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Los Mundiales de quidditch 3 page

—A lo mejor te la has dejado en la tienda —dijo Ron.

—O tal vez se te ha caído del bolsillo mientras corría­mos —sugirió Hermione, nerviosa.

—Sí —respondió Harry—, tal vez...

No solía separarse de su varita cuando estaba en el mundo mágico, y hallarse sin ella en aquella situación lo hacía sentirse muy vulnerable.

Un crujido los asustó a los tres. Winky, la elfina domés­tica, intentaba abrirse paso entre unos matorrales. Se mo­vía de manera muy rara, con mucha dificultad, como si una mano invisible la sujetara por la espalda.

—¡Hay magos malos por ahí! —chilló como loca, mien­tras se inclinaba hacia delante y trataba de seguir corrien­do—. ¡Gente en lo alto! ¡En lo alto del aire! ¡Winky prefiere desaparecer de la vista!

Y se metió entre los árboles del otro lado del camino, ja­deando y chillando como si tratara de vencer la fuerza que la empujaba hacia atrás.

—Pero ¿qué le pasa? —preguntó Ron, mirando con cu­riosidad a Winky mientras ella escapaba—. ¿Por qué no puede correr con normalidad?

—Me imagino que no le dieron permiso para esconderse —explicó Harry. Se acordó de Dobby: cada vez que intenta­ba hacer algo que a los Malfoy no les hubiera gustado, se veía obligado a golpearse.

—¿Sabéis? ¡Los elfos domésticos llevan una vida muy dura! —dijo, indignada, Hermione—. ¡Es esclavitud, eso es lo que es! Ese señor Crouch la hizo subir a lo alto del esta­dio, aunque a ella la aterrorizara, ¡y la ha embrujado para que ni siquiera pueda correr cuando aquéllos están arrasando las tiendas de campaña! ¿Por qué nadie hace nada al respecto?

—Bueno, los elfos son felices así, ¿no? —observó Ron—. Ya oíste a Winky antes del partido: «La diversión no es para los elfos domésticos...» Eso es lo que le gusta, que la man­den.

—Es gente como tú, Ron —replicó Hermione, acalora­da—, la que mantiene estos sistemas injustos y podridos, simplemente porque son demasiado perezosos para...

Oyeron otra fuerte explosión proveniente del otro lado del bosque.

—¿Qué tal si seguimos? —propuso Ron.

Harry lo vio dirigir una mirada inquieta a Hermione. Tal vez fuera cierto lo que Malfoy les había dicho. Tal vez Hermione corría más peligro que ellos. Reemprendieron la marcha. Harry seguía revolviendo en los bolsillos, aunque sabía que la varita no estaba allí.

Siguieron el oscuro camino internándose en el bosque más y más, todavía tratando de encontrar a Fred, George y Ginny. Pasaron junto a unos duendes que se reían a carcajadas, reunidos alrededor de una bolsa de monedas de oro que sin duda habían ganado apostando en el partido, y que no parecían dar ninguna importancia a lo que ocurría en el cámping. Poco después llegaron a una zona iluminada por una luz plateada, y al mirar por entre los árboles vieron a tres veelas altas y hermosas de pie en un claro del bosque, rodeadas por un grupo de jóvenes magos que hablaban a voces.



—Yo gano cien bolsas de galeones al año —gritaba uno de ellos—. Me dedico a matar dragones a cuenta de la Comi­sión para las Criaturas Peligrosas.

—De eso nada —le gritó su amigo—: tú te dedicas a la­var platos en el Caldero Chorreante. Pero yo soy cazador de vampiros. Hasta ahora he matado a unos noventa...

Un tercer joven, cuyos granos eran visibles incluso a la tenue luz plateada que emitían las veelas, lo cortó:

—Yo estoy a punto de convertirme en el ministro de Ma­gia más joven de todos los tiempos.

