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III. EL PEQUEÑO VERANEANTE VIAJA

Día llegó —por eso, quizás, de que en este mundo todo, tarde o temprano, acaba llegando— en que nuestro pequeño veraneante, con el bolsillo exhausto y el porvenir un tanto dudoso en aquel encantador pueblecito donde todo era delicia y paz, y las gentes eran honestas y hacendosas, y el paisaje evocador, y el cielo lleno de tersura como un lago en calma, etc., etc.; día llegó, decíamos, en que nuestro pequeño veraneante no tuvo otro remedio que volverse a sus cuarteles de invierno.

En la ciudad le esperarían las cosas que, sin llenarle la bolsa, le vaciarían la voluntad; pero nuestro pequeño veraneante, que de

joven había leído un hermoso libro titulado Eduque usted su espíritu, libro que tenía una aleccionadora portada representando un señor con ojos de loco que miraba para el lector al tiempo que le apuntaba con un dedo, decidió, como todos los años al asomarse al otoño decidía, no arredrarse, hacer de tripas corazón, poner buena cara al mal tiempo y juntarse con las buenas compañías.

Arribó a la capital un tanto mohíno, molido por aquel viaje en autobús, en el que se tardó desde la provincia de Segovia hasta Madrid exactamente igual que de Madrid a Londres y vuelta; pero su firme voluntad de vencer todas las dificultades le hacía olvidar los avatares* — los últimos, gracias a Dios, avatares del verano— de la excursión y el alto de cuatro horas y media en el puerto de Nava-cerrada por el lado de allá, que es el bueno.

El coche, viejo, chepudo* y renqueante como un camello jubilado, subía echando los bofes por las Siete Revueltas, cuando un ruidito sospechoso, un ruidito no llamativo, pero sí sintomático, se dejó sentir como un amor repentino: breve, intenso, hasta dando un poco de grima, incluso. Él coche reculó un poquito y después, afortunadamente, se paró. El conductor y su ayudante se apearon prestos y pusieron sendos adoquines en cada una de las ruedas. El pequeño veraneante y sus compañeros, que tal vieron*, se apearon más prestos aún y se pusieron a contemplar la escena.

Al principio —nada hay más paciente que un viajero español; pregúnteselo usted a la RENFE* —el humor era bueno. La tarde

declinaba, los pinos se mecían con suavidad, no hacía ni frío ni calor, una vaca negra que pasaba era tomada, como de costumbre, ¡oh, manes* de Freud!, por un toro por las señoras, y un guarda-jurado* de gris uniforme con solapas rojas nos recordó a todos a la policía montada del Canadá.

—¿Qué pasa?

—Nada; la caja de cambios*.

Lo malo vino después. La caja de cambios debe ser algo realmente importante, porque el conductor y su ayudante, en vez de meterse debajo del coche, que es lo que suele hacerse en semejantes casos, se dedicaron a pasear por la carretera de arriba para abajo. La cosa, por lo visto, no tenía arreglo. El pequeño veraneante, en su peculiar inconsciencia, quiso hacerse simpático y averiguar de paso cuál iba a ser la suerte de la expedición, y se acercó, como si se los encontrase por casualidad, al chófer y a su amigo el ayudante.



—Buenas—les dijo dulcemente—, ¿ustedes creen...?

No pudo acabar su frase. El chófer y su buen amigo el ayudante ni le miraron. Los chóferes y sus amigos los ayudantes, dedicados toda una vida a llevar y traer gente de un lado para otro, llegan a olvidar que los viajeros, salvo excepciones, son seres vivos que, entre otras virtudes, tienen la habilidad o el don de la palabra articulada.

El pequeño veraneante, triste y cariacontecido, se fue a reunir de nuevo con sus congéneres*.

—¿Qué tal, qué tal? —le preguntaron impacientes.

—Nada —replicó el pequeño veraneante —, no deben ser españoles.

La gente empezó a impacientarse; la noche empezó a caer de verdad; los padres de los niños empezaron a decir que lo mejor era dar paseítos para no quedarse fríos y las madres de los niños empezaron a decir que no, que de ninguna manera; que lo que convenía hacer para no quedarse fríos era meterse dentro del autobús.

