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PUÑALADA TRAPERA

Los gritos y alaridos cedieron paso poco a poco a los ruidos de la selva, unos sonidos perfectamente normales y a los que nunca habría prestado atención, pero que de pronto me sonaron extraños, oscura y aviesamente monótonos. La estridencia del canto de los pájaros me sacaba de quicio. Me puse de pie sin dirigirle la palabra a Mister Duck y eché a andar de regreso al desfiladero. No fue una caminata fácil. La cabeza me dolía por la descarga de adrenalina, las piernas me temblaban y no estaba en las mejores condiciones para andar con cautela. Tropecé en un par de ocasiones y por dos veces atravesé unos matorrales sin detenerme para asegurarme de que no se ocultaba nadie detrás.

Al rememorarlo, veo claramente que me sentía bajo el impacto de lo que acababa de ver y ansioso por alejarme de una zona en la que aún podían palparse los gritos. Aunque no fue así como lo viví entonces, porque en aquellos momentos yo sólo pensaba en lo importante que era volver al campamento y contarle a Sal todo lo sucedido. También me sentía furioso con Mister Duck, a quien parecían habérsele cruzado todos los cables desde el instante en que nos pusimos a seguir a los balseros. No sólo había estado incordiando con su deseo de interceptar a Zeph y Sammy antes de que alcanzaran el repecho, sino que su cháchara me había puesto en peligro. Y eso, desde mi punto de vista, era una falta muy grave. La Zona Desmilitarizada ya era lo bastante peligrosa como para que, además, uno no pudiera confiar en su compañero.

Creo que Mister Duck era consciente de mi enfado, porque, a diferencia de como solía actuar, desechó todo intento de conversación hasta que llegamos al desfiladero, donde puso una mano sobre mi hombro y me zarandeó.

-Tenemos que hablar -dijo.

-Que te den por el culo -repliqué, empujándolo a mi vez-. Han estado a punto de matarme por tu culpa.

-A los balseros sí que van a matarlos.

-Eso no lo sabes. Y yo he sentido esa puta paliza tanto como tú. Así que no te pongas en plan moralista. Sabíamos que podían atraparlos. Es lo que dábamos por supuesto cuando decidimos no establecer contacto con ellos a menos que llegaran a la cascada. ¿De qué mierda me estás hablando?

-¿Decidir? Yo no decidí nada. Lo que yo quería era que los ayudaras.

-Surgiendo de la nada como si fuera Rambo, con un M16 que ni siquiera existe.

-¡Algo podrías haber hecho!

-¿Qué? A ti lo que te ocurre es que vives en un mundo de fantasía. ¡No podía hacer absolutamente nada!

-¿Por qué no les avisaste antes de que llegaran al repecho?

-Tenía instrucciones muy claras de no hacerlo.

-Haberlas desobedecido.

-No tenía ni puta gana de hacerlo.



-¿No... tenías...?

-¡Ni puta gana!

Mister Duck frunció el entrecejo y abrió la boca para replicar, pero por algún motivo decidió no hacerlo.

-¿Qué? -le solté.

Sacudió la cabeza, con expresión de sosiego. Cuando habló, advertí que no decía lo que pensaba.

-Eso de que vivo en un mundo de fantasía fue una puñalada trapera, Richard.

-De modo que estuviste a punto de hacer que me mataran, pero soy yo quien hiere tus sentimientos. Que Dios me perdone. Soy un monstruo.

-Yo vivo en tu mundo.

-Eso es un consuelo, teniendo en cuenta que fuiste quien dijo que yo... -Me detuve a mitad de la frase, porque mientras hablaba había percibido un chasquido en algún punto de la Zona Desmilitarizada-. ¿Has oído eso?

Mister Duck vaciló por un instante y entornó los ojos, súbitamente nervioso.

-Sí. He oído algo.

-¿Estás seguro?

-Desde luego.

Aguardamos.

A los cinco o seis segundos una descarga de fusilería rompió el silencio. El sonido, perfectamente claro, corrió entre los árboles como un rumor colérico de estremecedora nitidez. Fue una única descarga, seca pero lo bastante prolongada como para hacerme pestañear y encoger los hombros mientras continuaban los tiros.

