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EL MOMENTO DECISIVO

-Hola -dijo una voz. Al volverme vi que un chiquillo me sonreía desde la puerta de la casa-. ¿Quieres tomar algo?

Lo miré desconcertado. Mister Duck tenía todo el aspecto de un niño rubio y rechoncho. Era sorprendente que aquel chaval tan saludable guardase alguna relación con el espantapájaros que conocí en Khao San Road.

-Eres tú, ¿verdad? -pregunté para aclarar las cosas.

-Soy yo. -Me estrechó entre sus brazos regordetes y me dio unas palmadas en los hombros-. ¿Quieres tomar algo?

-Bueno... -Carraspeé-. ¿Qué tienes?

-¿Ribena o agua?

-Ribena está bien.

-De acuerdo. Aguarda.

Mister Duck se metió en la casa, anadeando ligeramente al caminar, por lo que me pregunté si acababa de descubrir el origen de su apodo. Regresó al cabo de un minuto, con una copa entre las manos.

-Me temo que no debe de estar muy fría. Lleva años enfriar una lata.

-Está bien.

Me dio la copa y me miró fijamente mientras bebía.

-¿No quieres que le añada algo de hielo?

-No, así está muy bien, de verdad.

-Puedo traerte algo de hielo -insistió.

-No. -Apuré lo que quedaba-. Estaba estupendo.

-¡Magnífico! -Su sonrisa era radiante-. ¿Quieres ver mi habitación?

La habitación de Mister Duck se parecía mucho a la que había sido la mía: ropa amontonada, carteles medio desprendidos en las paredes, un edredón arrugado a los pies de la cama, cochecitos destrozados en las estanterías, canicas y soldaditos de plomo por todos los lados. Sin embargo, había una diferencia: yo compartía mi habitación con mi hermano pequeño, por lo que el desorden era doble.

En medio de la habitación había una pila medio caída de libros de Tintín y Astérix.

-¡Joder! -exclamé al reparar en ellos-, ¡Menuda colección!

Mister Duck abrió desmesuradamente los ojos, corrió hasta la puerta del dormitorio y echó un vistazo fuera.

-Richard -susurró al tiempo que se volvía y levantaba el índice-. No debes decir eso.

-¿Joder?

Se ruborizó.

-Chist. ¡Alguien puede oírte! -dijo agitando los brazos.

-Pero...

-¡Nada de peros! -musitó-. Los tacos se multan con dos peniques en esta casa.

-Oh... De acuerdo. No volveré a soltar tacos.

-Bueno -dijo con voz grave-. Debería pedirte que pagaras la multa, pero, como no conocías la regla, lo dejaremos así.

-Gracias. -Me acerqué a la pila de libros y levanté uno, Los cigarros del faraón-. Así que te gusta Tintín, ¿eh?

-Me chifla. ¿A ti no? Tengo todos sus libros menos uno.

-Yo los tengo todos menos ninguno.



-¿Incluso El loto azul?

-Sólo en francés.

-¡Claro! Por eso no lo tengo. ¡Y mira que me fastidia!

-Deberías utilizarlo para practicar el francés con alguien. Eso es lo que hacíamos antes mi madre y yo. Te lo pasas en grande, además.

-Mi mamá no habla francés -repuso Mister Duck, encogiéndose de hombros.

-Oh...

-¿Cuál es tu favorito?

-Difícil pregunta. -Pensé durante unos segundos-. Tintín en América, no.

-No. Y tampoco Las joyas de la Castafiore.

-En absoluto. Podría ser Tintín en el Tíbet... o El cangrejo de las pinzas de oro... No sabría decirte.

-¿Quieres saber cuál es mi favorito?

-Venga.

-El Templo del Sol.

-Es una buena elección -dije, asintiendo con la cabeza.

-Sí. ¿Quieres ver otro de los libros que me gustan?

-Venga.

Mister Duck se acercó a su cama, se agachó y tanteó debajo de ella hasta sacar un libro encuadernado, grande, de cubiertas color rojo claro y letras en pan de oro. Leí Time. Una década en fotografías: 1960-1970.

-Este libro es de mi papá -explicó dándose aires. Se puso en cuclillas, me indicó que me sentara a su lado y añadió-: Se supone que no debo tenerlo en mi habitación. ¿Sabes una cosa?

-¿Qué?

-En este libro... —Hizo una pausa para conseguir un efecto dramático-. Hay una foto de una chica.

-¡Magnífico! -exclamé.

-¡Una chica desnuda!

-¿Desnuda?

-Ajá. ¿Quieres verla?

-De acuerdo.

-Debe de estar hacia la mitad -dijo Mister Duck, pasando las páginas-. ¡Ah! Aquí la tienes.

La chica estaba desnuda, tenía unos diez o doce años y corría por una carretera rural.

Mister Duck se inclinó y me susurró al oído, excitado:

-Se le puede ver todo.

-Desde luego.

-¡Todo! ¡Todas sus... cosas! -Comenzó a balancearse, tapándose la boca con las manos-. ¡Todo!

-Sí.

De pronto me sentí perplejo, como si algo en la foto no acabase de encajar.

Me fijé en los campos que rodeaban la carretera, de aspecto curiosamente liso y ajeno. Después reparé en los desvaídos edificios que se alzaban detrás de la chica, fuera de foco o borrosos a través de las nubes de humo, y en que la chica, que tenía los brazos separados del cuerpo, parecía trastornada. Otros chicos corrían detrás de ella. Unos pocos soldados los miraban con actitud de indiferencia.

Fruncí el entrecejo. Mis ojos pasaron de la chica a los soldados, para volver a la muchacha, como si no supieran en qué detenerse.

Ni siquiera estaba seguro de que llegaran a detenerse en algún sitio.

-¡Mierda! -murmuré, y cerré el libro de golpe.

-Lo siento, Rich -dijo Mister Duck, poniéndose en pie-. Ya te lo advertí. Esta vez no te librarás de la multa.

