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María Elena Llana

NOSOTRAS

Soñé que venían de la Compañía a cambiar el número del teléfono. “Me alegro mucho – dije –, porque se pasan el día llamando a un número parecido y porque otros, cualquiera sabe quién o quienes, llaman justamente los sábados a las tres de la madrugada...”. Bueno, a ellos no les interesó mucho mi alegría. Lo cambiaron y eso fue todo. Y yo, en vez de mirar al redondelito del centro del aparato, ahí donde se escribe el número, les pregunté: “¿Qué número es?”. Y me respondieron: “El 20-58”.

Brumas. Algo incoherente. Brumas. Despierto y doy los pasos de siempre: desayuno, me lavo los dientes, tiendo la cama... Empieza un día como otro. Sin saber por qué, nunca se sabe exactamente por qué, al mediodía un número surge en mi cerebro, aletargado por la blandura de la hora. “El 20...”. Ligero gesto de extrañeza. ¿El 20...? Brumas. Algo incoherente. Brumas. ¡El 20-58! Sonrisa. ¡Es verdad, el 20-58! E inmediatamente, el gesto fatal: coger el teléfono y canalizar una infantil curiosidad... Rac-rac-rac-rac. Y un timbrazo opaco y lejano inicia la conversación. Alguien descuelga y, pese a los vericuetos del hilo, la voz llega extrañamente lisa, extrañamente familiar.

– Oigo.

– ¿Qué casa?

– ¿A quién desea?

– ¿Es el 20-58?

– Sí.

Esa voz, esa voz... Bueno, continuemos la tontería. Si se supone que ése es mi nuevo número, preguntaré por mí misma.

– Con... Fulana.

– Es la que habla.

Claro, algo de estupor. Estas cosas nunca pueden evitarse. Momento de vacilación. Algo incoherente pero ahora sin brumas. Insistencia desde el otro lado.

– Sí, soy yo, ¿quién es?

Total desconcierto. Mi misma imagen devuelta... Bueno, hay que salir de esto. No se me ocurre nada más que la verdad y la digo no sin cierto temor.

– Soy yo, Fulana.

Pudo colgar, pudo decir cualquier cosa, pudo no decir nada, pudo hablar en copto, pero lo que no debió decir nunca fue lo que dijo:

– Al fin me llamas. Me arriesgo:

– Pero oye..., soy Fulana... de Tal.

– Sí, ya lo sé. También yo soy Fulana de Tal. Es demasiado. Un estremecimiento me recorre el espinazo... Ahora ya no sé qué decir. Esta vez, sin contenerme, en espera a que la otra cuelgue, cuelgo yo y me quedo con la mano sobre el auricular, mirando el aparato como si fuera un animalejo que de un momento a otro pudiera echar a andar. Suspiro. Me recuesto en el sofá. ¿Una broma? ¿Habré hablado en sueños? ¿Se enteraría alguien de...? ¡Pero si es imposible!

Y ya todo gira como el rac-rac-rac-rac del 20-58. Puedo ir y venir por la casa, arreglar este adornito, enderezar aquel marco, calentar el café, pero es como si estuviera vigilada. Como si los ojos que me siguen salieran del teléfono; no que estuvieran agazapados en él, sino que simplemente esperaran su momento. Había dicho “Al fin me llamas”, y pudiera creerse que llevaba esperando mil años, por sólo hablar de los últimos tiempos. Voy y vengo; rehuyo cruzar muy cerca del teléfono y después me río de mis aprensiones. “¡Como si tuviera garras que fueran a cogerme por la saya!”. Hacia las seis de la tarde ya no puedo más. Descuelgo. Me falta un poco la respiración. Rac-rac-rac-rac. El corazón tamborilea mientras aguardo. Cuando al fin oigo su voz ya no sé qué me pasa.



– Oigo.

No puedo evitarlo, tartamudeo:

– ¿El...20...58...?