Lo primero que oí cuando cesaron fue a Mister Duck aspirar profundamente y espirar muy lentamente.

-Dios mío... -murmuré-. Lo han hecho. Los han...

-Fusilado.

Para mi sorpresa, estuve a punto de vomitar. Sentí unas náuseas tremendas, el cuello se me puso tenso y una imagen pasó por mi cabeza, la de los cuerpos de los balseros, los desgarrones ensangrentados de sus camisetas, sus miembros retorcidos. Tragué saliva con dificultad, me volví hacia la Zona Desmilitarizada, supongo que en busca de una columna de humo azul en la distancia, algo que corroborara lo que habíamos oído, pero no había nada.

-Fusilado -le oí decir una vez más, y después, en un susurro-: Maldición.

Cuando me volví a mirar, Mister Duck había desaparecido.

MAMÁ

¿Qué tal había ido todo? ¿Bien o mal? No lo sabía.

Por un lado, y al igual que en el repecho, mis nervios no habían estado a la altura de los acontecimientos. La calma que debía acompañar mi vigilia se había convertido en náusea. Pero, por otro lado, quizá fuese así como debían ser las cosas: el pánico en el repecho y la náusea al oír los disparos, tal como lo había leído infinidad de veces y lo había visto en las películas: se supone que la primera vez que se sale de patrulla uno se caga vivo en cuanto entra en contacto con el enemigo. Después, curtido ya por la experiencia, la cosa se convierte en rutina, hasta que un día uno descubre que todavía teme a la muerte. Es algo con lo que hay que vivir y de lo que se extrae fuerza.

Le di vueltas y más vueltas a esta segunda interpretación de los hechos hasta que llegué a la cascada, sin dejar por ello de atender otros aspectos más gratos, en especial la evidencia de que nuestros problemas con los intrusos se habían acabado, y el hecho de que mi responsabilidad en el descubrimiento de nuestra playa secreta estaba definitivamente zanjada. Aunque eso no hacía que me sintiera mejor.

No podía dominar el agarrotamiento del estómago, ni fijarme en el terreno que pisaba, ni superar las ganas que tenía de gritar. Quería gritar hasta desgañitarme. No un grito de guerra que me templara los ánimos y exorcizara el peligro, sino más bien la clase de grito que brota cuando persigues a la carrera un autobús y te destrozas la rodilla contra un bolardo de hormigón. No es un grito deliberado ni de dolor, porque de hecho en ese preciso instante no te duele nada, sino uno que surge de un cerebro que no sabe a ciencia cierta qué ha sucedido ni quiere saberlo.

Sal me esperaba al pie de la cascada.

-¿Qué demonios ha pasado? -preguntó, más enfadada que nerviosa, y sin esperar a que yo alcanzara nadando la orilla del es-tanque-. ¿Qué han sido esos disparos?

No respondí hasta que conseguí hacer pie y acercarme a ella.

-Los balseros -resoplé. El impacto de la zambullida me dejaba siempre sin aire en los pulmones, y en esta ocasión todavía más.

-¿Los han matado?

-Sí. Vi que los centinelas los atrapaban y después oí los disparos.

-¿Quieres decir que no viste cómo les disparaban?

-Eso quiero decir.

-¿Qué pasó cuando los atraparon?

-Les dieron una paliza.

-¿Una paliza?

-Sí.

-¿Una paliza de escarmiento?

-Peor.

-¿Y después?

-Se los llevaron a rastras.

-A rastras... No fuiste tras ellos.

-No.

-¿Qué pasó después?

-Cuando llegué al desfiladero... oí la descarga.

-Entiendo... -Los ojos de Sal me taladraban el cráneo-. Dices que los molieron a palos...

-Una paliza atroz.

-Y ahora te sientes responsable de su muerte.

Me rumié la respuesta, pues no quería revelar mis contactos con Zeph y Sammy a esas alturas de la historia.

-Fueron ellos quienes decidieron venir -dije, desplazando el peso de mi cuerpo del pie izquierdo al derecho. El agua me llegaba a las rodillas y poco a poco me estaba hundiendo en el lodo-. Hicieron mucho ruido en la selva. Metieron la pata.

-Es probable que la gente haya oído los disparos -señaló Sal, asintiendo con la cabeza-, ¿Qué vas a responder cuando te pregunten?

