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Alboroto en el Ministerio

 

 

El señor Weasley los despertó cuando llevaban sólo unas pocas horas durmiendo. Usó la magia para desmontar las tiendas, y dejaron el cámping tan rápidamente como pudie­ron. Al pasar por al lado del señor Roberts, que estaba a la puerta de su casita, vieron que tenía un aspecto extraño, como de aturdimiento. El muggle los despidió con un vago «Feliz Navidad».

—Se recuperará —aseguró el señor Weasley en voz baja, de camino hacia el páramo—. A veces, cuando se mo­difica la memoria de alguien, al principio se siente deso­rientado... y es mucho lo que han tenido que hacerle olvidar.

Al acercarse al punto donde se hallaban los trasladores oyeron voces insistentes. Cuando llegaron vieron a Basil, el que estaba a cargo de los trasladores, rodeado de magos y brujas que exigían abandonar el cámping lo antes posible. El señor Weasley discutió también brevemente con Basil, y terminaron poniéndose en la cola. Antes de que saliera el sol cogieron un neumático viejo que los llevó a la colina de Stoatshead. Con la luz del alba, regresaron por Ottery St. Catchpole hacia La Madriguera, hablando muy poco porque estaban cansados y no pensaban más que en el desa­yuno. Cuando doblaron el recodo del camino y La Madrigue­ra apareció a la vista, les llegó por el húmedo camino el eco de una persona que gritaba:

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios!

La señora Weasley, que evidentemente los había esta­do aguardando en el jardín delantero, corrió hacia ellos, to­davía calzada con las zapatillas que se ponía para salir de la cama, la cara pálida y tensa y un ejemplar estrujado de El Profeta en la mano.

—¡Arthur, qué preocupada me habéis tenido, qué preo­cupada!

Le echó a su marido los brazos al cuello, y El Profeta se le cayó de la mano. Al mirarlo en el suelo, Harry distinguió el titular «Escenas de terror en los Mundiales de quidditch», acompañado de una centelleante fotografía en blanco y ne­gro que mostraba la Marca Tenebrosa sobre las copas de los árboles.

—Estáis todos bien —murmuraba la señora Weasley como ida, soltando al señor Weasley y mirándolos con los ojos enrojecidos—. Estáis vivos, niños...

Y, para sorpresa de todo el mundo, cogió a Fred y Geor­ge y los abrazó con tanta fuerza que sus cabezas chocaron.

—¡Ay!, mamá... nos estás ahogando...

—¡Pensar que os reñí antes de que os fuerais! —dijo la señora Weasley, comenzando a sollozar—. ¡No he pensado en otra cosa! Que si os atrapaba Quien-vosotros-sabéis, lo último que yo os había dicho era que no habíais tenido bas­tantes TIMOS. Ay, Fred... George...



—Vamos, Molly, ya ves que estamos todos bien —le dijo el señor Weasley en tono tranquilizador, arrancándola de los gemelos y llevándola hacia la casa—. Bill —añadió en voz baja—, recoge el periódico. Quiero ver lo que dice.

Una vez que hubieron entrado todos, algo apretados, en la pequeña cocina y que Hermione hubo preparado una taza de té muy fuerte para la señora Weasley, en el que su mari­do insistió en echar unas gotas de «whisky envejecido de Ogden», Bill le entregó el periódico a su padre. Éste echó un vistazo a la primera página mientras Percy atisbaba por en­cima de su hombro.

—Me lo imaginaba —dijo resoplando el señor Weasley—. «Errores garrafales del Ministerio... los culpables en libertad... falta de seguridad... magos tenebrosos yendo por ahí libremente... desgracia nacional...» ¿Quién ha escrito esto? Ah, claro... Rita Skeeter.

—¡Esa mujer la tiene tomada con el Ministerio de Ma­gia! —exclamó Percy furioso—. La semana pasada dijo que perdíamos el tiempo con nimiedades referentes al grosor de los calderos en vez de acabar con los vampiros. Como si no estuviera expresamente establecido en el parágrafo duodé­cimo de las Orientaciones para el trato de los seres no mági­cos parcialmente humanos...

—Haznos un favor, Percy —le pidió Bill, bostezando—, cállate.

—Me mencionan —dijo el señor Weasley, abriendo los ojos tras las gafas al llegar al final del artículo de El Profeta.

—¿Dónde? —balbuceó la señora Weasley, atragantán­dose con el té con whisky—. ¡Si lo hubiera visto, habría sabi­do que estabas vivo!