A Harry le hizo mucha gracia porque reconoció al de los granos. Se llamaba Stan Shunpike, y en realidad era cobrador en un autobús de tres pisos llamado autobús noctámbulo.

Se volvió para decírselo a Ron, pero vio que éste había adoptado una extraña expresión relajada, y un segundo después su amigo decía en voz muy alta:

—¿Os he contado que he inventado una escoba para ir a Júpiter?

—¡Lo que hay que oír! —exclamó Hermione con un re­soplido, y entre ella y Harry agarraron firmemente a Ron de los brazos, le dieron media vuelta y siguieron caminando. Para cuando las voces de las veelas y sus tres admiradores se habían apagado, se encontraban en lo más profundo del bosque. Estaban solos, y todo parecía mucho más silencioso.

Harry miró a su alrededor.

—Creo que podríamos aguardar aquí. Podemos oír a cualquiera a un kilómetro de distancia.

Apenas había acabado de decirlo cuando Ludo Bagman salió de detrás de un árbol, justo delante de ellos.

Incluso a la débil luz de las dos varitas, Harry pudo apreciar que Bagman estaba muy cambiado. Había perdido su aspecto alegre, su rostro ya no tenía aquel color sonrosa­do y parecía como si le hubieran quitado los muelles de los pies. Se lo veía pálido y tenso.

—¿Quién está ahí? —dijo pestañeando y tratando de distinguir sus rostros—. ¿Qué hacéis aquí solos?

Se miraron unos a otros, sorprendidos.

—Bueno, en el campamento hay una especie de distur­bio —explicó Ron.

Bagman lo miró.

—¿Qué?

—El cámping. Unos cuantos han atrapado a una fami­lia de muggles...

Bagman lanzó un juramento.

—¡Maldición! —dijo, muy preocupado, y sin otra pala­bra desapareció haciendo «¡plin!».

—No se puede decir que el señor Bagman esté a la úl­tima, ¿verdad? —observó Hermione frunciendo el entre­cejo.

—Pero fue un gran golpeador —puntualizó Ron, que sa­lió del camino para dirigirse a un pequeño claro; se sentó en la hierba seca, al pie de un árbol—. Las Avispas de Wim­bourne ganaron la liga tres veces consecutivas estando él en el equipo.

Se sacó del bolsillo la pequeña figura de Krum, lo posó en el suelo y lo observó caminar durante un rato.

Como el auténtico Krum, la miniatura resultaba un poco patosa y encorvada, mucho menos impresionante so­bre sus pies que montado en una escoba. Harry permanecía atento a cualquier ruido que llegara del cámping. Todo pa­recía tranquilo: tal vez el jaleo hubiera acabado.

—Espero que los otros estén bien —dijo Hermione des­pués de un rato.

—Estarán bien —afirmó Ron.

—¿Te imaginas que tu padre atrapa a Lucius Malfoy? —dijo Harry, sentándose al lado de Ron y contemplando la desgarbada miniatura de Krum sobre las hojas caídas en el suelo—. Siempre ha dicho que le gustaría pillarlo.

—Eso borraría la sonrisa de satisfacción de la cara de Draco —comentó Ron.

—Pero esos pobres muggles... —dijo Hermione con ner­viosismo—. ¿Y si no pueden bajarlos?

—Podrán —le aseguró Ron—. Hallarán la manera.

—Es una idiotez hacer algo así cuando todo el Ministe­rio de Magia está por allí —declaró Hermione—. Lo que quiero decir es que ¿cómo esperan salirse con la suya? ¿Creéis que habrán bebido, o simplemente...?

Pero de repente dejó de hablar y miró por encima del hombro. Harry y Ron se apresuraron a mirar también. Pa­recía que alguien se acercaba hacia ellos dando tumbos. Esperaron, escuchando el sonido de los pasos descompa­sados tras los árboles. Pero los pasos se detuvieron de repente.

—¿Quién es? —llamó Harry.

