Pero el que metió tu nombre en el cáliz tenía algún motivo para hacerlo, y no puedo dejar de pensar que el Torneo es una ex­celente oportunidad para atacarte haciendo creer a todo el mundo que es un accidente.

—Visto así parece un buen plan —comentó Harry en tono lúgubre—. Sólo tendrán que sentarse a esperar que los dragones hagan su trabajo.

—En cuanto a los dragones —dijo Sirius, hablando en aquel momento muy aprisa—, hay una manera, Harry. No se te ocurra emplear el encantamiento aturdidor: los drago­nes son demasiado fuertes y tienen demasiadas cualidades mágicas para que les haga efecto un solo encantamiento de ese tipo. Se necesita media docena de magos a la vez para dominar a un dragón con ese procedimiento.

—Sí, ya lo sé, lo vi.

—Pero puedes hacerlo solo —prosiguió Sirius—. Hay una manera, y no se necesita más que un sencillo encanta­miento. Simplemente...

Pero Harry lo detuvo con un gesto de la mano. El cora­zón le latía en el pecho como si fuera a estallar. Oía tras él los pasos de alguien que bajaba por la escalera de caracol.

—¡Vete! —le dijo a Sirius entre dientes—. ¡Vete! ¡Alguien se acerca!

Harry se puso en pie de un salto para tapar la chime­nea. Si alguien veía la cabeza de Sirius dentro de Hogwarts, armaría un alboroto terrible, y él tendría problemas con el Ministerio. Lo interrogarían sobre el paradero de Sirius...

Harry oyó tras él, en el fuego, un suave «¡plin!», y com­prendió que Sirius había desaparecido. Vigiló el inicio de la escalera de caracol. ¿Quién se habría levantado para dar un paseo a la una de la madrugada, impidiendo que Sirius le dijera cómo burlar al dragón?

Era Ron. Vestido con su pijama de cachemir rojo oscu­ro, se detuvo frente a Harry y miró a su alrededor.

—¿Con quién hablabas? —le preguntó.

—¿Y a ti qué te importa? —gruñó Harry—. ¿Qué haces tú aquí a estas horas?

—Me preguntaba dónde estarías... —Se detuvo, enco­giéndose de hombros—. Bueno, me vuelvo a la cama.

—Se te ocurrió que podías bajar a husmear un poco, ¿no? —gritó Harry. Sabía que Ron no tenía ni idea de qué era lo que había interrumpido, sabía que no lo había hecho a propósito, pero le daba igual. En ese momento odiaba todo lo que tenía que ver con Ron, hasta el trozo del tobillo que le quedaba al aire por debajo de los pantalones del pijama.

—Lo siento mucho —dijo Ron, enrojeciendo de ira—. Debería haber pensado que no querías que te molestaran. Te dejaré en paz para que sigas ensayando tu próxima entrevista.

Harry cogió de la mesa una de las insignias de «POTTER APESTA DE VERDAD» y se la tiró con todas sus fuerzas. Le pegó a Ron en la frente y rebotó.

—¡Ahí tienes! —chilló Harry—. Para que te la pongas el martes. Ahora a lo mejor hasta te queda una cicatriz, si tie­nes suerte... Eso es lo que te da tanta envidia, ¿no?

A zancadas, cruzó la sala hacia la escalera. Esperaba que Ron lo detuviera, e incluso le habría gustado que le die­ra un puñetazo, pero Ron simplemente se quedó allí, en su pijama demasiado pequeño, y Harry, después de subir como una exhalación, se echó en la cama y permaneció bastante tiempo despierto y furioso con él. No lo oyó volver a subir.

 

 

La primera prueba

 

 

Cuando se levantó el domingo por la mañana, Harry puso tan poca atención al vestirse que tardó un rato en darse cuenta de que estaba intentando meter un pie en el som­brero en vez de hacerlo en el calcetín. Cuando por fin se hubo puesto todas las prendas en las partes correctas del cuerpo, salió aprisa para buscar a Hermione, y la encontró a la mesa de Gryffindor del Gran Comedor, desayunando con Ginny. Demasiado intranquilo para comer, Harry aguardó a que Hermione se tomara la última cucharada de gachas de avena y se la llevó fuera para dar otro paseo con ella. En los terrenos del colegio, mientras bordeaban el lago, Harry le contó todo lo de los dragones y lo que le había dicho Sirius.