TIERRA ADENTRO

ASPECTO UNO

Como Jed tenía los ojos más separados que yo, tuve que hacer un pequeño ajuste para conseguir un círculo nítido en vez de dos bastante brumosos. Después me dediqué a rastrear cuidadosamente el mar, bien apoyado en los codos, porque la imagen se descentraba al menor movimiento. Tardé unos segundos en dar con la franja de arena y la línea de verdes palmeras, pero en cuanto lo hice localicé a las cinco figuras que buscaba. Se encontraban en el mismo lugar donde habían estado la mañana anterior y casi todas las mañanas de los nueve días anteriores, con la única excepción de una, hacía cuatro días, en que la playa apareció desierta. Eso nos preocupó un poco hasta que, dos horas después, reaparecieron entre los árboles.

-Siguen ahí -indiqué.

-Sin hacer nada.

-Ajá.

-Echados en la arena.

-Uno está de pie, pero sin moverse.

-Y puedes ver a los cinco.

-Sí, cinco -dije tras una pausa-. Están todos ahí.

-Bien. -Jed se llevó una mano a la boca para contener un acceso de tos. Estábamos tan cerca de la plantación de marihuana que debíamos mantenernos lo más quietos posible, y tampoco podíamos fumar, lo que no era nada bueno para mis nervios-. Bien.

Mi primer día con Jed no fue nada alentador. Desperté de mal humor, afectado por el sueño que había tenido, y deprimido aún por el cambio de trabajo. Sin embargo, lo comprendí todo en cuanto Jed me contó lo de aquellos tipos. Aterrorizado, no paraba de repetir «Es la peor perspectiva posible», como si de un mantra se tratase, mientras Jed dejaba pasar el tiempo, hasta que me calmé lo suficiente para escuchar lo que tenía que decirme y hacerme una idea de la situación.

Lo bueno del caso era que Sal aún no sabía nada de mi indiscreción con el mapa. Jed sólo le dijo que alguien había aparecido en la isla de al lado, sin aludir a mi posible responsabilidad al respecto. En lo que a Sal concernía, Jed necesitaba que alguien le echase una mano, y por eso yo estaba trabajando con él. La otra buena noticia era que aquella gente llevaba ya dos días haraganeando por la isla cuando Sal consintió en que yo cambiase de equipo. De modo que si lo que querían era llegar a nuestra playa, no lo estaban teniendo fácil.

El aspecto negativo de la cuestión consistía en que debíamos dar por sentado que su propósito era, en efecto, llegar a la playa, así como que Zeph y Sammy se encontraban entre ellos, por no mencionar a los tres alemanes que Jed había visto en Ko Pha-Ngan. De esto último, sin embargo, no estábamos tan seguros, pues la distancia apenas nos permitía distinguir el brillo de una cabellera rubia, pero parecía probable.

Pasé el resto del día bajo la fuerte impresión que me habían causado esas noticias, sentado y mirando a través de los binoculares de Jed. Bastaba que uno de ellos se moviera para que yo creyese que se disponían a arrojarse al agua y nadar hacia nosotros. Pero no ocurrió nada de eso. De hecho, apenas se movían de la orilla y, de vez en cuando, se daban un rápido chapuzón o desaparecían en la selva un par de horas. Al cabo de cuatro o cinco días mi pánico dio paso a una ansiedad que finalmente se transformó en un estado generalizado de tensión. Esto no sólo me aclaró las ideas, sino que, paradójicamente, me relajó. Fue entonces cuando se perfilaron los otros aspectos de mi nuevo trabajo.

El primero fue conocer a Jed. Nos pasábamos las horas sentados en un afloramiento rocoso de la parte más elevada de la isla y todo lo que podíamos hacer, aparte de vigilar, era hablar. De lo que más hablábamos era del plan B, el que pondríamos en marcha cuando aquella gente se presentara. El plan B sólo tenía un problema y era que, al igual que la mayoría de los planes B, no existía. Teníamos varias opciones, pero no acabábamos de ponemos de acuerdo sobre por cuál de ellas inclinarnos. Yo era de la idea de que Jed se adelantara para interceptarlos y decirles que no serían bienvenidos en la playa, a lo que él se oponía. Aunque estaba seguro de que conseguiría que se fueran, también lo estaba de que volverían a Ko Pha-Ngan para contar a todo el mundo lo que habían encontrado. Jed prefería confiar en las barreras naturales que resguardaban la isla. Primero había que nadar un buen trecho para después atravesar las plantaciones de marihuana, divisar la laguna y encontrar un camino para llegar hasta ella. Jed esperaba que esa carrera de obstáculos sirviese para disuadirlos, pero por lo visto se olvidaba de que no había servido para disuadirme a mí, ni para disuadir a Étienne, a Françoise, a los suecos y a él mismo.

Fue durante una de nuestras interminables discusiones sobre el plan B cuando caí en la cuenta de que en su día Jed me había vigilado exactamente del mismo modo en que ahora nosotros vigilábamos a Zeph y Sammy. Había visto marcharse el bote en que habíamos llegado y, cuando nos pusimos a nadar, avisó a Sal. Ésa era la razón por la que Sal, Bugs y Cassie estaban preparados para recibirnos cuando nos presentamos en el campamento. En eso consistía el principal objetivo del trabajo de Jed, en vigilar, mientras que el robo de la marihuana no era sino una tarea secundaria. Me contó que, desde que él estaba en la isla, otros tres grupos habían intentado encontrar la laguna. Dos de ellos lo dejaron ante un obstáculo u otro. El tercero fueron los suecos.

Al saberlo me sentí menos culpable de haber pasado una copia del mapa, pues, en cualquier caso, la gente ya intentaba ingeniárselas para llegar hasta nosotros. Jed me contó que los suecos habían oído hablar de la playa como el edén que Zeph me describiera. El mismo Jed se lo había oído a un tipo en Vientiane, y como no tenía nada mejor que hacer, se había puesto a buscarla. Hubo de explorar seis islas de la reserva marina antes de dar con el sitio. Los suecos contaban con una información más concreta, pues la habían pescado por casualidad al oír una conversación entre Sal y Jean en un viaje a Chaweng para conseguir arroz.