Lo que más tarde aconteció no fuera para descrito. Jamás —desde Esparta*— recuerda la historia caso alguno de más ejemplar renunciación, de más probo estoicismo, que el registrado por aquel grupo de tímidos infelices de la clase media —que, bien mirado, hay que ver lo sufrida que es—, entre los que se encontraba, cavilando sobre la campaña de los próximos meses, nuestro pequeño veraneante: el hombre del que, si subsanase algunos pequeños defectillos, podría decirse que vivía en olor de santidad.

Haría falta un libro entero, un libro gordo, para relatar con cierta minucia aquellas horas al raso. Aquí parece ser que no tenemos espacio suficiente.

El ayudante esperó a que pasase un coche que le condujera al primer teléfono. La cosa de la caja de cambios sucedió a las nueve de la noche. El coche que había de llevar al ayudante tardó media hora en pasar y otra media hora en llegar a un teléfono. Eran ya las diez. El ayudante, con eso de tomarse una copeja* de coñac para entonar el cuerpo, esperó a que fuesen las diez y media para pedir socorro por conferencia. La conferencia, como la hora era

mala y la señorita del teléfono tenía que cenar y charlar un rato con las amigas, tardaron en darla tres horas menos unos escasos minutos. Era ya la una y media de la madrugada. Los veraneantes macho vivaqueaban en la carretera, al tiempo que los veraneantes hembra vigilaban dentro del coche el sueño de sus crías. En explicar lo que pasaba y en preparar otro coche transcurrieron aproximadamente cinco cuartos de hora. Eran ya las tres menos cuarto. En llegar el nuevo autobús pasaron tres horas y media, y en transbordar los equipajes, media hora más. Eran ya las siete menos cuarto. Un nuevo día rasgaba el horizonte, mientras los pajaritos, con un desprecio absoluto del dolor ajeno, silbaban jolgoriosos* en la amanecida. En llegar a Madrid tardó la expedición cuatro horas, porque era conveniente bajar no muy de prisa. Eran ya las once dadas cuando los veraneantes oían aquello de: ...Y que no se vuelva a repetir; ya lo sabe usted. Comprenderá que no son horas de llegar a la oficina.

 

EL HACENDISTA

Don Desiderio Papús* Garriga, cabeza visible de familia numerosa, se había pasado la existencia tratándole de buscar una raíz científica al hecho — sucesivo e inexplicable — de llegar todos los meses a fin de mes.

— ¡Ah, si no fuera por* la inflación! —le decía a su señora, doña Eleuteria Cotobás de Papús—. ¡Si no fuera por la inflación, te juro que nos inflábamos*!

—Ya, ya. ¡Mira tú que* esto de la inflación! También es lata, ¿eh?—le contestaba doña Eleuteria, que era igual que un asno sólo que menos fuerte.

Don Desiderio, que tenía cierta fama de sabio entre sus amigos, estuvo durante muchos años tratando de corregir las cosas desde arriba o, como él decía, intentando luchar contra el mal en su origen; pero los años, al demostrarle

que todo iba siendo posible menos que lo nombrasen ministro de hacienda, le restaron ambiciones, y le fueron forzando, poco a poco, a experimentar sus conocimientos en su propio hogar.

— ¡Allá el país!*—decía don Desiderio Papús.— ¡El se lo pierde!

Don Desiderio Papús, decidido ya a levantar sus teorías en su tercero interior derecha*, reunió un día memorable, a eso de la una y media, a sus siete vastagos y les dijo:

—Hijos míos: los tiempos están malos para todos. Sois aún muy jóvenes para conocer la mecánica de la inflación; pero yo os aseguro, bajo palabra de honor, que con esto de la inflación va a llegar el día en que nos tengamos que ir a la cama sin cenar. ¿Os dais cuenta, débiles criaturas, lo que supone irse a la cama con la panza vacía? ¿Lo ignoráis? Yo, que tengo el sacrosanto* deber de instruiros, os lo voy a decir. Irse a la cama en ayunas significa, muchachos, el insomnio, la acidez de estómago, el nerviosismo, la mala uva*, la desazón, el albergar en vuestras mentes los más negros y siniestros pensamientos y, por ende, el fuego eterno.

La voz de don Desiderio Papús había adquirido una lúgubre e imprevisible* gravedad.

— ¡Hay que ver! ¿Eh?—dijo Desiderito, el
mayor, un doncel que no brillaba por sus luces.