Aunque muy asustada por las advertencias de Sirius sobre Karkarov, Hermione pensó que el problema más acu­ciante eran los dragones.

—Primero vamos a intentar que el martes por la tarde sigas vivo, y luego ya nos preocuparemos por Karkarov.

Dieron tres vueltas al lago, pensando cuál sería el en­cantamiento con el que se podría someter a un dragón. Pero, como no se les ocurrió nada, fueron a la biblioteca. Harry cogió todo lo que vio sobre dragones, y uno y otro se pusieron a buscar entre la alta pila de libros.

—«Embrujos para cortarles las uñas... Cómo curar la podredumbre de las escamas...» Esto no nos sirve: es para chiflados como Hagrid que lo que quieren es cuidarlos...

—«Es extremadamente dificil matar a un dragón debi­do a la antigua magia que imbuye su gruesa piel, que nada excepto los encantamientos más fuertes puede penetrar...» —leyó Hermione—. ¡Pero Sirius dijo que había uno sencillo que valdría!

—Busquemos pues en los libros de encantamientos sencillos... —dijo Harry, apartando a un lado el Libro del amante de los dragones.

Volvió a la mesa con una pila de libros de hechizos y co­menzó a hojearlos uno tras otro. A su lado, Hermione cuchi­cheaba sin parar:

—Bueno, están los encantamientos permutadores... pero ¿para qué cambiarlos? A menos que le cambiaras los colmillos en gominolas o algo así, porque eso lo haría menos peligroso... El problema es que, como decía el otro li­bro, no es fácil penetrar la piel del dragón. Lo mejor sería transformarlo, pero, algo tan grande, me temo que no tie­nes ninguna posibilidad: dudo incluso que la profesora McGonagall fuera capaz... Pero tal vez podrías encantarte tú mismo. Tal vez para adquirir más poderes. Claro que no son hechizos sencillos, y no los hemos visto en clase; sólo los conozco por haber hecho algunos ejercicios preparato­rios para el TIMO...

—Hermione —pidió Harry, exasperado—, ¿quieres ca­llarte un momento, por favor? Trato de concentrarme.

Pero lo único que ocurrió cuando Hermione se calló fue que el cerebro de Harry se llenó de una especie de zum­bido que tampoco lo dejaba concentrarse. Recorrió sin esperanzas el índice del libro Maleficios básicos para el hombre ocupado y fastidiado: arranque de cabellera instantáneo —pero los dragones ni siquiera tienen pelo, se dijo—, alien­to de pimienta —eso seguramente sería echar más leña al fuego—, lengua de cuerno —precisamente lo que necesita­ba: darle al dragón una nueva arma...

—¡Oh, no!, aquí vuelve. ¿Por qué no puede leer en su barquito? —dijo Hermione irritada cuando Viktor Krum entró con su andar desgarbado, les dirigió una hosca mirada y se sentó en un distante rincón con una pila de libros—. Vamos, Harry, volvamos a la sala común... El club de fans llegará dentro de un momento y no pararán de cotorrear...

Y, efectivamente, en el momento en que salían de la biblioteca, entraba de puntillas un ruidoso grupo de chi­cas, una de ellas con una bufanda de Bulgaria atada a la cintura.

 

 

Harry apenas durmió aquella noche. Cuando despertó la mañana del lunes, pensó seriamente, por vez primera, en es­capar de Hogwarts. Pero en el Gran Comedor, a la hora del desayuno, miró a su alrededor y pensó en lo que dejaría si se fuera del castillo, y se dio cuenta de que no podía hacerlo. Era el único sitio en que había sido feliz... Bueno, segura­mente también había sido feliz con sus padres, pero de eso no se acordaba.

En cierto modo, fue un alivio comprender que prefería quedarse y enfrentarse al dragón a volver a Privet Drive con Dudley. Lo hizo sentirse más tranquilo. Terminó con di­ficultad el tocino (nada le pasaba bien por la garganta) y, al levantarse de la mesa con Hermione, vio a Cedric Diggory dejando la mesa de Hufflepuff.

