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NADA PARECE MUY CLARO

Me equivoqué en lo de la hora. Las cosas comenzaron a torcerse a las diez y media.

Hasta entonces creí tener la situación bajo control. Habíamos superado unas cuantas dificultades -la borrachera de Françoise, la respiración de Christo-, habíamos simulado comer estofado sin que nadie advirtiera que lo tirábamos y, aparte de Jed, no nos quedaba ningún cabo suelto. El Tet comenzaba a decaer. Todo lo que teníamos que hacer era aguardar el momento oportuno y ponernos en marcha.

Pero a las diez y media apareció Mister Duck en la enramada y supe que tenía un problema.

Salió de entre las sombras y avanzó hasta el círculo interno de velas. Después caminó hasta donde estaban Sal y Bugs y, tras hacerme un gesto vago, se sentó junto a ellos.

-¿Adónde vas? -me preguntó Françoise al ver que me levantaba.

Eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía un buen rato. Al terminar el baile había reclinado la cabeza en el regazo de Étienne, con la vista fija en las sábanas del dosel. Por el color de su piel, supuse que estaba sufriendo los efectos de la borrachera, pero cuando la oí hablar advertí que también tenía miedo, lo que era lógico, dadas las circunstancias; sin embargo, yo no me encontraba del mejor humor ni en el estado de ánimo más adecuado para tranquilizar a nadie.

-Nos pueden joder vivos -dije, pensando en voz alta, lo que supuso una metedura de pata.

Étienne miró a un lado y a otro.

-¿Cómo? ¿Qué pasa?

-Debo asegurarme de algo. Vosotros tres no os mováis de aquí. ¿Está claro?

-Y una mierda está claro. -Keaty me agarró por una pierna-. ¿Qué ocurre, Richard?

-Hay algo que tengo que hacer.

-Tú no te mueves de aquí mientras no me digas qué pasa.

-Suéltame. Greg nos está mirando.

Keaty apretó su presa.

-Me da igual. Dinos qué cojones...

Me incliné y apreté con los dedos la parte interior de la muñeca de Keaty. Un par de segundos después me soltaba.

-Hola -le dije a Sal.

-Richard, mi mano derecha -repuso, en tono alegre-. ¿Cómo estás, mano derecha?

-Como si fuera zurdo. Empiezo a tener visiones -contesté, dirigiendo las últimas palabras directamente hacia Mister Duck, que parecía muy divertido.

-Siéntate con nosotros.

-Quiero ir a buscar los cigarrillos al barracón.

-Si te sentaras con nosotros... -Sal perdió el hilo por un instante, aunque lo recuperó rápidamente-. Sabía que Bugs y tú volveríais a ser amigos.

-Claro que lo somos.

Mister Duck soltó una carcajada, pero Bugs asintió con la cabeza, lleno de buenas intenciones.



-Sí, tío. Todos somos amigos.

-Era... Era lo único que me quedaba por resolver... No podía soportar que estuvieseis enemistados.

-Ya no tienes que preocuparte por eso -dije, dándole una palmada en la espalda-. Todo vuelve a estar bien, como tú querías.

-Sí... Lo conseguimos, Richard.

-Tú lo conseguiste.

-Lamento haberte gritado, Richard. Perdona mis regañinas... Perdóname.

Sonreí.

-Voy por los cigarrillos. Luego hablamos.

-Y te sentarás con nosotros.

-Desde luego.

En cuanto Mister Duck entró en el barracón, lo agarré por el cuello y lo llevé contra la pared.

-Ahora dime qué haces aquí.

Me miró con expresión de inocencia y, hasta cierto punto, de perplejidad, y rió entre dientes.

-¿Has venido para impedir que huyamos? -pregunté.

No hubo respuesta.

-¡Dime qué haces aquí!

-El horror.

-¿Qué?

-El horror.

-¿Qué horror?

-¡El horror!

-¿Qué horror?