Sólo se oyó el silencio. Harry se puso en pie y miró hacia el árbol. Estaba demasiado oscuro para ver muy lejos, pero tenía la sensación de que había alguien justo un poco más allá de donde llegaba su visión.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

Y entonces, sin previo aviso, una voz diferente de cual­quier otra que hubieran escuchado en el bosque desgarró el silencio. Y no lanzó un grito de terror, sino algo que parecía más bien un conjuro:

—¡MORSMORDRE!

Algo grande, verde y brillante salió de la oscuridad que los ojos de Harry habían intentado penetrar en vano, y se levantó hacia el cielo por encima de las copas de los árboles.

—¿Qué...? —exclamó Ron, poniéndose en pie de un sal­to y mirando hacia arriba.

Durante una fracción de segundo, Harry creyó que aquello era otra formación de leprechauns. Luego compren­dió que se trataba de una calavera de tamaño colosal, compuesta de lo que parecían estrellas de color esmeralda y con una lengua en forma de serpiente que le salía de la boca. Mientras miraban, la imagen se alzaba más y más, resplan­deciendo en una bruma de humo verdoso, estampada en el cielo negro como si se tratara de una nueva constelación.

De pronto, el bosque se llenó de gritos. Harry no com­prendía por qué, pero la única causa posible era la repenti­na aparición de la calavera, que ya se había elevado lo suficiente para iluminar el bosque entero como un horrendo anuncio de neón. Buscó en la oscuridad a la persona que ha­bía hecho aparecer la calavera, pero no vio a nadie.

—¿Quién está ahí? —gritó de nuevo.

—¡Harry, vamos, muévete! —Hermione lo había aga­rrado por la parte de atrás de la chaqueta, y tiraba de él.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry, sobresaltándose al ver la cara de ella tan pálida y aterrorizada.

—¡Es la Marca Tenebrosa, Harry! —gimió Hermione, tirando de él con toda su fuerza—. ¡El signo de Quien-tú-sabes!

—¿El de Voldemort?

—¡Vamos, Harry!

Harry se volvió, mientras Ron recogía a toda prisa su miniatura de Krum, y los tres se dispusieron a cruzar el cla­ro. Pero tan sólo habían dado unos pocos pasos, cuando una serie de ruiditos anunció la repentina aparición, de la nada, de una veintena de magos que los rodearon.

Harry paseó la mirada por los magos y tardó menos de un segundo en darse cuenta de que todos habían sacado la varita mágica y que las veinte varitas los apuntaban. Sin pensarlo más, gritó:

—¡AL SUELO! —y, agarrando a sus dos amigos, los arrastró con él sobre la hierba.

¡Desmaius! —gritaron las veinte voces.

Hubo una serie de destellos cegadores, y Harry sintió que el pelo se le agitaba como si un viento formidable acabara de barrer el claro. Al levantar la cabeza un centímetro, vio unos chorros de luz roja que salían de las varitas de los magos, pasaban por encima de ellos, cruzándose, rebotaban en los troncos de los árboles y se perdían luego en la oscuri­dad.

—¡Alto! —gritó una voz familiar—. ¡ALTO! ¡Es mi hijo!

El pelo de Harry volvió a asentarse. Levantó un poco más la cabeza. El mago que tenía delante acababa de bajar la varita. Al darse la vuelta vio al señor Weasley, que avan­zaba hacia ellos a zancadas, aterrorizado.

—Ron... Harry... —Su voz sonaba temblorosa—. Her­mione... ¿Estáis bien?

—Apártate, Arthur —dijo una voz fría y cortante.

Era el señor Crouch. Él y los otros magos del Ministerio estaban acercándose. Harry se puso en pie de cara a ellos. Crouch tenía el rostro crispado de rabia.

—¿Quién de vosotros lo ha hecho? —dijo bruscamente, fulminándolos con la mirada—. ¿Quién de vosotros ha invo­cado la Marca Tenebrosa?

