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EL VIETCONG, LA ZONA DESMILITARIZADA Y YO

Me detuve unos minutos en el desfiladero para examinar la Zona Desmilitarizada. Sabía que no tenía por qué bajar por la ladera escalonada, pero también sabía que lo haría. Quizá no volviese a estar solo en la isla, y la oportunidad era demasiado grande para dejarla pasar, pero también tenía que vigilar a Zeph y a Sammy, de modo que seguí subiendo hasta nuestro puesto de observación.

-Delta Uno Nueve -susurré al verlos. Eran dos; uno se encontraba donde siempre, y el otro unos treinta metros a la derecha, de pie en la orilla. Evidentemente, los otros tres estaban explorando o haciendo lo que fuera que hiciesen escondidos tras los árboles-. Aquí patrulla Alfa confirmando identificación positiva. Repito: identificación positiva. A la espera de órdenes. -La estática radiofónica zumbó en el fondo de mi cabeza-. Órdenes recibidas. Reanudamos reconocimiento.

Bajé los binoculares y dejé escapar un suspiro, presa de la misma frustración de siempre. Aquella inactividad aparente carecía de interés para mí y comenzaba a adquirir el aspecto de un ambiguo ultraje. Una parte de mí me pedía que les gritase para que se movieran de una puta vez. Y si hubiese estado seguro de que bastaba con un grito, probablemente habría gritado.

Debido a mi estado de ánimo sentía que el tiempo pasaba lentamente. Mi deber era quedarme allí durante al menos dos horas, por más seguro que estuviese de que no iba a pasar nada. De modo que miraba cada diez minutos a ver si descubría algo, y cuando comprobaba que no -aunque podía ocurrir que apareciese una figura o desaparecieran dos-, volvía a imaginar lo que me aguardaba en la Zona Desmilitarizada.

Sólo tenía un propósito, y no guardaba ninguna relación con conseguir más marihuana. Todo lo que quería era ver a uno de los centinelas de la plantación, y no dormido en un sendero de la selva, sino en plena actividad, armado y patrullando. Era lo único que me dejaría satisfecho. Esa sí que sería una toma de contacto apropiada, una lucha limpia en igualdad de condiciones. El a la caza de quien se atreviera, y yo atreviéndome.

Cuanto más fantaseaba con ello, más me costaba permanecer allí. Pasé la última media hora de mi turno de dos horas contando los minutos como si fuera un chiquillo a la espera de Papá Noel. Cuando al fin llegó el último minuto -a las 12.17- eché un vistazo final a Zeph y a Sammy. Como solía suceder a esa hora del día, no había nadie a la vista, aunque no lo dudé ni un instante.

Examiné rápidamente el mar para asegurarme de que no se habían lanzado a nadar, grité «A tomar por el culo» y bajé la colina.



Mi sueño se hizo realidad no muy lejos de la plantación que Jed y yo habíamos visitado el día anterior. Decidí ir allí porque me pareció lógico pensar que el mejor lugar para encontrar a un centinela de una plantación clandestina era en una plantación clandestina, y también porque el camino que había que seguir hasta llegar a ella me era familiar, aunque sólo lo hubiera hecho una vez.

El contacto tuvo lugar a unos trescientos metros por encima de la terraza. Me disponía a rodear un espeso matorral de bambús cuando a través de las hojas percibí un resplandor demasiado dorado como para no ser una piel del Sureste Asiático. Me quedé helado, naturalmente, y con un pie en alto, lo que resultaba bastante embarazoso. El tipo de la piel cobriza desapareció y oí el rumor de unos pasos que se alejaban haciendo crujir la hojarasca.

Sopesé rápidamente las opciones que se me presentaban. Aquella breve vislumbre no colmaba mis expectativas, y aunque seguirla constituía un riesgo serio, cuanto más tardara en decidirme menos oportunidades tendría de volver a verlo. También tenía claro que si no iba tras él de inmediato, luego me faltaría valor y volvería sobre mis pasos. Supongo que eso fue lo que zanjó la cuestión. Ni siquiera esperé a que se perdiera el ruido de sus pasos para seguirlo, arrastrándome por la espesura.

Mi memoria se hace confusa en relación con los siguientes diez minutos, durante los cuales agucé tanto el oído y la vista que soy incapaz, como me ocurrió la primera vez que me lancé por la cascada, de recordar otra cosa que los detalles más inmediatos. Los recuerdos vuelven a partir del momento en que oí que se detenía -obligándome a detenerme también- y observé que se tomaba un respiro entre dos árboles, a menos de cinco metros de mí.

Me agaché lentamente y asomé la cabeza por encima de una rama para verlo mejor. Lo primero que llamó mi atención fue el tatuaje de un dragón azul oscuro que le recorría la musculosa espalda, con una garra en un omóplato y una llamarada en el otro. Entonces lo reconocí. Era el mismo centinela con aspecto de boxeador que habíamos visto Françoise, Étienne y yo. Tuve que controlar la respiración y mantener a raya los efectos de la descarga de adrenalina y de un miedo similar al que había sentido en el repecho, transformado ahora en pánico.

El hombre miraba en dirección opuesta a la mía, con una mano en el fusil y la otra apoyada en la cadera. Una pálida y profunda cicatriz le cruzaba el tatuaje desde el cuello al costado izquierdo. Otra trazaba una línea blanca en su cráneo, y era perfectamente visible porque tenía el pelo cortado al rape. Llevaba un sucio pañuelo azul atado en torno al brazo, y entre uno y otro un arrugado paquete de Krong Thip. Sujetaba el AK con la misma soltura con que un encantador de serpientes sujetaría una cobra. Era perfecto.

Estaba claro que no tardaría más de un minuto en irse, por lo que me puse a la frenética tarea de tomar nota mental de todos los detalles. De ese modo evité las ganas que tenía de acercarme más. De haber podido lo habría congelado para examinarlo detenidamente como una escultura en un museo, tomando nota de su actitud y de las cosas que llevaba, y estudiando sus ojos para leer lo que hubiera detrás de ellos.

Antes de irse se volvió y miró en mi dirección. Quizá presintió que alguien le observaba. Abrió la boca y observé que le faltaban dos incisivos. Aquello fue el toque final, el añadido inquietante a la agrietada culata de su AK y a los desgarrados bolsillos de parche de sus mugrientos pantalones verdes de campaña. En aquel instante habría podido percibir cualquier movimiento que yo hiciese, por mínimo que fuera, aunque por la expresión de su rostro era evidente que no buscaba nada, sino que se limitaba a vigilar de modo rutinario. Permanecí inmóvil. Hipnotizado. No habría podido echar a correr ni aunque hubiese descubierto mi presencia.

