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DEL ATAUD DE LA SUERTE

En la lista de los objetos gafes*, el ataúd, con los bizcos, el número 13 y los andamios que cuelgan, los espejos que se rompen, los saleros que se vierten, etc., etc., ocupa un lugar de preferencia que pocos se atreverían a discutir. El ataúd es, por lo común, signo de indefectible muerte, y la muerte, para los supersticiosos y hasta para los que no lo son, no suele ser grato tema de sugerencias.

Pero he aquí, para que nada falte y también para que no haya regla sin excepción, que* en la belga Ostende ha aparecido un ataúd de la suerte, una caja de muerto que aleja la muerte y devuelve, paradójicamente, la salud al destinatario que, lleno de resignación, se disponía a trasponer el umbral* del otro mundo.

El sintomático caso, sobre poco más o menos*, fue el siguiente: un enfermo del hospital, hombre a quien, según el diagnóstico, restaban

no más que* muy breves días de vida, se encargó como litera para el último viaje un magnífico, un esplendoroso ataúd. Hombre amigo de hacer las cosas bien, el enfermo de Ostende soñaba — ostra en su estuche o perla bien montada, que tanto vale— con un entierro de primera*, con un entierro deslumbrador y memorable. Pero el ataúd que se había mercado tenía, por lo visto, raras propiedades terapéuticas y los cálculos del enfermo presumido fallaron porque el belga farolero*, contra todo pronóstico y casi contra viento y marea*, se puso bueno.

Con su imprevista y recién estrenada salud por delante, el enfermo de Ostende, que ya no necesitaba, al menos de momento, su ataúd, probó de venderlo y se lo colocó, después de hacerle un poco el artículo*, a un compañero moribundo.

— Le vendo a usted mi ataúd —le dijo—; es un ataúd de inmejorable calidad, un ataúd especial y que no tiene par en todo Ostende. Y, además, se lo dejaría barato, casi a precio de ganga*.

—¿Y usted cree que me estará bien?

— ¡Ya lo creo! Usted y yo somos de las mismas carnes*, yo creo que le estaría a usted como un guante*.

Se cerró el trato y el nuevo amo del ataúd, en cuanto lo tuvo debajo de la cama, empezó a sentirse sanar.

— ¡Caray con el ataúd!—pensó—.¡Parece un ataúd antibiótico!

A los pocos días, el enfermo, nuevo amo del ataúd, estaba curado del todo. Cuando le dieron el alta, el nuevo ex enfermo se encontró

con el mismo problema que su proveedor y amigo: el problema de darle salida a la caja, a la maravillosa caja de muerto que devolvía la salud a sus dueños.

Dicho y hecho, se buscó un sucesor en buen uso, un moribundo serio, y le transmitió la propiedad.

—Mire usted, yo no puedo asegurarle que este ataúd cure, pero ya ve usted lo que nos fue a pasar a mí y a quien tuvo la feliz idea de vendérmelo. ¿Por qué no prueba usted? Y además, si no se cura, siempre tendrá usted un ataúd de señor*, una caja de muerto de postín. ¿La quiere? Se la dejaría barata. ¿Se 1a mando?



—Bueno, mándemela usted —respondió el moribundo de turno con un hilo de voz* —; después de todo, nunca viene mal tener las cosas preparadas.

—Tiene usted razón; yo se la mandaré esta misma tarde.

El nuevo y tercer propietario, quizá por eso de que no hay dos sin tres, se curó también, y el ataúd, que por lo visto sirve para lo contrario de lo que suelen servir los ataúdes, subió de precio por aquello de la ley de la oferta y la demanda.

La noticia que ha llegado hasta uno y que uno glosa*, no aclara si el milagroso ataúd de Ostende, el ataúd de la suerte, siguió curando dueños moribundos o perdió ya y de una vez y para siempre, sus raras propiedades. Después de todo, y al cabo de curar a tres hombres a quienes nadie hubiera aceptado una póliza de seguro de vida, el ataúd de Ostende ya cumplió y con creces.

Y esto es lo que uno quiere resaltar para aviso de escarmentados y. ¿por qué no? también para escarmiento de avisados. El mundo anda muy revuelto, y lo que le falta al mundo para acabar de revolverse —un ataúd que cure— ya fue a aparecer en Ostende y allí sigue, si el ataúd, a estas horas, no emigró.

Y sus tres amos resucitados, sus tres amos que dieron marcha atrás al pie que ya tenían en el otro mundo, son los testigos, y no mudos sino probablemente alborotadores, del bonito número del ataúd de la suerte, ese ataúd que no sirvió, por fortuna, para enterrar a nadie sino, por el contrario, para devolver la vida a quienes, según todos los cálculos, había de enterrar.

Y es que hoy las ciencias adelantan — uno no se cansará jamás de repetirlo — que es una barbaridad. Y además pasan cosas raras, ¡pero que muy raras!*

 

 


Date: 2015-12-11; view: 840


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