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Iexcl;QUIEN ME COMPRA LA DAMA Y EL NIÑO!

Un guardia municipal con el uniforme lleno de vivos rojos y de galones y galoncillos color plata, explica a dos amigos por dónde entraba, cómo derrotaba, qué extraños hacía aquel toro corniveleto que se llamaba Cartagenero y que dejó séquito*, con un desgarrón de a palmo* en mitad del vientre, al pobre Paco Horcajo, alias Ranero, natural de Ciadoncha, provincia de Burgos.

—Oiga, usted, guardia.

—Va.

El guardia ni mira; está muy emocionado.

—El tenía la muleta así, en la izquierda, con la mano muy baja. Citó al toro desde muy lejos. En el tendido ya sabíamos lo que iba a pasar, lo veía todo el mundo. Una de las señoritas presidentas le gritó: ¡Ranero, que te trinca!, pero el chico tenía mucho pundonor y ni se movió.

—Oiga, guardia.

—Va. Entonces el morlaco se arrancó sin

avisar y, ¡zas!, lo enganchó por la riñonada, lo volteó, fue por él otra vez y, ¡zas, zas, zas!, se hartó de darle cornadas.

El señor que quería preguntarle algo y los dos amigos ayudaron al guardia a levantarse del suelo.

—¿Se ha hecho daño?

—No, no ha sido nada. El Ranero quiso levantarse, pero no podía con su alma.

—Óigame, guardia.

—Va. Lo cogieron entre tres o cuatro y se lo llevaron a la enfermería.

Los amigos del guardia estaban suspensos, con el ánimo colgado de un hilo. Los tranvías pasaban para arriba y para abajo, y los taxis, ni llegar al grupito del guardia, se apartaban un poco.

—Oiga, guardia,

— ¡Va. hombre, va! El pobre Ranero, a poco de entrar en la enfermería, expiró.

Los ojos del guardia estaban empañados por una nubecilla de emoción.

—¿Deseaba usted algo, caballero?

—Pues, sí. Oiga, yo soy forastero. ¿Dónde puedo encontrar una fonda que esté bien y que no sea muy cara?

—Sí, señor, El Chito, que tuvo que liarse con el animal, le hizo una faena de aliño en cimillo que pudo, fue y* lo despachó. Para mí que hizo bien.

Dosde una esquina, un ciego, con las vacías cuencas sangrantes, pregona los iguales* con una voz cascada, estremecedora,

—¡Quién se va a llevar los cuatro pescaditos*¡

Un heladero despacha mantecado helado a un niño gordito, bien vestido, y un señor de

posibles tira, desde lejos, una perra* al ciego.

—Oiga, guardia.

—Va. ¿Tiene usted un papel de fumar?

—Sí; cójalo usted.

—Agradecido. La cuadrilla se quedó muy apenada. Lo que ellos decían: y ahora, con la temporada ya cuesta abajo, ¿a dónde nos arrimamos? ¡También es triste tener que depender siempre de otro!

— ¡Pues sí que es verdad!

El guardia saludó a un concejal:

— ¡Siga usted bien, don Santiago!
—¿Qué, sin novedad?



—Pues sí, don Santiago, aquí dirigiendo la circulación.

El guardia tocó un poco el pito y mandó parar a un coche.

—¡Hay que ir más despaciol

—¡Pero si voy parado!

—Bueno, ahora sí; pero otras veces vas como un loco. Un día vamos a tener un disgusto.

El ciego de la esquina gritaba, sin entusiasmo alguno:

—¡Tengo los matrimonios! ¿Quién quiere el barco velero?

Don Santiago se metió por una bocacalle.

— ¡Así te vieses colgado, tío tirano!

El guardia aborrecía de todo corazón a don Santiago. Por su gusto, lo hubiera arrastrado ya más de una y más de dos veces.

—Óigame, guardia.

—Pues, sí, señor, como le decía, fondas hay muchas; ahora, una que esté bien... ¿Usted cuánto quiere pagar, sobre poco más o menos?

—Hombre… Pues cuatro duros* o veintidós pesetas.

—Sí, por ese dinero ya se puede encontrar algo que esté curioso. ¿Ha mirado usted en casa de la Purita?

—No; yo no conozco la ciudad. Yo soy forastero, como le digo.

—Ya. La casa de la Purita tiene fama de estar bien. Usted la habrá visto; es enfrente de la estación, nada más salir. Se llama La Imperial, y tiene viajeros y estables*.

—Pues, no, no la he visto.

—¡Mala suerte!

El ciego volvió a la carga.

— ¡Llevo el galán y los dos luceritos de la mañana! Para quién va a ser el gato blanco y negro!

Uno de los amigos del guardia intervino. —A lo mejor la Trini tiene sitio.

— ¡Quita allá! ¡Ahí no se puede llevar a un señor de fuera! Mire usted, hágame caso; eso es una pocilga y una cueva de ladrones. La Trini es una tía de mucho cuidado.

El señor de fuera, que se veía ya durmiendo en un banco del paseo, preguntó tímidamente: —¿Y alguna otra?

—Sí, ya aparecerá; usted no se preocupe. El ciego seguía canturreando:

— ¡Quién me compra la dama y el niño!

El amigo del guardia tuvo una idea luminosa. —¿Y en casa del Granadino?

— ¡Hombre! En casa del Granadino va a estar bien este señor. Véngase conmigo, está ahí a la vuelta.

El guardia, sus dos amigos y el señor de fuera echaron a andar. Al pasar por delante del ciego, el guardia le preguntó:

—Padre, ¿quiere usted ya la merienda?

 


Date: 2015-12-11; view: 763


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