Suspiró y, con un rápido movimiento, se zafó de mi presa.

-El horror -repitió por última vez antes de escabullirse por la puerta y desaparecer.

Me quedé allí durante unos segundos, con los brazos tal como los tenía mientras sujetaba a Mister Duck. Después me recuperé y eché a correr hacia el claro, sin esforzarme apenas en disimular mis prisas.

-Venga -susurré cuando estuve junto a Keaty y los demás-. Nos vamos.

-¿Ahora mismo?

-Sí.

-Pero... Si todavía es noche cerrada.

-No importa. Me adelantaré para avisar a Jed y recoger las cantimploras. Françoise y Étienne me seguirán al cabo de cinco minutos. Y, después, Keaty. Nos encontraremos en el camino de la playa, dentro de...

ESE RUIDO

Bugs se levantó en el instante mismo en que dije «camino». Todas sus buenas intenciones se habían ido al garete. Tenía los ojos como platos y enseñaba los dientes.

-¿Qué coño ha sido ese ruido? -siseó.

Todos lo miraron.

-¿Qué demonios ha sonado por ahí?

Antihigiénix rió, somnoliento.

-¿Oyes ruidos, Bugs?

-Un crujido... de ramas. Como si alguien se abriese paso...

Sal abandonó su postura de loto para ponerse de rodillas.

-¿Falta alguien? -preguntó, mirando en torno a sí las figuras despatarradas.

-Yo... quizá -farfulló Jesse-, porque no sé dónde estoy.

Bugs se alejó unos pasos de la negrura que rodeaba la enramada.

-Seguro que hay alguien ahí.

-Quizá sea Karl -sugirió no sé quién.

Varias cabezas se volvieron hacia mí.

-No es Karl.

-¿Jed?

-Jed está en la tienda hospital.

-Pues si no son Karl ni Jed...

-¡Un momento! -Cassie se puso en pie también-, ¡Oigo algo!... ¡Allí!

Todos aguzamos el oído.

-No ocurre nada -dijo Jesse-, ¿Por qué no os calmáis? Lo que pasa es que estamos colocados...

-¡Colocado lo estarás tú! -lo interrumpió Bugs-. Oídme todos. ¡Se acerca gente!

-¿Gente?

De pronto todos lo percibimos, y nos pusimos de pie. No cabía duda. Alguien se abría paso a través de las ramas en dirección a nosotros desde el camino que conducía a la cascada. -¡A correr! -gritó Sal-, ¡Todos a correr!

Demasiado tarde.

Una figura se materializó a cuatro metros de donde estábamos, recortada entre las llamas que rodeaban la enramada, flanqueada por otras figuras que aparecieron a continuación, todas armadas y apuntándonos. No estaban mojados, así que no se habían arrojado por la cascada. Quizá conocían una ruta secreta hasta la laguna, o habían usado cuerdas para descender por los acantilados, o tal vez habían venido por los aires, lo que, a juzgar por su modo de cernirse en las tinieblas, no parecía imposible.

Volví la mirada hacia mis compañeros. Aparte de Françoise y Étienne, era dudoso que nadie hubiera visto antes a los Vietcongs, y me interesaba observar sus reacciones. Estaban tan aterrorizados como se suponía debían estar. Moshe y uno de los que trabajaban en la huerta cayeron a tierra de rodillas, y luego los siguieron los demás, con expresión de espanto, las mandíbulas apretadas, los brazos pegados al pecho. Casi me dieron envidia. Para ser su primer encuentro con el enemigo, no podían haberlo hecho mejor.

APOCALYPSE

Advertí que no había por dónde escapar y que iban a matamos a todos. Y lo acepté sin amargura. No había forma de impedirlo, y lo único que me quedaba era afrontar la muerte con lucidez. Aunque hubiera sabido que Vietnam podía acabar de aquella manera, no habría hecho nada por salvar el pellejo sin contar con la seguridad de que mis amigos se salvarían conmigo. Por una vez, había hecho lo que debía.