Para mí fue una sorpresa enterarme de que lo más importante de nuestro trabajo era la vigilancia. No atinaba a entender la razón de que se mantuviera tan en secreto, y Jed se mostró sorprendido al enterarse de la existencia de semejante misterio. Admitía que Sal no quisiera hablar de ello para no crear un mal ambiente, pero por lo que a él se refería, el principal motivo de que conservase la boca cerrada era que nadie se lo había preguntado.

Eso me llevó al descubrimiento más importante con respecto a Jed, y guardaba relación con el modo en que Daffy había reaccionado ante su inesperada llegada a la playa. Recordé que Keaty me había contado que todo el campamento oyó los gritos de Daffy en el barracón y los esfuerzos de Sal por tranquilizarlo. Lo que yo no sabía era que desde aquel día, y hasta que Daffy abandonó la isla trece meses más tarde, éste y Jed no habían vuelto a dirigirse la palabra. Así que ésa era la causa por la que Jed trabajaba como lo hacía: para mantenerse todo el día alejado del campamento.

Lo sentí mucho por él cuando me lo contó. Comprendí entonces por qué siempre parecía tan distante. Su aparente reserva no se debía a otra cosa que a su convencimiento de que no debía cruzarse en el camino de nadie, a pesar de que llevaba un año y medio en la isla. También así se explicaba su disposición a hacer aquellas tareas a las que la gente se negaba, como ir a buscar arroz.

En cualquier caso, Jed no daba muestras de lamentarlo mucho. Cuando le dije que debió de ser muy duro para él afrontar un ambiente tan frío, se encogió de hombros y contestó que lo entendía perfectamente.

-Hay algo que me inquieta -solté, dejando en el suelo los binoculares.

-Que nos inquieta -me corrigió Jed, frunciendo el entrecejo.

-Temo que hayan descubierto mi mochila.

-¿Tu mochila?

-La escondí allí, y Françoise y Étienne también. No podíamos nadar con ellas... Si las encuentran, caerán en la cuenta de que están en el buen camino.

-¿Las ocultasteis bien?

-Muy bien. La cuestión es que la copia que hice del mapa no era muy buena. La dibujé deprisa, y figuraban un montón de islas. Recuerdo, por otro lado, que había muchas diferencias entre el mapa de Daffy y el que aparecía en la guía de Étienne. Es muy probable que me olvidara de alguna isla entre Ko Phelong y ésta.

-Es posible -musitó Jed, pensativo.

-Si ellos suponen que han llegado a la isla de la playa, eso explicaría por qué no se han movido en estos nueve días. Están buscando el lugar, la playa... y no consiguen dar con ella, pero pueden encontrar las mochilas.

-Es posible -admitió Jed-; pero también es posible que lleven nueve días preguntándose cómo cojones van a volver a Ko Pha-Ngan.

-Y cómo han cometido la estupidez de confiar en un mapa que alguien deslizó por debajo de su puerta.

-En cualquier caso, cometieron la misma estupidez que tú.

-Es verdad.

-Lo que me gustaría saber -comentó Jed con gesto serio y pasándose una mano por la cara- es qué beben y de qué se alimentan.

-Tallarines Maggi y chocolate. Eso comimos nosotros.

-¿Y el agua? No pueden haber llevado consigo un barril que les durara tanto.

-La isla es muy grande; a lo mejor hay un manantial.

-Sí, a lo mejor... De todos modos, te equivocas en lo del mapa. Ahí los tienes, sentados todo el puto día, mirando en nuestra dirección. Saben que la isla que buscan es ésta. Lo que intentan averiguar es el modo de llegar hasta aquí.

-¿Sabes qué podríamos hacer? -pregunté, suspirando.

-No.

-Acercarnos a ellos en el bote. Subirlos a bordo, navegar hasta el mar abierto y tirarlos por la borda como hacían los piratas. Problema resuelto.

-De acuerdo, hecho.

-Hecho.

-Hecho.

Nos miramos por un instante; después tomé los binoculares y seguí vigilando.

MENTIRAS PIADOSAS

Nos quedamos en el lugar de observación hasta que el sol estaba a punto de tocar la línea del horizonte. Entonces nos fuimos. No había mucho que vigilar en medio de la oscuridad y, en cualquier caso, Jed dijo que no era seguro moverse por la isla cuando caía la noche. No había modo de saber por dónde te metías o con quién podías topar. De regreso en el campamento, Jed se fue a hablar con Sal para decirle que no había pasado nada, y yo me fui a buscar algo de comida. Después, con el plato de sobras en la mano, busqué a mis viejos compañeros de equipo, que antes de irse a la cama solían estar cerca de la cabaña de la cocina fumándose un canuto.

Era fácil mentir a Sal y a Bugs, pero no lo era tanto mentir a mis viejos compañeros, y aún menos a Keaty. La verdad es que no tenía alternativa. Mientras ignorara si Zeph y Sammy serían capaces de encontrar la playa, carecía de sentido darles un motivo de preocupación. Lo mejor que podía hacer era satisfacer la curiosidad de Keaty en cuanto a la verdadera índole del trabajo de Jed, y cuando lo hice se sorprendió menos de lo que yo esperaba.

-Es una buena idea -dijo, dándolo todo por supuesto-. Desde que aparecieron los suecos a todo el mundo le preocupa que llegue alguien más.

-¿Qué pensasteis cuando llegué yo?

-Daffy ya te ha dicho que lo tuyo era diferente.

-¿Se enfadó la gente cuando llegaron los suecos?

-Daffy sobre todo.

-Jed me contó que él tampoco le cayó muy bien a Daffy.

Keaty dejó de limpiar la pantalla de la Gameboy restregándola contra las bermudas.

-No se lo puso muy fácil a ninguno de ellos, pero ya que estaban aquí, imagínate... ¿Qué podía hacer?