—¡Nosotros no hemos invocado eso! —exclamó Harry, señalando la calavera.

—¡No hemos hecho nada! —añadió Ron, frotándose el codo y mirando a su padre con expresión indignada—. ¿Por qué nos atacáis?

—¡No mienta, señor Potter! —gritó el señor Crouch. Se­guía apuntando a Ron con la varita, y los ojos casi se le sa­lían de las órbitas: parecía enloquecido—. ¡Lo hemos descubierto en el lugar del crimen!

—Barty... —susurró una bruja vestida con una bata larga de lana—. Son niños, Barty. Nunca podrían haberlo hecho...

—Decidme, ¿de dónde ha salido la Marca Tenebrosa? —preguntó apresuradamente el señor Weasley.

—De allí —respondió Hermione temblorosa, señalando el lugar del que había partido la voz—. Estaban detrás de los árboles. Gritaron unas palabras... un conjuro.

—¿Conque estaban allí? —dijo el señor Crouch, volvien­do sus desorbitados ojos hacia Hermione, con la desconfianza impresa en cada rasgó del rostro—. ¿Conque pronunciaron un conjuro? Usted parece muy bien informada de la manera en que se invoca la Marca Tenebrosa, señorita.

Pero, aparte del señor Crouch, ningún otro mago del Ministerio parecía creer ni remotamente que Harry, Ron y Hermione pudieran haber invocado la calavera. Por el con­trario, después de oír a Hermione habían vuelto a alzar las varitas y apuntaban a la dirección a la que ella había seña­lado, tratando de ver algo entre los árboles.

—Demasiado tarde —dijo sacudiendo la cabeza la bruja vestida con la bata larga de lana—. Se han desaparecido.

—No lo creo —declaró un mago de barba escasa de color castaño. Era Amos Diggory, el padre de Cedric—. Nuestros rayos aturdidores penetraron en aquella dirección, así que hay muchas posibilidades de que los hayamos atrapado...

—¡Ten cuidado, Amos! —le advirtieron algunos de los magos cuando el señor Diggory alzó la varita, fue hacia el borde del claro y desapareció en la oscuridad.

Hermione se llevó las manos a la boca cuando lo vio de­saparecer.

Al cabo de unos segundos lo oyeron gritar:

—¡Sí! ¡Los hemos capturado! ¡Aquí hay alguien! ¡Está inconsciente! Es... Pero... ¡caray!

—¿Has atrapado a alguien? —le gritó el señor Crouch, con tono de incredulidad—. ¿A quién? ¿Quién es?

Oyeron chasquear ramas, crujir hojas y luego unos pa­sos sonoros hasta que el señor Diggory salió de entre los ár­boles. Llevaba en los brazos a un ser pequeño, desmayado. Harry reconoció enseguida el paño de cocina. Era Winky.

El señor Crouch no se movió ni dijo nada mientras el se­ñor Diggory depositaba a la elfina en el suelo, a sus pies. Los otros magos del Ministerio miraban al señor Crouch, que se quedó paralizado durante unos segundos, muy pálido, con los ojos fijos en Winky. Luego pareció despertar.

—Esto... es... imposible —balbuceó—. No...

Rodeó al señor Diggory y se dirigió a zancadas al lugar en que éste había encontrado a Winky.

—¡Es inútil, señor Crouch! —dijo el señor Diggory—. No hay nadie más.

Pero el señor Crouch no parecía dispuesto a creerle. Lo oyeron moverse por allí, rebuscando entre los arbustos.

—Es un poco embarazoso —declaró con gravedad el señor Diggory, bajando la vista hacia la inconsciente Winky—. La elfina doméstica de Barty Crouch... Lo que quie­ro decir...

—Déjalo, Amos —le dijo el señor Weasley en voz baja—. ¡No creerás de verdad que fue la elfina! La Marca Tenebro­sa es una señal de mago. Se necesita una varita.

—Sí —admitió el señor Diggory—. Y ella tenía una va­rita.

