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AUTOBUS A LA ESTACION

Elpueblo está a cinco leguas escasas de la estación, y, entre el pueblo y la estación, hay otro pueblo más pequeño, hecho de adobes y lleno de cerdos con aire de jabalí, y de niños chicos, panzudos, renegridos, con cara de viejo.

Desde el primer pueblo hasta la estación sube todos los días un autobús para llevar a la gente; hace dos viajes, uno por la mañana y otro por la tarde, a eso de las seis y media.

El autobús es un ruso de aquellos que vendió el Estado en 1939, y está pintado de un verde ya algo desvaído y lleno de desconchados y mataduras*, como una mula ya muy trabajada. En el morro lleva unas letras quo parecen 3HC*, y Pío, el de la Fidela*, que es muy instruido, explicó un día en el café que esos eran unos coches muy buenos y muy resistentes, y que la marca significaba Tres Hermanos Comunistas; el camarero le dijo que igual podía significar Tres Huevos Crudos, pero el Pío la verdad es que no le hizo ni caso. A la tertulia iba un muchacho muy jovencito que había querido estudiar para cura, pero al que tuvieron que echar del seminario porque estaba medio tísico y a lo mejor acababa con­tagiando a todo el mundo; el chico, mientras oía discutir, estaba pensando en que cualquie­ra sabe si en ruso las palabras hermano y huevo se escriben con hache o no.

— ¡A saber cómo lo escriben esos tíos!—se decía.

Pero, bueno, a lo que íbamos*. El autobús estaba pintado de verde y tenía los asientos numerados; eso, la verdad es que no servía de mucho, porque la gente se sentaba donde le daba la gana mientras había asientos, y se encaramaba donde podía cuando los asientos se terminaban. En el techo, al lado del conductor, estaban clavados unos cartelitos de loza con letras de molde* de color azul oscuro, en los que se leía: 16 plazas, Se prohibe ir de pie, Se prohibe hablar con el conductor, Se prohibe escupir, Se prohibe fumar, Se prohibe subir y apearse en marcha; lo cierto es que en el autobús estaba prohibido casi todo.

Por las mañanas, cuando se iba a salir, el conductor se bajaba y esperaba a que el auto­bús estuviese lleno; después hacía bajar a cinco o seis para que lo dejasen subir. El conductor, que se llamaba Ramiro Sensible, se ponía a pasear para arriba y para abajo con las manos en los bolsillos y el pitillo entre los labios. El Ramiro era hombre huraño y poco decidor y, por lo común, no solía hablar más que de

palabra en palabra*, y para eso de una manera estrambótica y cuando ya no tenía más remedio. El Ramiro, que lo más seguro es que fuera descendiente de los latinos de la antigüedad, lo único que solía decir, por lo menos mientras guiaba el autobús, eran verbos que conjugaba de una manera chistosa.



— ¡Amolarsus*! —decía cuando dejaba en tierra algún grupito.

El grupito se quedaba diciendo atrocidades, pero, claro, se amolaba y tenía que subir andando a la estación, que era una broma. El Ramiro decía también: subirsus, bajarsus, largarsus y palier*. Cuando decía palier, la gente cogía sus bártulos—un par de gallinas vivas, algún pan de estraperlo, unas alforjas— y seguía a pie carretera arriba: sin duda, cuando el Ramiro decía palier, era que algo importante se había roto y no merecía la pena esperar.

Los del pueblo de en medio miraban con malos ojos al Ramiro, porque el autobús ya venía abarrotado desde el pueblo de abajo. El conductor no tenía la culpa, pero esto no importaba.

— ¡Bajarsus! —decía Ramiro Sensible con una
cara que daba pavor.

—Venga, que sus bajéis, ¿no veis que lo vais a desfondar? —aclaraba Jesusín Verdugo, que era el cobrador, un chico jovencito picado de viruelas, que se había librado de quintas por estrecho de pecho.

— ¡Que tenemos que ir a la vía! ¡Si se desfonda, que compren uno nuevo, que el amo buenos cuartos tiene!

El Ramiro, entonces, ponía los codos sobre el volante y decía en voz baja:

— ¡Paciencias corda!

Nadie sabía, a ciencia cierta, qué es lo que quería decir paciencias corda, pero todo el mundo sabía lo que quería decir el Ramiro: el Ramiro quería decir que mientras no se bajasen, él no salía. Entonces, cuando decía paciencias corda, era cuando venía lo bueno. La gente se dividía en dos grupos y, aunque al final siempre ganaban los que ya estaban acoplados* en el autobús, que para eso eran los más, se liaban* a discutir y a vociferar.

— ¡Que tenemos que ir a la vía! Pero, hombre, ¿no ve usted que tenemos que ir a la vía?

El Ramiro no veía nada; tampoco decía nada. Entonces, en el grupo de los que querían subir, se formaban otros dos grupos más pequeños: uno, el de los de derechas, que decía:

—Si nos quedamos nosotros, que se queden todos, que de lo mismo nos ha hecho Dios.

Y otro, el de los de izquierdas, que decía:

—Si nos quedamos nosotros, que se queden todos, que tan ciudadanos somos nosotros como ellos.

Así estaban un rato y, al fin, poco antes de que llegase la pareja*, el Ramiro se quitaba el cinturón y la emprendía* a correazos con la gente; cuando no molestaban mucho les daba con la correa, pero cuando se ponían pesados les sacudía con la hebilla, una maciza hebilla de hierro que llevaba grabada en relieve la insignia del arma de caballería. Después llegaba la pareja, la gente se iba callando poco a poco y el autobús acababa saliendo.

Al tren se solía llegar por los pelos*, casi nunca daba tiempo de tomar un café en la cantina. A veces, el autobús llegaba cuando

el tren ya se había marchado. Entonces, Ramiro Sensible miraba de reojo a la gente, se sonreía un poco y decía para sí:

—Amolarsus...

Ramiro Sensible tenía un odio africano a los viajeros del autobús.

 

 

LA ROMERÍA

La romería* era muy tradicional; la gente se hacía lenguas de lo bien que se pasaba en la romería, adonde llegaban todos los años visitantes de muchas leguas a la redonda. Unos venían a caballo y otros en unos auto­buses adornados con ramas; pero lo realmente típico era ir en carro de bueyes; a los bueyes les pintaban los cuernos con albayalde o blanco de España y les adornaban la testuz con mar­garitas y amapolas...


Date: 2015-12-11; view: 807


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