Después de que se hubo marchado aún seguí sin moverme un largo rato. Sabía que no debía ponerme a andar de inmediato, no sólo porque quizás estuviese cerca todavía u oculto, sino porque necesitaba ordenar mis pensamientos. Tenía en la cabeza la oscura idea de esos accidentes de tráfico que se producen cuando un conductor evita un choque por los pelos y a continuación se la pega.

Horas después, de regreso al campamento tras pasar la tarde en mi punto de observación, me detuve de nuevo en el desfiladero. Esta vez, la visión de las terrazas y de la bruma que se elevaba de la selva me hizo apretar los puños en un arrebato de celos hacia Jed. Había tenido toda la Zona Desmilitarizada para él solo durante más de un año. Se me hacía la boca agua al imaginar semejante privilegio, realzado por la brevedad de mi propia toma de contacto. Me sentí como un condenado que apenas hubiera vislumbrado el paraíso.

DISCORDIA

En el claro sólo encontré a Ella, que limpiaba pescado junto a la cabaña de la cocina, y Jed, que al verme llegar dejó de hablar con Ella y se levantó. Cambiamos unas miradas de inteligencia y él se fue hacia las tiendas.

-¿No has ido de pesca? -preguntó Ella nerviosa-. Esperaba que trajeras algo.

-Oh... -El cubo que estaba a su lado no debía de contener más de diez piezas pequeñas-. No, Ella. Lo siento. ¿Eso es todo lo que hay?

-Sí. Es ridículo. No sé cómo voy a dar de comer a la mitad del campamento. ¿Keaty y tú sólo habéis pescado eso?

-Sí... Ha sido por mi culpa. Llevaba sin dormir toda la noche y tuve que echarme un rato, así que no pude echarle una mano. ¿Y los suecos? ¿No han traído nada?

-No -respondió, enfadada y tirando al suelo el puñado de tripas que acababa de arrancar-, A saber dónde están esos jodidos. El único que ha traído algo es Keaty. Por cierto, ¿qué hora es?

-Las seis y media.

-¡Las seis y media! Llevo más de dos horas esperándolos. Hay muchos que se sienten bastante mejor que ayer, lo que significa que están hambrientos y que ya no puedo esperar.

-Me pregunto por qué tardarán tanto.

-Pues yo no tengo ni idea. Mira que son tontos. De todos los días que podían escoger para retrasarse, ha tenido que ser éste. No me lo explico.

-Venga, Ella -dije, frunciendo el entrecejo-. No digas eso. ¿Cómo van a retrasarse por capricho? Son perfectamente conscientes de la situación... Se les habrá estropeado el motor o se habrán quedado sin gasolina.

Ella chasqueó la lengua y hundió el cuchillo en el vientre del último pez que quedaba.

-Puede -dijo, con un diestro giro de muñeca-. Tal vez tengas razón... Pero si piensas en ello te darás cuenta de que han tenido tiempo suficiente para regresar incluso a nado.

Pensé en ello mientras caminaba hacia el barracón. Ella estaba en lo cierto. Los suecos podían volver a nado en menos de dos horas, incluso arrastrando la barca. Por lo poco que había hablado con ellos, sabía que nunca se alejaban más de doscientos metros de la costa para pescar, por si avistaban otro barco y tenían que ponerse rápidamente a cubierto.

De un modo u otro, era consciente de que algo tenía que haberles pasado. No había otra explicación, aunque no insistí en ese presentimiento. Nadie lo hizo. Ya teníamos suficientes problemas como para inventarnos otros. A unos les preocupaba el suministro de agua, a otros la falta de sueño o los charcos de vómito. A mí me preocupaba tener que encontrarme de nuevo con Étienne. Había estado dándole vueltas al incidente del beso, y aunque en mi opinión no se me podía acusar de nada, sí tenía claras las razones de Étienne para pensar como pensaba, y por eso no me apetecía verlo. Al empujar la puerta del barracón, intenté olvidarme por un rato de los suecos; ya me preocuparía por ellos más tarde.

En cuanto entré en el barracón, advertí que algo había pasado en mi ausencia, una especie de escisión que se manifestó en el tenso silencio que se hizo a mi llegada, seguido de un murmullo generalizado. En el extremo más cercano estaban mis viejos compañeros de pesca, junto con Jesse, Cassie y Leah, que trabajaba en la huerta. En el extremo más lejano, donde se encontraba mi cama, vi a Sal, Bugs y el resto de los horticultores y carpinteros. Moshe y las dos yugoslavas se sentaban en medio de los dos grupos, en apariencia neutrales.

Sopesé la situación y después me encogí de hombros. Si la cosa iba de escisiones, yo no tenía el menor problema en decidir de qué lado estaba. Cerré la puerta a mis espaldas y me fui con mis viejos compañeros.

Al sentarme y ver que nadie abría la boca, pensé por un instante que la discordia tenía que ver conmigo. Me imaginé una rápida sucesión de hechos relacionados con el beso. Quizás Étienne le había hablado de ello a Françoise y ésta se había puesto tan furiosa que todo el mundo acabó por enterarse, por lo que la tensión no tenía que ver con enfrentamiento alguno, sino que constituía la reacción a mi embarazosa presencia. Afortunadamente no era así, como se demostró cuando Françoise se inclinó y me tomó de la mano.

-Ha habido una bronca -me susurró.

-¿Una bronca? -inquirí, retirando la mano de modo casi grosero mientras miraba a Étienne, cuya expresión era insondable-. ¿Qué clase de bronca?

Keaty carraspeó señalándose el ojo izquierdo. Estaba lastimosamente morado.

-Bugs me ha pegado.

-¿Que Bugs te ha pegado?

-Ajá.

Me quedé sin habla, así que Keaty prosiguió.

-Volví con los pescados a eso de las cuatro e hice con Jed un recorrido por las tiendas. Entré en el barracón hace una media hora, y en cuanto Bugs me vio, se abalanzó sobre mí y me dio un puñetazo.

-Y entonces, ¿qué pasó? -fue todo cuanto atiné a preguntar.

-Jean me lo quitó de encima y entonces se montó una bronca entre aquel grupo -dijo señalando a los del otro extremo- y éste. Yo no intervine. Bastante tenía con intentar que dejara de sangrarme la nariz.

-¿Te pegó por lo del calamar?

-Dijo que era por no haber aparecido anoche para ayudar.

-¡No! -Sacudí furiosamente la cabeza-. Yo sé por qué te golpeó. No tiene nada que ver con que no te presentaras anoche aquí. Fue porque se cagó en los pantalones.

-Eso es absurdo, Rich -comentó Keaty con una triste sonrisa.

Hice un esfuerzo para que no se me quebrara la voz. Sentía un nudo en la garganta y la ira me había puesto un velo negro ante los ojos.

-Tiene mucho sentido para mí, Keaty -repuse-. Sé cómo funciona su mente. Y sé que verse encharcado en su propia mierda fue un golpe para su orgullo. Por eso te dio un puñetazo.