-Nada.

-Creo que Étienne sabe lo de Christo. Está volviendo a las andadas...

-No le diré nada a Étienne -la interrumpí-. Ni a Françoise ni a Keaty ni a nadie... Excepto a Jed... Sabes que a él se lo diré.

-Naturalmente que lo sé, Richard. Aunque es muy amable por tu parte que me pidas permiso.

Giró sobre sus talones y echó a andar, sin esperar siquiera a verme salir del agua o a oírme susurrar: «No te he pedido tu jodido permiso».

REANIMATOR

No me fui detrás de Sal al campamento porque no me apetecía ver a nadie. Es más, no quería hacer nada, excepto, quizá, dormir, y no debido a que estuviera cansado, sino porque me atraía la idea del olvido. Deseaba alejarme de mi propio cerebro, que aún me exigía que gritase. El problema era que de las muchas ventajas que se derivan del sueño, el olvido no figuraba entre ellas. Dormir me haría soñar, y ya sabía que los sueños no eran un lugar impenetrable para esa clase de cosas. Terminé hablando solo, caminando alrededor del estanque y tratando a mi cerebro como si fuera un ente aparte, aunque razonable, al que le pedí que me dejase tranquilo durante un rato. O que, al menos, bajara el volumen.

Aquello no era tanto la imagen grotesca de un trastornado mental, que fuera por ahí gesticulando y lanzando miradas salvajes, como un serio intento de conseguir algo de paz y quietud, fallido, sin embargo, debido a que la razón rebotaba en mi mente como las balas en Superman cuando hincha el pecho con rostro impasible. De modo que busqué otros clavos de los que asirme, como fijarme en una bonita flor o en la superficie rugosa de la corteza de un árbol, pero tampoco esas técnicas dieron resultado, y si algo consiguieron fue que el fracaso se añadiera a la frustración y que, con ello, me sintiese peor.

Mi último intento consistió en zambullirme de nuevo en el estanque. Las profundidades acuáticas siempre me han servido de refugio y vía de escape; son un mundo sin ruido, poblado por sombras, sereno, y me envolvieron en su anónima frialdad, si bien de forma irremediablemente provisional. El que careciese de branquias me obligaba a regresar a la superficie, y en cuanto lo hacía mi cabeza volvía a perderse en un laberinto de interrogantes.

Cuando ya no pude retener el aire por más tiempo, hube de reconocer que no tenía adonde huir. Salí del estanque y me encaminé directo a la selva, no por el sendero de quienes trabajaban en la huerta, sino por el camino que seguían los carpinteros, y que era el que utilizaba para ir a la playa sin pasar por el claro.

Para resumir, os contaré aquello de lo que me acuerdo, sin intentar llenar los huecos. Eso no significa que no sea esto lo que he venido haciendo hasta ahora. Lo que ocurre es que el recuerdo de los diez minutos siguientes es fragmentario, sin duda como efecto de los traumáticos acontecimientos acaecidos por la mañana y del estado de ánimo que me he esforzado en describir detalladamente.

-Los balseros han muerto -dije-. Christo morirá en cuarenta y ocho horas. Todos nuestros problemas están solucionados. Todos... menos uno. Así que ya es hora de que te pongas bueno.

Karl me miró. Aunque es posible que su mirada pasara a través de mí o que no mirara a ningún sitio. En realidad, me daba igual. Avancé un paso hacia él y, en cuanto lo hice, se empeñó en darme una patada en las piernas, quizá para vengarse por haberle tirado el tejadillo. Como me hizo bastante daño, le devolví el golpe.

Me senté sobre su pecho, sujetándole los brazos con las rodillas, e intenté meterle un puñado de arroz en la boca. Su piel, flácida al tacto y desprendida de los músculos, me recordó mucho la del muerto en Ko Pha-Ngan. Tocarlo no resultaba nada agradable. Sobre todo cuando empezó a retorcerse.

Hizo unos ruidos que probablemente fuesen palabras.

-Ese es mi chico -grité-. ¿Ves como te voy curando?

Me echó los dedos al cuello pero me desasí de ellos. Creo que en la lucha el arroz fue a parar al suelo. Puede que estuviera dándole de comer arena.

