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JESUCRISTO Y LA VIRGEN MARIA EN LA CULTURA DEL PUEBLO CUBANO

Al empezar queremos recordar aquellas palabras que San José escuchó del ángel: «No temas recibir a María en tu casa» (Mt. 1, 20), y en aquellas otras palabras claves que pronunció la misma María refiriéndose a su Hijo: «Hagan lo que El les diga» (Jn. 2, 5). Si sabemos acoger a María, ella nos llevará hasta Jesús.

A los Obispos Cubanos nos parece providencial que los dos signos religiosos más populares de nuestro pueblo sean la devoción a la Virgen de la Caridad y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es decir, Jesucristo definido para los cubanos por el corazón, símbolo del amor, y María definida por su título de la Virgen de la Caridad que es lo mismo que decir Virgen del Amor. En efecto, ¿quién no recuerda en Cuba aquel tradicional y popular cuadro del Sagrado Corazón o aquella estampa de la Virgen de la Caridad presidiendo en la sala la vida de la familia cubana? Esto es un signo de nuestra cultura, una cultura marcada por el corazón hecho para el amor, la amistad, la caridad, que ha generado un cubano proverbialmente conocido en todo el mundo por su carácter amistoso, afable, poco rencoroso o vengativo, que antes se saludaba muy sinceramente con la nota simpática de este vocativo: ¡mi familia! La familia: el lugar de la fiesta, de la confianza, de la reconciliación, del amor, donde todo el mundo se siente bien, se desarma y baja sin miedo la guardia, porque el hogar es el puerto seguro donde se calman todas las tempestades. Así, como una gran familia, ha sido siempre nuestro pueblo.

Al amor de Jesús y al amor de María debe la gran familia cubana muchas cosas bellas y buenas. Pensar en el Corazón de Jesús, creer en El, es rendir culto al amor. Confiar, esperar en la Virgen de la Caridad es confiar y esperar en el amor.

Por tanto, con San Pablo «pedimos de rodillas ante el Padre, de quien toda familia toma su nombre... que nos conceda, según la riqueza de su gloria, ser poderosamente fortalecidos en nuestro interior por la fuerza del Espíritu Santo para que Cristo habite mediante la fe en nuestro corazón, a fin de que el amor sea la raíz y el fundamento de la vida y seamos capaces de comprender, con todo el pueblo de Dios, cuál es la anchura y la largura, cuál es la altura y la profundidad del amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento humano» (Ef. 3, 14-20).

«AMARAS A DIOS CON TODO TU CORAZON» (Mt. 22,37)

Amar es la única manera que tiene Dios de ser. Y ese gran amor que Dios nos tiene a todos reclama, como respuesta, nuestro amor a El. El amor a Dios en el cristiano se entiende así como la respuesta de un corazón agradecido que no cesa de alabar a Dios con una gratitud sin límites. Amamos a Dios porque «El nos amó primero» (1 Jn. 4, 19), porque «sólo El es bueno» (Lc. 18, 19), y este amor a Dios debe fundar las exigencias del amor en muchas direcciones, desde el amor al amigo, que es el amor más fácil, hasta el amor al enemigo, que es el amor más difícil.



«Ámense unos a otros» (Jn. 13, 34). Dios nos manda amar y éste es un mandamiento muy exigente porque, casi siempre, lo contrario nos resulta más accesible. Sin embargo, sólo en el amor podemos encontrar a Dios y encontramos, a la vez, a nosotros mismos y a los demás hombres.

«AMARAS A TU PROJIMO COMO A TI MISMO» (Mt. 22,39)

La razón de la relación estrecha que aparece en todo el Evangelio entre el amor a Dios y el amor al

prójimo, está plasmada en dos mandamientos distintos, que Jesús declara iguales: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, éste es el mandamiento más importante y el primero de todos; pero hay un segundo mandamiento igual que éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo.

En estos dos mandamientos se resume toda la ley y los profetas» (Mt. 22, 37-40). «Este mandamiento de El tenemos: que quien ama a Dios ame también a su prójimo» (1 Jn. 4, 21). «Si alguno dice que ama a Dios pero odia a su prójimo es mentiroso» (1 Jn 4, 20). Es decir, el amor a Dios se verifica en nosotros por el amor al prójimo. Este amor cristiano no se reduce sólo a actos, sino que implica una actitud fundamental ante la vida.

Es muy significativo que el querer de Dios en el primer día de la creación haya sido éste: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén. 2, 18), y que la pregunta de Dios al hombre recién creado haya sido ésta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gén. 4, 9), con lo cual el Señor funda la sociedad doméstica y toda la sociedad humana sobre una relación de amor y establece que dicha relación es anterior a toda otra, sea económica, política o ideológica. Por eso San Pablo nos dice que si trasladamos montañas, si lo sabemos todo, si lo damos todo a los pobres, pero no tenemos amor, de nada nos sirve (1 Cor. 13).

La columna, pues, que sostiene firme el desarrollo de la familia y de la sociedad es el amor Una sociedad más justa, más humana, más próspera, no se construye solamente trasladando montañas o repartiendo equitativamente los bienes materiales, porque entonces aquellas personas que reciben una misma cuota de alimentos serían los más fraternos y la experiencia nos confirma, lamentablemente, que a veces no es así.

Los problemas del hambre, la guerra, el desempleo, son grandes en el mundo, pero la falta de amor fraterno, y más aún el egoísmo y el odio, son más graves y, en el fondo, la causa de los demás problemas. Porque el hombre necesita del pan para vivir, pero «no sólo de pan vive el hombre» (Lc. 4, 4).

Cuando pensamos en el amor nos viene casi siempre a la mente el amor de una persona a otra, pero la palabra que usa mucho la Sagrada Escritura para expresar el amor es «ágape», que significa fraternidad, comunión, solidaridad con una multitud de hermanos. La fraternidad entendida sólo dentro de un grupo selecto es una forma extraña de egoísmo, es la manera de unirnos más para separarnos mejor. Por lo tanto, nosotros cristianos, no podemos aceptar las situaciones de enemistad como algo definitivo, porque toda enemistad puede evolucionar hacia una situación de amistad si dejamos que triunfe el amor.


Date: 2015-12-11; view: 548


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