Me puse en pie, y Gregorio me agarró por el brazo.

-Richard, ¿qué vas a hacer?

-Voy a patearle la cabeza.

-Al fin -intervino Jesse, levantándose-. Eso es exactamente lo que estaba yo diciendo. Cuenta conmigo.

-¡No!

Miré en busca de quién había gritado. Françoise se había levantado.

-¡Ya está bien de estupideces! ¡Sentaos ahora mismo!

En ese momento se oyó un grito de escarnio en la otra punta del barracón.

-¡Ya sé lo que pasa! -Era Bugs-. ¡Acaba de llegar la caballería!

-¡Voy a clavarte un arpón en el puto cuello! -grité.

-¡Mira cómo tiemblo!

-¡Tiembla, hijo de puta! -aulló Jesse-. ¡Será mejor para ti que lo hagas!

-¿De veras, cara de culo?

-¡Te haré tragar esas palabras, cabrón!

Esta vez fue Sal quien se levantó.

-¡Basta! -gritó-. ¡Callaos! ¡Callaos todos de una puta vez! ¡Basta!

Los dos grupos nos miramos en silencio durante medio minuto. Françoise señaló el suelo.

-¡Sentaos! -siseó.

Así que nos sentamos.

Diez minutos después me subía por las paredes. Tenía tantas ganas de fumar que por un instante pensé que el pecho se me hundiría en las costillas, pero mis cigarrillos estaban en la otra punta del barracón y no había modo de ir por ellos. Cassie advirtió lo que me pasaba y lió un canuto, pero no funcionó como sucedáneo. Lo que yo necesitaba era nicotina. La marihuana sólo sirvió para agudizar el mono de tabaco.

Al cabo de un rato apareció Ella con la comida que había preparado. El arroz se había quemado y, sin el toque mágico de Antihigiénix, el pescado sólo sabía a agua de mar. Además, tuvo que distribuirla en un ambiente absolutamente enrarecido, y se entristeció al pensar que era por culpa de su guiso. Nadie se molestó en aclararle las cosas, de modo que abandonó el barracón al borde de las lágrimas.

Jed asomó la cabeza por la puerta a las ocho y cuarto, satisfizo su curiosidad con un vistazo y desapareció.

Y así fue pasando el tiempo, en una sucesión de tensos incidentes que nos distrajeron del hecho de que los suecos aún no habían vuelto de pescar.

A las nueve menos cuarto la puerta se abrió de nuevo.

-Ya estáis aquí -comentó Keaty, pero enmudeció de repente.

Karl apareció medio doblado a la incierta luz de las velas. La expresión de su rostro nos puso de inmediato al corriente de que algo había salido mal, aunque estoy convencido de que fue la visión de sus brazos lo que silenció a Keaty. Tenían un aspecto absurdo y daban la impresión de sobresalir por encima de los hombros. La mano derecha mostraba algo semejante a un desgarrón que corría del pulgar al índice y se prolongaba hasta la muñeca, como la pinza desnuda de una langosta.

-¡Dios mío! -exclamó Jesse, y todos nos acercamos para ver qué pasaba.

Karl avanzó pesadamente hacia nosotros, y advertimos entonces que los brazos mutilados eran los de la persona que cargaba a la espalda: Sten. Karl se desplomó súbitamente de bruces, sin hacer nada por evitarlo. Sten se deslizó hacia un lado, osciló por un instante y cayó redondo al suelo. Tenía un hueco semicircular en el costado, como si le hubieran arrancado un pedazo de carne del tamaño de una pelota de baloncesto, y apenas si quedaba nada de su vientre.

Étienne fue el primero en moverse, y lo hizo empujándome con tal vehemencia que a punto estuve de perder el equilibrio. Cuando volví a verlo se hallaba inclinado sobre Sten e intentaba hacerle la respiración boca a boca. Oí que Sal gritaba: «¿Qué ha pasado?», y Karl se puso entonces a chillar con toda la fuerza de sus pulmones. Lo hizo sin parar durante un minuto; era un chillido agudo y frenético que llenó el barracón y obligó a algunos a taparse los oídos y a otros a gritar tan alto como él, sin más razón aparente que la de apagar aquella estridencia. Karl no fue capaz de pronunciar una palabra inteligible hasta que Keaty lo agarró y le pidió a voces que dejara de chillar. Sólo entonces el sueco balbuceó: «Tiburón».

EL TERCER HOMBRE

El alucinado silencio que siguió a la palabra «tiburón» duró lo que un abrir y cerrar de ojos, tras lo cual el vocerío se reanudó de forma tan repentina como se había interrumpido. Alrededor de Karl y Sten se hizo un corro semejante a los que se forman en los colegios cuando se produce una pelea de la que nadie quiere perderse detalle, guardando la debida distancia, del que brotó un galimatías de sugerencias. Pocas cosas atraen tanto como el follón que provoca una crisis y todos querían participar. Sten y Karl quedaron al cuidado de Étienne y Keaty, respectivamente, y les llovían consejos del tipo «Hay que darles agua», «Ponedlos en posición de reposo» o «Tapadles la nariz».

Lo último se lo aconsejó una de las yugoslavas a Étienne, pues es sabido que hay que tapar la nariz del accidentado para que no se escape el aire que se le proporciona mediante la respiración boca a boca. Se trataba de una idea absurda, en mi opinión, pues las burbujas del agujero abierto en el costado de Sten dejaban bien claro que los pulmones estaban jodidos y, en cualquier caso, era difícil imaginar que alguien pudiese tener peor pinta de muerto. Estaba con los ojos abiertos, pero sólo se le veía el blanco; de sus heridas ya no manaba sangre. Cualquier consejo habría sido estúpido. En cuanto a Karl, difícilmente se le podía poner en posición de reposo mientras no dejara de sacudirse y gritar. Ni siquiera se me ocurría de qué iba a servirles tomar agua. Lo que necesitaban era morfina. Supongo que lo del agua tenía que ver con el hecho de que todo el mundo pide agua en los momentos críticos de un accidente. La única persona sensata era Sal, que exigía a gritos que se callaran y se sentaran, aunque nadie le hacía caso. Su papel de líder sufría una suspensión temporal, así que los buenos consejos que pudiese dar eran tan útiles como los malos.

Ignoraba cómo reaccionar ante todo aquel follón. Me decía a mí mismo que lo mejor era mantenerse «alerta aunque tranquilo», e intentaba desesperadamente encontrar un consejo adecuado que pusiese fin a aquel caos en favor de una eficiencia implacable a la altura de las circunstancias. Algo así como lo que había hecho Étienne cuando aparecieron los centinelas en la plantación de marihuana. Lo primero que se me ocurrió fue acercarme a Étienne, que atendía a Sten, y decirle «Déjalo, Étienne. Está muerto», pero aquello sonaba a diálogo de una mala película, y yo necesitaba el diálogo de una buena película. En vez de eso, retrocedí entre la gente, lo que no me resultó difícil, pues todo el mundo quería aproximarse.