-¿Fue por eso por lo que se fue de la playa?

Mi pregunta quedó flotando en el aire mientras Keaty inspeccionaba cuidadosamente el delgado panel de vidrio, así que la formulé de nuevo.

-Básicamente, sí -respondió, colocando el cartucho de Mario en la máquina-. ¿Has conseguido terminar este juego?

-Unas veinte veces.

-Ya me parecía que las pilas se estaban agotando. -Miró la Nintendo pero sin iniciar el juego-. ¿Qué haréis cuando veáis acercarse a alguien? -preguntó, sin darle mucha importancia.

-Observarlo sin más, supongo.

Keaty me miró con una sonrisa burlona.

-Echarlo, querrás decir. A grandes males, grandes remedios.

-Ya te lo contaré cuando ocurra -repuse, intentando reír. La llegada de Jesse en busca de papel de fumar me ahorró más preguntas.

Después de aquella conversación, conseguí más o menos evitar el tema de mi trabajo, lo que no fue difícil. Keaty se tomaba sus tareas muy en serio y me bastaba con darle un codazo para que se pusiera a hablar de ellas. Afortunadamente para mí, eso mismo les pasaba también a mis colegas, de modo que no tenía dificultad alguna en llevar la conversación al tema de la pesca. Supongo que, desde su punto de vista, hablar de las experiencias comunes era una forma de dejar bien claro que yo seguía formando parte del grupo. Y a mí, por otra parte, me encantaba charlar de cualquier cosa que sonara a normalidad.

Me costó un gran esfuerzo durante los primeros días, cuando aún andaba muerto de miedo y tenía que concentrarme para guardar una apariencia de sosiego. En cuanto bajaba la guardia, la ansiedad se apoderaba de mí y ya no atendía a lo que me decían, por lo que me excusaba con el argumento de que estaba cansado o demasiado colocado.

El esfuerzo de concentración, no obstante, contaba con su lado bueno: no tuve tiempo de sentir celos de Keaty por la facilidad con que me había suplantado, o de entristecerme ante las inesperadas barreras que mis secretos habían alzado entre mis amigos y yo. Y digo inesperadas porque me preocupaba la distancia que mi trabajo pudiera interponer entre nosotros, hasta que caí en la cuenta de que en realidad eran ellos quienes se distanciaban cada vez más de mí, aunque me mantuviera involucrado en sus vidas.

Sabía lo que pasaba. Cuando pescaban un buen pez, me enteraba, y también cuando Jean intentaba persuadir a Keaty de que regresara a la huerta; cuando Cassie buscaba el modo de abandonar el equipo de carpinteros para irse a trabajar con Jesse; o cuando Bugs, una vez más, daba muestras de no enterarse de nada.

Ya no tuve que esforzarme en mantener una apariencia sosegada. En teoría, al menos, quizá debería haberme sentido celoso de Keaty y triste por las mentiras, pero no fue así. Por el contrario, todo eso me sirvió de consuelo. Comprendí que se trataba de un problema menos del que preocuparse, y de que si la distancia era una cuestión de mi competencia entonces era yo quien estaba capacitado para resolverla. Y si Zeph y Sammy fracasaban en su intento de llegar hasta nosotros, me sería muy fácil conseguir que aumentase la intimidad entre mis amigos. Se trataba, sencillamente, de no decir más mentiras, y nada más fácil en cuanto no hubiera nada acerca de lo que mentir. Estaba claro que semejante consuelo sólo funcionaría en el caso de que Zeph y Sammy fracasaran en su intento de dar con nosotros, porque de no ser así Sal se enteraría de lo del mapa y a mí me joderían bien jodido.

Semejante estado de ánimo -alerta aunque sosegado, o algo por el estilo- hizo que se manifestara el segundo aspecto de mi nuevo trabajo. Es probable que reparara por primera vez en él al llegar el quinto día, cuando desperté media hora antes que Jed y me puse a contar con impaciencia los minutos que quedaban para irnos. O quizá fue el sexto día, cuando Zeph y Sammy desaparecieron de su playa y nos tiramos tres horas peinando el mar en su busca de modo absolutamente profesional, sin pronunciar palabra, hasta que reaparecieron al cabo de las tres horas. Keaty había sido el primero en notarlo, aunque sin percatarse de ello en aquel momento. «Apuesto a que te encantaría andar merodeando por allí arriba», había dicho, en broma, cuando le conté que me cambiaban de equipo, pero entonces yo estaba demasiado amargado para caer en la cuenta de que estaba en lo cierto.

Era lógico. Jed y yo nos encontrábamos en una misión secreta. Allí estaban los binoculares, la selva, el objetivo, la amenaza, la oculta presencia de los fusiles de asalto AK-47 y los ojos oblicuos. Lo único que nos faltaba era una banda sonora de los Doors.

Demasiado familiar para resultar extraño, y demasiado excitante para dar miedo. Era imposible no disfrutar con todo aquello.

OL’ BLUE

Era el final del décimo día y estábamos, como siempre, regresando a toda prisa al campamento. El sol casi se había ocultado tras la curva occidental de los acantilados que daban al mar, y la luz anaranjada del final de la tarde se iba poniendo azul. Siempre que nos movíamos lo hacíamos en silencio, de modo que nuestra comunicación debía ser por señas. Un puño cerrado significaba parar y permanecer quietos; la palma de la mano horizontal hacia el suelo significaba esconderse, un ademán con los dedos de la mano juntos significaba moverse con cautela. Nunca discutimos el significado de esos signos, ni tampoco el de las nuevas palabras que comenzamos a emplear. Decíamos «tomo posición» en vez de «yo iré primero», y nos referíamos a las distancias tal como lo hacían los estadounidenses en Vietnam, usando el término klicks en lugar de «kilómetros». Ahora no recuerdo cómo y cuándo adoptamos semejante vocabulario. Supongo que debió de parecemos el más acorde con la situación.