Cedric seguía sin saber lo de los dragones. Era el único de los campeones que no se habría enterado, si Harry esta­ba en lo cierto al pensar que Maxime y Karkarov se lo habían contado a Fleur y Krum.

—Nos vemos en el invernadero, Hermione —le dijo Harry, tomando una decisión al ver a Cedric dejar el Gran Comedor—. Ve hacia allí; ya te alcanzaré.

—Llegarás tarde, Harry. Está a punto de sonar la cam­pana.

—Te alcanzaré, ¿vale?

Cuando Harry llegó a la escalinata de mármol, Cedric ya estaba al final de ella, acompañado por unos cuantos amigos de sexto curso. Harry no quería hablar con Cedric delante de ellos, porque eran de los que le repetían frases del artículo de Rita Skeeter cada vez que lo veían. Lo siguió a cierta distancia, y vio que se dirigía hacia el corredor don­de se hallaba el aula de Encantamientos. Eso le dio una idea. Deteniéndose a una distancia prudencial de ellos, sacó la varita y apuntó con cuidado.

¡Diffindo!

A Cedric se le rasgó la mochila. Libros, plumas y rollos de pergamino se esparcieron por el suelo, y varios frascos de tinta se rompieron.

—No os molestéis —dijo Cedric, irritado, a sus amigos cuando se inclinaron para ayudarlo a recoger las cosas—. Decidle a Flitwick que no tardaré, vamos.

Aquello era lo que Harry había pretendido. Se guardó la varita en la túnica, esperó a que los amigos de Cedric en­traran en el aula y se apresuró por el corredor, donde sólo quedaban Cedric y él.

—Hola —lo saludó Cedric, recogiendo un ejemplar de Guía de la transformación, nivel superior salpicado de tin­ta—. Se me acaba de descoser la mochila... a pesar de ser nueva.

—Cedric —le dijo Harry sin más preámbulos—, la pri­mera prueba son dragones.

—¿Qué? —exclamó Cedric, levantando la mirada.

—Dragones —repitió Harry, hablando con rapidez por si el profesor Flitwick salía para ver lo que le había ocurrido a Cedric—. Han traído cuatro, uno para cada uno, y tene­mos que burlarlos.

Cedric lo miró. Harry vio en sus grises ojos parte del pá­nico que lo embargaba a él desde la noche del sábado.

—¿Estás seguro? —inquirió Cedric en voz baja.

—Completamente —respondió Harry—. Los he visto.

—Pero ¿cómo te enteraste? Se supone que no podemos saber...

—No importa —contestó Harry con premura. Sabía que, si decía la verdad, Hagrid se vería en apuros—. Pero no soy el único que lo sabe. A estas horas Fleur y Krum ya se habrán enterado, porque Maxime y Karkarov también los vieron.

Cedric se levantó con los brazos llenos de plumas, per­gaminos y libros manchados de tinta y la bolsa rasgada col­gando y balanceándose de un hombro. Miró a Harry con una mirada desconcertada y algo suspicaz.

—¿Por qué me lo has dicho? —preguntó.

Harry lo miró, sorprendido de que le hiciera aquella pregunta. Desde luego, Cedric no la habría hecho si hubiera visto los dragones con sus propios ojos. Harry no habría dejado ni a su peor enemigo que se enfrentara a aquellos dra­gones sin previo aviso. Bueno, tal vez a Malfoy y a Snape...

—Es justo, ¿no te parece? —le dijo a Cedric—. Ahora to­dos lo sabemos... Estamos en pie de igualdad, ¿no?

Cedric seguía mirándolo con suspicacia cuando Harry escuchó tras él un golpeteo que le resultaba conocido. Se volvió y vio que Ojoloco Moody salía de un aula cercana.

—Ven conmigo, Potter —gruñó—. Diggory, entra en clase.

Harry miró a Moody, temeroso. ¿Los había oído?

—Eh... profesor, ahora me toca Herbología...