En cuanto me vi fuera del círculo, comencé a pensar de modo mucho más objetivo, y se me ocurrieron dos cosas. La primera fue que ya podía fumarme un cigarrillo. La segunda fue Christo. Nadie se había acordado del tercer sueco, que quizá se encontrase en la playa, herido y esperando ayuda. Aunque también existía la posibilidad de que estuviese tan muerto como Sten.

Vacilé por unos instantes, mirando a un lado y a otro, como si fuera un dibujo animado, hasta que por fin me decidí y eché a correr hacia el otro extremo del barracón, entre los comedores de calamar que aún estaban demasiado enfermos para ver lo que pasaba. Encendí un cigarrillo, para lo que tuve que utilizar un par de cerillas, y antes de salir del barracón grité «¡Christo!», pero nadie pareció oírme.

Al atravesar la selva lamenté no haber llevado conmigo una linterna. Apenas conseguía ver otra cosa que la brasa de mi cigarrillo, que a veces brillaba como a través de una tela de araña. El camino no se me hizo demasiado difícil gracias a que ya lo había hecho a oscuras un par de noches antes, cuando me dirigía a ver las fosforescencias. El único percance fue que tropecé con un montón de bambús recién cortados para hacer arpones, y aunque no les pasara nada a mis pies debidamente curtidos, sufrí varios arañazos en las pantorrillas que me escocerían en cuanto me metiera en el agua salada.

En la playa la visibilidad era mejor gracias a la luz de la luna. Allí estaban las profundas huellas que había dejado Karl al arrastrar a Sten. Por lo que parecía había alcanzado la arena a unos veinte metros del sendero que conducía al claro, había vuelto sobre sus pasos, había errado de nuevo el camino y lo había intentado otra vez. Arrojé la colilla y pensé en que Christo tal vez no hubiese llegado siquiera a la costa. La arena era plateada a la luz de la luna y las palmeras tenían la corteza hecha jirones y las ramas caídas. Si Christo hubiera estado allí, con toda probabilidad yo lo habría visto.

Respiré profundamente y me senté a unos cuantos metros del agua, sopesando ideas y opciones. Christo no estaba en la playa ni en el sendero -a menos que hubiera pasado por encima de su cuerpo sin verlo-, de modo que estaba en la laguna, en el mar abierto o en la gruta que conducía al mar. Si se encontraba en el mar abierto, lo más probable era que fuese cadáver. Si estaba en la laguna, quizá lo encontrase en alguna roca o flotando boca abajo. Si estaba en la gruta, debía de hallarse en una de sus dos entradas, quizá demasiado cansado para nadar hasta la laguna o impedido por una herida causada al atravesar el pasadizo submarino.

Eso en cuanto a Christo. En cuanto a lo de los tiburones, la cosa no tenía tantas vueltas. Podían estar en cualquier lugar. No había manera de asegurar lo contrario a menos que viese una aleta surcar la laguna, y en ese caso lo tenía claro.

-Apuesto a que está en la gruta -dije, encendiendo otro cigarrillo para que me ayudara a pensar, y en ese instante oí un ruido detrás de mí, una pisada en la arena-. ¿Christo? -llamé, y oí que alguien gritaba lo mismo que yo al unísono: «No», contestamos ambos.

Se hizo el silencio.

Esperé unos segundos mientras miraba en todas las direcciones, pero no vi a nadie.

-Entonces, ¿quién?

No hubo respuesta.

-¿Quién? -repetí, poniéndome en pie-, Mister Duck, ¿eres tú?

Seguían sin contestar.

Una ola barrió la arena y tiró con tal fuerza de mis pies que tuve que dar un rápido paso atrás para no perder el equilibrio. La ola siguiente también fue muy fuerte, y me obligó a dar otro paso atrás. Recuerdo que a continuación el agua me llegaba a las rodillas y los arañazos me escocían a causa de la sal. El segundo cigarrillo, del que me había olvidado, chisporroteó al entrar mi mano en contacto con el agua.

Intenté nadar siguiendo la ruta de Christo entre la gruta y la playa, deteniéndome de vez en cuando para subirme a una roca desde la que otear los alrededores. Cuando llevaba cubiertas tres cuartas partes del camino, vi luces en la playa. Eran los demás, pero no di señales de vida. No estaba seguro de si su presencia me infundía confianza o zozobra.

A LA SOMBRA

Unas voces de chicas y chicos que llamaban a Christo en toda la gama de tonos atravesaron la laguna, produciendo un sonido que me disgustó. Desde donde me encontraba, descansando sobre una roca a la entrada de la gruta, el eco que les respondía me provocaba escalofríos, de modo que nadé hasta la gruta para alejarme del ruido. Una vez puesto a nadar, ya no paré hasta que me di de bruces contra la superficie rocosa donde el pasadizo se hundía bajo el nivel del agua. Aspiré hondo y me sumergí.

Resultó muy excitante. Aquellas abruptas paredes, que no conocían la luz del sol, enfriaban el agua, que estaba gélida. Me sentí como si irrumpiera en una zona prohibida, en la misma de la que nos habíamos alejado con Françoise y Étienne cuando buceábamos en busca de la arena de Ko Samui. «Aunque esto requiere más valor», pensé vagamente, dejando descansar las piernas e impulsándome con lentas brazadas. No tenía prisa; Christo y el tiburón se volvieron ideas distantes. Era casi placentero, y sabía que mis pulmones estaban lo bastante entrenados como para mantenerme debajo del agua un minuto y medio sin mayor inconveniente.

Dejaba de nadar cada pocos metros para cerciorarme de que tomaba el pasadizo lateral que conducía a la bolsa de aire. Así fue cómo descubrí que el pasadizo central era bastante más ancho de lo que había imaginado, pues con los brazos abiertos no alcanzaba ninguna de las paredes, aunque sí el manto de percebes que tapizaba el suelo y el techo. No me fue nada grato comprobar lo mucho que había tenido que desviarme para acabar en la bolsa de aire.

Aún más ingrata me resultó la salida a la zona de los acantilados que daba al mar, donde el impacto de una ola me sacó de mi ensoñación al lanzarme contra las rocas. Salí como pude del agua, resbalando sobre las algas e hiriéndome las piernas de nuevo. En cuanto recuperé el equilibrio, miré en busca de Christo y lo llamé a gritos, por más que, según observé a la luz de la luna, no estaba allí. Lo que sí estaba era la barca, que flotaba sin amarras en la pequeña cueva que le servía de puerto y escondite. Me acerqué, saqué la cuerda del agua y aseguré la embarcación con tantos nudos como dio de sí el cabo, con un resultado que dejaba mucho que desear en lo que a mi destreza náutica se refería. Después me encaramé a un saliente rocoso y reflexioné sobre los pasos a seguir. El problema era que podía haber pasado por delante de Christo sin verlo, sobre todo si estaba en una de las rocas. También era posible que ya hubiesen dado con él y se encontrara en el campamento, aunque mi intuición me decía lo contrario.