– Sí.

– ¿Quién habla?

La voz me salió valiente, pero la respuesta tuvo el mismo efecto de un cubito de hielo concienzudamente pasado a lo largo de la columna vertebral.

– Sí, soy yo. Ya sé que eres tú otra vez.

– ¿Yo? ¿Quién?

– Yo misma.

Esto parece complicarse. Ahora me acometen deseos de discutir. Digo con acento de poner las cosas en su lugar:

– Tú misma, no. Yo misma.

– Es igual.

– Pero aunque todo esto fuera algo juicioso, yo estoy primero.

– ¿Por qué? ¿No eres Fulana de Tal?

– Sí, desde luego.

– Pero es que yo soy Fulana de Tal.

– Aunque sea verdad, hay que aclarar que tú eres también Fulana de Tal.

– ¿Y por qué? Yo soy Fulana de Tal. Tú eres Fulana de Tal también.

Ahora ya no me desconcierta, me molesta. Estoy enfureciéndome, pero de pronto... Sí, pudiera ser... Hay que investigar un poco más, eso es todo. Han sido coincidencias, pero las coincidencias acaban por fallar cuando se razona. Mi voz suena conciliadora, casi gentil, cuando digo:

– Es mejor ir despacio. Veamos: las dos nos llamamos Fulana de Tal y eso es ya una casualidad.

– ¿Tú crees?

Su tonito irónico, desafiante, me desarma. Continúo todo lo gentil que puedo, dadas las circunstancias.

– Yo nací en el pueblo de...

– De X, exactamente. Yo nací allí; hija de Zutana y Esperancejo.

Trago en seco, pero no me dejo abatir. Le espeto como un fiscal:

– ¡Segundo apellido!

– Tal, querida. Soy Tal y Tal.

Ahora ya empiezo a sentirme decididamente mal. ¿Quién puede saber todo eso? ¿De quién es la broma? ¿De quién el ardid? Ella toma la iniciativa:

– ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponerse así? ¿Ves que no miento? ¿Por qué habría de hacerlo?

Quisiera contenerme. Si en definitiva es cierto lo que ocurre, no hay razón para que ella lo tome así, tranquilamente, y yo lo tome así, arrebatadamente. Pero me siento engañada. Siento que alguien se ha confabulado. No puedo evitarlo. Entonces, jugándome el todo por el todo, pregunto:

– Si somos la misma, debemos serlo en todo, ¿no? ¿Cómo estoy vestida?

– Con mi bata..., es decir, voy a evitar el posesivo. Con la bata de casa azul. Por cierto que ya el descosido de la manga molesta.

– Sí, molesta, pero...

Me detengo. ¿Por qué camino estoy tomando? ¿Es que voy a transigir? No, no. Ahora ella habla otra vez, es decir, no tengo constancia de que sea “ella”. Para ser más exacta, me escucho decir:

– La aguja está en una esquina de la gaveta superior de la mesita de noche. La dejaste allí la última vez que la usaste, y yo, desde luego, la volví a colocar. Cuando creíste que se había perdido, era que yo estaba zurciendo la sayuela rosada.

Ahora empiezo a flaquear. Ayer me sorprendió ver la sayuela cosida y deduje que lo había hecho la lavandera, lo que es muy extraño, pero no le vi otra explicación. Sea como sea algo se ha ablandado en mí. Casi estoy a punto de suplicar cuando digo:

– ¿A qué conduce esto?

– No sé. Fuiste tú quien llamó, ¿recuerdas? ¿Por qué lo hiciste?

¿Qué puedo contestarle? ¿Decirle lo del sueño? De pronto me siento infeliz. Todas las fuerzas ceden ante esta repentina autoconmiseración... Ella me hace dar un salto:

– Por favor, me haces sentir mal. ¿Por qué este estado de ánimo?

Ya no puedo menos que indignarme.

– ¿Hasta cuándo va a durar esto?