Supongo que cerré los ojos, y en vez del rostro de Karl, vi la imagen de una especie de manta pardusca. Era la nada más absoluta, cuya explicación lógica parecía ser el que mantuviese los párpados bajos. La siguiente imagen que recuerdo es una manta azul, pues al abrir los ojos por un instante caí de espaldas y vislumbré un cielo despejado. A continuación volví a visualizar la manta pardusca.

Cuando me incorporé, Karl se había alejado veinte metros o más y corría como un loco por la playa. Sorprendido de que aún tuviera tanta fuerza después de los días que había pasado sin comer apenas, me puse en pie de un salto y fui tras él.

DUDA RAZONABLE

Corrí playa abajo entre los árboles y sendero arriba hasta el claro, donde a punto estuve de atraparlo. Pero tropecé con el viento de una tienda y salté por los aires mientras Karl se dirigía hacia el Paso de Jaibar.

-¡Que no escape! -grité desde el suelo-. ¡Jesse, cortadle el paso, joder!

La verdad es que estaban demasiado sorprendidos para reaccionar, y Karl pasó zumbando por su lado.

-¡Imbéciles! ¡Se escapa!

Unos segundos después Karl alcanzaba el Paso de Jaibar, y oímos, desconcertados, sus pasos en la hojarasca, hasta que el silencio fue completo.

-¡Joder! -grité, cayendo de rodillas y aporreando la tierra con los puños.

Una mano se posó suavemente en mi hombro. Volví la cabeza y vi a Françoise, que se inclinaba sobre mí, con un semicírculo de curiosos a su espalda.

-¿Richard? -dijo, angustiada.

Otra mano, la de Jesse, me tomó por la axila para intentar levantarme.

-¿Estás bien, amigo?

-Sí -balbuceé, y al recordar lo que había ocurrido, añadí-: Creo que Karl ya no está en coma.

-Eso parece. ¿Qué ha pasado?

-Me atacó -fue cuanto atiné a responder, con lo que conseguí que todos me miraran boquiabiertos.

-¿Estás herido? -preguntó Françoise, mirándome a la cara en busca de algún rasguño.

-Conseguí quitármelo de encima. Estoy bien.

-¿Por qué te atacó?

-No... No lo sé. -Sacudí la cabeza desesperadamente, incapaz de afrontar tales cuestiones-. Quizá... Quizá me tomó por un pez. Como era pescador y... se ha vuelto loco...

Sal me salvó de la mierda en la que me estaba metiendo. La gente le abrió un camino, por el que avanzó con paso firme.

-¿Karl te ha atacado?

-Hace un momento. En la playa.

La segunda confirmación del ataque de Karl volvió a dejar a todos con la boca abierta. A continuación, se pusieron a hablar al mismo tiempo.

-¡Debería haberlo atrapado! -exclamó Antihigiénix, enfurecido-. ¡Pasó justo por mi lado!

-A mí me miró directamente a los ojos -señaló Cassie-. ¡Era una mirada que daba miedo!

-¡Le salía espuma en la boca -dijo no sé quién-, como si estuviera rabioso! ¡Tenemos que apresarlo y atarlo!

Sólo hubo una voz discordante, la de Étienne.

-Eso es imposible -gritó para imponerse a las voces de los demás-. No me puedo creer que Karl haya atacado a Richard. Sencillamente, no me lo puedo creer. ¡Estuve con él esta misma mañana!

El alboroto comenzó a disiparse.

-¡Pasé con él toda una hora esta mañana! -agregó Étienne-¡Una hora! Comió arroz conmigo y vi que estaba mejor. ¡Sé que no atacaría a nadie!

Me dominé lo bastante como para no mostrarme disgustado.

-¿Pretendes decir que miento? -pregunté.

Étienne vaciló, dejó de mirarme y se dirigió a los demás.

-¡Estuve toda una hora con él! ¡Me llamó por mi nombre! ¡Habló por primera vez en una semana! ¡Sé que estaba mejor!

Como me interesaba muy poco lo que decía y mi deseo era salir de allí, me limité a retroceder unos pasos.

-Sí, Étienne; tienes razón. Quizás haya sido culpa mía. Tal vez lo sobresalté con mi presencia...