La barca sin amarras indicaba que habían logrado alcanzar la entrada de la cueva. Si Christo no hubiese sufrido daño alguno, habría nadado junto a Karl. Pero de haber estado herido, éste lo habría dejado donde yo me sentaba para intentar volver luego en su busca.

-A menos que... -murmuré, chasqueando los dedos entre los tiritones que me producía la brisa marina.

A menos que hubiera muerto en el mar, en cuyo caso jamás lo encontraríamos.

-O bien...

O bien tenía una herida superficial que no le habría impedido atravesar nadando el pasadizo submarino. Habría buceado ayudando a Karl a trasladar a Sten, y algo le había pasado. La anchura del pasadizo no permitía el paso de tres hombres a la vez. Christo se había herido al pasar, con el consiguiente sobresalto y confusión.

-Eso es -dije, firmemente convencido.

Karl había seguido nadando sin echar a Christo de menos hasta alcanzar la laguna. La urgencia de la ayuda que necesitaba Sten, que probablemente aún vivía, le había impedido volver atrás. Quizá lo esperó el tiempo que aguanta un hombre sin respirar, añadiendo un par de desesperados minutos para asegurarse. Hasta que desistió.

-Seguro. Christo está en la bolsa de aire.

Me levanté, aspiré hondo y volví a lanzarme al agua. A la tercera di con el pasadizo que conducía a la bolsa de aire. Las estrellas me sorprendieron cuando saqué la cabeza. Por un instante pensé que había vuelto a equivocarme y que, desorientado, había acabado en el mar o en la laguna. Sin embargo, las estrellas estaban a los lados y por encima de mi cabeza. Las había por todas partes, extraordinariamente juntas, al alcance de la mano y a miles de kilómetros de distancia.

Supuse que me faltaba oxígeno y respiré con cuidado. El aire no era tan fétido como en la ocasión anterior; quizás una marea inusualmente baja lo había renovado. Pero las estrellas seguían allí. Respiré de nuevo, cerré los ojos, esperé y los abrí. Allí seguían las estrellas, más brillantes incluso.

-Es imposible -susurré-. No puede...

Me interrumpió una queja procedente de algún punto de la densa constelación. Permanecí en silencio, moviendo los brazos para mantenerme a flote.

-Aquí... -dijo una voz muy queda.

Extendí los brazos y toqué un saliente rocoso que recorrí con las manos hasta tocar algo que tenía tacto de piel.

-¡Christo! ¡Gracias a Dios!

-¿Richard?

-Sí.

-Ayúdame.

-Sí. He venido para eso.

Me pregunté qué parte del cuerpo estaba tocando. Es sorprendente lo difícil que resulta averiguarlo. Lo que al principio me pareció un brazo resultó ser una pierna, y lo que tomé por los labios, una herida.

Christo emitió un suave gemido.

-Lo siento -dije, sacudiendo la cabeza-. ¿Estás malherido?

-No... No mucho...

-Bien. ¿Crees que puedes nadar?

-No lo sé...

-Porque tienes que nadar. Hemos de salir de aquí.

-¿Salir?

-Tenemos que salir de esta bolsa de aire.

-¿Bolsa... de aire? -repitió en tono vacilante.

-Un hueco... Una pequeña cueva. Debemos salir de ella.

-¿Y el cielo? -murmuró-. Hay estrellas.

Me maravilló que él también las viera.

-No. No son estrellas. Son... -Titubeé. Me estiré y hundí la mano en unas algas colgantes-. No hay estrellas -añadí, sin poder evitar una risita al arrancar uno de aquellos resplandecientes colgajos.

-¿No hay estrellas? -Christo parecía perturbado.

-Son fosforescencias.

Quedaba algo de sitio en el saliente, de modo que salí del agua y me senté a su lado.

-Escúchame, Christo. No tenemos más remedio que marcharnos de aquí nadando. No hay otra opción.

Christo no dijo nada.

-¿Me has entendido?

-Sí.

-Lo que vamos a hacer es nadar utilizando mis brazos, así que tú te agarras de mis piernas y agitas las tuyas. ¿Tienes heridas las piernas?

-Las piernas no. Mi... mi... -Me tomó la mano y se la llevó al pecho.

-Entonces puedes moverlas. Lo conseguiremos. No hay problema.

-Sí.

Por el tono de su voz creí que estaba a punto de desmayarse, así que le expliqué lo que íbamos a hacer en voz bien alta para mantenerlo despierto.

-Nuestro único problema -le expliqué- es dar con el pasadizo que nos saque de aquí. Si recuerdo bien, hay cuatro pasadizos, y no podemos equivocarnos. ¿Has entendido?

-Sí.

-Bien. Vamos.

Me incliné hacia delante para lanzarme al agua, pero me detuve a punto de saltar del saliente.

-¿Qué? -preguntó Christo con voz débil, al notar que algo pasaba.

Yo estaba tan atónito ante la hermosa y sobrecogedora visión de un delgado cometa atravesando la negrura a mis pies, que no atiné a contestar.

-¿Qué pasa, Richard? -insistió.

-Nada. No es más que... eh... algo ahí abajo.

-¿El tiburón? -preguntó Christo con la voz súbitamente quebrada por un aterrado sollozo-, ¿Es el tiburón?

-No, no. Por supuesto que no. Tranquilízate.

Observé el cometa atentamente porque, de hecho, mi vacilación al responder a Christo se debió a que al verlo lo primero que vino a mi mente fue el tiburón. Pero de pronto tuve la certeza de que no se trataba de eso. Había algo extraño en su movimiento espasmódico, que no producía centelleo alguno. Guardaba cierta relación con una persona.

-Probablemente sea yo -dije con una sonrisa tonta.

-¿Tú?

-Mi estela -expliqué entre dientes-. Mi sombra.

-¿Cómo? No te...

-Debe de tratarse de un banco de peces -añadí, animándolo con una palmada en la pierna.

El cometa continuó su paso y, curiosamente, comenzó a acortarse. Al cabo de un instante comprendí que estaba internándose en uno de los pasadizos de salida.

-Vamos, Christo -dije, llevándome una mano a la nuca. Me había asaltado la sensación de que se me agrietaba una parte del cráneo y su contenido se derramaba o expandía como si fuera vapor. Respiré aliviado al notar el hueso duro, el pelo húmedo y enmarañado-. Creo que ya sé cuál es el camino -agregué al dejarme caer en el agua.