—No dicen mi nombre —aclaró el señor Weasley—. Escucha: «Si los magos y brujas aterrorizados que aguar­daban ansiosamente noticias del bosque esperaban algún aliento proveniente del Ministerio de Magia, quedaron tris­temente decepcionados. Un oficial del Ministerio salió del bosque poco tiempo después de la aparición de la Marca Tenebrosa diciendo que nadie había resultado herido, pero negándose a dar más información. Está por ver si su decla­ración bastará para sofocar los rumores que hablan de varios cadáveres retirados del bosque una hora más tarde.» Vaya, francamente... —dijo el señor Weasley exasperado, pasán­dole el periódico a Percy—. No hubo ningún herido, ¿qué se supone que tendría que haber dicho? «Rumores que hablan de varios cadáveres retirados del bosque...» Desde luego, habrá rumores después de publicado esto.

Exhaló un profundo suspiro.

—Molly, voy a tener que ir a la oficina. Habrá que hacer algo.

—Iré contigo, papá —anunció gravemente Percy—. El señor Crouch necesitará todas las manos disponibles. Y po­dré entregarle en persona mi informe sobre los calderos.

Salió aprisa de la cocina.

La señora Weasley parecía disgustada.

—¡Arthur, te recuerdo que estás de vacaciones! Esto no tiene nada que ver con la oficina. ¿No se las pueden apañar sin ti?

—Tengo que ir, Molly —insistió el señor Weasley—. Por culpa mía están peor las cosas. Me pongo la túnica y me voy...

—Señora Weasley —dijo de pronto Harry, sin poder con­tenerse—, ¿no ha llegado Hedwig trayéndome una carta?

—¿Hedwig, cariño? —contestó la señora Weasley como distraída—. No... no, no ha habido correo.

Ron y Hermione miraron a Harry con curiosidad. Harry les dirigió una significativa mirada y dijo:

—¿Te parece bien que deje mis cosas en tu habitación, Ron?

—Sí, claro... Subo contigo —respondió Ron de inmedia­to—.Hermione...

—Voy con vosotros —se apresuró a contestar ella, y los tres salieron de la cocina y subieron la escalera.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Ron en cuanto cerra­ron tras ellos la puerta de la habitación de la buhardilla.

—Hay algo que no os he dicho —explicó Harry—: cuan­do desperté el domingo por la mañana, la cicatriz me volvía a doler.

La reacción de Ron y Hermione fue muy parecida a como se la había imaginado en su habitación de Privet Dri­ve. Hermione ahogó un grito y comenzó de inmediato a proponer cosas, mencionando varios libros de consulta y a todo el mundo al que se podía recurrir, desde Albus Dumbledore a la señora Pomfrey, la enfermera de Hogwarts.

Ron se había quedado atónito.

—Pero... él no estaba allí... ¿o sí? ¿Estaba por allí Quien-tú-sabes? Quiero decir... la anterior vez que te dolió la cica­triz era porque él estaba en Hogwarts, ¿no?

—Estoy seguro de que esta vez no estaba en Privet Dri­ve —dijo Harry—. Pero yo había estado soñando con él... con él y Peter... ya sabéis, Colagusano. Ahora no puedo re­cordar todo el sueño, pero sí me acuerdo de que hablaban de matar... a alguien.

Había vacilado un momento antes de decir «me», pero no quiso ver a Hermione aún más asustada de lo que ya es­taba.

—Sólo fue un sueño —afirmó Ron para darle ánimos—. Una pesadilla nada más.

—Sí... pero ¿seguro que no fue nada más? —replicó Harry, mirando por la ventana al cielo, que iba poniéndose más brillante—. Es extraño, ¿no? Me duele la cicatriz, y tres días después los mortífagos se ponen en marcha y el símbo­lo de Voldemort aparece en el cielo.

—¡No... pronuncies... ese... nombre! —dijo Ron entre sus dientes apretados.

—¿Y recordáis lo que dijo la profesora Trelawney al fi­nal de este curso? —siguió Harry, sin hacer casó a Ron.

La profesora Trelawney les daba clase de Adivinación en Hogwarts.

Del rostro de Hermione desapareció la expresión de te­rror, y lanzó un resoplido de burla.

—Harry, ¡no irás a prestar atención a lo que dijo aquel viejo fraude!

—Tú no estabas allí —contestó Harry—. No la oíste. Aquella vez fue diferente. Ya te lo conté, entró en trance. En un trance de verdad. Y dijo que el Señor Tenebroso se alza­ría de nuevo... más grande y más terrible que nunca... y que lo lograría porque su vasallo iba a regresar con él. Y aquella misma noche escapó Colagusano.