– Hasta que tú quieras. Basta que cuelgues. Nunca te he molestado, ¿no? ¿Por qué balbuceo? No lo sé:

– ¿Y si... si cuelgo...?

– No volverás a saber de mí, como hasta ahora. Todo esto lo empezaste tú.

Estoy dispuesta a colgar. Hay algo irritante en... en... ¡bueno, en ella! Pero ha sido tan comprensiva, tan paciente, ¿qué derecho tengo para enojarme? Sin embargo, aun a riesgo de parecer infantil, pregunto:

– ¿Puedo saber cuál es tu dirección?

– Está en la Guía.

– ¿A nombre de quién?

– Mío, desde luego.

Estoy a punto de caer en la trampa, pero reacciono:

– Si tu nombre es el mío, lo buscaré y encontraré mi propia dirección.

– Es lógico.

Ya vuelvo a desesperarme.

– Pero y entonces, ¿cómo puedes tener un teléfono distinto?

– La que lo tiene distinto eres tú.

¿Se estará poniendo agresiva? Su tono ha sido ya algo molesto. Sonrío. Me empiezo a adueñar de la situación. Quizá con un poco de sangre fría llegue a desconcertarla. Quizá me lo diga todo. Quizá..., ¡pero ahora recuerdo que tengo que hacer una salida urgente! Voy a decírselo cuando ella me interrumpe:

– Bueno, creo que por hoy es bastante. Tengo que hacer. Cuando quieras, ya sabes dónde me tienes.

– Sí, sí..., yo también tengo que...

¡Qué curioso! Cuando recuerdo que se hace tarde, ella parece recordar lo mismo. Bueno, no sé si despedirme o no. No quisiera ser grosera, pero tampoco tengo por qué ser amable. Ella, sin embargo, apresura las cosas. En el fondo se lo agradezco.

– Hasta otra ocasión, ¿eh?

Y cuelga. Me quedo con el auricular en la mano. Lo miro. Me paso la otra mano por la frente. Otra vez lo inexplicable me cerca, como esas pesadillas en las que no podemos despegar los pies del suelo. La urgencia del tiempo me decide. Cuelgo de una vez y voy a mi habitación, a vestirme. No sé exactamente qué traje ponerme, pero voy directamente hacia el claro, de algodón... Es como si alguien ya hubiese decidido por mí. La idea me desconcierta, pero entonces ya tengo presencia de ánimo para desecharla. “No, no – me digo –, mejor es no pensar en eso. Si está, en el caso de que “esté”, es allí, en el teléfono, esperando en el 20-58.” El razonamiento es desesperadamente pobre, pero lo hago por tranquilizarme y me tranquiliza, al menos mientras me visto. Sin embargo..., el germencito no ha muerto; la raicilla de la misma idea se agita buscando sol. Hasta que aflora: “¿Y si la llamo, sin teléfono?” Bastaré decir su nombre, que es el mío, y esperar... ¿Contestará?”. En esto he terminado de vestirme y voy al tocador. Cuando alzo los ojos estoy a punto de retroceder. Esos ojos, esos ojos, los míos, que acaban de reflejarse en el espejo, no parecen haberse alzado en este momento. Es como si ya hubieran estado mirándome. Me apoyo en la mesa del tocador. ¿Es sensación de vahído? Sé que estoy a punto de gritar y no quiero, sencillamente no quiero. Así que cojo la cartera y echo a correr hacia la puerta.

Ya en la escalera estoy casi en disposición de sonreír, como si me hubiera escapado de una trampa. Pienso que el aire de la calle me refrescará, que todo esto ha de pasar como si la salida de la casa pudiera significar un cambio en las cosas, y al regreso todo esté olvidado.

Empiezo a bajar la escalera. Aún el ¡pram! de la puerta al cerrarse resuena en el fondo de mis tímpanos, cuando me detengo. Sé que he hecho ese gesto de sorpresa, un gesto cortado que nos mantiene con la mirada fija al frente por un instante y que hace que los labios balbuceen algo...