Unas cuantas brazadas me bastaron para advertir que el pasadizo no era el que conducía a la cueva de la entrada. Trazaba una curva hacia la derecha casi de inmediato, mientras que el otro era prácticamente recto. Mi confianza, sin embargo, se mantuvo firme, por lo que no retrocedí.

Dimos con otra bolsa de aire a unos diez metros de distancia, y con una tercera a otros diez metros más allá. En esta última el aire era fresco, y frente a nosotros vi la salida, que se recortaba en la negrura, y al otro lado estrellas de verdad y un cielo contra el que se distinguían las negras siluetas de las palmeras, semejantes a lápices con garras que recorrían la altura del acantilado en su curva hacia el macizo de la isla.

Dejé al agotado Christo tendido en el saliente bajo la grieta y di unos pasos hasta ver los jardines de coral.

-¿Mister Duck? -siseé-. Eras tú, ¿verdad? Estás aquí.

-Sí -respondió Mister Duck, tan cerca que me hizo dar un respingo—. Estoy aquí.

AHÍ VIENEN

POLÍTICA

-Mierda -dije al ver a Cassie cerca de la cabaña que hacía las veces de cocina.

Estaba hablando con Ella, lo cual significaba que no podía evitar pasar por el lado de ésta. Mis otras opciones eran cruzar directamente el centro del claro o bordearlo y salir por la parte de atrás del barracón. En otras palabras, pasando junto a Bugs o junto a Sal. O sea, que no tenía elección.

Suspiré. Atravesar el claro se había convertido en una especie de carrera de obstáculos. Era cierto que el ataque del tiburón había desviado el interés del incidente del barracón, pero aunque habíamos llegado a una tregua tácita la tensión aún se respiraba en el ambiente. Desde un punto de vista táctico, no podía por menos de admitir la victoria de Bugs, cuyo grupo -los carpinteros, básicamente, y los que trabajaban con Jean en la huerta, a excepción de Cassie y Jesse- se había adueñado del centro del claro desde la tarde que siguió al ataque del tiburón. Regresé de la isla y me los encontré allí, desperdigados en círculo, fumando marihuana y charlando tranquilamente. De ese modo no sólo se habían hecho con el control estratégico del campamento, sino también con el psicológico. Era como si ellos fuesen la clase dirigente y nosotros unos disidentes.

Nuestro papel como disidentes se veía agravado por el hecho de que, a diferencia del grupo de Bugs, no nos sentíamos unidos. De hecho, formábamos varios subgrupos. Uno estaba constituido por el viejo equipo de pescadores, al que se sumaba Keaty y en el que yo me incluía, pero también estaba Jed, a quien consideraba en el mismo bando que yo. Otro lo formaban Moshe, cuyas afinidades nadie conocía, y luego los cocineros, que mantenían una buena relación con Ella y, a través de ésta, con Jesse y Cassie. Pero Jesse y Cassie también podían incluirse en el viejo equipo de pescadores por su amistad con Keaty.

Finalmente, estaban Sal y Karl. Karl era un mundo aparte, y a saber qué pasaba por su mente, y en cuanto a Sal, hacía lo que podía para parecer neutral, aun cuando todos sabíamos de qué lado se pondría llegado el caso.

Si todo esto suena complicado, es porque lo era.

De modo que así estaba la situación en el campamento, y todos teníamos que vérnoslas con ella, y en cuanto a mí, además tenía que vérmelas con Cassie. Desde el momento mismo en que Bugs se había cagado encima, Cassie se comportaba conmigo como si yo sufriera algún tipo de desequilibrio mental; me hablaba lentamente, pronunciando con cuidado cada palabra y empleando incluso un tono modulado, como si creyese que el mínimo ruido repentino me sacaría de quicio. Su actitud me ponía nervioso, pero tendría que haber trepado a uno de los árboles cohete para evitar a Bugs, y Sal me obligaría a darle un detallado resumen sobre las actividades de nuestros vecinos de la isla de al lado, así que no podía evitar pasar junto a Cassie. Me mordí los labios, bajé la mirada y eché a andar a través del follaje en su dirección, sin dejar de observar con el rabillo del ojo su atenta conversación con Ella. «Lo voy a conseguir», pensé, lleno de optimismo. Pero estaba equivocado.

-Richard -me llamó Cassie cuando casi estaba fuera de su alcance.

La miré de forma estudiadamante inexpresiva.

-¿Cómo estás?

-Bien -contesté rápidamente-. Voy a ver al enfermo.

-Lo que quiero decir, Richard, es cómo estás tú.

—Bien -repetí.

—Creo que todo esto ha sido más duro para ti que para nadie.

-Bueno, no tanto...

-El rescate de Christo...

-Tampoco fue para tanto...

-...Y ahora tienes que vigilar la isla solo, sin el apoyo... de nadie.

Me limité a encogerme de hombros, pues habría sido verdaderamente imposible explicar que, desde mi punto de vista, los tres días pasados desde la muerte de Sten habían sido magníficos. El hecho de que Jed tuviera conocimientos de primeros auxilios le obligaba a permanecer todo el rato junto a Christo, de modo que yo pasaba los días solo en la Zona Desmilitarizada.

Aunque «solo» no sea más que una manera de decirlo.

-Puede que la soledad me esté sentando bien, Cassie. Así tengo tiempo para pensar y hacerme una idea de todo lo que ha ocurrido.

Mis anteriores conversaciones me aconsejaban que hablase de esa manera.

Cassie abrió los ojos como si no hubiera pensado en semejante posibilidad y ahora considerara que sí, que era buena.

-Esa es una actitud positiva -dijo calurosamente-. Bien hecho.

Con aquello bastaba para que yo pudiera alejarme sin parecer grosero, de modo que me despedí y seguí mi camino.

Me dirigía a la tienda hospital o, más exactamente, a la tienda de campaña de los suecos. Como Sten había muerto y Karl se había ido a vivir a la playa, yo la había bautizado la tienda hospital, aunque por desgracia nadie más lo hiciera, y eso que la llamaba así siempre que tenía oportunidad, sin que mi iniciativa consiguiera éxito alguno...

-Vuelves pronto hoy -dijo Jed cuando me vio entrar-. Todavía brilla el sol.

Parecía muy cansado y sudaba como un cerdo. La tienda era un horno a pesar de que la lona de la entrada estaba subida.

-Tengo hambre y quiero un cigarrillo. No ha pasado nada de particular.

-Nada nuevo, entonces.

Miré a Christo.

-Duerme. Puedes hablar.

-Ya te he dicho... Nada nuevo. -Estaba mintiendo, porque algo nuevo sí que había pasado, aunque yo no estuviera dispuesto a mencionarlo-. Todo está como siempre.

-Más vale así. Me pregunto cuánto durará.

-Mmm... He traído más hierba.

-¿Más? Richard, tú estás... -Jed sacudió la cabeza-. Nos sale la hierba por las orejas. Traes todos los días.