Se hizo un silencio durante el cual Ron hurgaba, sin darse cuenta, en un agujero que había en la colcha de los Chudley Cannons.

—¿Por qué preguntaste si había llegado Hedwig, Harry? —preguntó Hermione—. ¿Esperas carta?

—Le escribí a Sirius contándole lo de mi cicatriz —res­pondió Harry, encogiéndose de hombros—. Espero su res­puesta.

—¡Bien pensado! —aprobó Ron, y su rostro se alegró un poco—. ¡Seguro que Sirius sabe qué hay que hacer!

—Esperaba que regresara enseguida —dijo Harry.

—Pero no sabemos dónde está Sirius... Podría estar en África o ve a saber dónde, ¿no? —opinó sensatamente Hermione—. Hedwig no va a hacer un viaje así en pocos días.

—Sí, ya lo sé —admitió Harry, pero sintió un peso en el estómago al mirar por la ventana y no ver a Hedwig.

—Vamos a jugar a quidditch en el huerto, Harry —pro­puso Ron—. Vamos, seremos tres contra tres. Jugarán Bill, Charlie, Fred y George... Puedes intentar el «Amago de Wronski»...

—Ron —dijo Hermione, en tono de «no creó que estés siendo muy sensato»—, Harry no tiene ganas de jugar a quidditch justamente ahora... Está preocupado y cansado. Deberíamos ir todos a dormir.

—Sí que me apetece jugar a quidditch —la contradijo Harry—. Vamos, cogeré mi Saeta de Fuego.

Hermione abandonó la habitación, murmurando algo que sonó más o menos cómo a: «¡Hombres!»

 

 

Ni Percy ni su padre pararon mucho en casa durante la se­mana siguiente. Se marchaban cada mañana antes de que se levantara el resto de la familia, y volvían cada noche después de la cena.

—Es un absoluto caos —contaba Percy dándose tono, la noche antes del retorno a Hogwarts—. Me he pasado toda la semana apagando fuegos. La gente no ha dejado de enviarnos vociferadores y, claro, si no se abren enseguida, estallan. Hay quemaduras por todo mi escritorio, y mi me­jor pluma quedó reducida a cenizas.

—¿Por qué envían tantos vociferadores? —preguntó Ginny mientras arreglaba con celo su ejemplar de Mil y una hierbas y hongos mágicos sobre la alfombrilla que había de­lante de la chimenea de la sala de estar.

—Para quejarse de la seguridad en los Mundiales —ex­plicó Percy—. Reclaman compensaciones por los destrozos en sus propiedades. Mundungus Fletcher nos ha puesto una demanda por una tienda de doce dormitorios con jacuzzi, pero lo tengo calado: sé a ciencia cierta que estuvo dur­miendo bajo una capa levantada sobre unos palos.

La señora Weasley miró el reloj de pared del rincón. A Harry le gustaba aquel reloj. Resultaba completamente inútil si lo que uno quería saber era la hora, pero en otros aspectos era muy informativo. Tenía nueve manecillas de oro, y cada una de ellas llevaba grabado el nombre de un miembro de la familia Weasley. No había números alrede­dor de la esfera, sino indicaciones de dónde podía encon­trarse cada miembro de la familia; indicaciones tales como «En casa», ((En el colegio» y «En el trabajo», pero también «Perdido», «En el hospital» «En la cárcel» y, en la posición en que en los relojes normales está el número doce, ponía «En peligro mortal».

Ocho de las manecillas señalaban en aquel instante la posición «En casa», pero la del señor Weasley, que era la más larga, aún seguía marcando «En el trabajo». La señora Weasley exhaló un suspiro.

—Vuestro padre no había tenido que ir a la oficina un fin de semana desde los días de Quien-vosotros-sabéis —ex­plicó—. Lo hacen trabajar demasiado. Si no vuelve pronto se le va a echar a perder la cena.

—Bueno, papá piensa que tiene que compensar de al­guna manera el error que cometió el día del partido, ¿no? —repuso Percy—. A decir verdad, fue un poco imprudente al hacer una declaración pública sin contar primero con la autorización del director de su departamento...

—¡No te atrevas a culpar a tu padre por lo que escribió esa miserable de Skeeter! —dijo la señora Weasley, esta­llando de repente.