-¡No! -intervino Sal-. Me temo que Karl es peligroso. Yo también fui a verlo esta mañana, y se me echó encima.

Aquello me dejó de una pieza, aunque no se me pasó por la cabeza llevarle la contraria, la miré fijamente y lamenté carecer de su talento para oler una mentira. Sal actuaba como si dijese la verdad, pero yo sabía que eso no significaba gran cosa.

-¡Menos mal que Bugs estaba allí para defenderme! Habíamos ido a dar un paseo por la playa antes de que marchara a Ko Pha-Ngan con Keaty. Debería habéroslo dicho, pero no quería poneros en su contra... -Suspiró, como si aquello le doliera de un modo inusitado en ella-. Fue una estupidez, pero no quería estropear la celebración del Tet con tan mala noticia, ahora que al parecer las aguas vuelven a su cauce... Hubiera sido un duro golpe para nuestra moral.

-Lo del Tet está muy bien, Sal -comentó Jesse, sacudiendo la cabeza-; pero no podemos estar tranquilos con alguien tan peligroso merodeando por ahí.

Todos se mostraron de acuerdo y, sin saber muy bien por qué, me sentí como si me dieran la razón.

-Habrá que hacer algo.

-Lo sé, Jesse. Y lo haremos. Espero que Richard acepte mis excusas. No debería haberse visto en tan violenta situación.

-No te preocupes por eso, Sal -dije de inmediato, extremadamente incómodo ante semejante excusa que nada tenía que ver con la verdad-. Lo comprendo.

-¡Pero yo no! -exclamó Étienne, desesperado-. ¡Escuchadme todos, por favor! ¡Escuchadme! ¡Karl no es peligroso! ¡Karl necesita ayuda! Insisto en que deberíamos llevarlo a Ko Pha-Ngan...

Esta vez fue Françoise quien lo interrumpió, por el simple medio de echar a andar. Étienne se quedó sin habla al verla cruzar el claro, y fue tras ella incapaz de articular palabra, con los brazos aún extendidos, paralizados en un gesto de súplica.

TUMBADO

En cuanto Françoise y Étienne se alejaron, cada cual se fue por su lado, dando por concluido el problema de Karl. Para mí fue como si todos percibiesen una amenaza a la tranquilidad que había seguido al funeral de Sten, y hubieran decidido poner al mal tiempo buena cara. Algo así como un acuerdo súbito, tácito e intuitivo para poner fuera de lugar cualquier asunto que pudiera resultar mínimamente conflictivo. Mejor para mí, pues de ese modo no me pedirían más detalles sobre Karl ni sacarían a colación el tema de los disparos. El único inconveniente era tener que aguantar conversaciones circunstanciales, pero eso tampoco estaba tan mal.

El que reaccionó de forma más curiosa fue Jean, sobre todo teniendo en cuenta que casi nunca me dirigía la palabra. Se acercó a mí con una tímida sonrisa y me hizo una pregunta de esas que se formulan cuando uno está nervioso.

-¿Qué haces, Richard?

Lo que estaba haciendo era fumarme un cigarrillo junto a la cocina para relajarme un poco.

-Nada, Jean -contesté, procurando sonar amable-. Ahora mismo me limito a fumarme un cigarrillo.

-Ah.

-¿Quieres uno?

-Oh, no -se apresuró a responder, como si algo semejante jamás se le hubiera pasado por la cabeza- No me gustaría privarte de un cigarrillo.

-¡Qué va! Keaty me traerá más tabaco de Fiat Rin.

-No, no. Prefiero fumar hierba.

-Muy bien. -Le devolví la sonrisa y deseé de todo corazón que se fuera a la mierda.

Pero no lo hizo. Se rascó la cabeza y movió un poco los pies. Si hubiera llevado gorra se habría puesto a darle vueltas entre las manos.

-Se me ha ocurrido una cosa, Richard.

-¿Mmm?

—A lo mejor te gustaba visitar la huerta de vez en cuando, para ver a Keaty, pero como ya no trabaja allí... La hemos ampliado desde que él se unió al grupo de pescadores. Ahora tiene una extensión de casi setecientos metros cuadrados.

-¿Sí? Qué bien.

