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EL ABRELATAS DE ORO

En los escaparates de The Abrelatas Co. Ltd. of Cleveland se lucía, entre modelos infalibles, piezas fieramente dentadas, y brilladoras herramientas capaces de destripar y pelar, como si fueran naranjas, los tanques y las locomotoras, un bonito ejemplar fundido en oro e incrustado de piedras preciosas que, salvo para adorno y propaganda, venía a servir para muy poco más.

La señora Parker —o la señora Smith, o la señora Jones, ¿qué más da? —, para librar de su metálica cárcel a sus espárragos con mayonesa, a sus patos a la naranja, a sus lenguas de estorninos del Canadá o a sus bonitos* en escabeche, usaba siempre, porque una larga experiencia le indicaba que eran los mejores, los más cómodas y los de mayor seguridad y precisión, los abrelatas de la T.A.C.L.O.C., los abrelatas que admiraba todo el Estado de Ohío.

—¿Me da usted un abrelatas, please? —decía, de cuando en cuando, la señora Jones, o la señora Smith, o la señora Parker, ¿qué más da?, dirigiéndose, sonriente, al muchachito con aires de recluta recién licenciado que se apoyaba por la parte de dentro del mostrador—, el último que me llevé de aquí me dio muy buen resultado.

Y el dependiente de la T.A.C.L.O.C. devolvía la sonrisa, cambiaba el chicle de carrillo con un gesto muy de estar al cabo de la calle*, se volvía sobre sus talones y desenvolvía un abrelatas cualquiera, aquel que tenía más a mano.

—¿Este?

—Pues, sí, este. ¿Usted cree que me dará buen resultado?

El mocito volvía a sonreír, esta vez con el displicente empaque de los ejércitos de ocupación.

— ¡Por favor, señora! ¿Cuándo se ha llevado usted un abrelatas de esta casa que no le haya dado un resultado inmejorable?

La señora Smith —o la señora Parker, o la señora Jones, ¿qué más da?— respondía, casi avergonzadamente:

—Sí, sí, ¡esa es la verdad!

— ¡Pues, claro, señora! ¡Pues, claro!

Pero un día... ¡Ah! ¡Fue aquel un día aciago en los anales de la T.A.C.L.O.C.! ¡Un día nefasto en su historia! ¡Un día que Dios haga que no vuelva a repetirse jamás!

Un día, el abrelatas de oro con incrustaciones

de brillantes, de zafiros, de esmeraldas y de rubíes, desapareció del escaparate sin que nadie pudiera darse cuenta ni nadie supiera qué diablos había sido de él.

Todos los empleados y dependientes de la T.A.C.L.O.C. fueron minuciosa y concienzudamente interrogados por el detective particular que había designado la gerencia*. La gerencia estaba tan incomodada que hizo saber a todos sus dependientes y empleados:



—Un detective los interrogará a ustedes, uno por uno, concienzuda y minuciosamente. Si ustedes se obstinan en no decir la verdad, llamaré a los guardias para que los interroguen hábilmente. Ustedes serán los que elijan el procedimiento.

Y los empleados y dependientes de la T.A.G.L.O.C. se estremecieron, unos más, otros menos, ante el panorama que se les ofrecía.

Uno de los que más se estremeció fue el mocito tontín* y tarambana de la sonrisa eterna, un mocito apalominado* y de quien nadie podía fiarse porque era capaz de estarse quince días seguidos sin dar pie con bola* y confundiéndolo todo, absolutamente todo.

La señora Parker —o la señora Smith, o la señora Jones, ¿qué más da? — estaba rabiosa con el mozo que, en los momentos solemnes, cambiaba el chicle de carrillo con el gesto de quien está ya al cabo de la calle.

—¿Qué me ha vendido este condenado? ¡Este abrelatas no sirve para nada? ¡Qué

barbaridad! ¡Estas cosas no pasaban antes de la guerra! ¡Vergüenza le debía dar a una casa tan seria como la T.A.C.L.O.C. vender estas porquerías!

Y la señora Jones —o la señora Smith, o la señora Parker, ¿qué más da?— cogió su automóvil y se presentó, hecha un basilisco, en la tienda de la T.A.C.L.O.C.

—¿Qué es esto?—rugió.

El mocito dependiente se emocionó tanto que no pudo responder en unos instantes.

Después, tartamudeando, pudo balbucir unas palabras sin demasiado sentido:

—Señora Smith, o señora Parker, o señora Jones, ¿qué más da?, esto... esto...esto...esto es el abrelatas de oro... el abrelatas de oro...el abrelatas...

—¿De oro?

—Sí...sí...sí...De oro... El abrelatas de

Cuando el petimetre se serenó, llamó al gerente. Cuando el gerente llegó, felicitó a la señora Parker, o a la señora Jones, o a la señora Smith, ¿qué más da?

—Su rasgo de honradez, señora, es algo que la T.A.C.L.O.C. no olvidará jamás. En nombre del consejo de administración, señora, me permito ofrecerle a usted este cheque de cien dólares y un eterno suministro de abrelatas de primera calidad absolutamente gratis y con carácter vitalicio. El espíritu de Abraham Lincoln...

La señora Smith, o la señora Parker, o la señora Jones, ¿que más da?, tardó algún tiempo en entender.