-La gente cada vez fuma más.

-Ni aunque vinieran todos los hippies de Goa conseguirían acabar con nuestras reservas. Los centinelas de las plantaciones acabarán por darse cuenta.

Asentí con la cabeza. Lo mismo pensaba yo, aunque desde otro punto de vista. Mi intención era que la regularidad de mis expediciones alertase a los centinelas, unos gilipollas tan fáciles de burlar que uno se preguntaba qué demonios pintaban allí.

-¿Cómo está Christo? -pregunté, por cambiar el tema de conversación-. ¿Sigue igual?

-No -respondió Jed, restregándose los ojos- Ha empeorado.

-¿Delira?

-No. Le duele cuando está despierto, pero pasa la mayor parte del tiempo inconsciente, y ardiendo de fiebre. Sin un termómetro no hay modo de precisar su temperatura, aunque hoy es más alta que ayer... Si quieres que te diga la verdad... -Bajó la voz-. Me tiene muy preocupado.

Fruncí el entrecejo. A mí me parecía que Christo estaba bien. Cuando lo vi a la luz del día, la mañana después de sacarlo de la bolsa de aire, me sentí algo decepcionado ante lo poco espectacular de sus heridas. Aparte de la raja que tenía en un brazo -y que yo había tomado por unos labios- todo cuanto mostraba era un enorme cardenal en el vientre, allí donde lo había golpeado el tiburón al arremeter contra él. Eran unas heridas tan superficiales que al día siguiente ya estaba andando en busca de Karl. No se vino abajo hasta el segundo día, lo que atribuí al esfuerzo realizado o a los efectos residuales de la intoxicación.

-En mi opinión -continuó Jed-, el moratón tiene que ver con algo más profundo, ¿no te parece?

-Tú eres el médico, Jed.

-Yo no soy el puto médico. Ésa es la cuestión.

Me incliné para examinarlo mejor.

-Bueno, está más oscuro de lo que estaba. No tan púrpura. Supongo que eso indica una mejoría.

-¿Seguro?

-Seguro, no. -Hice una pausa-. Yo creo que es la intoxicación lo que lo tiene postrado. Jesse aún sufre retortijones.

-Ajá.

-Y también Bugs... por desgracia -añadí, con un guiño de complicidad en el que Jed no se fijó o al que prefirió no hacer caso-. Bueno, voy a ver si como algo y encuentro a Françoise y a los demás.

-Bien. Déjame un cigarrillo, ¿quieres? Y vuelve después. Nadie pasa por aquí excepto tú y Antihigiénix. Tengo la impresión de que no quieren saber nada de Christo... Como si no hubiese sufrido accidente alguno.

-Es muy duro -admití arrojándole el paquete de cigarrillos-. Sten todavía sigue en el saco de dormir, detrás del barracón, justo al otro lado de donde duermo, y su hedor atraviesa las paredes.

Jed me miró. Era obvio que quería decirme algo, así que lo animé con un gesto y le indiqué que siguiera, pero se limitó a suspirar.

-Mañana por la mañana -dijo tristemente-. Sal no va a pedirle más veces a Karl que participe en el entierro. Lo enterrarán junto a la cascada.

DISCREPANCIA

Sal estaba sentada en su lugar habitual junto a la puerta del barracón, paso inevitable si uno pretendía bajar a la playa, a menos que diera un rodeo agotador por el Paso de Jai bar. Tuve la suerte, sin embargo, de que se marchara de allí cuando yo salía de la tienda hospital. Supuse que se dirigía al centro del claro para hablar con Bugs, y podría haberlo confirmado sencillamente con volver la cabeza, pero preferí dar por sentada mi suposición a mirar hacia donde se encontraba el enemigo. Ése fue mi error. Debería haberlo confirmado. Como no lo hice, me pasó lo mismo que con Cassie.

-Richard -dijo una voz resuelta, justo cuando empezaba a sentirme mejor por abandonar la zona de peligro, dejando atrás el barracón y a un paso del sendero que conducía a la playa.

Se había escondido junto al camino, detrás de un matorral que le llegaba al pecho. Era una emboscada para echarme el guante.

-Estabas escondida -le dije sin detenerme a pensarlo, sorprendido de mis propias palabras.

-Sí, Richard. Lo estaba. -Se adelantó unos pasos, abriéndose camino entre los arbustos con la mano rolliza-. No quería obligarte a una de tus evasiones, tan ridículas como evidentes.

-¿Evasiones? Yo no me eva...

-Sí, lo haces.

-No. En absoluto.

-Da igual, Richard; déjalo.

Era la tercera vez que pronunciaba mi nombre, de modo que iba en serio. Zanjé la discusión con un gesto de impotencia.

-No pongas esa cara -me espetó de inmediato-, ¿Tienes idea de los problemas que me estás causando?

-Lo siento, Sal.

-No arreglas nada con decir lo siento. Eres peor que un grano en el culo. ¿No estaba claro lo que tenías que hacer?

-Muy claro, Sal.

-Pues parece que lo has olvidado.

-No, yo...

-Dime qué tenías que hacer.

-¿Te refieres a las instrucciones?

-Sí.

Tratando de no caer en el tono insolente de un colegial, repuse:

-Mientras Jed esté cuidando de Christo, soy el responsable de mantenerte informada sobre los movimientos de... -Tartamudeé y los pelos se me pusieron de punta. Había estado a punto de pronunciar los nombres de Zeph y Sammy.

-¿De quién?

-De quienes pudieran acercarse a la isla.

-Exactamente. Ahora quizá quieras decirme por qué eso te parece tan difícil.

-No tengo nada que decirte. No ha pasado nada. Todo sigue igual.

-Falso. -Sal me levantó un dedo. Me fijé en los grotescos jamoncillos de grasa que le temblaban bajo el brazo-. Falso, falso, falso. Si no hay nada que decirme, quiero saberlo. Porque si no lo sé, me preocupo y ya tengo bastante de qué preocuparme. De modo que no empeores las cosas. ¿De acuerdo?

-Sí.

—Bien. -Bajó el dedo y se concedió un respiro para recuperar la compostura-. No quiero ser dura contigo pero no estoy dispuesta a admitir más incordios. Nuestro ánimo... bien, está por los suelos.

-Lo superaremos.

-Sé que lo superaremos, Richard -dijo, tajante-. No tengo la menor duda al respecto, pero de todas formas quiero que transmitas un mensaje a todos tus amigos.

-Lo haré.

-Bien. Quiero que les digas que durante los últimos tres días, y por razones obvias, he tolerado el absurdo conflicto que divide al campamento.

-¿Conflicto? -pregunté, en un intento bastante necio de parecer inocente.

-¡Sí, conflicto! ¡La mitad del campamento no se habla con la otra mitad! ¡Como si esperasen el momento de clavarse mutuamente un arpón en el cuello!