-¿Por qué no vienes a verlo un día de éstos?

-Fijemos una cita.

-¡Una cita! -Soltó una carcajada tan incongruente que pensé que me estaba tomando el pelo- ¡Una cita! ¡Como si luego nos fuéramos al cine!

Asentí con la cabeza.

-¡Una cita! -repitió-. ¡Tenemos una cita, Richard!

-Hasta entonces -dije, y agradecí que se fuera de una vez.

Esperé a que cayese la noche para ver a Jed, porque no quería que me descubrieran entrando en la tienda hospital. Sabía que se lo tomarían como el reconocimiento de la existencia de Christo, lo que, con el acuerdo tácito que ya he mencionado, era quizá la cosa más importante de cuantas no había que hacer caso.

En el interior de la tienda las cosas se habían puesto aún peor. El hedor seguía siendo el mismo, pero el calor almacenado era mayor, y había manchas frescas y resecas de un líquido negro por todas partes. La sangre del estómago de Christo empapaba las sábanas, se estancaba en los pliegues del suelo de lona y manchaba el pecho y los brazos de Jed.

-¡Joder! -exclamé, sintiendo un sudor viscoso en la espalda-. ¿Qué demonios pasa aquí?

Jed se volvió para mirarme, iluminado por su linterna puesta en el suelo, con lo que los pelos de su barba enmarañada parecían los filamentos de una bombilla, y sus ojos, unos huecos tenebrosos.

-¿Traes buenas noticias? -murmuró-. Estoy harto de malas noticias. Sólo quiero oír buenas noticias.

Me quedé en silencio, atisbando las sombras de las cuencas de sus ojos en busca de algo vivo. Jed presentaba un aspecto tan lúgubre bajo aquel resplandor diabólico que por un instante imaginé que se trataba de una alucinación, hasta el punto de que tuve que confirmar su realidad antes de decidir quedarme allí. Tomé la linterna y le iluminé la cara. Jed levantó las manos para protegerse del resplandor, pero me dio tiempo a ver bastante carne como para tranquilizarme.

-Tengo noticias -anuncié, al tiempo que dejaba la linterna en el suelo-. Zeph y Sammy han muerto.

-Muerto -repitió Jed sin la menor emoción.

-Los centinelas de la plantación los fusilaron.

-¿Lo viste?

-No.

-¿Te sientes desilusionado? -preguntó, ladeando la cabeza.

-No. Presencié cómo los apaleaban y...

-Y con eso tuviste bastante.

-Me revolvió el estómago -concluí-. No me lo esperaba, pero así fue.

-Oh -susurró Jed con una expresión indefinible, y advertí que los brillantes filamentos de su barba se agitaban.

-¿Estás satisfecho? Bien, no quiero decir satisfecho, sino aliviado... De algún modo.

-No me siento para nada aliviado.

-¿No?

-No.

-Pero eso significa que la playa está a salvo... El Tet, el ánimo de la gente... y nuestro secreto.

-La playa ha dejado de importarme, Richard.

-¿Que la playa...? ¿Que ya no te importa la playa?

-¿Quieres oír mis noticias?

-Bien -respondí, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro para disimular mi inquietud.

-La noticia de hoy es que no hay noticias.

-No has tenido visitas.

-Así es, Richard. No ha habido visitas. Como siempre. -Se aclaró la garganta-. No he visto un alma, excepto la de éste, y tal vez la mía... No dejo de pensar en cómo es posible que... ¿Tú eres capaz de explicártelo, Richard? Christo y yo aquí todo el santo día sin que nadie venga a vernos...

-Jed, ya hemos hablado de eso.

-¿Es que tienes prisa?

-No.

-Entonces podemos volver a hacerlo.

-De acuerdo. Es como tú señalaste: la gente hace lo que puede por recuperar la normalidad y evitar los malos recuerdos.

-Y sería lo mismo si fuera Sal quien estuviese aquí.

-No; sería diferente. Sal es la jefa. Pero no creo...

-¿Y si fueses tú? -me interrumpió.

-¿Quien estuviera aquí?

-Sí, aquí, muriéndote. ¿Qué pasaría entonces?

-Supongo que vendría alguien. Françoise y Étienne. Keaty...