Jed había tomado posición aquella tarde. Lo hacía en cuanto empezaba a oscurecer, pues conocía la isla mucho mejor que yo. A mí no me resultaba tan fácil mantenerme a su altura. Era incapaz de caminar con su elegante y furtiva combinación de ligereza y cautela, y cuando me hizo la señal del puño cerrado no me enteré y seguí andando hasta casi chocar contra él. El que no pusiera mala cara ni soltase una maldición me puso sobre aviso de que algo serio ocurría. Me separé de él y me detuve.

La selva se abría ante nosotros en una amplia extensión de matorrales y arbustos, así que lo primero que pensé fue que Jed había visto a alguien en el claro, aunque no tardé en advertir que miraba fijamente un punto a sus pies. Nos quedamos inmóviles, sin que me fuera posible averiguar el motivo, pues su cuerpo me lo ocultaba. Al cabo de un largo minuto de silencio me adelanté con cautela para tocarle el hombro. El que no reaccionara me hizo pensar que quizás hubiese topado con una serpiente. Busqué un palo con la mirada pero no descubrí ninguno, y me incliné hacia un lado para averiguar qué pasaba. Habría abierto la boca de par en par si no hubiese tenido la mandíbula y los músculos agarrotados. Un tailandés yacía a menos de un metro de Jed, boca arriba, con los ojos cerrados y un fusil automático apoyado en el brazo. Jed volvió lentamente la cabeza hacia mí, como si temiera que una simple corriente de aire despertase a aquel tipo. «¿Y ahora qué?», le dije con los labios al tiempo que señalaba el sendero que nos había llevado hasta allí. Jed sacudió la cabeza, yo asentí, y él volvió a sacudirla, indicando sus pies con una mirada ceñuda. Estaba pisando el cañón del fusil, y la presión había levantado varios centímetros la culata, que volvería a caer sobre el brazo desnudo del tailandés en cuanto retirara el pie.

«Mierda», dije sin articular sonido, y Jed puso los ojos en blanco con gesto de desesperación.

No lo pensé más de un minuto, y retrocedí por donde habíamos venido.

Jed me miró como diciendo «¿Adónde mierda vas?», pero alcé una mano para tranquilizarlo. Sabía lo que tenía que hacer porque lo había visto en Tour of Duty.

Nunca recuerdo el nombre de los protagonistas de Tour of Duty, primero porque la serie era espantosa, pero también porque los personajes respondían a la misma fórmula de NYDP Blue’s (un teniente negro y unos policías que emplean métodos de trabajo nada ortodoxos). Tour of Duty cuenta con un rudo sargento que se sabe todos los trucos, el teniente bisoño que los va asimilando, el sureño palurdo que aprende a llevarse bien con los negros, el hispano en quien se puede confiar cuando las cosas vienen mal dadas y el intelectual de la Costa Este que lleva gafas y probablemente lee libros.

Los nombres carecen de importancia.

Lo importante es lo que los personajes hacen: atender a un huerfanito herido por la metralla, impedir que un pelotón enemigo lleve a cabo una sanguinaria tropelía o saltar desde los helicópteros a un remolino de hierbas aplastadas para recoger en un campo de minas a los camaradas que tosen y mueren.

El pelotón avanza a través de la jungla cuando de repente se oye un chasquido metálico. Todos se tiran al suelo excepto uno, un PN, que se queda tieso de miedo.

-No quiero morir, sargento -balbucea el tipo, y se pone a rezar el padrenuestro.

El sargento se le acerca arrastrándose sobre el vientre.

-Aguanta ahí, soldado -susurra. Sabe qué tiene que hacer. Ya sufrió esa experiencia en Corea en el 53.

El sargento sale por donde uno menos se lo espera, y comienza a contarle al soldado algo que nada tiene que ver, el relato de un incidente que le ocurrió cuando era pequeño y trabajaba en la granja de su padre y tenía un perro de caza al que quería mucho, llamado Ol' Blue. Mientras el soldado lo escucha con la mayor atención, el sargento desliza su cuchillo bajo la bota del soldado; el sudor abre surcos en su frente mugrienta.

Ol´Blue cayó en una trampa para conejos, cuenta el sargento, y cuanto más se esforzaba en zafarse, más le ceñía la trampa. El soldado asiente con la cabeza, aunque no tiene ni idea de por qué le cuenta aquello.

-¿Qué fue de Ol´Blue? -pregunta-. ¿Consiguió liberarlo, sargento?

-Naturalmente, soldado -contesta el sargento. Y a continuación le dice que levante el pie muy despacio.

El soldado está confuso y aterrado, pero confía en el sargento y hace lo que le dice. El sargento pone una piedra sobre la hoja del cuchillo, manteniendo la presión sobre la mina, y se ríe entre dientes.

-Todo lo que tenía que hacer Ol´Blue, hijo, no era más que relajarse.

Yo no iba a soltarle a Jed una sarta de tonterías sobre Ol´Blue. Cuando puse suavemente la piedra sobre el cañón del fusil, su roce contra el metal sonó como si alguien tamborileara en un barril de gasolina. Una vez colocada la piedra, alcé la mirada hacia Jed, que se encogió ligeramente de hombros y se hizo a un lado para que yo me levantara. Supongo que quería verme dispuesto a echar a correr si el fusil se desplomaba.

Jed levantó el pie centímetro a centímetro. La culata se desplazó un poco, aunque sin tocar el brazo del tailandés. Jed contuvo la respiración. Intercambiamos una mirada, pasamos sobre las piernas del tipo y reanudamos en silencio nuestro camino. Asunto terminado.

Tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar a la cascada, y durante todo ese tiempo no dejé de sonreír, hasta que me dolieron las mandíbulas. Si no hubiese sido porque debíamos guardar silencio, me habría reído a carcajadas.