—No te preocupes, Potter. Acompáñame al despacho, por favor...

Harry lo siguió, preguntándose qué iba a suceder. ¿Y si Moody se empeñaba en saber cómo se había enterado de lo de los dragones? ¿Iría a ver a Dumbledore para denunciar a Hagrid, o simplemente lo convertiría a él en un hurón? Bue­no, tal vez fuera más fácil burlar a un dragón siendo un hu­rón, pensó Harry desanimado, porque sería más pequeño y mucho menos fácil de distinguir desde una altura de quince metros...

Entró en el despacho después de Moody, que cerró la puerta tras ellos, se volvió hacia Harry y fijó en él los dos ojos, el mágico y el normal.

—Eso ha estado muy bien, Potter —dijo Moody en voz baja.

No supo qué decir. Aquélla no era la reacción que él es­peraba.

—Siéntate —le indicó Moody.

Harry obedeció y paseó la mirada por el despacho. Ya había estado allí cuando pertenecía a dos de sus anteriores titulares. Cuando lo ocupaba el profesor Lockhart, las pare­des estaban forradas con fotos del mismo Lockhart, fotos que sonreían y guiñaban el ojo. En los tiempos de Lupin, lo más fácil era encontrarse un espécimen de alguna nueva y fascinante criatura tenebrosa que el profesor hubiera con­seguido para estudiarla en clase. En aquel momento, sin embargo, el despacho se encontraba abarrotado de extraños objetos que, según supuso Harry, Moody debía de haber em­pleado en sus tiempos de auror.

En el escritorio había algo que parecía una peonza grande de cristal algo rajada. Harry enseguida se dio cuenta de que era un chivatoscopio, porque él mismo tenía uno, aunque el suyo era mucho más pequeño que el de Moody. En un rincón, sobre una mesilla, una especie de antena de televisión de color dorado, con muchos más hierrecitos que una antena normal, emitía un ligero zumbido. Y en la pared, delante de Harry, ha­bía colgado algo que parecía un espejo pero que no reflejaba el despacho. Por su superficie se movían unas figuras sombrías, ninguna de las cuales estaba claramente enfocada.

—¿Te gustan mis detectores de tenebrismo? —pregun­tó Moody, mirando a Harry detenidamente.

—¿Qué es eso? —preguntó a su vez Harry, señalando la aparatosa antena dorada.

—Es un sensor de ocultamiento. Vibra cuando detecta ocultamientos o mentiras... No lo puedo usar aquí, claro, porque hay demasiadas interferencias: por todas partes estudiantes que mienten para justificar por qué no han hecho los deberes. No para de zumbar desde que he entrado aquí. Tuve que desconectar el chivatoscopio porque no dejaba de pitar. Es ultrasensible: funciona en un radio de kilómetro y medio. Naturalmente, también puede captar cosas más se­rias que las chiquilladas —añadió gruñendo.

—¿Y para qué sirve el espejo?

—Ese es mi reflector de enemigos. ¿No los ves, tratando de esconderse? No estoy en verdadero peligro mientras no se les distingue el blanco de los ojos. Entonces es cuando abro el baúl.

Dejó escapar una risa breve y estridente, al tiempo que señalaba el baúl que había bajo la ventana. Tenía siete cerra­duras en fila. Harry se preguntó qué habría dentro, hasta que la siguiente pregunta de Moody lo sacó de su ensimisma­miento.

—De forma que averiguaste lo de los dragones, ¿eh?

Harry dudó. Era lo que se había temido, pero no le ha­bía revelado a Cedric que Hagrid había infringido las nor­mas, y desde luego no pensaba revelárselo a Moody.

—Está bien —dijo Moody, sentándose y extendiendo la pata de palo—. La trampa es un componente tradicional del Torneo de los tres magos y siempre lo ha sido.

—Yo no he hecho trampa —replicó Harry con brusque­dad—. Lo averigüé por una especie de... casualidad.

Moody sonrió.

—No pretendía acusarte, muchacho. Desde el primer momento le he estado diciendo a Dumbledore que él puede jugar todo lo limpiamente que quiera, pero que ni Karkarov ni Maxime harán lo mismo. Les habrán contado a sus cam­peones todo lo que hayan podido averiguar. Quieren ganar, quieren derrotar a Dumbledore. Les gustaría demostrar que no es más que un hombre.