Por eso me enfurecía tanto que el Vietcong no hiciera lo que se esperaba de él. De hecho, lo estaban haciendo mal, y eso me sacaba de mis casillas.

Al volverme hacia mis compañeros, vi que el jefe de los centinelas me señalaba con el dedo. Acto seguido, uno de sus hombres me sacó a rastras del perímetro de la enramada y me obligó a tirarme al suelo. Entonces comprendí, aterrado, que iba a ser el primero en morir.

¡El primero! Si me iban a matar, que me mataran en el décimo lugar, en el decimoprimero o en el decimosegundo... Pero ¡el primero! No me lo podía creer. Eso significaba que me lo iba a perder todo.

El centinela apoyó en mi frente el cañón de su AK.

-Estáis cometiendo un grave error -grité, cabreado- Lo vais a joder todo. -Señalé a Moshe con la cabeza-. ¿Por qué no matáis a ése? ¿Qué más os da? Matadlo.

Su rostro barbilampiño me contempló con indiferencia.

-¡Por Dios, pégale un tiro a él! ¡Mata a ese gorila!

-¿Gorila?

-¡Sí, gorila, chino de mierda! ¡Soplapollas! ¡Mata a ese puto gorila! ¡A ése de ahí!

Señalé a Moshe, que se puso a gemir. El centinela que estaba detrás de mí me pateó la espalda.

-¡Mierda! -Jadeé al sentir la quemadura del dolor en los riñones.

Perdí el equilibrio y rodé sobre mí mismo hasta quedar de cara a mis compañeros. Aparte de Étienne, que se había tapado los ojos, todos guardaban la misma postura.

-De acuerdo. -Hice un esfuerzo y conseguí ponerme de rodillas-. Dejadme al menos elegir al verdugo.

En lugar de cometer el error de señalar a alguien, esta vez me limité a girar hasta que conseguí que lo que me apuntara fuese el arma del centinela con pinta de boxeador.

-Quiero que sea este tipo. Está bien, ¿no? Que lo haga él.

El boxeador frunció el entrecejo y miró al jefe, quien se encogió de hombros.

-Sí, tú. El del tatuaje del dragón. -Hice una pausa y lo miré a la boca, que mantenía cerrada-. ¿Sabes una cosa? Sé que te faltan los dientes. -Le mostré los míos y los hice entrechocar-. Te has quedado sin ellos, ¿eh?

El centinela se llevó un dedo cauteloso a los labios.

-¡Es verdad! -grité-. ¡No tienes dientes! ¡Lo sabía!

Se metió el dedo en la boca y exploró las encías durante unos instantes; luego se volvió hacia su jefe y pronunció unas palabras en tailandés.

-¡Ah! -El jefe asintió-. El chico que venir a vernos todos los días, ¿eh? Gustarte venir a vernos, ¿eh?

Lo miré y entonces, ante mi sorpresa, se agachó y me despeinó.

-Chico listo entre los árboles, todos los días. Nosotros también divertidos contigo. A por marihuana, ¿eh? Muy bien, marihuana. Un poco de marihuana para los amigos.

-Venga, mátame -le dije en tono de desafío.

-¿Matarte, chico listo? No matarte ahora. -Me despeinó de nuevo y se irguió-. No matar a nadie -añadió, dirigiéndose a las figuras apiñadas bajo el dosel de ramas- Yo avisar. Vosotros aquí y yo tranquilo. Un año, dos años, tres años, no problemas, ¿eh?

Si esperaba una respuesta, no obtuvo ninguna, lo que pareció irritarle. Respiró hondo y estalló en un arrebato de ira.

-¡Pero ahora sí problemas! ¡Vosotros un problema jodido!

En el más profundo silencio, se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel. Hasta las cigarras habrían entendido de qué se trataba.

-¡Vosotros hacer mapas! -gritó. No entendí lo que dijo a continuación porque una especie de martillazo me atronó los oídos-.