MÉRITOS

Aquel día, para sorpresa tanto de Jed como mía, me arrojé por la cascada. Estábamos al borde del acantilado, contemplando un crepúsculo limpio de nubes y tan hermoso que merecía un momento de meditación. En ocasiones la luz producía unos efectos extraños en aquellas tardes sin nubes. El horizonte no irradiaba luminosidad sino tinieblas, como si fuera la imagen polarizada del crepúsculo tradicional. Una imagen que se aceptaba a primera vista con la vaga idea de que algo no iba como debía. Quiero decir que a uno le pasaba lo mismo que cuando mira una de esas escaleras sin fin de Escher, y de repente cae en la cuenta de que la imagen carece por completo de lógica. Es un efecto que nunca ha dejado de intrigarme, y me puedo tirar veinte minutos mirándolo, agradablemente confuso.

Jed no tenía una explicación del fenómeno mejor que la mía, aunque lo intentó cuando lo toqué en el hombro y le indiqué que mirara.

-Se trata de las sombras que proyectan las nubes ocultas tras el horizonte.

Entonces me arrojé hacia delante. Al instante siguiente veía pasar la superficie del acantilado, con una extraña sensación de peligro por el hecho de tener las piernas dobladas. El desplazamiento' del peso hizo que diese una vuelta en el aire, y estuve en un tris de caer sobre la espalda. Intentaba enderezarme cuando me hundí en la laguna entre violentas contorsiones subacuáticas hasta que conseguí volver a la superficie, sin una gota de aire en los pulmones.

Miré hacia lo alto del acantilado y vi a Jed, que tenía las manos apoyadas en las caderas. No dije nada, pero sabía que no le gustaba lo que acababa de hacer. Me echó la bronca poco después, mientras regresábamos al campamento, aunque también pudo ser por la canción que yo entonaba: «Era un ratoncito chiquito chiquito que asomaba el morro por un agujerito...».

-Por Dios, Richard, ¿qué te pasa? -dijo.

-Estoy cantando -contesté, muy animado.

-Ya sé que estás cantando, ¡y para ya de hacerlo!

-¿No conoces esa canción?

-No.

-Pues deberías. Es famosa.

-Es la canción más estúpida que he oído en mi vida.

Como no podía negarlo, me encogí de hombros.

Caminamos en silencio durante unos minutos; yo seguía tarareando la canción entre dientes.

-¿Sabes una cosa, Richard? Deberías cuidarte.

Como no tenía idea de a qué se refería, guardé silencio; un par de segundos después añadió:

-Estás pasado.

-¿Pasado?

-Pasado. Detenido. Colocado.

-No he fumado un porro desde anoche.

-Exactamente -recalcó.

-¿Me estás diciendo que debería dejar de fumar marihuana?

-Lo que quiero decir es que la marihuana no tiene nada que ver con eso.

Apartó una rama que obstruía el camino, para que yo pasara, y la soltó antes de agregar:

-Por eso digo que deberías cuidarte.

Por toda respuesta dejé escapar un bufido. Su modo de hablar me recordaba los oscuros comentarios sobre el sentimiento de culpabilidad que había hecho en Ko Pha-Ngan. Jed podía ser muy críptico en ocasiones, y mi alma poco caritativa achacó a eso tanto su marginación en la playa como las extrañas circunstancias de su llegada, lo cual me llevó a pensar en la marginación que yo mismo comenzaba a padecer.

-Jed -dije al cabo de un rato-, ¿crees que puedo hablar de nuestro encuentro con el centinela de la plantación de hierba? No tiene nada que ver con Zeph y Sammy...

-Mmm.

-Es que ando todo el rato ocultando lo que hacemos, y me parece que si lo cuento...

-Cuéntalo. No hay peligro. Quizás incluso será una buena idea.

-¿De veras?

-No debemos dar la impresión de que tenemos algo que ocultar.

-Genial -dije, y me puse a silbar los primeros compases de la canción del ratón, aunque me callé de inmediato.

El campamento estaba completamente a oscuras bajo el dosel de ramas que ocultaba la última claridad del cielo. No había otra luz que la de las velas a través de la puerta abierta del barracón y las brasas desperdigadas de cigarrillos y canutos que brillaban en pequeños racimos en el perímetro del claro.

A pesar de las ganas que tenía de contar a mis viejos compañeros la historia del centinela dormido, lo primero que hice fue ir a la cocina a buscar algo de comida. Antihigiénix dejaba todos los días un par de raciones envueltas en hojas de banano para Jed y para mí, asegurándose de que nos tocaran dos buenos trozos de pescado. Cuando llegábamos siempre estaban frías, pero tenía demasiada hambre como para molestarme por eso. Aquella noche Antihigiénix había añadido papaya al guiso; eso significaba que Bugs había conseguido dar con mi campo, lo que me irritó un poco.

Tomé mi ración y recorrí los corrillos de fumadores en busca de mis amigos. No los encontré, y nadie supo decirme adonde habían ido. Miré en la tienda de Keaty y luego en el barracón, donde Antihigiénix, Cassie y Ella jugaban al blackjack, y Jesse, a pocos metros de ellos, escribía en su diario.

-¿Qué te parece? -preguntó Antihigiénix al verme, señalando mi comida.

-¿El pescado?

-Sí. ¿Te gusta el sabor que le da la fruta?

-Desde luego. Es un plato suculento. Muy tailandés.

-¿Sabes cómo lo hice? -insistió Antihigiénix, resplandeciente de orgullo-. He usado jugo de papaya para el fondo de cocción, y he añadido la pulpa en el último par de minutos para que no se deshiciera con el calor. Así se conservan el sabor y la textura.

-Ah.

-Podré hacerlo más veces, porque Jean va a plantar unas semillas de papaya en la huerta. Estoy muy satisfecho con esta receta.

-Tienes motivo. Es muy sabrosa. Muy bien hecha.

-A quien tienes que dar las gracias es a Bugs -dijo Antihigiénix en tono de modestia.

-¿Y eso?

-Él fue quien encontró las papayas en la selva.

Una espina de pescado se me atragantó.

-¿Que Bugs dio con las papayas?

-Sí, y también con unos monos.