Me ruboricé.

-No sé si sabes que mañana por la mañana enterraremos a Sten. Quiero que ese hecho marque el fin de las tensiones, así por lo menos sacaremos algo bueno de esa espantosa tragedia. Quiero que sepas que voy a decirle lo mismo a Bugs. No quiero que pienses que por el hecho de ser mi hombre lo trato mejor que a los demás. ¿De acuerdo?

-De acuerdo.

Sal asintió con la cabeza, se llevó una mano a la frente y permaneció en silencio durante varios segundos.

Pobre Sal, pensé. No le había sido de mucha ayuda en su agobio, y decidí que me mostraría mucho más comprensivo en el futuro. Ni siquiera sabía muy bien por qué había estado eludiéndola. Mi problema era con Bugs. No había hecho bien al permitir que mi aversión hacia él se extendiera a ella.

-Bien -dijo Sal-. ¿Adónde ibas cuando te eché el guante?

-A la playa. En busca de Françoise... y a ver qué es de Karl.

-Karl... -Sal murmuró algo ininteligible y levantó la mirada hacia el dosel de ramas. Cuando la bajó pareció sorprenderse de que aún siguiera allí-. Puedes seguir -dijo, señalándome el camino-. ¿A qué esperas? Piérdete.

Eran cerca de las seis cuando llegué a la playa; la arena ya estaba lo bastante fría como para caminar tranquilamente por ella si a uno le apetecía. A mí no. Yo estaba jugando un juego que requería caminar por la arena húmeda, al borde del mar.

El propósito del juego consistía en dejar una huella perfecta, y eso era bastante más difícil de lo que parece. Si pisaba la arena menos húmeda, la huella se esfumaba enseguida; si pisaba la zona más mojada, ésta desaparecía tragada por el agua. A este problema se añadía el de la presión. Si uno daba un paso normal los dedos de los pies se hundían demasiado y agrietaban la tersura de la huella. Si, por el contrario, procuraba distribuir la presión de forma equitativa, la huella quedaba perfecta, bien que a costa de la limpieza del juego. Tal era el problema con que me enfrentaba.

Así hice el camino a lo largo de la playa, entre anhelos, comprobaciones y fracasos, destruyendo las huellas que salían mal. Como miraba fijamente la arena, no advertí que me acercaba a mis amigos hasta que los tuve a un par de metros de distancia.

-¿Te estás volviendo loco, Richard? -oí que me decía Keaty-. Si es así, avísame. Eso podría significar que estás listo para hablar con Karl.

-Intento dejar la huella perfecta -respondí sin levantar la cabeza-. No es nada fácil.

-Conque la huella perfecta, ¿eh? -preguntó Keaty, y por el modo en que rió comprendí que estaba colocado-. Bueno, eso indica que estás al borde de perder la chaveta por completo, y de una forma más original que intentando el círculo perfecto.

-¿Qué círculo?

-El que hacen los locos.

-Ah. -Pisoteé mi último intento y seguí andando con paso cansino, desilusionado al comprobar que Françoise no estaba con ellos-. ¿Es eso lo que hace Karl?

-No. Está demasiado loco incluso para eso.

-De hecho -intervino Étienne, que al contrario que Keaty no intentaba mostrarse sarcástico-, Karl no está loco, sino en état de choc.

-Justo lo que imaginaba -dijo Keaty enarcando las cejas-. Ahora quizá puedas explicarnos qué significa eso.

-No sé cómo se dice en inglés. Por eso lo he dicho en francés.

-Vaya, qué bien.

-Si quisieras hacer algo de verdadera utilidad, te llevarías a Karl a Ko Pha-Ngan -dijo Étienne, que se puso de pie y añadió fríamente-: Y ya estoy harto de discutir esto contigo. Perdóname, Richard. Me vuelvo al campamento. ¿Se lo dirás a Françoise cuando venga?

-Sí -le contesté algo incómodo.

Estaba claro que había interrumpido una discusión y nada podía entristecerme más que la idea de que mis amigos discutieran. Debíamos mantenernos unidos, aun cuando Sal fuera a pedir una tregua el día siguiente.

Unos segundos después de que Étienne echara a andar, Keaty se volvió hacia Gregorio.

-¿Por qué mierda no me apoyaste? -masculló.

-No lo sé -respondió Gregorio, mirándose las manos con gesto pensativo-. Quizá tenga razón.

-No la tiene. ¿Cómo va a tenerla?

-Un momento -tercié tras cerciorarme de que Étienne se había alejado lo suficiente para no oírnos-. ¿Étienne hablaba en serio de Ko Pha-Ngan?

Keaty asintió con la cabeza. Sus bucles eran todavía lo bastante cortos como para mantenerse tiesos, lo que acentuaba su expresión de incredulidad.

-Totalmente en serio. Lleva todo el día con eso. Está dispuesto a decírselo a Sal.

-Pero debería tener claro que no podemos llevarlo a Ko Pha-Ngan. ¿Qué explicación íbamos a dar? «Aquí tienen a un amigo nuestro que ha sido atacado por un tiburón y ha sufrido una crisis nerviosa en nuestra playa secreta. Bueno, nos vamos. Hasta luego.»

-Cree que podemos llevarlo hasta allí y dejarlo cerca de Hat Rin.

-Y una mierda. Aunque mantuviese la boca cerrada, ¿cómo íbamos a estar seguros de que se ocuparían de él? Aquello está lleno de chalados. ¿A quién le importaría verlo tirado en la playa? -Sacudí la cabeza-. No tiene sentido. Lo mejor para Karl es que se quede aquí.

-Llevo todo el día diciéndoselo a Étienne; pero, hay más: también quiere que llevemos a Sten a Ko Pha-Ngan.

-¿A Sten?

-Sí.

-Pero si está muerto. Para qué demonios...

-Por su familia. Étienne cree que debemos hacerles saber la suerte que ha corrido su hijo. Si los dejamos a los dos en la playa, la gente se percatará del estado de Karl y alguien se pondrá en contacto con la familia de Sten.

-Sí -dije con una sonrisa de incredulidad-, y eso nos pondría en evidencia. Sería el fin. Jamás he oído peor idea.

-Dímelo a mí -se lamentó Keaty, señalando a Gregorio-. Y de paso díselo a éste.

Gregorio se tumbó de espaldas para evitar nuestras miradas de reproche.

-En mi opinión, deberíamos considerar la sugerencia de Étienne. Si Karl no habla con nadie, tampoco lo hará en Ko Pha-Ngan.

-No -replicó Keaty-, Más tarde o más temprano hablará, y prefiero que lo haga con nosotros en lugar de con un puto policía tailandés o con algún sueco de los cojones.

Yo no lo habría dicho mejor.


Date: 2015-12-11; view: 810


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