¿Para qué hacer esto? ¡Los mapas atraen a la gente! ¡Más gente aquí! ¡Más gente peligrosa para mí! ¡Y para vosotros, gilipollas! -Recuperó la calma tan repentinamente como había montado en cólera-. Bien -murmuró.

Dejó caer el papel al suelo, desenfundó su pistola y le disparó. No acertó el tiro, pero dio lo bastante cerca como para que el papel revoloteara en el aire. Me quedé sordo por segunda vez. El cañón de su pistola estaba a un palmo de mi cabeza.

Comenzaba a oír de nuevo cuando se puso a parlotear en un tono de voz espeluznante.

-Bien, amigos. Vosotros gustar mucho a mí. Un año, dos años, no problemas. Yo avisar. Siguiente vez matar a todos.

Tampoco conseguí entender muy bien esta última frase, porque el jefe subrayó sus palabras golpeándome con la pistola en la cabeza. Como intenté aguantar de pie, me arreó de nuevo, y consiguió que cayera de rodillas. Lo siguiente que recuerdo es que me tenía sujeto por la espalda de la camiseta.

-Un momento -farfullé como pude. Mi valentía se había esfumado. Estaba muerto de miedo. Me bastaba con lo que había probado para saber que no quería que me matara a palos-. Un momento, por favor.

Ni por ésas. Me golpeó con una fuerza increíble. Conservé la conciencia unos segundos, fija la mirada en sus zapatillas. Reeboks, como las del buscavidas de Ko Samui. Y después me desmayé.

Ignoro qué paso. Me acuerdo de algunas cosas, unos pasos, unos crujidos, unas voces ahogadas en tailandés, un par de patadas que me hicieron rodar por el suelo, pero son evocaciones incoherentes, arbitrarias y desconcertantes.

Cuando logré incorporarme y sostener mi peso, lo que debió de ser al cabo de unos diez minutos, por lo menos, el Vietcong había desaparecido. Comencé a arrastrarme hacia el emparrado, donde aún divisaba las borrosas siluetas de mis compañeros, y mientras lo hacía me pregunté, confuso, por qué me habían tomado como cabeza de turco. En cualquier caso, ¿por qué una cabeza de turco? Si no pensaban fusilarnos a todos, no me parecía nada correcto que me lo hubieran hecho pasar tan mal.

NOW

También debería haberme formulado otra pregunta, pero no lo hice. Gracias a lo que ahora es una importante experiencia, sé que se trata de uno de los extraños modos en que trabaja el cerebro al recuperarse de un fuerte golpe. Uno retiene los hechos más intrascendentes y se olvida de los importantes.

Lo que tendría que haberme preguntado era por qué nadie había acudido en mi ayuda. Si había permanecido inconsciente durante diez minutos, como sospechaba, habían tenido tiempo suficiente para echarme una mano, pero se habían quedado allí, atenazados por el miedo tras el círculo de velas y tan útiles como figuras de cera.

-Ayudadme -balbuceé-, ¿Qué os pasa?

Traté de que cayesen en la cuenta de que estaba furioso, pero me fue extremadamente difícil. Aparte de que no conseguía enfocarlos bien, veía doble, de modo que no sabía hacia dónde debía dirigir mi cabreo.

-Keaty... Por favor...

Oír su nombre pareció devolverlo a la vida. Dio unos pasos en mi dirección, y aun cuando apenas si veía, advertí que su forma de moverse no era normal, como si le asustase algo situado más allá de mí.

Me fallaron los codos y me di de boca contra el suelo. Tuve que escupir para sacarme el polvo.

-Deprisa, Keaty -musité.