-¡No me digas!

-Sí. Ayer.

-Pues para que lo sepas, yo descubrí las putas papayas. ¡De eso hace un par de semanas!

-¿Sí?

-¿Bugs afirma que las encontró él?

-Eso dice -terció Cassie, sonriendo.

-¡Será cabrón!

Estaba tan furioso que apreté la hoja de banano hasta que el guiso de pescado empezó a gotear en el suelo.

-Ten cuidado -intervino Ella.

Fruncí el entrecejo, súbitamente consciente de que estaba montando una escena.

-Bueno... El caso es que... Bugs miente.

-No te preocupes -repuso Cassie con una sonrisa mientras mostraba sus cartas-. De eso no nos cabe la menor duda.

-De acuerdo.

Siguieron jugando y yo me acerqué a Jesse.

-Ya lo he oído. Te felicito por haber descubierto las papayas. -En realidad no es para tanto. Lo que ocurre es que...

-A uno le jode -dijo terminando mi frase al tiempo que apartaba su diario-. Una putada. Entendido. ¿Buscas a Keaty?

-Sí -respondí, con todo el mal humor del mundo-, Y a los demás. No sé por dónde andan. A saber dónde se han ido.

-A saber. Keaty dejó un recado.

-Ah -dije, animándome un poco-. ¿De qué se trata?

-Tienes una nota encima de la cama.

Le di las gracias y me fui corriendo a ver de qué se trataba.

La nota estaba debajo de mi almohada, junto a un canuto, y rezaba: «¡Fúmatelo de inmediato! ¡Fosforescencias! ¡Keaty!». -Jesse -grité-. ¿Sabes qué significa esto?

Tuve que esperar a que dejara de escribir y me mirara.

-Ni idea, tío. No lo he leído. ¿Qué dice?

-«Fosforescencias.» Y me ha dejado un canuto.

Jesse me señaló con la pluma.

-¡Fosforescencias!

-¿Qué es eso?

-¿No lo sabes?

-No.

Sonrió.

-Vete a la playa y te enterarás. Pero no dejes de fumarte el canuto por el camino.

FOSFORESCENCIAS

Hice el camino que conducía a la playa lo más rápido que pude, lo que no fue mucho, pues no quería chocar contra un árbol ni tropezar con una raíz. Mientras avanzaba me fumé el canuto, deprisa a pesar de estar solo, porque quería colocarme y porque Keaty había escrito que así lo hiciera.

Me coloqué enseguida, a pesar de lo cual no conseguí quitarme de la cabeza el asunto de las papayas, y al cabo de unos minutos empecé a imaginar una escena en la que le daba a Bugs una buena paliza. Al principio sólo estábamos Bugs y yo, pero no tardé en decidir que necesitaba un público que asistiera a su humillación. Metí a Françoise, luego a Jed y a Keaty, después a Étienne y a Greg, y finalmente al campamento entero.

Era domingo. Tenía que serlo, porque no había otro día en que se reuniera el campamento al completo. La mayoría de la gente jugaba a la pelota, unos pocos nadaban y algunos se entretenían lanzándose discos voladores. Yo estaba con Françoise, contándole un chiste. Entonces aparecía Bugs por entre los árboles, acompañado por Sal, con tres enormes papayas entre los brazos.

-He recogido más papayas -decía-. Hay para todos.

-Perdóname un momento -le decía yo a Françoise.

Bugs me veía avanzar hacia él y hacía un gesto sardónico de sorpresa ante lo resuelto de mi andar y la firmeza con que apretaba los labios. Su actitud era arrogante, y comprendí que estaba dispuesto a enfrentarse conmigo.

-Sí -decía en voz alta, levantando las papayas para que todos las vieran y sin dejar de mirarme con el rabillo del ojo-. He encontrado más papayas.

-De modo que has encontrado papayas -le decía yo, plantado ante él.

-Eso he dicho.

-Ajá. ¿Y por qué no vamos ahora mismo a donde las has encontrado?

-¿Ahora mismo? -preguntaba Bugs, enarcando las cejas.

-Ahora mismo. Así te enseñaré la colilla de canuto que dejé en el campo de papayas, cuando lo encontré ¡hace unas dos semanas!

Todos, hasta Sal, contenían la respiración. La gente formaba un círculo alrededor de nosotros y Françoise se acercaba corriendo a mí para darme su apoyo.

-¿Es verdad eso? -le preguntaba a Bugs, muy enfadada.

-Desde luego que no -respondía Bugs en tono de mofa-. ¡Está mintiendo! ¡Yo fui quien encontró ese campo de papayas!

-Entonces, ¿qué me dices del paseo?

-No tengo nada que demostrarte.

-Yo creo que sí.

-Anda y que te folien. Yo di con el campo. Fin de la historia.

-¿Sabes una cosa, Bugs? -decía yo, sonriendo en medio de un silencio de muerte sólo interrumpido por el suave oleaje del mar-. ¡Me tienes un poco harto!

La gente se echaba a reír y Bugs se ponía rojo de ira.

-¿De veras? -decía, burlón-, ¡Pues, toma!

Una papaya salía disparada hacia mi cabeza; yo la esquivaba y oía que alguien detrás de mí gritaba:

-¡Eh! ¡Cuidado!

Bugs soltaba un juramento e intentaba arrojarme otra papaya, pero yo, rápido como un rayo, tomaba el disco volador de Cassie, que estaba a mi lado, y lo lanzaba con precisión letal. El impacto reventaba la papaya en la mano de Bugs, dejándosela pringada y chorreando jugo.

-Tú qué te... -empezaba a decir Bugs cuando ya me tenía encima para amagarle con la izquierda y atizarle un derechazo que lo hacía caer como un saco de patatas.

Ahora sí que estaba asustado.

-Lo siento mucho -gemía, llevándose la mano a los labios partidos, de los que manaba sangre-. Es verdad. Yo no di con las papayas. Fue Dichad.

Yo me inclinaba lentamente para recoger el disco y limpiarlo de los pegotes de papaya.