—Gracias, muchas gracias...Oiga, presidente, ¿usted cree que este abrelates funcionará mejor?

— ¡Mucho mejor, señora, mucho mejor! ¡Quién lo duda!

Como en las novelitas de Carolina Miller*, un sol de concordia se extendía por el cielo de Cleveland, Ohío.

 

UN TAXI DE PUEBLO

El señor don J.G.N. publicó sus aleccionadoras experiencias sobre la cotidiana lucha contra el taxista. En sus líneas, el señor don J.G.N. denota una pericia y una habilidad sin límites tanto en uno como en el otro difícil arte de polemizar con los conductores de taxi y de legarlo—a través de la donosa palabra escrita— a la posteridad. El señor don J.G.N. nos instruyó, además, dándonos todo un compendiado curso de carácter entero y verdadero. Después de leer los alegatos del señor don J.G.N., quien estas palabras escribe sintió renacer en el fondo más hondo de su corazón, la viva llamita de la rebeldía, la temblorosa llamita que si no se emplea no más recién nacida, degenera al poco tiempo en gris candelilla de encender cigarros.

Quien estas palabras escribe tiene también — ¿cómo no? — su particular sucedido. No es,

ciertamente, ni tan hermoso, ni tan ejemplar, ni tan polifacético como los del señor don J.G.N., pero — salvando, como es natural, las debidas distancias — tiene también, sobre todo si se le observa con ojos cariñosos, cierta belleza: un poco — ¿cómo diríamos?— la belleza de las cosas pequeñas referidas a un pequeño sujeto, a un sujeto como el cronista sobre poco más o menos*.

El caso fue que quien estas palabras escribe — volcando la memoria como un cantarillo de fluido, marrón postre de leche sobre las cuartillas — regresaba una noche, ya tarde, paso a pasito, calle de Goya arriba, camino de su casa.

Uno es un tanto noctivago y deambulatorio* y gusta de los paseos solitarios, a media madrugada, cuando desearía ya — ¡y nunca se arrepiente! — llevar varias horas en la cama. Los paseos a solas, sin rumbo ni aproximado, con las manos en los bolsillos y el caminar lento, casi olvidado, son un barato placer que los dioses reservan y otorgan a los hombres con buena voluntad y escaso bolsillo.

Pues bien; a la altura de Alcalá y Torrijos, uno, cansado ya de caminar, paró un taxi con ánimo de que le arrastrase los ya pocos metros que faltaban para llegar hasta su casa. Abrió la portezuela, se sentó y sentado y contemplando los cogotes del conductor y el ayudante, se dejó llevar los doscientos pasos mal medidos que le separaban de su portal. El conductor iba, como de costumbre, a oscuras, pero uno se conformó pensando que, aun de ir iluminado, en ningún caso hubiera podido verlo: el ayudante, celoso de su oficio, se lo

hubiera impedido aun a cuenta de las contorsiones más extrañas y más inesperadas.

El tiempo pasó pronto, como es natural, uno se apeó y entre él y el ayudante se desarrolló este hermoso diálogo:

—¿Cuánto es?

—Tres sesenta, señor.

Uno hubiera esperado que el marcador no saltase ni una sola vez. Una veinte, si resultaba ser de los taxis arreglados, y cero ochenta más cuarenta — una veinte también — si salía de los antiguos.

—Pero, ¿no está estropeado el aparato?

—No, señor; está bien.

—Es que...Me parece un poco caro, ¡qué quiere!

—¿Caro? ¡No, señor! ¡Qué va a ser caro! Es la tarifa, vea usted: marca una ochenta, el doble es tres sesenta. ¡Vamos, digo yo!*

—No. perdón. Que tres sesenta es el doble de una ochenta, también lo digo yo; lo que ya no digo es que deba ser eso. ¿Por qué marca tanto? ¿Por qué me quieren, además, cobrar el doble?

El ayudante puso un ademán beatífico y con su mejor sonrisa, exclamó:

—Es que este taxi, señor...¡es de pueblo!

Uno se quedó de una pieza. Miró el taxi con tanta extrañeza como detenimiento, y vio que en la portezuela, debajo de la palabra Taxi se leía la palabra Canillejas.

—Y además nosotros, los de pueblo, tenemos otra tarifa—añadió dulcemente el ayudante—, es otra ley, ¿sabe usted?

Uno —que también es de pueblo, como el taxi— sintió una violenta sacudida que le

recorrió, de arriba abajo, todo el espinazo. Pensó responder que los viajeros de pueblo tenían también sus peculiares costumbres — no pagar, por ejemplo —, pero no se atrevió. En vez de lo que había pensado, su boca, al abrirse, susurró un tímido:

— Bien, bien; ¡es curioso esto! Bueno, después de todo es la ley...Claro, es la ley. Bien, ¿tiene usted la gentileza de cambiarme este duro? Si no tiene cambio, no importa, ya me lo dará otro día... ¡Parece que hace buena noche! Lo malo es que ahora ya vamos para el invierno...

Uno iba embalado, no podía parar. Hablando hablando, llegó a quedarse solo, con las vueltas en la mano, en una postura de sonámbulo, mirando para el taxi de pueblo que, al alejarse, hacía sonar violentamente sus hierros, como desafiando.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 663


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DEL ATAUD DE LA SUERTE | EL SEÑOR AGENTE
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