—¿Qué? —exclamó el señor Weasley.

—Aquí, mira. —El señor Diggory cogió una varita y se la mostró—. La tenía en la mano. De forma que, para empe­zar, se ha quebrantado la cláusula tercera del Código de Usó de la Varita Mágica: «El uso de la varita mágica no está permitido a ninguna criatura no humana.»

Entonces oyeron otro «¡plin!», y Ludo Bagman se apare­ció justo al lado del padre de Ron. Parecía despistado y sin aliento. Giró sobre si mismo, observando con los ojos desor­bitados la calavera verde.

—¡La Marca Tenebrosa! —dijo, jadeando, y casi pisa a Winky al volverse hacia sus colegas con expresión interro­gante—. ¿Quién ha sido? ¿Los habéis atrapado? ¡Barty! ¿Qué sucede?

El señor Crouch había vuelto con las manos vacías. Su cara seguía estando espectralmente pálida, y se le había erizado el bigote de cepillo.

—¿Dónde has estado, Barty? —le preguntó Bagman—. ¿Por qué no estuviste en el partido? Tu elfina te estaba guardando una butaca... ¡Gárgolas tragonas! —Bagman acababa de ver a Winky, tendida a sus pies—. ¿Qué le ha pasado?

—He estado ocupado, Ludo —respondió el señor Crouch, hablando aún como a trompicones y sin apenas mover los la­bios—. Hemos dejado sin sentido a mi elfina.

—¿Sin sentido? ¿Vosotros? ¿Qué quieres decir? Pero ¿por qué...?

De repente, Bagman comprendió lo que sucedía. Levan­tó la vista hacia la calavera, luego la bajó hacia Winky y ter­minó dirigiéndola al señor Crouch.

—¡No! —dijo—. ¿Winky? ¿Winky invocando la Marca Tenebrosa? ¡Ni siquiera sabría cómo hacerlo! ¡Para empe­zar, necesitaría una varita mágica!

—Y tenía una —explicó el señor Diggory—. La encontré con una varita en la mano, Ludo. Si le parece bien, señor Crouch, creó que deberíamos oír lo que ella tenga que decir.

Crouch no dio muestra de haber oído al señor Diggory, pero éste interpretó su silencio como conformidad. Levantó la varita, apuntó a Winky con ella y dijo:

¡Enervate!

Winky se movió lánguidamente. Abrió sus grandes ojos de color castaño y parpadeó varias veces, como aturdida. Ante la mirada de los magos, que guardaban silencio, se in­corporó con movimientos vacilantes y se quedó sentada en el suelo.

Vio los pies de Diggory y poco a poco, temblando, fue le­vantando los ojos hasta llegar a su cara, y luego, más despa­cio todavía, siguió elevándolos hasta el cielo. Harry vio la calavera reflejada dos veces en sus enormes ojos vidriosos. Winky ahogó un grito, miró asustada a la multitud de gente que la rodeaba y estalló en sollozos de terror.

—¡Elfina! —dijo severamente el señor Diggory—. ¿Sa­bes quién soy? ¡Soy miembro del Departamento de Regula­ción y Control de las Criaturas Mágicas!

Winky se balanceó de atrás adelante sobre la hierba, respirando entrecortadamente. Harry no pudo menos que acordarse de Dobby en sus momentos de aterrorizada desobediencia.

—Como ves, elfina, la Marca Tenebrosa ha sido conju­rada en este lugar hace tan sólo un instante —explicó el señor Diggory—. ¡Y a ti te hemos descubierto un poco des­pués, justo debajo! ¡Si eres tan amable de darnos una ex­plicación...!

—¡Yo... yo... yo no lo he hecho, señor! —repuso Winky ja­deando—. ¡Ni siquiera hubiera sabido cómo hacerlo, señor!

—¡Te hemos encontrado con una varita en la mano! —gritó el señor Diggory, blandiéndola ante ella.