—Pues, sí, hijo mío, sí. ¡Hay que ver!

Los siete retoños de don Desiderio —Desiderito, Eleuterita, Santitos, Cirilín, Obdoncín, Tainita y Cosmecillo, el benjamín de la troupe*, que se había quedado algo lelo de un paralís que le dio a consecuencia de un mal aire—

respiraron fuerte, mitad de susto, mitad de agradecimiento*. Don Desiderio, esa es la verdad, nunca había estado tan locuaz con ellos.

—Pues sí, niños, sí—continuó don Desiderio—; conviene estar preparados para los más duros embates; es necesario que nos pertrechemos para la posteridad. El espíritu del ahorro ha de despertarse en vuestros corazones, porque ya es sabido que el ahorro, no sólo es el báculo de nuestra vejez, sino también...

— ¡Hay que ver! ¿Eh?—interrumpió Desiderito.

—Gracias, hijo—susurró don Desiderio, para añadir en voz alta—: Ya veo que me entendéis. Yo quiero haceros una proposición. No es un mandato de padre, sino una propuesta de amigo. Dentro de media hora mamá nos llamará a comer. Nos sentaremos en torno a la mesa e injeriremos* los pobres manjares que constituyen nuestro sustento. Y bien: ¿qué habremos salido ganando? Pues unos cientos de calorías que, guardando un poco de reposo, no necesitamos para nada. Estémonos quietos y ahorremos fuerzas y energías, al par que* dinero.

Don Desiderio Papús Garriga carraspeó un poco.

—Al par que dinero, sí; porque al que no quiera comer y se vaya a dormir la siesta —esto es algo, naturalmente, absolutamente voluntario— le haré entrega, en el acto, de la suma de pesetas cinco.

Un movimiento de estupor corrió por el grupito de las criaturas. Don Desiderio —buen psicólogo— aceleró el ataque:

—¿Alguien opta por el duro? Los que opten por el duro que levanten el dedo.

Salvo Cosmecillo, el tonto, los demás hijos optaron por el duro. Don Desiderio, con un gesto de noble patricio, repartió seis duros* y seis besos entre los hijos ahorradores, y se sentó a la mesa con la esposa y el niño pequeño.

— ¡Qué ambiente más despejado! ¿Verdad, Eleuteria?

—Sí, Desi, muy despejado. Pero, ¿qué te propones? Te aseguro que los niños no se comen un duro cada uno.

—No seas tonta, ya verás. Tú lo único que tienes que hacer es evitar que salgan a la calle, ¿me entiendes?

—No; ¿por qué no quieres que salgan a la calle?

Don Desiderio bajó la voz.

— ¡Chist! ¡Calla! ¿Sabes por qué?

—No.

—Pues porque, a lo mejor, al salir a la calle, la señora del entresuelo les da de merendar.

—No entiendo.

—No te preocupes y obedece.

La tarde transcurrió con dulzura. Los niños, con la barriga vacía, ni saltaron, ni jugaron a la pelota, ni hicieron ruido. Los angelitos, acariciando su duro, pensaban en la hora de la cena.

—Mamá, ¿qué hora es?

—Las cinco y cuarto. Pero, ¿qué te pasa, hijo, que no haces más que preguntarme la hora?

Y la hora de la cena, a fuerza de paciencia*, llegó, como llega todo en esta vida. Y con la [78]

hora de la cena, una breve arenga de don Desiderio Papús Garriga, hacendista.

—Hijos míos, vamos a cenar. Pero los tiempos están difíciles, ya sabéis, muy difíciles incluso. Nunca he pedido vuestra ayuda; pero hoy —a don Desiderio se le escapó un gallo de emoción—, hoy, hijos míos, o me dais un duro cada uno, o aquí no cena ni el apuntador*.

Don Desiderio terminó su frase con cierta excitación. Excitación infundada, ¡bien lo sabe Dios!, porque los seis niños, sin una sola excepción, después de ahorrarle la comida, le devolvieron su duro.

¡Si a don Desiderio le hiciesen algún día ministro de hacienda!

 

 


Date: 2015-12-11; view: 913


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II. EL PEQUEÑO VERANEANTE VA DE PESCA | DOS BUTACAS SE TRASLADAN DE HABITACIÓN
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