-Demasiado tarde, Bugs -murmuraba suavemente, casi con amabilidad-. Demasiado tarde...

Bugs gritaba, pero sin moverse, paralizado de miedo como un conejo ante los faros de un coche. El disco le daba exactamente en el puente de la nariz, destrozándole el hueso. Bugs rodaba de lado y comenzaba a gatear hacia la playa, en un intento de escapar. Yo le golpeaba en la base del cráneo y le metía cuatro puñetazos en los riñones.

-Por favor -musitaba Bugs-. Basta...

Las palabras no servían de nada. Yo ya no podía refrenar mi ira, y al mirar alrededor veía un arpón.

-Tengo que rebobinar -dije, dando las últimas caladas al canuto-. No puedo hacer eso.

Fumé hasta que se me quemaron las puntas de los dedos, después tiré la colilla y regresé al punto en que le daba el primer puñetazo.

Le amagaba con la izquierda y le atizaba un derechazo que lo hacía caer como un saco de patatas.

-Lo siento mucho -gemía-. Es verdad. Yo no di con las papayas. -¡Dilo otra vez! -gritaba yo, blandiendo el disco volador sobre su cabeza.

-Yo no fui. ¡Fue él! ¡Lo siento!

-¡Más alto!

-¡Tú encontraste el campo de papayas!

Yo asentía con la cabeza y me volvía hacia Françoise.

-Sólo quería dejar las cosas claras.

-Desde luego -decía ella tras echar un vistazo a la figura retorcida de Bugs.

-¿Quieres que nademos hasta el jardín de coral?

-Sí, Richard -respondía Françoise con un suspiro-. Me encantaría.

Aquella fantasía podría haber seguido a partir de allí, pero la hojarasca y el polvo se convirtieron en arena bajo mis pies. Había llegado a la playa.

Tardé siglos en encontrar a Keaty y los demás. La luz de la luna no me sirvió de gran ayuda para dar con ellos, mientras sus risas parecían correr por el agua hasta desvanecerse en el eco de los acantilados. Los localicé al cabo de veinte minutos de vagabundear bajo los efectos del canuto, sobre unas rocas a unos cien metros de distancia.

Como yo no los veía ni ellos tampoco a mí, decidí que no tenía mucho sentido llamarlos a gritos, por lo que me quité la camiseta y me lancé a nadar hacia ellos.

Sus figuras se dibujaron poco a poco en las tinieblas: estaban de pie e inclinados, mirando algo en el agua. Sus risas cesaron en cuanto advirtieron mi presencia.

-¡Eh! -exclamé, algo escamado por tanto silencio-, ¿Qué pasa? -No hubo respuesta. Seguí nadando con la estúpida idea de que quizá no me habían oído. Como seguían sin contestarme cuando hice pie, dejé de nadar y vadeé hasta que estuve a unos tres metros de la roca-. ¿Por qué no me contestáis? -pregunté, sin saber muy bien qué hacer.

-Mira hacia abajo -me indicó Keaty al cabo de unos instantes.

Guardé silencio y miré. El agua era negra como la tinta, excepto donde la luna rielaba en las olas.

-¿Qué tengo que ver?

-Está demasiado cerca -dijo Étienne.

-No -señaló Keaty-. Mueve las manos, Richard. Muévelas justo debajo del agua.

-Vale. -Hice lo que me decía. Oí que Françoise suspiraba, pero fui incapaz de distinguir nada más allá de la negrura-. No veo una mierda. ¿Qué pasa?

-Está demasiado cerca -repitió Étienne.

La silueta de Keaty se rascó la cabeza.

-Sí. Tienes razón... Súbete a la roca, Richard. Observa cómo me zambullo. Yo te lo enseñaré...

Al principio no vi más que los reflejos de la luna en las salpicaduras que había producido Keaty al arrojarse al agua. Después, una vez que ésta recobró la calma, vislumbré una luz en las profundidades, una incandescencia lechosa que floreció en un millar de es-trellitas hasta convertirse en la cola de un meteorito suntuosamente arrastrada por una especie de racimo aún más brillante. El racimo se desplegó y replegó sobre sí mismo para desplegarse de nuevo y formar un ocho rutilante. Después se hundió y desapareció durante unos segundos.

Desconcertado y atónito, todo cuanto dije fue:

-¿Qué...?

-Aguarda -susurró Françoise, poniendo su mano sobre la mía-. Mira de nuevo.

La incandescencia regresaba a través de la negrura, aunque esta vez dividida en siete u ocho racimos de brillo indescriptible que se agitaban en las ondulaciones de una luz aleteante que parecía nutrirse de un fulgor cada vez más intenso. Aquellas diminutas bolas de fuego avanzaban hacia mí a tal velocidad que tuve que dar un paso atrás. Keaty apareció a continuación en medio de un caos de burbujas.

-¿Qué tal? -farfulló-. ¿Habías visto algo igual?

-No -respondí, deslumbrado como un niño-. Nunca.

-Fosforescencias. Criaturas minúsculas, algas o Dios sabe qué. Brillan en cuanto te mueves -dijo Keaty mientras se subía a la roca-. Llevamos toda la noche practicando para conseguir esta maravilla.

-Es increíble... Pero ¿de dónde salen esas criaturas?

-Daffy decía que de los corales -contestó Gregorio-. No es algo habitual. No pasa todas las noches. Pero cuando pasa, dura tres o hasta cuatro días.

-Asombroso -exclamé, sacudiendo la cabeza-. Verdaderamente asombroso.

-Ajá. -Étienne me dio una palmada en la espalda y me tendió la máscara de Gregorio-. Y eso que aún te queda por ver lo mejor.

-¿Bajo el agua?

-¡Sí! ¡Ponte la máscara y sígueme! ¡Te enseñaré algo que jamás habrías imaginado!

-¡Algo fuera de serie! -corroboró Keaty-. ¡Inaudito!


Date: 2015-12-11; view: 755


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