—Si papá no hubiera dicho nada, la vieja Rita habría escrito que era lamentable que nadie del Ministerio infor­mara de nada —intervino Bill, que estaba jugando al ajedrez con Ron—. Rita Skeeter nunca deja bien a nadie. Recuerda que en una ocasión entrevistó a todos los rompedores de maldiciones de Gringotts, y a mí me llamó «gilí del pelo largo».

—Bueno, la verdad es que está un poco largo, cielo —dijo con suavidad la señora Weasley—. Si me dejaras tan sólo que...

—No, mamá.

La lluvia golpeaba contra la ventana de la sala de estar. Hermione se hallaba inmersa en el Libro reglamentario de hechizos, curso 4º, del que la señora Weasley había compra­do ejemplares para ella, Harry y Ron en el callejón Diagon. Charlie zurcía un pasamontañas a prueba de fuego. Harry, que tenía a sus pies el equipo de mantenimiento de escobas voladoras que le había regalado Hermione el día en que cumplió trece años, le sacaba brillo a su Saeta de Fuego. Fred y George estaban sentados en un rincón algo aparta­do, con las plumas en la mano, cuchicheando con la cabeza inclinada sobre un pedazo de pergamino.

—¿Qué andáis tramando? —les preguntó la señora Weasley de pronto, con los ojos clavados en ellos.

—Son deberes —explicó vagamente Fred.

—No digas tonterías. Todavía estáis de vacaciones —replicó la señora Weasley.

—Sí, nos hemos retrasado bastante —repuso George.

—No estaréis por casualidad redactando un nuevo cu­pón de pedido, ¿verdad? —dijo con recelo la señora Weas­ley—. Espero que no se os haya pasado por la cabeza volver a las andadas con los «Sortilegios Weasley».

—¡Mamá! —dijo Fred, levantando la vista hacia ella, con mirada de dolor—. Si mañana se estrella el expreso de Hogwarts y George y yo morimos, ¿cómo te sentirías sabien­do que la última cosa que oímos de ti fue una acusación in­fundada?

Todos se rieron, hasta la señora Weasley.

—¡Ya viene vuestro padre! —anunció repentinamente, al volver a mirar el reloj.

La manecilla del señor Weasley había pasado de pronto de «En el trabajo» a «Viajando». Un segundo más tarde se había detenido en la indicación «En casa», con las demás manecillas, y lo oyeron en la cocina.

—¡Voy, Arthur! —dijo la señora Weasley, saliendo a toda prisa de la sala.

Un poco después el señor Weasley entraba en la cálida sala de estar, con su cena en una bandeja. Parecía reventa­do de cansancio.

—Bueno, ahora sí que se va a armar la gorda —dijo, sentándose en un butacón junto al fuego, y jugueteando sin entusiasmo con la coliflor un poco mustia de su plato—. Rita Skeeter se ha pasado la semana husmeando en busca de algún otro lío ministerial del que informar en el periódi­co, y acaba de enterarse de la desaparición de la pobre Bertha, así que ya tiene titular para El Profeta de mañana. Le advertí a Bagman que debería haber mandado a alguien a buscarla hace mucho tiempo.

—El señor Crouch lleva semanas diciendo lo mismo —se apresuró a añadir Percy.

—Crouch tiene suerte de que Rita no se haya enterado de lo de Winky —dijo el señor Weasley irritado—. Habría­mos tenido una semana entera de titulares a propósito de que encontraran a su elfina doméstica con la varita con la que se invocó la Marca Tenebrosa.

—Creía que todos estábamos de acuerdo en que esa elfi­na, aunque sea una irresponsable, no fue quien convocó la Marca —replicó Percy, molesto.

—¡Si te interesa mi opinión, el señor Crouch tiene mu­cha suerte de que en El Profeta nadie sepa lo mal que trata a los elfos! —dijo enfadada Hermione.

—¡Mira por dónde! —repuso Percy—. Hermione, un funcionario de alto rango del Ministerio como es el señor Crouch merece una inquebrantable obediencia por parte de su servicio.

—¡Por parte de su esclava, querrás decir! —contestó Hermione, elevando estridentemente la voz—. Porque a Winky no le pagaba, ¿verdad?

—¡Creo que será mejor que subáis todos a repasar vues­tro equipaje! —dijo la señora Weasley, terminando con la discusión—. ¡Vamos, todos, ahora mismo...!

Harry guardó su equipo de mantenimiento de escobas voladoras, se echó al hombro la Saeta de Fuego y subió la es­calera con Ron. La lluvia sonaba aún más fuerte en la parte superior de la casa, acompañada del ulular del viento, por no mencionar los esporádicos aullidos del espíritu que habi­taba en la buhardilla. Pigwidgeon comenzó a gorjear y zum­bar por la jaula cuando ellos entraron. La vista de los baúles a medio hacer parecía haberlo excitado.

