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RECUERDOS DE INFANCIA

ESA BOCA

El pequeño Carlos tenía gran entusiasmo por el circo. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre creía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre:

− ¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?[55]

A los siete años toda frase larga y complicada resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicar:

− No quiero que veas a los trapecistas[56].

En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque no le interesaban los trapecistas.

− ¿Y si yo me voy cuando empiece[57] ese número?

− Bueno, − contestó el padre, − así, sí.

La madre compró dos entradas y le llevó el sábado por la noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto empezó a bostezar. Aplaudieron de nuevo y salieron − ahora sí − los payasos.

Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente el trasero. Casi todos los espectadores se reían. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos les alentaba a gritos. Entonces el segundo payaso grande que era, sin lugar a dudas, el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos le vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.



Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido la madre le tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y le introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada.

− ¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verles?

Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué sabemos de Carlos? ¿Cuántos años tenía? ¿Cómo era su familia? ¿Qué le gustaba?

2. ¿Por qué su padre no le dejaba ir al circo?

3. ¿Cómo explicó Carlos al padre su deseo de ir al circo?

4. ¿A qué condición el padre le dejó ir?

5. ¿Cuándo y con quién Carlos fue al circo?

6. ¿Qué vieron en el circo antes de la salida de los payasos?

7. ¿Cómo eran los payasos? ¿Qué hacían?

8. ¿Qué pasó cuando el payaso más cómico se acercó a la baranda y Carlos pudo ver su cara pintada de cerca?

9. ¿Por qué salieron Carlos y su mamá cuando empezó el número de los trapecistas?

10. ¿Por qué lloraba Carlos? ¿Cómo lo explicó?

MALAS NOTICIAS

Una tarde cuando mi papá y yo nos quedamos solos en casa, él me llamó desde la cocina. Como todas las tardes el viejo estaba sentado y tomaba mate.

− Siéntate, − me dijo.

Me acomodé en el banco como de ordinario y empecé a preguntarme cuál sería el motivo de aquella acción tan ceremoniosa. ¿Qué habría hecho yo para que el viejo estuviera tan serio[58]?

− Claudio, − empezó, y eso me preocupó aún más porque el viejo rara vez me llamaba por mi nombre. – Tengo una mala noticia. – Tragué saliva y mi rodilla derecha empezó a temblar. – Ya no eres un chiquitín y creo que hay que decirte las cosas, aun las más tristes.

Y así mi padre, nada menos que mi padre, me expulsó sin más trámites de mi infancia. Cualquiera podía darse cuenta de que yo era un niño, y no importaba demasiado la fecha de nacimiento que figuraba en mi documento de identidad.

Y estalló la noticia:

− Tu madre está muy enferma.

Antes de captar la gravedad de la mala noticia, inevitablemente detecté otra novedad: comúnmente él decía mamá y no tu madre. De todos modos, mi rodilla dejó de temblar. Ya no estaba para esas frivolidades. Durante un rato contuve el aliento. No como un ejercicio de la voluntad[59]; sencillamente, no podía respirar. Sentía que mis pulmones reventaban de aire, pero no conseguía expelerlo. Al fin, lo logré y pude preguntar:

− ¿Se va a morir?

Y el viejo, en tono bajo y con los ojos repentinamente llorosos contestó:

− Sí, se va a morir.

Junté fuerzas para preguntar si ella lo sabía.

− No, sólo sabe que está muy enferma. Cree que puede curarse. Eso es lo que le decimos el médico y yo.

Sentí frío, un frío estúpido y absurdo, pues estábamos en pleno otoño, que es aquí la estación más plácida, y al mismo tiempo comprendí que mis primeras lágrimas calientes bajaban por las mejillas heladas. Algo tenía que hacer y por eso abandoné el banco y me acerqué al viejo. Él dejó por fin el mate sobre la mesa y me abrazó larga, estrechamente. Otra novedad, porque el viejo no era un sentimental y pocas veces me había abrazado.

Durante el abrazo yo sentía sus sollozos, pero recuerdo que no seguían el mismo ritmo que los míos. También recuerdo que el yesquero que él tenía en el bolsillo de la camisa me hacía daño en un hombro, pero por supuesto no dije nada. Cuando se apartó, vi que tenía en la mano un pañuelo blanquísimo, como recién comprado, y con él se secó los ojos, luego secó los míos, y hasta me lo puso en la nariz para que me sonara[60], igual que cuando tenía tres o cuatro años.

− Una cosa te pido, − dijo, − ella no debe saber que tú lo sabes todo. Hay que tratarla como siempre. Claro que eso va a costarte mucho...

Dos horas más tarde, cuando mamá regresó con Elena, mi hermanita, el viejo y yo habíamos recuperado la serenidad, o más bien la máscara de la serenidad. Sin embargo, quizá porque ahora sabía la verdad, percibí por primera vez que mamá estaba pálida, demacrada, con los ojos cansados. Me acerqué y la besé.

− ¿Y eso? – preguntó sorprendida.

− Eso porque estábamos echándote de menos.

Sonrió débilmente y pensé que no era un buen actor. Allá, en el fondo del patio, vi que el viejo descansaba en la sombra.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué le pasó a Claudio cuando se quedó solo en casa con su padre?

2. ¿Qué le sorprendió al chico en la manera de hablar del padre?

3. ¿Por qué el padre había decidido comunicarle la mala noticia?

4. ¿Claudio se sentía pequeño o adulto?

5. ¿Cuál fue la mala noticia?

6. ¿Cómo reaccionó el chico?

7. ¿Qué pregunta hizo al padre?

8. ¿Qué contestó el padre?

9. ¿Supieron el padre y el hijo controlar sus emociones?

10. ¿Cómo saludó Claudio a su madre cuando ella regresó a casa con su hermanita?

 

 


Date: 2015-12-11; view: 1260


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