Cuando se acercó, vi que le acompañaba alguien y supe, por el olor, que se trataba de Françoise. Me agarraron por los brazos y tiraron de mí hasta el centro del claro, con lo que, al pasar, apagué unas cuantas velas con el vientre. Eso añadió un nuevo dolor al que ya sentía, pero al menos me despejó un poco la cabeza. También resultó bastante estimulante un buen trago de licor de coco, a pesar de que estaba un poco agriado, lo que ocurre con rapidez. Su intenso efecto me hizo boquear y cerrar los ojos, pero cuando los abrí de nuevo, mi vista había vuelto a la normalidad.

Al fin comprendí el motivo de que todos se hubieran convertido en estatuas. Apoyándome en Étienne y en uno de los palos que sostenían la enramada, me alcé hasta ponerme en pie. Por lo visto, el Vietcong no creyó que la paliza que me habían dado fuese aviso suficiente, y nos había dejado un recordatorio para que no hubiese lugar a dudas.

El efecto de las balas en los balseros era repugnante. Agujeros enormes, cráneos destrozados. Todos los cuerpos estaban desnudos, como si les hubieran quitado la ropa antes de matarlos. El rigor mortis producía extrañas posturas. Sammy yacía de espaldas, pero debió de estar de bruces cuando le sobrevino la rigidez, y parecía soportar el peso del cielo con las manos. La chica alemana de la sonrisa bonita y el pelo largo se encontraba a su lado, con los brazos abiertos, como si se dispusiera a estrechar a alguien entre ellos.

No veo necesidad de seguir con las descripciones. Sólo me he detenido en ellas porque guardan relación con lo que sucedió luego.

Ver aquello habría sido pernicioso en cualquier circunstancia, y mucho más después de la escena con los centinelas, pero tener que arrostrarlo estando colocado era como para volver loco a cualquiera.

-Bien -dijo Sal, recuperada de su trance y caminando hacia la pila de cuerpos-. Creo que es hora de que nos pongamos a limpiar esto. No nos llevará mucho tiempo si todos... -Se detuvo a mitad de la frase. Movió los hombros como si se estuviera quitando una chaqueta y se dejó caer sentada al suelo-. No nos llevará mucho tiempo -prosiguió-. Venga, limpiemos este estropicio. -Se interrumpió de nuevo-. Vaya estropicio.

El chico alemán estaba atrapado bajo el pecho de Zeph, y los brazos de ambos aparecían entrelazados. Sal no consiguió moverlo. Todos la observamos en silencio tirar inútilmente de las piernas del alemán.

-Menudo estropicio -resolló Sal, sin dejar de tironear. La pierna se le escurrió entre los dedos, y ella cayó hacia atrás, golpeando con el rostro el cadáver de Sammy-. ¡Qué torpe! -exclamó de inmediato.

A continuación se puso a chillar y a clavarse las uñas en la cara. A Sammy le faltaba la mandíbula inferior.

Chillaba del modo en que lloran los que casi nunca lo hacen, y cuyas lágrimas parecen brotar de una profundidad insondable. Aquellos gritos me helaron la sangre, pero a Bugs lo desquiciaron por completo.

He pensado mucho acerca de lo que hizo Bugs, y tengo dos explicaciones. Una es que se puso furioso al ver que Sammy besaba a Sal. La otra es que vio en Sammy la causa de lo que atormentaba a Sal, y decidió acabar con ello. Ambas dan por supuesto que Bugs estaba loco, pero eso no importa. Lo estaba.

Bugs gritó el nombre de Sal, al que siguió un sollozo, sólo uno, y no demasiado alto. Después echó mano de uno de los cuchillos de cocina de Antihigiénix y atacó a Sammy.

Al principio sólo fueron patadas, aunque éstas no tardaron en dar paso a las cuchilladas. En el pecho, en la ingle, en los brazos, donde fuese. Después se sentó sobre el cadáver y lo zarandeó por el cuello. O eso es lo que supuse que hacía, porque todo estaba en penumbra y las amplias espaldas de Bugs no me dejaban ver bien. Cuando se levantó, vi que le había cortado la cabeza y se la llevaba asida por los pelos.

