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INVASORES DEL ESPACIO

A la mañana siguiente el cielo seguía cubierto. Cuando salí al porche, sembrado de colillas de porros empapadas por el agua de la lluvia, tuve la extraña sensación de que había regresado a Inglaterra. Soplaba una brisa fresca y el aroma de la tierra y las hojas era intenso. Caminé penosamente por la arena, frotándome los ojos, hasta el búngalo de Françoise y Étienne. Como no contestaron, me dirigí hacia el restaurante, donde di con ellos. Estaban desayunando. Pedí una ensalada de mango, con la idea de que un sabor exótico compensaría la impresión de que me encontraba en mi país, y me senté a la mesa que ocupaban.

-¿Con quién estabas anoche? -me preguntó Étienne mientras yo arrimaba una silla-. Te vimos hablar con alguien en el porche.

-Te observamos desde nuestra ventana -apuntó Françoise.

Saqué un cigarrillo para matar el tiempo hasta que me trajeran el desayuno.

-Di con una pareja de norteamericanos. Zeph y Sammy.

-¿Les hablaste de nuestra playa? -preguntó Françoise.

-No. -Encendí el cigarrillo-. No lo hice.

-No debes hablar con nadie de nuestra playa.

-No les dije nada.

-Tiene que ser un secreto.

-¿Y por qué iba a decírselo, Françoise? -repliqué, expeliendo el humo con fuerza.

-Françoise estaba preocupada por la posibilidad de que... -nos interrumpió Étienne, pero su frase se perdió en una sonrisa nerviosa.

-Ni siquiera se me pasó por la cabeza -repuse, irritado, y di una última calada al cigarrillo. Sabía a mierda.

Cuando llegó la ensalada de mango, intenté relajarme. Les dije que los norteamericanos se habían pasado toda la noche tomándome el pelo. A Françoise le pareció muy divertido. Su risa redujo bastante la tensión, y comenzamos a hacer planes para el día que teníamos por delante.

Decidimos alquilar un bote. Las agencias de viajes no nos servirían porque estaban demasiado bien organizadas, y teníamos ciertas dudas en cuanto a que consiguiéramos evitar a sus supervisores. Lo que necesitábamos era un pescador que ignorara el reglamento que regía para los turistas en la reserva marina o hiciese caso omiso de él.

Después de desayunar, nos separamos para aprovechar mejor nuestras posibilidades. Yo me fui al norte, hacia Ko Mat Lang, y ellos se dirigieron hacia el sur, a probar suerte en una pequeña ciudad por la que habíamos pasado con el jeep. Quedamos en encontrarnos al cabo de tres horas en nuestros búngalos.

El sol apareció cuando abandonaba Chaweng, pero no contribuyó a mejorar mi humor. Las moscas zumbaban alrededor de mi cabeza, atraídas por el sudor, y caminar se me hizo cada vez más difícil, pues la arena estaba húmeda a causa de la lluvia caída por la noche.



Me puse a contar los hoteluchos según recorría la costa. Al cabo de veinte minutos había contado diecisiete, y su número no parecía disminuir. En realidad, veía cada vez más gafas Ray-Ban y patios de hormigón entre las palmeras.

Fue en 1984, jugando en mi habitación con mi ordenador Atari, cuando oí hablar a la canguro sobre Ko Samui. Según aniquilaba invasores del espacio en la pantalla, los nombres y lugares se fijaban en mi mente.

Pattaya era un infierno. Chiang Mai, fría y lluviosa. Ko Samui, cálida y bonita. La canguro y su novio habían pasado cinco meses en ésta, haraganeando en la playa y haciendo cosas raras acerca de las cuales ella se mostraba renuente a la vez que ansiosa de hablar.

Tras cursar el bachillerato, mis amigos y yo nos dispersamos por el mundo. Regresamos en agosto, y entonces supe que el paraíso de la canguro era agua pasada. Ko Pha-Ngan, la isla contigua a Ko Samui, era la nueva meca de Tailandia.

Pocos años después, mientras echaba un último vistazo al pasaporte y confirmaba mi vuelo a Bangkok, me telefoneó un amigo para darme un consejo. «Olvídate de Ko Pha-Ngan, Rich –me dijo-. También de Hat Rin. Venden boletos para las fiestas de la luna llena. La movida está en Ko Tao.»

Al cabo de una hora de caminata desistí de dar con un pescador. Los únicos tailandeses con los que me encontré eran vendedores de piedras preciosas y de gorras de béisbol. Volví a mi búngalo exhausto, quemado por el sol y de un humor de perros. Compré un paquete de cigarrillos en el restaurante y fumé uno detrás de otro a la sombra de una palmera, esperando a Françoise y Étienne con la esperanza de que hubieran tenido más suerte que yo.


Date: 2015-12-11; view: 639


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