—Échale unas chucherías lechuciles —dijo Ron, tirándo­le un paquete a Harry—. Puede que eso lo mantenga callado.

Harry metió las chucherías por entre las barras de la jaula de Pigwidgeon y volvió a su baúl. La jaula de Hedwig estaba al lado, aún vacía.

—Ya ha pasado más de una semana —comentó Harry, mirando la percha desocupada de Hedwig—. No crees que hayan atrapado a Sirius, ¿verdad, Ron?

—No, porque habría salido en El Profeta —contestó Ron—. El Ministerio estaría muy interesado en demostrar que son capaces de coger a alguien, ¿no te parece?

—Sí,supongo...

—Mira, aquí tienes lo que mi madre te compró en el ca­llejón Diagon. También te sacó un poco de oro de la cámara acorazada... y te ha lavado los calcetines.

Con cierto esfuerzo puso una pila de paquetes sobre la cama plegable de Harry, y dejó caer al lado la bolsa de dine­ro y el montón de calcetines. Harry empezó a desenvolver las compras. Además del Libro reglamentario de hechizos, curso 4º, de Miranda Goshawk, tenía un puñado de plumas nuevas, una docena de rollos de pergamino y recambios para su equipo de preparar pociones: ya casi no le quedaba espina de pez-león ni esencia de belladona. Estaba metien­do en el caldero la ropa interior cuando Ron, detrás de él, lanzó un resoplido de disgusto.

—¿Qué se supone que es esto?

Había cogido algo que a Harry le pareció un largo vesti­do de terciopelo rojo oscuro. Alrededor del cuello tenía un volante de puntilla de aspecto enmohecido, y puños de pun­tilla a juego.

Llamaron a la puerta y entró la señora Weasley con unas cuantas túnicas de Hogwarts recién lavadas y planchadas.

—Aquí tenéis —dijo, separándolas en dos montones—. Ahora lo que deberíais hacer es meterlas con cuidado para que no se arruguen.

—Mamá, me has puesto un vestido nuevo de Ginny —dijo Ron, enseñándoselo.

—Por supuesto que no te he puesto ningún vestido de Ginny —negó la señora Weasley—. En vuestra lista de la escuela dice que este curso necesitaréis túnicas de gala... túnicas para las ocasiones solemnes.

—Tienes que estar bromeando —dijo Ron, sin dar crédi­to a lo que oía—. No voy a ponerme eso, de ninguna manera.

—¡Todo el mundo las lleva, Ron! —replicó enfadada la señora Weasley—. ¡Van todos así! ¡Tu padre también tiene una para las reuniones importantes!

—Antes voy desnudo que ponerme esto —declaró Ron, testarudo.

—No seas tonto —repuso la señora Weasley—. Tienes que tener una túnica de gala: ¡lo pone en la lista! Le compré otra a Harry... Enséñasela, Harry...

Con cierta inquietud, Harry abrió el último paquete que quedaba sobre la cama. Pero no era tan terrible como se había temido, al menos su túnica de gala no tenía puntillas; de hecho, era más o menos igual que las de diario del cole­gio, salvo que era verde botella en vez de negro.

—Pensé que haría juego con tus ojos, cielo —le dijo la señora Weasley cariñosamente.

—¡Bueno, ésa está bien! —exclamó Ron, molesto, obser­vando la túnica de Harry—. ¿Por qué no me podías traer a mí una como ésa?

—Porque... bueno, la tuya la tuve que comprar de se­gunda mano, ¡y no había mucho donde escoger! —explicó la señora Weasley, sonrojándose.

Harry apartó la vista. De buena gana les hubiera dado a los Weasley la mitad de lo que tenía en su cámara acora­zada de Gringotts, pero sabía que jamás lo aceptarían.

—No pienso ponérmela nunca —repitió Ron testaruda—mente—. Nunca.

—Bien —contestó su madre con brusquedad—. Ve des­nudo. Y, Harry, por favor, hazle una foto. No me vendrá mal reírme un rato.

Salió de la habitación dando un portazo. Oyeron detrás de ellos un curioso resoplido. Pigwidgeon se acababa de atragantar con una chuchería lechucil demasiado grande.

—¿Por qué ninguna de mis cosas vale para nada? —dijo Ron furioso, cruzando la habitación para quitársela del pico.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 451


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