-¿Y yo?

-Sí; tú vendrías. -Me reí sin ganas-. O al menos eso espero.

La risa de Jed sonó desagradable y extraña. Después sacudió la cabeza.

-No, Richard, me refería a si fuera yo quien estuviese aquí. -¿Tú?

-Yo.

-Bueno... Tendrías tus visitas.

-¿Seguro?

-Seguro.

-¿Seguro?

-Claro que sí.

-Pues soy yo quien está aquí, Richard. -Se inclinó hacia mí, obstruyendo la luz de la linterna, con lo que la mitad superior de su cuerpo se hundió en las tinieblas. La inesperada cercanía me hizo retroceder. Cuando habló, siseando, no se hallaba a más de quince centímetros de distancia-. Estoy aquí todo el puto día y toda la puta noche, y nadie viene a verme.

-Yo vengo.

-Pero nadie más.

-Lo lamento.

-Yo también lo lamento.

-Pero...

-Es así.

Tardó un par de segundos en retroceder, y nos miramos por encima del cuerpo manchado de Christo. Jed bajó la cabeza y, con aire ausente, comenzó a quitarse las hilachas de sangre seca que tenía en los brazos.

-Jed -dije-. Hazme un favor.

-¿Mmm?

-Sal de la tienda un rato. Yo me quedaré con Christo y...

Hizo un gesto de displicencia con la mano.

-Ésa no es la cuestión.

-Te vendría bien...

-No quiero salir para ver a esos hijos de puta.

-No tienes por qué verlos. Puedes irte a la playa.

-¿Para qué? -preguntó, en un tono repentinamente claro y tajante-, ¿Para despejarme la cabeza? ¿Para poner en orden mis ideas y conservar la razón?

-Quizás...

-¿Es que los demás la conservan?

-Te ayudaría a entender mejor las cosas.

-De eso nada. No importa adonde vaya, seguiré en esta tienda. Llevo en ella desde que vine aquí, al igual que Christo, al igual que Karl y que Sten. La tienda, el mar abierto, la Zona Desmilitarizada. Fuera de la vista y fuera de... -La voz se le quebró de tal modo que contuve la respiración un momento, aterrado ante la posibilidad de que se echara a llorar, pero se dominó y siguió hablando-. Cuando llegaron los suecos y Daffy se puso como un loco... Daffy desapareció... Pensé que con eso cambiarían las cosas... Estaba seguro de que sin él... Pero era tan taimado... como para regresar... Tan taimado... -Su voz se desvaneció mientras él se inclinaba y se llevaba los dedos a las sienes.

-Jed -dije al cabo de un instante de silencio-, ¿significa eso que ha regresado?

-Se suicidó... -contestó-, y ha vuelto.

Fruncí el entrecejo y me enjugué el sudor que me corría por la frente.

-¿Lo has visto?

-Sí... Lo he visto.

-¿Cuándo?

-Primero en Ko Pha-Ngan... Debería haberlo visto antes.

-¿Viste a Daffy en Ko Pha-Ngan?

-Con tus amigos. Con tus amigos muertos.

-¿Con Zeph y Sammy?

-Él les dio el mapa.

Vacilé.

-No, Jed; fui yo quien les dio el mapa.

-No.

-Te digo que fui yo quien les dio el mapa. Lo recuerdo perfectamente.

-No, Richard -dijo Jed, sacudiendo la cabeza-. Fue Daffy.

-¿Quieres decir que antes de que yo les diese el mapa ellos ya lo tenían?

-Quiero decir que al darte el mapa, se lo dio a ellos. -Jed se levantó de nuevo, tensando el suelo de lona de la tienda con su movimiento y derribando la linterna que, al caer, me deslumbró antes de rodar y convertirse en un simple resplandor-. Le dio el mapa a Étienne -añadió mientras colocaba la linterna en su sitio-, y a Françoise, y a Zeph, y a Sammy, y a los alemanes, y a todos los que vengan detrás.

Suspiré.

-Entonces... Cuando me miras... ¿ves a Daffy?

-Antes no tanto... Pero ahora, sí -respondió Jed, sacudiendo la cabeza con cara de desolación-. Siempre que te miro... Siempre...


Date: 2015-12-11; view: 668


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