Moody repitió su risa estridente, y su ojo mágico giró tan aprisa que Harry se mareó de sólo mirarlo.

—Bien... ¿tienes ya alguna idea de cómo burlar al dra­gón? —le preguntó Moody.

—No.

—Bueno, yo no te voy a decir cómo hacerlo —declaró Moody—. No quiero tener favoritismos. Sólo te daré unos consejos generales. Y el primero es: aprovecha tu punto fuerte.

—No tengo ninguno —contestó Harry casi sin pensarlo.

—Perdona —gruñó Moody—. Si digo que tienes un punto fuerte, es que lo tienes. Piensa, ¿qué se te da mejor?

—El quidditch —repuso con desánimo—, y para lo que me sirve...

—Bien —dijo Moody, mirándolo intensamente con su ojo mágico, que en aquel momento estaba quieto—. Me han dicho que vuelas estupendamente.

—Sí, pero... —Harry lo miró—, no puedo llevar escoba; sólo tendré una varita...

—Mi segundo consejo general —lo interrumpió Moody— es que emplees un encantamiento sencillo para conseguir lo que necesitas.

Harry lo miró sin comprender. ¿Qué era lo que necesita­ba?

—Vamos, muchacho... —susurró Moody—. Conecta ideas... No es tan dificil.

Y eso hizo. Lo que mejor se le daba era volar. Tenía que esquivar al dragón por el aire. Para eso necesitaba su Saeta de Fuego. Y para hacerse con su Saeta de Fuego necesita­ba...

—Hermione —susurró Harry diez minutos más tarde, al llegar al Invernadero 3 y después de presentarle apresu­radas excusas a la profesora Sprout—, me tienes que ayudar.

—¿Y qué he estado haciendo, Harry? —le contestó tam­bién en un susurro, mirando con preocupación por encima del arbusto nervioso que estaba podando.

—Hermione, tengo que aprender a hacer bien el encan­tamiento convocador antes de mañana por la tarde.

 

 

Practicaron. En vez de ir a comer, buscaron un aula libre en la que Harry puso todo su empeño en atraer objetos. Seguía costándole trabajo: a mitad del recorrido, los libros y las plumas perdían fuerza y terminaban cayendo al suelo como piedras.

—Concéntrate, Harry, concéntrate...

—¿Y qué crees que estoy haciendo? —contestó él de ma­las pulgas—. Pero, por alguna razón, se me aparece de re­pente en la cabeza un dragón enorme y repugnante... Vale, vuelvo a intentarlo.

Él quería faltar a la clase de Adivinación para seguir practicando, pero Hermione rehusó de plano perderse Aritmancia, y de nada le valdría ensayar solo, de forma que tuvo que soportar la clase de la profesora Trelawney, que se pasó la mitad de la hora diciendo que la posición que en aquel mo­mento tenía Marte con respecto a Saturno anunciaba que la gente nacida en julio se hallaba en serio peligro de sufrir una muerte repentina y violenta.

—Bueno, eso está bien —dijo Harry en voz alta, sin de­jarse intimidar—. Prefiero que no se alargue: no quiero su­frir.

Le pareció que Ron había estado a punto de reírse. Por primera vez en varios días miró a Harry a los ojos, pero éste se sentía demasiado dolido con él para que le importara. Se pasó el resto de la clase intentando atraer con la varita pe­queños objetos por debajo de la mesa. Logró que una mosca se le posara en la mano, pero no estuvo seguro de que se de­biera al encantamiento convocador. A lo mejor era simple­mente que la mosca estaba tonta.

Se obligó a cenar algo después de Adivinación y, ponién­dose la capa invisible para que no los vieran los profesores, volvió con Hermione al aula vacía. Siguieron practicando hasta pasadas las doce. Se habrían quedado más, pero apa­reció Peeves, quien pareció creer que Harry quería que le ti­raran cosas, y comenzó a arrojar s


Date: 2015-12-11; view: 479


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