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LA OPERACIÓN

Dos enfermeros entraron en el quirófano conduciendo al enfermo y lo depositaron sobre la cama operatoria. El anestesista colocó la mascarilla y abrió el grifo correspondiente. A su tiempo entró el célebre cirujano.

– ¡Bisturí!

Una enfermera se apresuró a cumplir la orden y el célebre cirujano, con perfecta maestría, abrió el abdomen del enfermo. De pronto se quedó pensativo y miró a su ayudante.

– Oiga usted, Martínez: ¿qué es lo que teníamos que quitar a este señor?

El ayudante miró a su maestro indeciso...

– No puedo asegurarlo, pero... me parece que era algo que acababa en “azo”...

– ¿En “azo”?... – repitió el célebre cirujano. – Es algo demasiado inconcreto. Podría ser el brazo, el espinazo, el embarazo... Aunque, ¿para qué iba a querer este señor que le quitáramos el brazo?

– Sí, no es lógico que viniera aquí a que le quitáramos el brazo – asintió el ayudante.

– Voy a ver si mi mujer se acuerda de algo – dijo el célebre cirujano y se dirigió al teléfono:

– Oye, Enriqueta, ¿te acuerdas de lo que tenía que quitar al enfermo del bigote y el traje marrón?

– Ni idea – respondió la mujer. – Ya sabes que a mí no me gusta meterme en tus cosas.

– Era algo que acababa en “azo”...

– ¡Brazo! Seguramente sería un brazo.

– Sí, pero no estoy seguro...

– Es lo más posible. De todas maneras, como tiene dos...

– Pero, ¿y si luego resulta que no era eso?

– Siempre puedes quitarle otra cosa.

– No sé, no sé... Se me hace muy cuesta arriba...

– Oye, y a propósito: no te olvides de traer queso cuando vengas. Ya sabes que Federico viene a almorzar y el queso le vuelve loco.

– ¿Qué clase de queso?

– Cualquiera... Si hay “camembert”.

– El “camembert” le sienta siempre como un tiro.

– Por eso.

– Y, ¿de verdad no te acuerdas de lo de la operación?

– En absoluto. Si crees que con las cosas que tengo en la cabeza voy a acordarme de esas tonterías... Tengo que leer el “ABC”, bañarme, pintarme las uñas... Y además quieres que opere a tus enfermos... ¡Quítale lo que sea y ya está!

– Está bien, mujer, llevaré el queso...

Y el célebre cirujano regresó al quirófano.

– ¿Qué? – indagó el ayudante. – ¿Ha averiguado usted algo?

– En absoluto.

– Ahora creo recordar – dijo el ayudante – que la cosa no acababa en “azo” sino en “oma”.

– ¿En “oma”?... Puede ser diploma, carcoma, paloma, idioma... ¿Qué le parece a usted si le quitamos idioma?

– A mí me da igual. El enfermo es suyo.

El doctor miró la cara del enfermo y dijo:

– De momento, vamos a quitarle el bigote. Siempre mejorará algo.



– ¿Y si preguntamos en su casa? – dijo el ayudante. – Posiblemente su familia sepa qué es lo que le tenemos que quitar.

– Buena idea, Martínez – replicó el célebre cirujano y se dirigió nuevamente al teléfono.

– ¿Señora de Ramírez?...

– Al aparato.

– ¿Qué tal, señora?... Soy el doctor Ruibáñez.

– ¿Le ocurre algo a mi marido?

– No, no, nada. No se alarme. Le llamo para preguntarle si usted recuerda qué es lo que teníamos que quitarle a su marido.

– Pues, no lo sé. Le oí decir algo que acababa en “ito”.

– Espere, voy a decirle todo lo que recuerdo que acaba en “ito”: granito, pernito, frito... ratoncito, pueblecito...

No, no era nada de eso...

– Entonces, ¿qué le quitamos?

– Quítele usted lo que quiera. A mí no me gusta meterme en las cosas de mi marido. Luego dice que si patatín que si patatán...

– Está bien, señora. Gracias de todos modos.

Cuando el célebre cirujano entró nuevamente en el quirófano, el enfermo se había despertado.

– Nada – dijo el célebre cirujano. – Su mujer tampoco sabe nada.

– Mi mujer no sabe más que le conviene – comentó el enfermo. – Es una egoísta de tomo y lomo. Si yo les contara...

– Cuente, cuente – dijo la enfermera muy contenta.

– Pues, que tenemos unos disgustos de sobra y ¿saben ustedes por qué?... Porque no hay manera de que tire del tapón de la bañera. Siempre que se baña deja toda el agua sucia.

– Sí, eso está mal – comentó alguien.