Cuando la luz verde que iluminaba el claro del bosque procedente de la calavera dio de lleno en la varita, Harry la reconoció.

—¡Eh... es la mía! —exclamo.

Todo el mundo lo miró.

—¿Cómo has dicho? —preguntó el señor Diggory, sin dar crédito a sus oídos.

—¡Que es mi varita! —dijo Harry—. ¡Se me cayó!

—¿Que se te cayó? —repitió el señor Diggory, extraña­do—. ¿Es eso una confesión? ¿La tiraste después de haber invocado la Marca?

—¡Amos, recuerda con quién hablas! —intervino el se­ñor Weasley, muy enojado—. ¿Te parece posible que Harry Potter invocara la Marca Tenebrosa?

—Eh... no, por supuesto —farfulló el señor Diggory—. Lo siento... Me he dejado llevar.

—De todas formas, no fue ahí donde se me cayó —aña­dió Harry, señalando con el pulgar hacia los árboles que ha­bía justo debajo de la calavera—. La eché en falta nada más internarnos en el bosque.

—Así que —dijo el señor Diggory, mirando con severi­dad a Winky, que se había encogido de miedo— la encon­traste tú, ¿eh, elfina? Y la cogiste y quisiste divertirte un rato con ella, ¿eh?

—¡Yo no he hecho magia con ella, señor! —chilló Winky, mientras las lágrimas le resbalaban por ambos la­dos de su nariz, aplastada y bulbosa—.¡Yo... yo... yo sólo la cogí, señor! ¡Yo no he conjurado la Marca Tenebrosa, señor, ni siquiera sabría cómo hacerlo!

—¡No fue ella! —intervino Hermione. Estaba muy ner­viosa por tener que hablar delante de todos aquellos magos del Ministerio, pero lo hacía con determinación—. ¡Winky tiene una vocecita chillona, y la voz que oímos pronunciar el conjuro era mucho más grave! —Miró a Ron y Harry, en busca de apoyo—. No se parecía en nada a la de Winky, ¿a que no?

—No —confirmó Harry, negando con la cabeza—. Sin lugar a dudas, no era la de un elfo.

—No, era una voz humana —dijo Ron.

—Bueno, pronto lo veremos —gruñó el señor Diggory, sin darles mucho crédito—. Hay una manera muy sencilla de averiguar cuál ha sido el último conjuro efectuado con una varita mágica. ¿Sabías eso, elfina?

Winky temblaba y negaba frenéticamente con la cabe­za, batiendo las orejas, mientras el señor Diggory volvía a levantar su varita y juntaba la punta con el extremo de la varita de Harry.

¡Prior Incantato! —dijo con voz potente el señor Diggory.

Harry oyó que Hermione ahogaba un grito, horroriza­da, cuando una calavera con lengua en forma de serpiente surgió del punto en que las dos varitas hacían contacto. Era, sin embargo, un simple reflejo de la calavera verde que se alzaba sobre ellos, y parecía hecha de un humo gris espe­so: el fantasma de un conjuro.

¡Deletrius! —gritó el señor Diggory, y la calavera se desvaneció en una voluta de humo—. ¡Bien! —exclamó con una expresión incontenible de triunfo, bajando la vista ha­cia Winky, que seguía agitándose convulsivamente.

—¡Yo no lo he hecho! —chilló la elfina, moviendo los ojos aterrorizada—. ¡No he sido, no he sido, yo ni siquiera sabría cómo hacerlo! ¡Soy una elfina buena, no uso varita, no sé cómo se hace!

—¡Te hemos atrapado con las manos en la masa, elfina! —gritó el señor Diggory—. ¡Te hemos cogido con la varita que ha obrado el conjuro!

—Amos —dijo en voz alta el señor Weasley—, piensa en lo que dices. Son poquísimos los magos que saben lle­var a cabo ese conjuro... ¿Quién se lo podría haber enseña­do?