Jean agarró entonces otro cuchillo, se fue hacia la alemana más delgada y se puso a darle tajos en el vientre, hasta sacarle las entrañas. Cassie siguió su ejemplo y, agachándose, se dedicó a los muslos de Zeph. Étienne vomitó, y al cabo de pocos segundos los cadáveres eran pasto de las fieras.

Ahora sé que podríamos haber escapado en aquel momento. Aún quedaba gente bajo la enramada -todos los cocineros, Jesse, Gregorio y unos cuantos de los que trabajaban en la huerta-, pero no habrían intentado detenernos. Y tenía fuerzas suficientes para huir. La escena que acababa de presenciar había producido una descarga de adrenalina de tal potencia que acabó con los efectos de la paliza. Habría corrido un maratón de haber sido necesario, y no digamos una carrera por la selva.

Pero nos quedamos. El desmembramiento de los balseros tuvo un efecto paralizante sobre nosotros. Cada una de las extremidades arrancadas era como una soga que me ataba a aquel sitio.

FUEGO AMIGO

No lo sé con seguridad, pero es probable que aquellos carniceros se tiraran media hora de lucha frenética contra las articulaciones, retorciendo los brazos para tronchar los tendones. Hasta que llegó un momento en que la gente se dispersó y cayó exhausta junto a su obra o se puso a deambular entre las sombras. Sólo permaneció Moshe, concentrado en algo diminuto, un dedo, quizá, sin que pareciera darse cuenta de lo pequeño que era. Estaba mirándolo cuando oí la voz de Sal.

-«Esperad tres días en Chaweng -leyó con demoledora frialdad-. Si no hemos regresado para entonces, es que hemos dado con la playa. ¿Nos vemos allí? Richard.»

Tardé un poco en comprender a qué se refería, y durante unos segundos sus palabras no fueron sino un ruido entrecortado. Hasta que su sentido se me hizo tan claro como una revelación.

Me volví y vi a Sal a mi lado, de pie y con el pedazo de papel que el jefe del Vietcong había arrojado al suelo. Se me había pasado por alto. Ensordecido y mareado por los culatazos, no supe calibrar su importancia.

-«Nos vemos allí... -recalcó-. Richard.»

Se produjo una agitación bajo la enramada. Algunos de los cirujanos hicieron a un lado a Keaty, que me miraba con una expresión de singular perplejidad, y se acercaron.

-¿Richard? -susurró uno de ellos-. ¿Richard es el que trajo a esa gente?

Era la voz de una chica, pero estaba tan cubierta de sangre y tizne que me fue imposible identificarla.

El grupo que me rodeaba creció sin emitir sonido, dejando atrás a Françoise y a Keaty.

Busqué desesperado un rostro conocido al que pedir ayuda, pero cuanto más se me acercaban los carniceros, más anónimos me parecían. Las velas se apagaron bajo sus pies. Los rostros se mezclaron en el espesor de las tinieblas. La desaparición de Étienne me dejó aislado entre desconocidos.

-¡Jean! -grité.

Los desconocidos se echaron a reír.

-¡Moshe! ¡Cassie! ¡Sé que estáis ahí! ¡Sal! ¡Sal!

Pero ella también había desaparecido, y una rechoncha criatura siseó en su lugar.

-Después del Tet, la vida volverá a la normalidad.

-Sal, por favor -imploré, y sentí un pinchazo en una pierna.

Miré y comprobé que se trataba de una cuchillada superficial, pero eso resultó lo más aterrador. Grité y fui apuñalado de nuevo, con la misma precisión. Esta vez el pinchazo fue en el brazo, y tenía casi un centímetro de profundidad; después, en el pecho.

Por un instante no supe hacer otra cosa que limpiarme como un necio la sangre que me corría por el estómago, de donde burbujeó un terror que se hizo grito al llegar a la garganta. E intenté luchar.

Lancé un puñetazo al rostro más cercano, pero tan débil que rebotó en su mejilla. No pude repetir el intento. Me sujetaron por las muñecas y me inmovilizaron.