– ¿Y la pasta de los dientes?

– ¿Por qué pregunta usted de la pasta de los dientes?

– No pregunto por la pasta, pregunto si saben ustedes lo que hace con ella.

– Yo, no – dijo el célebre cirujano. – ¿Saben ustedes algo de lo de la pasta de los dientes de este señor? – preguntó a los demás.

– Nada, nada – respondieron los demás como un solo hombre.

– Pues, lo de la pasta de los dientes es ¡que aprieta el tubo por el centro!... ¿Qué les parece a ustedes?

– Nos parece muy mal.

– ¿Es tolerable o no es tolerable?

El célebre cirujano interrumpió:

– Perdone, pero... ¿recuerda qué es lo que teníamos que quitar a usted?

Y el enfermo respondió:

– No creo que tienen que quitarme algo. Yo he venido a arreglar la luz, pero, ya que estoy aquí, haga el favor de darme unos puntos en mi abdomen que se me ha descosido...

 

Carlos Fuentes

LA PESTE

Los cadáveres yacen en las calles y las puertas están marcadas con cruces velozmente pintadas. Las banderas amarillas son azotadas por un viento rencoroso en los altos torreones. Los mendigos no se atreven a mendigar, sólo miran a un hombre perseguir a un perro alrededor de la plaza, finalmente capturarlo y luego matarlo a garrotazos, pues se dice que los animales son culpables de la pestilencia. Los enfermos han sido arrojados de sus hogares; deambularon en soledad y al cabo se han reunido con los otros infectados alrededor de las pilas de basura. Los cuerpos ennegrecidos flotan en el río y los peces negros mueren en las riberas contaminadas. Los sepulcros abiertos son incendiados. Unas cuantas orquestas entristecidas tocan en las plazas, con la esperanza de disipar la capitosa atmósfera de melancolía que se suspende sobre la ciudad.

Muy pocas personas se atreven a caminar por las calles, y entonces sólo vestidas con ropones largos, negros y gruesos, guantes de cuero, botas y máscaras con ojos de vidrio y picos llenos de bergamota. Los conventos han sido clausurados; sus puertas y ventanas tapiadas. Pero un monje simple y bueno llamado Simón se ha atrevido a salir, pensando que su deber es atender y curar a los enfermos. Antes de acercarse a ellos, Simón empapa sus vestimentas con vinagre y se amarra alrededor de la cintura una faja teñida de sangre seca y adornada con ranas molidas. Cuando debe escuchar la confesión de los enfermos, siempre les da la espalda, pues el aliento de un apestado puede cubrir un cántaro de agua con una nata gris. Los afligidos se quejan y vomitan; sus úlceras negras estallan como cráteres de tinta. Simón administra los sacramentos finales humedeciendo las hostias en vinagre y luego ofreciéndolas en la punta de una larguísima vara.

La ciudad se ahoga bajo el peso de su propia basura; y casi todo el detritus no es sino cadáveres. Entonces, el Alcaide se acerca a Simón, y le pide que vaya a la cárcel y allí hable con los presos para hacerles el siguiente ofrecimiento: serán liberados al terminar la peste si ahora se prestan a trabajar en las calles, quemando a los muertos. Simón va a la cárcel y hace el ofrecimiento, no sin advertir a los prisioneros del peligro que corren, aislados en sus mazmorras se han salvado de la enfermedad; una vez fuera de ellas, recogiendo cadáveres en las calles, muchos entre ellos morirían, pero los sobrevivientes serían liberados.

Los prisioneros aceptan el trato propuesto por Simón. El sencillo monje los conduce a las calles y allí los presos comienzan a amontonar cuerpos en las carretas.

La peste en la ciudad ha terminado. Los presos entierran los últimos cuerpos y Simón el monje los ayuda. Las banderas amarillas son arriadas mientras el monje se reúne con los prisioneros alrededor de una fogata y todos hacen recuerdos del tiempo que han pasado juntos; son amigos.

Hay un silencio final y breve. Simón les anuncia que ahora son libres. Muchos han muerto, es cierto; pero los sobrevivientes ganaron algo más que sus vidas; ganaron la libertad. Beben el último trago de la bota de vino cuando se acercan a ellos el Alcaide y los alabarderos. El Alcaide simplemente ordena a su compañía armada que tome a los prisioneros y los vuelva a encarcelar. Ha terminado el tiempo de la gracia. Todos los prisioneros sobrevivientes regresarán a la cárcel hasta el término de sus sentencias.

Uno de los presos escupe al rostro de Simón.

 


Date: 2015-12-11; view: 980


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Aacute;lvaro de Laiglesia | EL FORASTERO Y EL CANDELABRO DE PLATA
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