—Quizá Amos quiere sugerir que yo tengo por costum­bre enseñar a mis sirvientes a invocar la Marca Tenebrosa. —El señor Crouch había hablado impregnando cada sílaba de una cólera fría.

Se hizo un silencio muy tenso. Amos Diggory se asustó.

—No... no... señor Crouch, en absoluto...

—Te ha faltado muy poco para acusar a las dos perso­nas de entre los presentes que son menos sospechosas de in­vocar la Marca Tenebrosa: a Harry Potter... ¡y a mí mismo! Supongo que conoces la historia del niño, Amos.

—Por supuesto... Todo el mundo la conoce... —musitó el señor Diggory, desconcertado.

—¡Y yo espero que recuerdes las muchas pruebas que he dado, a lo largo de mi prolongada trayectoria profesional, de que desprecio y detesto las Artes Oscuras y a cuantos las practican! —gritó el señor Crouch, con los ojos de nuevo de­sorbitados.

—Señor Crouch, yo... ¡yo nunca sugeriría que usted tu­viera la más remota relación con este incidente! —farfulló Amos Diggory. Su rala barba de color castaño conseguía en parte disimular su sonrojo.

—¡Si acusas a mi elfina me acusas a mí, Diggory! —vo­ciferó el señor Crouch—. ¿Dónde podría haber aprendido la invocación?

—Po... podría haberla aprendido... en cualquier sitio...

—Eso es, Amos... —repuso el señor Weasley—. En cual­quier sitio. Winky —añadió en tono amable, dirigiéndose a la elfina, pero ella se estremeció como si él también le estu­viera gritando—, ¿dónde exactamente encontraste la varita mágica?

Winky retorcía el dobladillo del paño de cocina tan violentamente que se le deshilachaba entre los dedos.

—Yo... yo la he encontrado... la he encontrado ahí, se­ñor... —susurró— Ahí... entre los árboles, señor.

—¿Te das cuenta, Amos? —dijo el señor Weasley—. Quienesquiera que invocaran la Marca podrían haberse desaparecido justo después de haberlo hecho, dejando tras ellos la varita de Harry. Una buena idea, no usar su propia varita, que luego podría delatarlos. Y Winky tuvo la desgracia de encontrársela un poco después y de haberla cogido.

—¡Pero entonces ella tuvo que estar muy cerca del ver­dadero culpable! —exclamó el señor Diggory, impaciente—. ¿Viste a alguien, elfina?

Winky comenzó a temblar más que antes. Sus enormes ojos pasaron vacilantes del señor Diggory a Ludo Bagman, y luego al señor Crouch. Tragó saliva y dijo:

—No he visto a nadie, señor... A nadie.

—Amos —dijo secamente el señor Crouch—, soy plena­mente consciente de que lo normal, en este caso, sería que te llevaras a Winky a tu departamento para interrogarla. Sin embargo, te ruego que dejes que sea yo quien trate con ella.

El señor Diggory no pareció tomar en consideración aquella sugerencia, pero para Harry era evidente que el se­ñor Crouch era un miembro del Ministerio demasiado importante para decirle que no.

—Puedes estar seguro de que será castigada —agregó el señor Crouch fríamente.

—A... a... amo... —tartamudeó Winky, mirando al señor Crouch con los ojos bañados en lágrimas—. A... a... amo, se lo ruego...

El señor Crouch bajó la mirada, con el rostro tan tenso que todas sus arrugas se le marcaban profundamente. No había ni un asomo de piedad en su mirada.

—Winky se ha portado esta noche de una manera que yo nunca hubiera creído posible —dijo despacio—. Le man­dé que permaneciera en la tienda. Le mandé permanecer allí mientras yo solucionaba el problema. Y me ha desobe­decido. Esto merece la prenda.

—¡No! —gritó Winky, postrándose a los pies del señor Crouch—. ¡No, amo! ¡La prenda no, la prenda no!


Date: 2015-12-11; view: 502


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