-¡No! -grité, retorciéndome.

El miedo me dio fuerzas para zafarme, pero al esquivar los cuchillos que venían de frente, recibía cuchilladas por la espalda, y cada vez más profundas, a juzgar por los golpes. Ahora eran tajos, y producían un dolor diferente, menos localizado. Infinitamente más ajeno e inquietante.

-No sigáis -sollocé.

Algo viscoso se enroscó a mi cuello. Unos intestinos. Los míos, pensé entre las convulsiones de mi cerebro aterrorizado, y me los saqué de encima.

Los desconocidos rieron y me lanzaron más cosas. Una mano me dio en el pecho. Una oreja me golpeó en la sien.

Intenté protegerme con los brazos al notar que caía de rodillas. En el último momento, levanté la mirada hacia aquel huracán de gritos y cuchillos, y volví a llamar a Sal para que los detuviera. Le dije que lamentaba mucho haberlo hecho todo tan mal, que había sido sin querer y que jamás volvería a hacerlo.

Y, por último, llamé a Daffy Duck.

Un rostro conocido apareció de repente entre la vorágine.

NADA DE NADA

Las cuchilladas continuaron, pero ya no sentía dolor. Tampoco cesó el torbellino de rostros, pero el que había reconocido siguió allí.

Era un rostro al que podía hablar tranquilamente, y que me respondía.

-Daffy -le dije-. Esto está jodido.

-Sí que lo está, soldado. -Sonrió-, Ha sido un viaje muy malo.

-Me han herido mis propios hombres.

-Eso siempre pasa.

Un filo me cortó el labio superior.

-No tiene importancia, ¿verdad?

-No mucha.

-Nunca debí venir aquí. Eso es todo. -Suspiré, me fallaron las piernas y caí sobre las hojas de palmera que cubrían el suelo-. Dios mío, qué manera tan asquerosa de morir. Aunque está bien que esto acabe de una vez.

-¿Acabar? -dijo Daffy sacudiendo la cabeza-. Esto no puede acabar así.

-¿No?

-Venga, hombre. Piensa en un final adecuado.

-¿Adecuado?

-Una terraza en el tejado, una multitud empavorecida, apretujada...

-El último helicóptero.

-Ese es mi chico.

-La evacuación.

-Como siempre.

Daffy desapareció. Los cuchillos se detuvieron. Uno de los carniceros comenzó a tambalearse, frotándose la barriga, otro se balanceó de costado sacudiendo los brazos.

Miré alrededor y vi que Jed estaba a mi lado y, junto a él, Françoise, Étienne y Keaty. Los cuatro blandían unos arpones. Bugs estaba sentado en el suelo, y le corría sangre por el regazo. Moshe se apoyaba en una de las estacas de bambú, respirando entre los dientes apretados, oprimiéndose las costillas.

-¡Atrás todos! -gritó Jed. Se agachó, me tomó por un brazo, se lo pasó por los hombros y tiró de mí-. ¡Atrás!

Bugs se desplomó de bruces.

-Pero... -balbuceó Sal-. Pero...

Dio un paso hacia nosotros, y Jed hundió el arpón entre los pliegues de su camiseta, retirándolo de inmediato. Sal se quedó donde estaba, balanceándose.

-¡Atrás! -gritó de nuevo Jed-, ¡Atrás todos!

Sorprendentemente, le obedecieron. Nos dejaron marchar a pesar de que eran mayoría y podrían haber impedido que huyésemos, si hubiesen querido. No creo que lo hiciesen por Sal, que había cerrado los ojos y no daba muestras de recuperar el aliento. Lo hicieron porque estaban cansados. Eso era lo que decían sus caras desencajadas y sus ojos vidriosos. Estaban agotados. Hartos de todo. Hastiados de aquel mal viaje.

GAME OVER


Date: 2015-12-11; view: 666


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