– Las llaves..., no metí las llaves en la cartera.

Suspiro. Estoy casi derrotada. Hago memoria y veo las llaves, claramente, encima del aparador. Allí las dejé anoche cuando volví del cine. Allí estaban mientras hablé por teléfono..., ¡esa maldita conversación! Desde el sofá las veía cada vez que mis ojos recorrían la pieza, mientras hablaba. Y la salida precipitada, la estúpida huida de mi casa, me hizo olvidarlas... ¿Y ahora? De momento siento la necesidad imperiosa de volver. No puedo irme sabiendo que al regreso no podré entrar. Subo los dos o tres escalones que he bajado. Me paro a mirar tontamente la puerta cerrada. Vacilo. De pronto se me ocurre y no me doy tiempo a rechazar la idea. Toco el timbre y retrocedo expectante... No sé si la sangre ha aumentado su velocidad dentro de cada vena, de cada arteria, de cada humilde vasito capilar. No sé si, por el contrario, se ha detenido. Como tampoco sé si es frío o calor lo que me invade, deseos de reír tranquila o de echar a correr despavorida, cuándo la puerta empieza a abrirse, lentamente, frente a mí.

 

 

Jorge Luis Borges

EL OTRO

El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.

Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.

Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme enseguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.

Me le acerqué y le dije:

– Señor, ¿usted es oriental o argentino?

– Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra – fue la contestación.

Hubo un silencio largo. Le pregunté:

– ¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa? Me contestó que sí.

– En tal caso – le dije resueltamente – usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.

– No – me respondió con mi propia voz un poco lejana. Al cabo de un tiempo insistió.

– Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.

– Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lañe con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Qhicherat, la Gemianía de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Cariyie, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.

– Dufour – corrigió.

– Está bien, Dufour. ¿Te basta con todo eso?

– No – respondió –. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.

La objeción era justa. Le contesté:

– Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.

– ¿Y si el sueño durara? – dijo con ansiedad. Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:

– Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?

Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:

– Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo:

“Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente.” Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?

– Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.

Vaciló y me dijo:

– ¿Y usted?

– No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.

Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:

– En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.

Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.

– Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski – me replicó no sin vanidad.

– Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es? No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.

– El maestro ruso – dictaminó – ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.

Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.

Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.

Enumeró dos o tres, entre ellos El doble. Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.

– La verdad es que no – me respondió con cierta sorpresa.

Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.

– ¿Por qué no? – le dije –. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.

Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.

Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.

– Tu masa de oprimidos y de parias – le contesté – no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.

Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.

Casi no me escuchaba. De pronto dijo:

– Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?

No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:

– Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.

Aventuró una tímida pregunta:

– ¿Cómo anda su memoria?

Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:

– Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.

Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.

Una brusca idea se me ocurrió.

– Yo te puedo probar inmediatamente – le dije – que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.

Lentamente entoné la famosa línea:

L’hydre – univers tordant son corps écaillé d’astres.

Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.

– Es verdad – balbuceó –. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.

Hugo nos había unido.

Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.

– Si Whitman la ha cantado – observé – es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.

Se quedó mirándome.

– Usted no lo conoce – exclamó –. Whitman es incapaz de mentir.

Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser que soy.

De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.

Se me ocurrió un artificio análogo.

– Oí – le dije –, ¿tenés algún dinero?

– Sí – me replicó –. Tengo unos veinte francos. Esta noche convidé a Simón Jichiinski en el Crocodile.

– Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora me das una de tus monedas.

Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.

Yo te tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.

– No puede ser – gritó –. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.

(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.).

– Todo esto es un milagro – alcanzó a decir – y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.

No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.

Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.

Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vivida, pero la suerte no lo quiso.

Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.

Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.

– ¿A buscarlo? – me interrogó.

– Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.

Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.

He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.



Date: 2015-12-11; view: 2236


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